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Poco importa en este caso la cuestión de la verdad. Nietzsche decía que lo peor que podemos ofrecer a un hombre de fe es la verdad. ¿Es eso cierto? ¿A quién le importa? En la esfera de las imágenes mitológicas, el punto es que a la persona de fe le gusta de ese modo, porque toda vida está basada en ello. Cuestionemos la autenticidad cosmológica de la imagen arcaica del universo o de la noción de la historia del mundo que sustenta un sacerdote y nos responderá: «¿Quién eres tú, orgulloso intelectual, para dudar de esta cosa extraordinaria sobre la que he erigido mi vida?».
Las personas viven jugando sus juegos y, si asumimos el papel del Señor Perfecto y les decimos «¿Y todo esto para qué sirve?», podemos arruinar su juego. Las imágenes cosmológicas proporcionan el campo en que poder desarrollar el juego que nos ayuda a reconciliar la vida y la existencia con nuestra conciencia o expectativa de significado. Esas son las cosas que pueden ofrecernos una mitología o una religión.
Obviamente, el sistema en cuestión debe tener sentido. Una de las experiencias más sorprendentes de mi vida tuvo lugar durante el vuelo a la Luna del Apolo 10. Justo antes del alunizaje, esos tres hombres extraordinarios estaban orbitando la Luna el día de Navidad. Hablaban de lo árida y estéril que les parecía y, como forma de celebrar la festividad, empezaron a leer el primer libro del Génesis. Ahí estaban esos astronautas, leyendo un antiguo texto que ofrece una visión chata del mundo dividido en tres planos y creado en siete días por un Dios que supuestamente mora en algún lugar por debajo de la esfera que, en ese momento, estaban surcando. El texto habla de separar las aguas superiores de las aguas inferiores en un entorno que, como acababan de comentar, era cualquier cosa menos húmedo. La notable disparidad existente entre la situación física real y la tradición religiosa me impactó esa noche muy profundamente. ¡Me parece lamentable que nuestro mundo siga sin tener nada que despierte, como esos versículos, el corazón de los seres humanos y concuerde, no obstante, con el universo real observable!
Uno de los problemas de la tradición bíblica es que nos habla de un universo postulado, hace 5.000 años, por los sumerios y que, desde entonces, se ha visto reemplazado por dos modelos más. Después de esa visión, hemos pasado por la visión ptolemaica y, desde hace 400 o 500 años, por la visión copernicana, que nos habla del sistema solar y las galaxias. Mitológicamente, sin embargo, seguimos atrapados en esta divertida historieta del primer capítulo del Génesis, que poco tiene que ver con el resto…, ni siquiera con el segundo capítulo del Génesis
La segunda función de la mitología consiste, pues, en ofrecernos una imagen del cosmos que aliente la sensación de respeto místico y explique todo aquello con lo que, en el universo que nos rodea, entramos en contacto.
La tercera función de cualquier orden mitológico consiste, por otra parte, en validar y mantener un cierto sistema sociológico: un sistema de correctos e incorrectos, apropiados e inapropiados, del cual depende la particular unidad social a la que se pertenece para su existencia.
En las sociedades tradicionales, las nociones de ley y orden se ven sostenidas por el marco de referencia del orden cosmológico. Por ello las leyes que rigen el orden social son tan válidas e incuestionables como las que determinan el universo cosmológico. La tradición bíblica, por ejemplo, nos habla de un Dios que creó el universo y entregó a Moisés las tablas de la ley en el monte Sinaí, los Diez Mandamientos, etcétera. La autenticidad, pues, de las leyes sociales de esta sociedad santa es la misma que la de las leyes del universo. No podemos decir «¡No me gusta que el sol salga tan temprano en primavera y en verano! ¡Quisiera que saliese más tarde!», como tampoco podemos decir «No me gusta que, en la misma comida, no pueda ingerir carne y leche». Ambos órdenes de reglas se derivan de la misma fuente y son apodícticas, lo que significa que son incondicionalmente ciertas y es imposible negarlas. Los órdenes sociales de una sociedad tradicional basada en el mito son inamovibles y tan verdaderos y ajenos a la crítica como las leyes del universo. No podemos ir contra ellos a menos que vayamos contra nosotros y nos arriesguemos a nuestra propia destrucción.
Este es el rasgo que caracteriza a las viejas nociones mitológicas de la moral tradicional, una moral que nos viene dada y ante la que no hay convención humana alguna que pueda decir «Esto está anticuado, es absurdo y acabará destruyéndonos. Seamos racionales y cambiémoslo». Ni la Iglesia ni las sociedades tradicionales pueden cambiar ese estado de cosas. Esa es la ley y las cosas son así. A ese problema se enfrenta actualmente el Papa con el tema de la contracepción, que le coloca en la absurda posición de afirmar que sabe lo que Dios piensa al respecto.
Me gustaría transmitirle al Papa un pequeño mensaje que todavía no he tenido ocasión de comunicarle. Cuando Dante, en La divina comedia, entra en el ámbito de la rosa celestial, Beatriz le señala a la multitud allí congregada contemplando esta rosa blanca y gloriosa en cuyo centro se halla la Trinidad (podemos imaginarnos, por ejemplo, un gran estadio de fútbol). Allí se hallan todas las almas creadas para ocupar el lugar de los ángeles caídos. Beatriz le dice entonces a Dante que el lugar está casi lleno. Esto ocurría en 1300 y, desde entonces, han pasado muchas cosas. El Papa no puede haber leído bien ese libro. Es el momento de abandonar todas esas cosas. El mensaje ya ha sido entregado. No es posible seguir manteniendo esa imagen. Ya no debe quedar ninguna plaza libre. Estos son algunos de los problemas a los que nos aboca la tradición bíblica.
Y algo semejante podemos descubrir también en la India, donde existe la idea, no de un Dios creador, sino de brahman, un poder impersonal que trae el universo a la existencia y lo destruye de nuevo. Una parte esencial de ese orden universal son las leyes que gobiernan las diferentes especies de animales y plantas, así como las leyes del orden social indio, el sistema de castas. Esto es algo que no puede ser cambiado, porque se trata de una expresión del orden universal.
En la India actual existe un conflicto entre la tradición de las castas y los tabúes establecidos por la tradición, por una parte, y las leyes laicas del estado indio, por la otra. Hace unos años, el sumo sacerdote de uno de los templos hindúes más importantes dijo: «Si quieres ser británico, abandona el sistema de castas, pero si quieres ser hindú, debes obedecer las escrituras». Y las escrituras afirman que cada casta ocupa un lugar y cumple con una función concreta. En la sociedad tradicional, el orden social forma parte del orden natural y lo mismo es aplicable a los códigos morales. Pero lo que ayer era moralmente aceptado puede haberse convertido hoy en un vicio. No sería la primera vez que, en mi vida, he sido testigo de esta situación.
La cuarta y última función de la mitología es la psicológica. El mito también cumple con la función de acompañar al individuo a través de los distintos estadios de su vida, desde el nacimiento y la madurez hasta la vejez y la muerte. Y esto es algo que la mitología hace ateniéndose al orden social de su grupo, de su visión del cosmos y del espantoso misterio de la existencia.
Las funciones segunda y tercera han acabado viéndose asumidas, en nuestro mundo, por órdenes más seculares. Nuestra cosmología está en manos de la ciencia. La primera ley de la ciencia es que la verdad no puede ser descubierta. Las leyes de la ciencia son meras hipótesis de trabajo. Los científicos saben bien que, en cualquier momento, pueden descubrirse nuevos datos que tornen obsoleta la teoría actual. Eso es algo que sucede de continuo. Es algo muy curioso.
En las tradiciones religiosas, se supone que una doctrina es más verdadera cuanto más vieja, pero en la tradición científica sucede lo contrario, porque un artículo escrito hace diez años ha quedado hoy obsoleto. Existe un continuo progreso. No hay ley ni roca eterna, pues, en la que podamos apoyarnos para descansar. No hay nada parecido. Todo fluye muy deprisa. Y sabemos que las rocas también fluyen, aunque lo hagan mucho más lentamente. Nada perdura. Todo cambia.
En el orden social ya no creemos que nuestras leyes estén dictadas por Dios. Este es un argumento que aún escuchamos ocasionalmente cuando, entre las opiniones en contra del aborto, oímos que Dios ha hablado con el senador Fulano o con el reverendo Zutano. Pero eso ya no tiene mucho sentido. Ya no podemos justificar las leyes de los hombres apelando a la ley de Dios. Compete al Congreso establecer los objetivos a los que debe apuntar el orden social y la institución a la que compete. En nuestra sociedad secular no podemos seguir considerando las funciones cosmológicas y sociológicas como un problema.
En nuestra vida, sin embargo, las funciones primera y cuarta siguen desempeñando un papel que debe, en consecuencia, ser corregido. Tenemos que ir mucho más allá de las viejas tradiciones. En primer lugar, tenemos la cuestión del temor reverencial y, como ya hemos dicho, son tres las actitudes que, al respecto, podemos asumir.
La cuarta función es la pedagógica. Básicamente, la función del orden pedagógico consiste en acompañar al niño hasta la madurez y ayudar luego al anciano a desidentificarse. La infancia es un periodo de obediencia y dependencia. El niño depende de los padres y en ellos busca consejo y aprobación. Pero llega un momento en el que la autoridad del individuo depende de sí. Veamos ahora la diferente actitud con que la tradición y el Occidente contemporáneo se enfrentan a este problema. La idea tradicional es que el adulto que ha pasado de la dependencia a la responsabilidad debe representar y asumir sin criticarlas las leyes de la sociedad. En nuestro mundo, necesitamos desarrollar las facultades críticas del individuo para evaluar el orden social y a nosotros mismos y hacer luego nuestra contribución crítica. Pero esto no significa que debamos tirarlo todo por la borda y mucho menos antes de haber visto de qué se trata.
Veamos esta última función más detenidamente.
El mito y el desarrollo del individuo
La función psicológica es, de las cuatro funciones del mito, la más constante a través de las culturas. Independientemente de que seamos sioux de las grandes praderas norteamericanas del siglo XVIII, congoleños de una antigua jungla africana o urbanitas contemporáneos sumidos en el entorno mecanizado en el que actualmente vivimos los occidentales, todos seguimos, desde la cuna hasta la tumba, un proceso de desarrollo psicológico muy parecido.
El primer rasgo distintivo de la especie humana es el nacimiento prematuro. El ser humano no puede cuidar de sí mismo hasta prácticamente los 15 años. La pubertad llega en torno a los 12, pero la madurez física no lo hace hasta los 20. Durante la mayor parte de este largo arco de vida, el individuo se encuentra en una situación de dependencia psicológica. Se nos enseña de pequeños a reaccionar a cada estímulo y a cada experiencia con un «¿Quién me ayudará?». Y, como dependemos de nuestros padres, cada situación evoca imágenes parentales: «¿Qué querrían, papá y mamá, que hiciese?». Fueron muchas las cosas que Freud dijo en este sentido.
Si queremos obtener un doctorado, por ejemplo, tenemos que permanecer sometidos a la autoridad hasta cumplidos los 45 años. Y ese proceso puede ser interminable. El número de notas a pie de página con que un autor adorna sus textos es un claro índice de su grado de dependencia. Uno debe tener el valor de asumir sus propias creencias y dejar que sean los demás quienes determinen, por sí mismos, nuestra autoridad.
Si comparamos, por ejemplo, los casos del profesor y del atleta que son entrevistados por televisión, veremos que el académico carraspea y vacila innumerables veces, hasta que empezamos a preguntarnos: «Pero ¿qué le pasa a este tipo? ¿Sabrá de verdad algo?». El jugador de béisbol, por el contrario, responde sin ningún problema. Habla con autoridad. Habla con facilidad. Esto es algo que siempre me ha impresionado. El atleta abandonó el nido cuando, a los 17 o 18 años, empezó a destacar, mientras que el pobre profesor permaneció sometido a la autoridad hasta encanecer y ahora es demasiado tarde y casi está a punto de abandonar la escena.
Llega un momento en la vida en que la sociedad pide a esta criatura dependiente que, dejando de refugiarse en el nido, emprenda el vuelo y acabe convirtiéndose en papá o mamá.
Los ritos de pubertad de las culturas antiguas cumplían con la función de propiciar una transformación psicológica sin importar que el individuo supiese sumar 2 + 2 o 962.000 + x. Lo importante era que asumiera, en un instante y sin vacilar, su responsabilidad. La persona que se halla a mitad de camino entre la dependencia y la responsabilidad, la persona que, cuando se encuentra en una encrucijada, no sabe decidir el camino que debe seguir, es el ambivalente, el neurótico.
Los neuróticos son personas que aún no han alcanzado ese umbral psicológico. Su primera respuesta, cuando tienen una experiencia, es: «¿Dónde está papá?», hasta que súbitamente se dan cuenta de que: «¡Oh, pero si yo ya soy papá!». Esos niños de 40 años, llorando en el diván freudiano, son personas cuya primera reacción es la dependencia y que solo después se dicen: «¡Oh, espera un segundo, pero si ya he crecido|».
Son personas atrapadas en una actitud de sumisión a la autoridad y miedo al castigo, mirando siempre hacia arriba en busca de la aprobación o el reproche de los mayores. Luego, súbitamente, en la pubertad, se supone que nos convertimos en adultos y asumimos la responsabilidad de nuestra vida. Se suone que todas las respuestas automáticas que en alguien de 20 años revelan la sumisión a la autoridad acaban conduciendo a asumir la propia autoridad. El rito de iniciación a la pubertad representado por el cachete que, en el momento de la confirmación, da el obispo al niño significa: «Despierta, deja atrás a tu niño y despierta a la madurez».
Entre los aborígenes arandas australianos, por ejemplo, cuando una madre tiene dificultades para controlar a un hijo, las mujeres se reúnen y le propinan una buena azotaina en las piernas con palos. A las pocas semanas, ocurre algo muy interesante, porque todos los hombres, ataviados con ropajes extraños de un aspecto similar al que se les enseña a todos los niños que llevan las divinidades, llegan con bramaderas [zumbadores] y todo tipo de instrumentos ruidosos y aterradores. Los niños corren entonces a refugiarse en sus madres, que simulan protegerlos hasta que llegan los hombres y se los llevan.
Así es como la madre deja de ser buena y el niño debe enfrentarse solo a esa situación. Y debo advertir que la situación no es nada divertida. Llega un momento, por ejemplo, en el que los hombres colocan a los niños tras una fila de arbustos, con la orden explícita de no mirar. A mitad de la noche parece estar ocurriendo, al otro lado, algo muy interesante (danzas y similares). ¿Y qué les ocurre a quienes, pese a esa prohibición, se atreven a mirar? ¡Son asesinados y devorados!
Eliminar a quienes no cooperen con la sociedad que les está apoyando es una forma drástica de acabar con la delincuencia juvenil. Lo malo de este método, obviamente, es que solo sobreviven los buenos chicos y priva a comunidad de talentos originales.
Al cabo de un rato, se permite que esos niños asustados de 12 o 13 años vean la llegada, desde más allá de los arbustos, de un hombre extraño, ejecutando el mito del Canguro Cósmico, y luego aparece el Perro Cósmico y ataca al canguro. Toda esta representación forma parte de la mitología del ancestro totémico. Y, cuando más tranquilo parece estar contemplando el niño el espectáculo, los dos personajes empiezan a abalanzarse una y otra vez sobre él.
Ahora ya no olvidará nunca más al Canguro y al Perro Cósmico. Es cierto que no es un asunto muy sofisticado, pero una vez que el niño entiende esto, no quedan muchas cosas más por entender. Todas las imágenes tempranas depositadas en el padre y la madre se ven así transferidas a las imágenes ancestrales de la tribu.
Hay otros ritos que también son muy interesantes. Cuando el niño es circuncidado, por ejemplo, se le entrega un objeto especial llamado churinga, una especie de amuleto personal que se supone que le protegerá y curará sus heridas. Los hombres alimentan al niño con su propia sangre, le hacen cortes en los brazos y en otras partes y vive sumido en la sangre (come pasteles de sangre, sopa de sangre y acaba cubierto también de sangre).
El niño que atraviesa este ritual ya no es el mismo que quien lo comenzó. Son muchas las cosas que han pasado. Su cuerpo ha cambiado, su psique ha cambiado y se le envía donde están las chicas. Entonces se le asigna una esposa, la hija del hombre que le circuncidó. No tiene otra alternativa. No tiene posibilidad alguna de elegir. No puede decir: «Esta no me gusta. Prefiero aquella». Ahora es un pequeño hombre y se comportará como debe hacerlo un hombre de su tribu.3
Estas sociedades se enfrentan a un problema de supervivencia y el individuo que accede al orden social debe ser iniciado para que sus respuestas espontáneas sirvan a las necesidades de esa sociedad. Es la sociedad la que impone el orden y le obliga a convertirse en un órgano de cierto organismo. Y no cabe, fuera de ese orden, independencia alguna.
La madurez, en las sociedades tradicionales, consiste en aprender a vivir dentro del marco establecido por la tradición cultural. Así es como uno acaba convirtiéndose en un eslabón más de la cadena de transmisión del orden moral. Nos lo imponen, creemos en ello y acabamos imponiéndolo.
En nuestra cultura, tenemos exigencias diferentes. Nosotros esperamos que nuestros alumnos y nuestros hijos sean críticos, utilicen su cabeza, se conviertan en individuos y asuman la responsabilidad de sus vidas. Y aunque haya quienes, en mi opinión, empiezan demasiado pronto, se trata de una situación que alienta una gran potencia creativa. Pero eso también genera, con respecto a nuestras mitologías, un problema nuevo. Y es que, a diferencia de lo que sucede en las culturas tradicionales, nosotros no pretendemos estampar, en la persona, la tradición con tal fuerza que el individuo se convierta en un mero estereotipo. La idea, muy al contrario, consiste en desarrollar la personalidad individual, una cuestión que, por más sorprendente que pueda parecer, constituye un rasgo contemporáneo característico de Occidente.
En la India, por ejemplo, se espera que el individuo haga lo que la tradición espera de una persona de su casta. El rito de satī, tan terrorífico para nuestra sensibilidad, que obliga a la viuda a arrojarse a la pira funeraria en que arde el cuerpo de su esposo fallecido, se deriva de la palabra sánscrita sat, la forma femenina del verbo «ser». La mujer, pues, que cumple con su obligación como esposa es algo precisamente por ser esposa. Y quien desobedece este dharma, este sat, es asat, es decir, «no ser».
Esta es una visión diametralmente opuesta a la de Occidente, porque para nosotros la persona que vive sometida a la autoridad, se identifica con su rol social y no se sale del marco establecido por la tradición es considerada anticuada y retrógrada, es decir, «sin personalidad».
Más tarde, tiene lugar una transformación psicológica a la que todo el mundo debe enfrentarse: el paso de la madurez a la senilidad y el declive de las capacidades. Debido a la sofisticación de la ciencia médica, esta es una transición que, en nuestro caso, ocurre más tarde que en las sociedades primitivas y en las culturas arcaicas superiores. Resulta sorprendente lo temprano que se presenta, en la mayoría de las sociedades, la crisis de la vejez. En cualquiera de los casos, se trata de una crisis que, más pronto o más tarde, siempre llega.
Cuando hemos aprendido lo que nuestros instructores nos han enseñado y erradicamos todos los movimientos del espíritu incompatibles con el orden de nuestra sociedad particular, cuando ya sabemos cómo funcionan las cosas, cómo movernos y cómo dirigir, empezamos a perder el control. Es entonces cuando comienzan a presentarse los problemas de memoria, las cosas se nos caen de las manos, nos sentimos mucho más cansados al finalizar el día, y el sueño empieza a parecernos mucho más atractivo que la acción o, dicho en otras palabras, comenzamos a pensar en la jubilación. Además, uno ve llegar una nueva generación muy vigorosa con un aspecto diferente y piensa: «Bueno, habrá que dejarles paso». De esta situación de desamparo se hacen cargo las mitologías.
Cuando descubrimos que los objetivos a los que un determinado orden social nos había pedido que dedicásemos nuestra energía han cambiado o han dejado de responder a nuestras acciones, entramos en una suerte de picado psicológico. Las energías de la psique vuelven entonces a una profundidad para las que la sociedad no nos ha preparado, la misma profundidad que se cerró cuando accedimos a la madurez.
Y entonces es cuando aflora lo que Freud denominaba «libido disponible» y cobran súbitamente interés las cosas que antes no se nos permitía hacer. Esa es la historia, por ejemplo, del hombre de mediana edad que ha aprendido a hacer todo lo que le dijeron y él creía que debía hacer. Y, como no tiene dificultad alguna para hacer las cosas, dispone de mucho tiempo libre.
¿Qué hace ahora con el tiempo libre? Súbitamente piensa: «¡De cuántas cosas me he privado para conseguir esto!». Los logros, además, le parecen cada vez menos interesantes. No me gusta decir esto a mis alumnos universitarios, pero en realidad no merece la pena. Entonces es cuando uno piensa: «¡A cuántas cosas he renunciado!».
Sea como fuere, papá empieza a ver entonces cosas en las que antes ni siquiera había reparado. Las jóvenes le parecen más hermosas de lo que le parecían en su juventud y la familia empieza a preguntarse: «Pero ¿qué diablos le está pasando a papá?».
O quizás había planeado ahorrar algo de dinero y retirarse. ¿Qué hará cuando se retire? Se dedicará a algo que le había gustado en su juventud como, por ejemplo, pescar. Entonces se pertrecha de todo el instrumental necesario para llevar a cabo el ritual, como el sombrero, la caña («¡No le llames hilo, llámale sedal!»), los anzuelos y todos los tipos de mosca que caben en su sombrero. Ahora lo tiene todo. Dejémosle que tenga lo que le gusta y haga lo que quiera. Dejémosle que tenga incluso su propio pabellón de caza.
¿Qué está haciendo? Pesca, que es lo que hacía la última vez que le gustó algo, cuando tenía 12 años. ¿Lo que ahora le motiva es pescar? ¿Y qué es lo que es que inconscientemente espera pescar? ¡Sirenas!
Pero entonces experimenta una crisis nerviosa…, y no estoy hablando en broma, porque este es un fenómeno que se reproduce millones de veces en los Estados Unidos. El hombre que creía saber para qué estaba trabajando, lo hacía para poder ir a pescar. Luego se da súbitamente cuenta de que está casado, de que tiene hijos, de que tiene que trabajar muy duro y de que hacía todo eso con la esperanza de que un buen día se retiraría y podría dedicarse a lo que quisiera. Entretanto, en su interior ha ido creciendo algo que antes no había. No está preparado para pescar, todavía quiere chicas, pero ya no están a su alcance. Así es como acaba recluido en un manicomio, en donde asistirá a la emergencia, de su propio inconsciente, de sirenas con formas muy poco atractivas.
Tal es el poder de la libido disponible.
Y qué decir de la madre. Todos conocemos a la madre. Ella nos lo ha dado todo, nos ha dado la vida. Quizás haya tenido también algún amante además de ese viejo bastardo al que llamamos papá. Pero llega un momento en que los chicos se van. Y, cuando el nido queda vacío, se agarra a la vida con toda su fuerza. Todo aquello a lo que se había entregado, todo aquello a lo que había dedicado la vida y en lo que había depositado su libido se desvanece.
Entonces enloquece y se convierte en lo que se conoce como «suegra». Cría a nuestro hijo, nos dice cuándo tenemos que cerrar la ventana, cuándo tenemos que abrir la ventana, cómo tenemos que freír los huevos…; nos lo dice todo. Se trata de una terrible crisis en la que irrumpen –de manera habitualmente compulsiva– los poderes internos de la psique, sin que uno pueda hacer nada por impedirlo. A veces casi podemos ver a la persona pensando: «No debería hacer esto», cuando, sin darse cuenta, ya está volviendo a hacerlo.