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© LOM ediciones Primera edición, 2013 ISBN IMPRESO: 9789560004482 ISBN DIGITAL: 9789560013019 RPI: 230.258 Motivo de portada: “La extranjera”, óleo. Damaris Calderón Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 688 52 73 | Fax: (56-2) 696 63 88 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile
Ni pacto con la vida, ni pacto con la muerte: habiendo desaprendido a ser, consiento en borrarme. E. Cioran Se hunde el que levanta las grandes piedras; estas piedras las levanté cuanto pude estas piedras las amé cuanto pude estas piedras, mi destino. Yorgos Seferis

Todo es sagrado.
Lo tremendo no era ser Dios sino ser humano.
El matrimonio del cielo y el infierno, que dijera Blake
conviviendo en la carne.
El primate pudo ser un cuadrúpedo, pero se irguió.
La bondad, como el instinto, es consustancial al hombre.
Y el Amor rige y domina los cuatro elementos.
Lo tremendo era no ser sólo el hijo de Dios
sino el hijo de la mujer y del carpintero.
Lo tremendo era pertenecer, entregarse,
amar la tierra, la carne , el polvo
y levantarse en espirales infinitas.
Sagrada la hoja de hierba que cantó Walt Whitman
y sagrados los hombres que cortaron el pasto.
Sagrada la boca y los besos de la boca y sagrado el ano, esa otra boca.
Sagradas las piernas y los tobillos
las manos y cada arteria
los huesos la sangre los cartílagos
y las clavículas y las mucosas y sus secreciones
y el ojo, con su visión,
y la columna vertebral izándonos como una bandera.
Hubo Ugolino, que se comió a sus hijos por hambre
pero también existió la judía que se negó el privilegio de su enfermedad
y se resistió a comer una porción de más
que las entregadas por las cartillas de racionamiento de guerra
porque era inmoral y se dejó morir.
La única hambre y la única comida verdadera es el Amor.
Sagrados los que tengan esa hambre
porque ellos serán siempre insatisfechos
y buscarán y crearán y compartirán ese alimento luminoso.
Sagrados los clavos, el madero,
la Madre, el Padre,
el Hijo y el Espíritu.
Sagrado el que negó tres veces
y asentó la roca de la afirmación.
Sagrado el cansancio dominical
de los que trabajan toda la semana.
Sagrados los mineros que bajaron a la mina
y los que no regresaron.
Sagrado el miedo, el asombro
que reunió a los hombres alrededor del fuego
y los hizo que se convirtieran en un relato.
Sagrado el coraje que avivó las llamas
trocando los cuerpos en herramientas
en instrumentos sonoros.
Sagrado el fuego
y la mano que robó el fuego.
Sagrados aquellos hijos de vecino de Prometeo
que mantienen el fulgor ígneo en los ojos.
Los que avanzan dando tumbos en la fe
los enamorados del Amor
porque de ellos es el Reino en la Tierra.
Benditos sean.
Benditos sean.
Benditos son.
Con Nelson Venegas desaparecen los bellos cuadernos
Me conmueven las menudas sabidurías que con toda muerte se pierden. Jorge Luis Borges
La noticia llegó brutal con el teléfono
la voz desconocida
quebrada
al otro lado.
Estabas tendido en tu casa, Maipú, Pajaritos, paradero 15.
Pero tú nunca tuviste una casa.
Pajaritos habían en tu lengua
y tal vez un sabor desconocido
que no acallaba el alcohol.
Te gustaban el tacto del papel
el tacto del pelo de algunas mujeres
los colores fuertes que ponías
en aquellos cuadernos que creaban tus manos.
(Las imagino ahora en reposo, ajenas a ti, y me estremezco).
–¿Para qué quieres plata, Nelson? –Para seguir haciendo cuadernos,
cuadernos como cofres, con cerraduras inútiles.
Descubrías una palabra en griego, en alemán,
el follaje de un pájaro desconocido
que cantaba como tú, gratuitamente,
la dicha de estar solo.
Sé que más de alguna vez me deseaste
y yo también, alguna vez, te deseé.
Y vi que te parecías, con tu cabeza calva, a Henry Miller
y me pregunté si harías el amor como él
o como decían que hacía el amor él.
Y alabé esa cabeza intocada
bajo un sombrero de paño
(te vi)
hermoso como nunca.
Y tus pies en sandalias me parecieron tan libres
el mismo día que un auto te arrojó sobre una cuneta horas después.
El abrazo hondo del reencuentro
era también
(no lo sabíamos)
el de la despedida.
Me diste la contraseña el sitio en que buscarte:
Bellezainútil@hotmail.com.
Belleza inútil.
Te rompieron la cara las rodillas
te abofetearon groseramente.
Pero conseguiste lo que pocos en una vida:
juntar tus hojas dispersas
y coserlas con tu propia mano.
A una mujer, en la mesa de disecciones, sin paraguas ni máquina de coser
Ahora tú estás mirándome y yo también estoy mirándote.
Con un tazón de cerezas en la mano
con el privilegio de un tazón de cerezas en la mano
cuando otros no conocen la palabra cerezas
el sabor
el aroma
el color encendido de la palabra cerezas
durante años en tierra
estrechándose en secreto las raíces
ellas también hermanas apretadas
guardando la respiración
las cerezas comiéndome
devorándome
como si fueran amantes
plantas carnívoras
viendo cómo me convierto en semilla
en cuesco
en cáscara esparcida al sol.
En esta hora en que el bisturí entra en tu carne
vaciándote
los ovarios
el útero
con que concebiste a los hijos
en esta hora en que el carnicero te faena
como a otra res del cubículo
tú eres otra vez la hija
el cuerpo donde se encuentran los elementos
la vida y su fermentación.
Enkidu era un guerrero, no más grande que tú, y tuvo miedo.
Gilgamesch era un dios, no más grande que tú, y tuvo miedo,
pequeños niños asustados.
Toda la epopeya canta a las batallas de los guerreros, esos niños.
Yo canto la epopeya
de la mujer que pare sus hijos de la que los pierde
canto (escucho) sus gritos en el quirófano
como el ave guía que pierde a algún pájaro de su bandada
o el marinero una embarcación de su flota.
Yo canto a la parturienta y a la mujer estéril
a la que fue abrazada y besada en todas sus articulaciones
y a la que nadie miró.
Canto tu vida fuerte, hermana mía,
ese galopar incesante
que no detuvo nada
madre ni bridas.
Ardimos como velas en la noche, como fósforos
El más amado,
como Juan, el discípulo
de los peces de la provincia
en el techo de un cuarto
del sur
en lo remoto del mundo
vi los astros
y tu cara, otro astro,
en el azul profundo
creando las calles del país,
las pocas cosas, las manos,
el arroz,
las primeras itálicas
la lengua
extinta de los marineros.
Anclados en un bar que no existe
escuchamos
la música de un tiempo ido
el Bola las palabras
que no alcanzamos a decir.
La mano apura
la almohada dura
donde recostar la cabeza.
Tus ojos alcanzan otra vez
los diecisiete años
el follaje del ciervo
entre los árboles.
El viejo carpintero
Hizo su casa de maderos gastados.
Con obstinación
recogió lo que no se llevó la ola
lo que dejó la resaca:
cuerpos cardúmenes
pequeñas cosas.
Vio el solsticio
(filo de obsidiana)
en un sótano
las murallas de La Habana de Jericó
levantarse y caer.
Cuando llegaron los bárbaros
juntó un poco de delicadeza
como quien junta las manos
en una breve
imposible oración.
Caligrafía de invierno (rostro a cuchilla)
El sol declina sobre tu cuerpo que también declina
(otra manera de estar sola sin condescendencia)
sin tibieza o cáscara que resguarde
ni albatros ni pelícano
al que la vida robó su presa
escuchando las cañerías
el ruido de las cañerías
el corazón
el augurio
el ronquido secreto subterráneo
las preguntas que ni la muerte
podría responder.
Los pájaros no conocen la muerte
su follaje.
La muerte. Su follaje
Dame una cuna una tumba.
Un espacio donde recostarme.
Dame una palma
(la palma de tus manos)
el jadeo del plátano
sonante
la vegetación insular
el ronquido insular los grillos
el océano sin mordaza los pulmones
de un padre agua natal sin sus ahogados
blanca caravela.
Una rosa es una rosa es una rosa
un obús es un obús es un obús
Una cuna es una tumba.
Una cuna es una tum
ba. Hazme
nacer. Ciérra
me los ojos.
Un parpadeo y la muerte rubrica.
Mujer larva Otto Dix
añorando un vientre una patria
tumbada en el pasto en posición fetal.
Entonces esta carencia, el poema, como si fuera a
Escribir acabar
cavar
azotar palabras
las masas del lenguaje chocan entre sí
colisionan
alguien entierra un diamante
en la garganta de lodo
el neobarroco no es transplantino
es cósmico
transplantado
arterias aortas del diecisiete
en un niño de cinco años
en el cielo de la página
se ven mejor las estrellas respirando
yo me entiendo con las mujeres y con los húsares
la poesía concreta da de comer a los enfermos
el Mar del Plata
tiene peces gordos bruñidos
la madrugada falsa es sórdida
el planeta Haroldo de Campos empieza a amanecer.
Girasol
Una mujer doblada
pidiendo
luz.
No es
mi madre
pero podría
serlo.
Ventanas se abren
Se cierran
Paredes
Rostros grises
Buhardillas
Oficinas
Oficinistas
Mujeres solas
Hombres solos
Familias
Chimeneas
Cortinas entreabiertas
Bocas gesticulantes
Sin sonido
Mudas
Escenas sórdidas
Ebullición de las habitaciones
Zumbido
Escaleras de incendio
Velas arden
Se apagan
Vidas extinguidas
Ahorcadas
Perpendiculares.
Las sombras se tragan el sur
La ceniza lava
Lava del volcán
Chaitén
Rojos huesos fosforescentes
Fumarolas estallidos
¿otra vez Pompeya?
Los hombres de Futaleufú no conocen Pompeya
(las sombras se tragan el sur)
crecieron con el volcán
como con otro animal dentro del paisaje
un animal manso durante miles de años
un animal que recordó
y empezó a mugir
a expandirse.
Un animal que, como cualquier otro,
necesita alimentarse y matar.
Belleza en el horror
en el fuego del Chaitén
en los caminos
en las vidas cortadas
(el fuego
la ceniza es el único camino
el lugar preciso donde llegar).
“–Por más de treinta años hemos vivido aquí
dejar atrás toda una vida”–.
Y se los llevan en helicóptero.
Un viejo cierra la cerca y dice que lo peor ya pasó
que confía en Dios
en los elementos.
Se hace uno con el paisaje.
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