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Según E. Bethe (que sostiene su hipótesis confrontando las costumbres griegas con las de diversas poblaciones «primitivas») la relación sexual habría sido considerada necesaria en cuanto capaz de transmitir al muchacho las virtudes viriles a través del esperma del amante: y, en efecto, no era raro que los griegos usasen, para indicar esta clase de relaciones, el verbo eispnein (inspirare)[15] y, como sinónimo de amante, los sustantivos eispnelos e eipsnelas (inspirator)[16].
Una explicación posible, pero bastante difícil (por no decir imposible) de demostrar. A su lado, al menos otra, recientemente sostenida por E. Keuls. La sodomización –dice Keuls– es un acto que humilla al que lo sufre y que simboliza de modo evidentísimo la sumisión del joven al más anciano: en otras palabras, es un acto de «aculturación»[17].
Pero yo creo que, en lo que a nosotros respecta (además de la imposibilidad de dar a la pregunta una respuesta que sea algo distinto de una mera hipótesis), dejar abierta la cuestión no crea ningún problema. Lo que para nosotros es suficiente es la comprobación de que la homosexualidad griega, originariamente, era de tipo iniciático. La sumisión a una relación sexual con un adulto (o, según los casos, una relación sexual con él); era en suma, un presupuesto social indispensable para el nacimiento de un individuo que, a partir de aquel momento, asumiría el papel viril en toda su plenitud: es decir, habría abandonado el papel pasivo y habría asumido el papel de marido con las mujeres y el de «amante» con los muchachos. Una consideración esta sobre la que volveremos, para aclararla y desarrollarla, en el curso de las páginas que siguen, y que revelará su importancia fundamental en cuanto pasemos a revisar los casos del amor entre hombres en la historia de la ciudad.
II. LOS POEMAS HOMÉRICOS
Antes de pasar a la época de la ciudad, es oportuno hacer alguna referencia al largo periodo en el cual los griegos, tras la caída de los palacios y con ellos de la civilización micénica, organizaron su vida comunitaria en torno a algunos momentos asociativos y a algunas formas institucionales que, desde una primera fase de gran «fluidez»[18], consolidándose progresivamente y adquiriendo competencias específicas y que no se pueden derogar, dieron lugar al surgimiento de la organización política[19]. Fueron estos (a caballo entre el XII y el VIII a.C.) siglos con frecuencia definidos como «oscuros» por los historiadores, por dos razones distintas y con dos significados diferentes: por la falta de información y de documentos, capaces de hacernos conocer las condiciones de vida de la época, y por el presunto estado de miseria y de retroceso en el cual Grecia habría caído (de ahí el conocido término «edad media helénica»). Pero en realidad, estos siglos no han sido «oscuros» en ninguno de los dos sentidos indicados: recientes hallazgos arqueológicos han desvelado la existencia de viviendas y asentamientos urbanos que, aunque sin poder competir con la riqueza de los palacios micénicos, dan testimonio de condiciones de vida más que decorosas[20]. Y las modernas interpretaciones de los poemas homéricos (que la historiografía hoy ya no considera documentos que representan la vida micénica, sino textos que describen la vida de las organizaciones sociales griegas en los siglos a caballo entre la caída de los palacios y la formación acabada de la polis) han permitido arrojar nueva luz sobre un periodo que, por lo tanto, ya no es «oscuro» ni siquiera en el sentido de «desconocido»[21].
Pero esto no evita que intentar comprender si, en estos siglos, la homosexualidad era una costumbre difundida (y si lo era, si estaba socialmente aceptada o censurada) sea cualquiera cosa menos fácil.
Se observa a menudo que ni la Ilíada ni la Odisea contienen referencias a este tipo de amor[22]. Pero, bien mirado, una afirmación semejante provoca no poca perplejidad.
En primer lugar, Homero describe amistades masculinas de intensidad afectiva tan fuerte como para hacer pensar inevitablemente en lazos muy distintos de una simple solidaridad entre compañeros de armas: y la amistad que en este punto es casi obligado citar es la existente entre Aquiles y Patroclo. Una relación tan fuerte como para hacer que Aquiles, tras la muerte de Patroclo, declare tener un solo objetivo en la vida: tras haber vengado a su amigo, yacer con él en la misma fosa, para siempre, unido a él en la muerte como lo estaba en vida. Una relación, entonces, bastante diferente de la que Aquiles había tenido con Briseida, la esclava-concubina que Agamenón le había arrebatado cuando se había visto privado de su esclava Criseida. Las esclavas eran compañeras intercambiables, como demuestra el gesto de Agamenón, que se consuela inmediatamente, sustituyéndola por otra, de la pérdida de Criseida[23]. El lazo de Aquiles con Patroclo, por el contrario, era insustituible: y no es poco significativo, a este propósito, el discurso de Tetis, la madre del héroe, dirigido al hijo desesperado e inconsolable: Aquiles, dice Tetis, debe continuar viviendo, y olvidado Patroclo, debe tomar esposa, «como debe ser»[24]. ¿Un reproche, quizás? ¿La prueba de que Tetis reprobaba el amor homosexual de su hijo? A primera vista podía parecer así. Pero, bien mirado, las cosas son muy diferentes. Lo que se deriva en realidad de las palabras de Tetis es que el vínculo con Patroclo era la razón por la que el héroe no había tomado esposa todavía: una confirmación, entonces, del carácter amoroso de la relación. Pero la exhortación de la madre al hijo para que cumpla finalmente su deber social no es, sin embargo, una condena absoluta de su relación con Patroclo. Parece más bien la invitación a aceptar la que, para los griegos, era una regla natural: alcanzada una cierta edad, se hacía necesario poner fin a la fase homosexual de la vida y asumir el papel viril con una mujer. Y para Aquiles había llegado esta edad: si hubiese un reproche oculto en las palabras de Tetis es el de haber prolongado demasiado –a causa del excesivo amor por Patroclo– la fase del amor homosexual.
En Homero, en suma, aparece un tema no insólito en la literatura griega, que encontraremos también en autores de la época más tardía, como Teócrito, y que reaparece en los poetas romanos, de Catulo a Marcial. Pero los indicios del amor entre Aquiles y Patroclo (puesto que se debe hablar de indicios más que de pruebas) no terminan aquí.
En un reciente estudio dedicado al asunto han sido puestos en evidencia algunos pasajes homéricos que hacen muy difícil pensar en la relación entre los dos héroes como en una simple amistad entre compañeros de armas[25]. Muerto su amigo, como ya habíamos señalado, Aquiles ya no tiene razones para vivir: repetidamente desea no haber nacido, declara que su único deseo es morir, parece amenazar con el suicidio. Y no se limita a expresar su dolor gimiendo y cubriéndose la cabeza con tierra, como es normal en los héroes homéricos. Al comienzo del canto XIX, Tetis lo encuentra «echado sobre Patroclo», desesperadamente abrazado a su cadáver, en una actitud completamente anómala dentro del cuadro de las manifestaciones homéricas del luto[26].
No es difícil, en suma, tras las palabras de Homero, leer la historia de un amor. Y los antiguos, de hecho, y no por casualidad, tenían muy pocas dudas al respecto. En un fragmento de los Mirmidones de Esquilo, conservado en el Amatorius de Plutarco, leemos el desesperado grito de celos en el que Aquiles estalla ante el cadáver del amigo muerto, acusándolo de haber traicionado su amor:
La venerable pureza de tus muslos (meron) no respetaste, tú, a pesar de nuestros besos[27].
Uno de los dramas perdidos de Sófocles se titulaba Achilleos erastai, los amantes de Aquiles[28]. Esquines, en la oración contra Timarco, habla de los dos héroes como de una pareja de amantes[29], lo mismo que el pseudo Luciano.
En resumen, en la Antigüedad solo se discutía un único detalle: en la célebre pareja, ¿quién era el amante y quién era el amado? Según Ateneo (además de según Esquines y Esquilo), el erastes habría sido Aquiles[30]. Platón, en el Banquete, sostiene por el contrario que el erastes era Patroclo[31]. Y la tradición iconográfica parece aceptar esta interpretación, como demuestra un célebre vaso conservado en el museo de Berlín, que representa a Aquiles mientras venda al amigo herido, y en el cual Patroclo lleva barba, símbolo de su mayor edad[32].
Pero, más allá de estas diferencias de opinión[33], lo que nos interesa destacar es la difundida convicción, en la Antigüedad, de la existencia de una relación amorosa entre los dos héroes: lo que demuestra, por lo menos, que en la época clásica era natural e inevitable pensar que una amistad tan intensa entre dos hombres comportase también un vínculo sexual. Y esto, por cierto, es no poco significativo.
Pero para el sostenimiento de la hipótesis de que la homosexualidad estaba difundida en el mundo homérico (más allá del caso de los dos héroes) existen también otros motivos.
Observa B. Sergent a este respecto (retomando una observación de G. Dumézil) que Telémaco, cuando llega a Pilos, es acogido por el rey Néstor, que dispone que duerma con Pisístrato, su único hijo todavía no desposado, mientras que él (Néstor) se acuesta en el lecho nupcial al lado de su esposa[34]: en otras palabras. Homero hace equivaler a Telémaco y Pisístrato a una pareja de cónyuges. Y no solamente una vez: también en Esparta Telémaco duerme con Pisístrato, que lo ha acompañado, mientras Menelao duerme con Helena[35], así que Atenea, cuando se aparece a Telémaco para exhortarlo a volver a Ítaca, encuentra a los dos jóvenes que yacen juntos. Y Telémaco, cuando la diosa se aleja, despierta a Pisístrato «tocándolo con el pie»[36].
La homosexualidad, en suma, si bien no aparece explícitamente, parece transparentarse en los poemas, permaneciendo todavía en el fondo del relato, de alguna manera escondida, o al menos en la penumbra.
¿Pero por qué –si todo esto es cierto– Homero (o los rapsodas que se ocultan bajo este nombre) muestra esta singular reticencia a hablar del asunto?
Aunque solamente como hipótesis, Sergent avanza una explicación: porque las relaciones entre hombres que aparecen en Homero no son relaciones pederastas (ni iniciáticas, como habían sido en épocas precedentes, ni pedagógicas, como serán en épocas sucesivas). Son relaciones entre personas de aproximadamente la misma edad. Son en suma relaciones «banalmente» homosexuales, y como tales reprobadas[37]. Una hipótesis a considerar, aunque, bien entendido, con todas las dudas que la escasez y la incertidumbre de la documentación dejan inevitablemente subsistir.
III. LA ÉPOCA DE LA LÍRICA: SOLÓN, ALCEO, ANACREONTE, TEOGNIS, IBICO Y PÍNDARO
Si con Safo calla para siempre la voz de la poesía del amor entre mujeres, el amor entre hombres, por el contrario, continuó siendo cantado. Y el primer testimonio de este tipo de amor (anterior en algunos años a la poesía de Safo) proviene de un personaje inesperado: Solón. Un personaje casi sustraído a la dimensión humana por la leyenda que desde fines de la Antigüedad rodeó su vida. Diallaktes kai nomothetes (además de arconte), dicen de él las fuentes[38]: árbitro y legislador. En otras palabras, el que, en un momento de crisis económica y social profundísima, consiguió mediar entre los intereses contrapuestos de las clases en lucha y dotó a Atenas de un cuerpo de leyes que pervivió durante siglos. Pero antes que «árbitro y legislador», Solón era un hombre: y como tal también él fue, inevitablemente, víctima de Eros: en la biografía de Plutarco, por ejemplo, víctima de las gracias de su joven sobrino Pisístrato[39]. Y para abrir una ventana imprevista sobre su vida privada están junto a nosotros algunos versos autobiográficos, cuyos acentos dejan entrever, tras la imagen austera transmitida por una tradición preocupada tan solo de ofrecer un modelo de virtudes públicas, los sentimientos de un hombre que durante su larga vida conoció –como todos los demás– las tentaciones del amor:
Hasta que él, en la flor de la edad, venga a amar a un muchacho y a aflorar sus muslos (meron) y su boca suave
Escribe el gran legislador[40]. Y si bien es verdad que muslos y boca pueden ser, obviamente, tanto masculinos como femeninos, también es verdad que, viniendo de un griego, la referencia a los muslos es muy significativa: en general, de hecho, los muslos que un griego deseaba eran los de un muchacho. Como demuestran, sin ningún género de dudas, las obras de los poetas que (a partir de la época de Solón) confiaron a sus versos las historias de sus amores: de Alceo a Anacreonte, de Ibico a Teognis y Píndaro.
De Alceo sabemos poco en realidad: la leyenda quiere que estuviese perdidamente enamorado de Safo «de coronas violeta, de sonrisa de miel»[41]; pero la tradición recuerda sus amores por sus compañeros, de Melanipo a Agesilaidas, de Baquis a Aesrmidas, de Deinomenos a Menón[42]. Y a Menón, en efecto, dedica Alceo dos versos cuyos acentos desvelan un interés que, más que amistoso, parece de tipo sentimental:
Que alguien me traiga acá el lindo Melión, si queréis que disfrute del banquete[43].
Pero veamos Anacreonte, cuyos testimonios son más explícitos, y sobre todo más numerosos.
Uno de los temas recurrentes de la poesía de Anacreonte, nacido en torno al 570 en la isla de Teo (frente a las costas de Asia Menor) fue el deseo por los muchachos:
Deseo tener trato contigo:
¡son tan amables tus modales!
dice a uno[44]. Y a otro:
¡Hala, amigo, bríndame
tus muslos esbeltos![45]
Los amantes son tantos, de Batilo[46] al tracio Smerdíes[47], a Cleobulo, el más amado:
Me enamoré de Cleobulo
y por Cleobulo ando loco
y solo veo a Cleobulo[48].
Cleobulo, para conquistar al cual el poeta pide la ayuda de Dionisos:
Y como buen amigo aconseja
a Cleobulo, y obtén que mi amor,
oh Dionisos, acepte[49].
Pero no siempre los amores son felices. A veces sucede que el muchacho deseado se resiste:
Vuelo hacia el Olimpo
con alas ligeras,
por Eros: un niño
su trato me niega[50].
Anacreonte, entonces, decide no amar nunca más:
Otra vez, huyendo de Eros,
me hundí junto a Pitomandros[51].
Pero el amor, es inútil ilusionarse, siempre es el más fuerte:
Eros, como un forjador,
volvió a darme con un mazo
grande, y echome en el agua
de un torrente aborrascado[52].
Cuántos muchachos amados, cuántos versos para ellos: no es injusto que Anacreonte escriba que «por mis palabras y canciones podrían quererme los muchachos; canto, es verdad, con cierta gracia y sé decir cosas amables»[53]. Y justamente B. Gentili observa a este propósito que «tiene un cierto valor simbólico la noticia según la cual el poeta, a quien le preguntó una vez por qué componía canciones para los jovencitos, y no para los dioses, respondió: “porque ellos son mis dioses”»[54].
Menos explícita que la de Anacreonte, pero no por esto menos clara, es la actitud de Ibico, nacido en Reggio en una noble familia en el siglo VI a.C. y no por casualidad definido en la Suda como «muy ardiente en el amor efébico»[55]:
Euríalo, retoño de las dulces
Gracias, y favorito de las Horas,
las de hermosos cabellos, te criaron
entre las flores del rosal, sin duda,
Cipris y la Atracción de suaves párpados[56].
Pero veamos a Teognis, nacido entre el 544 y el 541 en Megara de Grecia, sobre el istmo, y autor de una antología de 1.388 versos en dos libros, el segundo de los cuales, de tema pederasta, revela el amor del poeta por el joven Cirno:
Oh joven, escúchame dominándote; no voy a decirte palabras carentes de persuasión ni atractivo para tu corazón. Ea, pues, haz por comprender mi proposición; al fin y al cabo, no estás forzado a hacer lo que no desees[57].
Es una de las admoniciones al amado, seguida de una irónica invitación:
Seamos amigos por mucho tiempo; pero trátate con otros con ese tu carácter traicionero que es la negación de la buena fe[58].
Pero he aquí, inevitable, la llegada del dolor:
Joven, no causes a mi corazón un dolor cruel y que el amor que te tengo no me arrastre a la morada de Perséfona; teme la ira de los dioses y el juicio de los hombres y ten para mí sentimientos favorables[59].
Pero el muchacho se resiste:
Oh joven: ¿hasta cuándo escaparás de mí? ¡Cómo te persigo buscándote! ¡Ojalá me sea posible ver el fin de tu ira! Pero tú, dueño de un corazón violento y altanero, me huyes tan cruel como un milano. Espera un poco y concédeme tus favores: no tendrás por mucho tiempo los dones de la nacida en Chipre, que coronan las violetas.
Conociendo en tu corazón que la flor de la amable juventud es más fugaz que la duración de una carrera, líbrame de la atadura, no sea que también algún día, oh el más fuerte de los jóvenes, sufras esclavitud y te encuentres en tu camino con las obras penosas de la nacida en Chipre como yo me las encuentro ahora en tu persona; guárdate de ello y que no se apodere de ti ahora esa maldad como de un joven ignorante[60].
Protervo este Cirno. Y también traidor:
No me has pasado inadvertido al engañarme, oh joven: te he visto perfectamente. Antes no eras amigo de esos con los que ahora estás tan unido y tan amigo mientras que has abandonado con desprecio mi amistad; sino que yo esperaba hacerte amigo fiel entre todos: y sin embargo, ahora tienes otro amigo. Yo, que me he portado bien, estoy en el suelo; ¡ojalá, al verte, nadie quisiera amar a un joven![61]
Después, el amor acaba:
Ya no amo a ningún joven, he desterrado violentamente mis dolorosos pensamientos, he huido lleno de placer de mis pesados trabajos y he sido liberado de mi pasión por Citerea, la de hermosa corona; y tú, oh joven, no tienes ningún atractivo ante mis ojos[62].
Tampoco falta, en la producción poética de Teognis, el momento de la reflexión por así decir teórica, el de la comparación entre el amor por los muchachos y el amor por las mujeres:
Un joven guarda agradecimiento; en cambio, para la mujer no hay ningún amante digno de fidelidad, sino que ama siempre al más próximo[63].
Así que, de todos modos, Teognis no tiene dudas:
El amor por un joven es hermoso para poseerlo y hermoso para dejarlo; pero es más fácil de hallar que de satisfacer. Mil males y bienes provienen de él, pero en esto mismo hay un cierto encanto[64].
Y henos aquí por fin en el umbral de la época llamada «ática» de la literatura griega: con Píndaro, nacido en el 519 a.C. en Cynocefalos, en Beocia, y autor de algunos versos bellísimos dedicados a Teoxeno, que, como escribe B. Gentili, «reflejan fielmente el ideal aristocrático del amor efébico»[65].
Debía mi corazón en el momento justo,
en la juventud tomar amores;
pero el que de las pupilas de Teoxeno
mira los brillantes rayos
y no perece en el deseo,
su negro corazón ha forjado de acero y
hierro con fría llama;
no honra a Afrodita de los brillantes ojos,
con furor se afana en el lucro
con impudicia de hembra
se arrastra por un frío sendero.
Pero por su voluntad
yo me consumo bajo los rayos
como la cera de las sagradas abejas,
cuando veo en los frescos miembros
de los jovencitos la amorosa gracia[66].
A la inmediatez de la inspiración, que hace evidente el transporte erótico que los griegos experimentaban por las personas de su sexo, los versos de los poetas líricos añaden la capacidad de transmitir, sin necesidad de declaraciones explícitas de principio, el significado de estos amores, el valor cultural que tenían, y las reglas de ética sexual a las que debían adecuarse.
El amor ligaba un adulto a un muchacho que era amado, en primer lugar, por su belleza: y la belleza para los griegos –es inútil repetirlo– era pareja de la virtud.
Aun siendo una relación erótica, por otra parte, la relación con un muchacho no era puramente sexual: estaba estrechamente ligada a la sociabilidad, a los ritos conviviales, a momentos de encuentro en los que el pais no era solamente objeto de deseo. Era un compañero de experiencia, que con el amante y gracias a él conseguía disfrutar del modo justo y en la justa medida de los placeres de la vida: el canto y la danza, el vino y el amor. Y ya esto, inevitablemente, hacía al amor homosexual superior al amor por las mujeres, que no podían ser compañeras de la vida social (a menos que fuesen danzarinas, flautistas y hetairas: son estas, en efecto, las figuras femeninas presentes en la lírica). Y para terminar, para un muchacho ser amado era signo de honor, prueba de su excelencia, confirmación de sus virtudes. El que era amado, en suma, no debía temer la reprobación si aceptaba las ofertas de los amantes: si los rechazaba por algún tiempo, era solo para ser más deseado, para provocar, para aumentar su fama y poner énfasis en las emociones de la claudicación.
He aquí, en una sociedad ya solo de hombres, los caracteres y las reglas de la homosexualidad en la época arcaica. Si estos caracteres y reglas van a variar en el tiempo es lo que intentaremos verificar, pasando a analizar los testimonios de época clásica.
[1] Frag. 130 Lobel-Page, trad. de J. Ferraté, Líricos griegos arcaicos, Barcelona, 1968.
[2] No es extraño, entonces, que el problema de los efectos de Eros sobre el alma humana fuese especialmente sentido y discutido por aquellos que, desde distintas perspectivas, se plantearon el problema de establecer en qué condiciones la acción humana era voluntaria, y cuándo, por consiguiente (si se trataba de acciones ilícitas), el que la hubiese realizado era considerado culpable. Prescindiendo de las primeras referencias en Homero (para lo cual remito a mi artículo «Aitios. Archeologia di un concetto», en Studi C. Grassetti, Milán, 1980, p. 209, modificado en Norma e sanzione in Omero, Milán, 1979, pp. 273 y ss.), el primer tratamiento explícito del problema se encuentra en Gorgias que en el Elogio de Helena analiza las posibles causas de la fuga de Helena con Paris, y sostiene que en ningún caso Helena puede ser considerada culpable. Todas las posibles causas que la indujeron a huir con su amante, dice, son tales que convierten su acción en involuntaria: y entre las posibles causas está –precisamente– también Eros (Gorgias, Helena = Diels-Kranz, Vs. 82 B 116).
[3] E. Bethe, «Die dorische Knabenliebe, ihre Etic, ihre Idee», Rhein. Mus, n. F. 62 (1907), pp. 438 y ss.
[4] H.-I. Marrou, Storia dell’educazione nell’antichitá, Roma, 1978, pp. 54-55 [ed. cast.: Historia de la educación en la Antigüedad, Madrid, Akal, 1985].
[5] Od., VI, 48-315.
[6] Il., VI, 369-493.
[7] Véase, por ejemplo, A. Van Gennep, I riti di passaggio, Turín, 1981 y A. Brelich, Paides e parthenoi, Roma, 1969.
[8] H. Jeanmaire, Couroi et couretes, Lille, 1939; L. Gemet, Anthropologie de la Gréce ancienne, París, 1968; A. Brelich, op. cit.; P. Vidal-Naquet, Le chasseur noir. Formes de pensée et formes de société dans le monde grec, París, 1981, pp. 151 y ss.; J. Bremmer, «An Enigmatic Indo-European Rite: Paederasty», Arethusa 13 (1980), pp. 2 y ss.; H. Patzer, Die griechische Knabenliebe, Wiesbaden, 1982; B. Lincoln, Emerging from the Chrysalis, Cambridge (Mass.), 1981; y B. Sergent, L’homosexualité dans la mythologie grécque, París, 1983 (sobre el cual véase E. Cantarella, Dialogues d’ histoire ancienne 10 [1984], pp. 420 y ss.) y L’homosexualité initiatique dans l’Europe ancienne, París, 1986.
[9] B. Sergent, L’omosessualitá nella mitologia greca, Bari, 1986, donde en las pp. 234-235 se encuentra una tabla resumen de los distintos mitos homosexuales, con la zona de procedencia.
[10] Estr., 10, 4, 21 (= Ef., FGrHist 70 F. 149,21).
[11] Plut., Lic. 7, I (cfr. Ages., 2, 1) y Jenofonte, Resp. Lac., 2, 12, ss. Sobre el asunto véase P. Cartledge, «The Politics of Spartan Paederasty», Proceedings of the Cambridge Philological Society (1981), pp. 17 y ss., que considera que en esta ciudad la pederastia estaba institucionalizada.
[12] Véase respectivamente F. Hiller von Gaertringen, Die Insel Thera in Althertum und Gegenwart, Berlín, 1899-1909 (del mismo véase también el artículo Gymnopaidien en PWRE, 1912, col. 2087-2089) y R. Carpenter, «The Antiquity of greek Alphabet», AJA 37 (1933) 26. La dotación de Carpenter es aprobada por D. M. Robinson-E. J. Fluck, A Study of the Greek Love-Names. Including a Discussion of Paederasty and a Prosopographia, Baltimore, 1937, pp. 21 ss., lo que por consiguiente permite considerar las inscripciones de Thera contemporáneas de las inscripciones que en Atenas, comenzando en este periodo, señalaban como kalos (hermoso) al muchacho amado por el ejecutante del vaso. Pero sobre esto volveremos más adelante.