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En la segunda parte, “Análisis psicológico de la reconciliación social”, desarrollo dos grandes temas: la descripción del conflicto y la elaboración del conflicto.
La descripción del conflicto se desarrolla a lo largo de tres secciones. En la primera defino las características del funcionamiento mental colectivo. En la segunda, me baso en el Informe Rettig para describir los hechos históricos ocurridos entre 1970 y 1999. En la tercera, planteo la necesidad de un proceso de duelo para una sociedad dañada, las condiciones y la dificultad de éste, tratándose de grupos grandes y de masas.
El tema de la elaboración del conflicto es desarrollado en el capítulo V, cuya hipótesis central es que la reconciliación no es posible en la sociedad en cuanto tal; que es más pertinente plantear el problema en términos de la necesidad de elaborar el duelo, y que esto exige un olvido que no reniega del pasado. Ilustro lo anterior con el análisis de la película Amnesia, de Gonzalo Justiniano.
Los elementos básicos para la elaboración del conflicto constituyen la tercera parte del libro. En el capítulo VI describo in extenso la importancia del liderazgo, las causas de su fracaso, las condiciones de un buen líder, los liderazgos patológicos, y delineo las características del liderazgo que ayuda a resolver el conflicto que estamos planteando. En los capítulos siguientes desarrollo los elementos que deben tener presente tanto el líder como la sociedad para ayudar al proceso de elaboración del duelo. Estos elementos están basados en la razón reparadora por sobre la razón instrumental, la cual se expresa fundamentalmente a través del arte, de la religión, y de las ciencias sociales. En el capítulo VII-A desarrollo la importancia del arte para acercarse a procesos humanos incomprensibles por lo angustiantes y horrorosos. Ilustro las ideas con el film Hiroshima, mon amour, del director francés Alain Resnais. En el capítulo VII-B cito y describo un trabajo acerca de la justicia y reconciliación en el Antiguo Testamento, como ejemplo del aporte desde la religión a este proceso. Finalmente, en el capítulo VII-C justifico la importancia de desarrollar un modelo de funcionamiento mental para pensar los procesos de duelo social, como un ejemplo del aporte que pueden hacer las ciencias sociales.
A lo largo del libro empleo términos psicológicos que tienen una connotación distinta al uso habitual de ellos. Por ejemplo, maníaco no significa loco, ni maniático, sino un estado mental preciso donde predominan la negación de la realidad, la sobrevaloración del sujeto y la división del mundo en buenos y malos. Neurótico no alude al estado sintomático con angustia, comportamientos mañosos o enfermos; se refiere a un estado mental preciso que definimos más adelante. Y así con otros términos. El lector debe estar atento al significado correcto de éstos para no distorsionar la comprensión de lo expuesto.
En el último capítulo me extiendo sobre el valor de proporcionar un modelo como el desarrollado acá, destacando que los modelos, y en particular el modelo psicoanalítico propuesto, intentan sólo dar respuestas a un área delimitada del problema, y no una comprensión holística del conflicto social.
Una última advertencia. Este libro pretende ser un estudio interpretativo desde un modelo psicológico que ayude a entender los fenómenos sociales. Como tal, no se pronuncia sobre la contingencia política ni propone medidas concretas para enfrentarla. Esa es labor del liderazgo político.
Primera Parte
Análisis psicológico de la reconciliación individual
Capítulo I
Pérdida y proceso de duelo
A. Las distintas formas de vivir el duelo
1. La depresión: un duelo no elaborado
Cuando ha muerto un ser querido, nos resulta comprensible la pena, la tristeza y, por cierto tiempo, la amargura y desesperación que siente el familiar más cercano.
Pero puede suceder que, a medida que pasa el tiempo, esa persona no se recupere de su estado de apatía, desinterés, retraimiento, abandono de sus tareas habituales y descuido personal. Que mantenga un pesimismo y escepticismo crónicos y generalizados. Que su impotencia y desesperanza se acompañen de rabia sorda, con ideas relativas a que la vida no vale la pena ser vivida, a veces pensamientos suicidas y, en algunos casos, intentos suicidas. Este estado depresivo va generando en quienes lo rodean un sentimiento de incomprensión, acompañado a veces de rechazo. Les cuesta empatizar en esa reacción donde ya no son la tristeza y la pena las emociones que predominan, sino la rabia volcada contra el sujeto mismo en conductas autodestructivas, y hacia los demás en un progresivo alejamiento y recriminación.
¿Cómo entender el surgimiento de esta agresión a raíz de la pérdida de un vínculo que, a primera vista, era una relación de amor? Es comprensible que la persona reaccione con pena, tristeza, tal vez rabia e impotencia por haber sido privada de algo tan necesario; pero, ¿por qué llegar a la autodestrucción? ¿De dónde surge tanto odio y tanta agresión destructiva?
Estas mismas preguntas se pueden hacer desde su opuesto: ¿De dónde surge tanto entusiasmo y vitalidad cuando nos enamoramos? ¿Cómo entendemos este estado de exaltación, de éxtasis, que nos provoca un otro? En este caso, también se puede llegar al extremo de un enamoramiento de tal intensidad que no se miren los riesgos ni las consecuencias de los propios actos, lo que es un estado psíquico que a un tercero tampoco le resulta empático, ni puede comprender.
Los estados emocionales que nos sorprenden por su intensidad, como si hubiera un excedente de sentimientos que no sabemos de dónde viene, se pueden entender por la activación de procesos mentales que hemos construido en el pasado y que no son fácilmente accesibles a nuestra conciencia. En el acto de enamorarse, se reactivan relaciones pasadas con la madre y el padre cargadas de sentimientos y emociones excitantes y placenteras. Al mirar los ojos de la amada, en nuestra mente se reactivan, además, todas las miradas cariñosas del pasado, de una madre que en ese momento era vista como infinitamente perfecta, hermosa y buena (o sea, muy idealizada), y fuente de placer inagotable. Por lo tanto, el sentimiento de éxtasis que experimentamos tiene que ver no sólo con lo que la amada nos provoca, sino con lo que nuestra madre provocó en nosotros. Debo señalar que cuando la relación con los padres ha carecido de la intensidad que acarrea una intensa idealización y también un intenso odio, estamos en una condición mental muy deficitaria, que más tarde se traducirá en graves problemas para relacionarse con los demás. El excedente emocional es imprescindible, aunque a veces complejiza la vida afectiva.
Así, entonces, si queremos entender de dónde proviene ese excedente emocional de rabia destructiva que surge a raíz de la muerte de un ser querido y que nos conduce a la depresión, a la enfermedad, debemos explorar el pasado; y ello especialmente en la relación con nuestros padres, que en los momentos de separación generaron una frustración de tal monta que llevó al odio y a la agresión.
2. Elaboración de la agresión, requisito del duelo normal
La observación de bebés, el trabajo clínico con pacientes y las teorías del desarrollo psíquico, describen las diversas variables en juego durante los primeros años de vida.
En primer lugar, el bebé nace con necesidades e instintos que deben ser satisfechos, entre éstos, el hambre y el apego. Estos instintos y necesidades constituyen lo que en el ser humano denominamos pulsiones. La satisfacción de estas pulsiones es vivida como intensas gratificaciones que despiertan un espectro de sentimientos y emociones, los cuales pueden reunirse bajo la denominación común de amor. La frustración de estas necesidades activa reacciones innatas de sentimientos y emociones que pueden agruparse bajo la denominación común de odio.
Entre los hechos inevitables en la interacción primera con la madre, están las separaciones. Llega un momento en que la madre deja de amamantar y el bebé siente que le quitan ese pecho tan gratificante. Después de estar en los brazos de la madre, sobre su cuerpo, en contacto directo con su piel y sus olores, recibiendo ese líquido tibio que mitigaba el “dolor” del hambre, el bebé percibe que su madre se aleja, le distancia las mamadas, lo va dejando en su cuna. Siente que lo separan de aquello tan protector y tranquilizador, para dejarlo solo, en un estado nuevo e inquietante.
Todas estas separaciones generan altos montantes de frustración que comportan una reacción de rabia e ira, la cual fue adaptativa en algún momento de nuestra historia animal: nos preparaba para el ataque y la destrucción del enemigo que nos quería quitar la presa. Esta reacción de rabia, ira —en definitiva, de odio—, es un sentimiento que el bebé vive como muy displacentero. Y, siguiendo un mecanismo básico propio de la biología, pero que la mente usa como modelo, todo lo que molesta es algo tóxico, basura, desperdicio, elemento del cual hay que deshacerse. En el cuerpo lo hace por medio de la excreción fecal, sudorífera, urinaria. En la mente, a través de la proyección. Lo que disgusta se saca fuera y se cuelga, se ubica en otro, proyectándolo.
Así, el bebé vuelve a quedar tranquilo y es el otro quien tiene ese sentimiento displacentero, es el otro quien siente odio, o envidia. Pero este mecanismo implica un costo. El otro se transforma en un enemigo que ahora me quiere atacar. Ahora es él quien me odia o envidia. Tengo que usar nuevas estrategias para evitar ese ataque destructivo.
Busco en mi mente entre los personajes (como describimos el mundo interno en la introducción), y recurro a alguien poderoso, fuerte, idealizado, para que le haga frente. El costo es que voy dividiendo el mundo en un “yo soy fantástico”, “los demás son malditos”; o tomo de vuelta e incorporo dentro de mí a ese otro odiado, para controlarlo, vale decir, me identifico con él. El costo es que termino odiándome a mí mismo.
No voy a entrar en detalles de todas las vicisitudes que pueden ocurrir en este mundo de relaciones donde, a raíz de la frustración provocada por la separación, se gatilló el odio. Lo que sí quiero subrayar es el mundo persecutorio en el que queda sumergido el bebé.
La separación es un duelo, y son estos duelos y la elaboración que hagamos de ellos, los que van a hacer acto de presencia en nuestra mente cuando fallezca un ser querido. Si las separaciones vividas en el pasado no fueron adecuadamente elaboradas, con altos montantes de agresión no resuelta, el mismo patrón tenderá a repetirse cuando lo reactivemos a raíz de un nuevo duelo. Es en este ambiente persecutorio que puede ser generado por un duelo, que debemos entender la conducta auto- y hetero-destructiva de quien la padece.
Y, ¿cómo elabora el bebé la agresión, el odio y la violencia que lo tiene sumergido en este mundo persecutorio? La preocupación principal es cómo sobrevivir a los ataques de los personajes, tanto internos como externos, que no son sino productos de su odio proyectado en ellos. Pero como el bebé también tiene experiencias gratificantes, excitantes, placenteras, se relaciona también con personajes idealizados, fuertes y todopoderosos, y se apoya en ellos para defenderse de los perseguidores malos. Esto significa que vive en un mundo de ataques, huidas, triunfos, venganzas, personajes ideales, personajes malditos, hadas madrinas y brujas. Estos personajes en pugna son los que definen un estado mental persecutorio paranoide.
Sin embargo, si predominan en el sujeto las experiencias de recuperación de lo perdido, y a esto se suma el desarrollo biológico normal del sistema nervioso central, va ganando terreno cada vez con más fuerza una tendencia que lo ayuda a tolerar la frustración cuando pierde lo que le da placer; y, por lo tanto, a proyectar menos odio en el otro. Esta tendencia es un impulso amoroso que neutraliza la agresión y que, además, conduce a un sentimiento de preocupación cada vez mayor por el otro. Al mismo tiempo, la capacidad perceptiva del bebé se perfecciona gracias al desarrollo de su sistema nervioso central, y ya no percibe manos, caras, ojos, aislados, sino la persona completa de la madre. Esto lo lleva a darse cuenta de que quien lo cuida, lo alimenta, lo limpia, lo acompaña y lo protege, es la misma persona que lo abandona, le quita lo que le produce placer, lo reta, lo hace sufrir y lo descuida.
Esta capacidad de ver a la madre como una persona completa gracias a la maduración perceptiva, y de preocuparse de ella fruto del amor que va aumentando, genera un tipo de ansiedad distinta de la que gatillaba la persecución. Este sentimiento es más elaborado y su aparición tiene consecuencias diferentes para el funcionamiento mental. Me refiero a esa forma de ansiedad que está centrada en el daño que le hicimos a otro, y que denominamos culpa. A partir de ese momento, la desaparición del objeto de gratificación ya no se siente como un robo indignante, sino como el resultado de mi propio odio. Se siente una responsabilidad personal en la desaparición del otro. Es como si la desaparición fuera consecuencia de mi voracidad, posesividad, exigencia etc.
La culpa se origina, entonces, por la toma conciencia de que se ha dañado y daña a quien también se reconoce querer. Las consecuencias de este sentimiento son el deseo de arreglar el daño, de reparar, de reconciliarse con aquel a quien —al menos en su mente— el sujeto dañó y destruyó. Los sentimientos que acompañan la culpa en el momento de constatar la destrucción del ser querido, son la pena y la tristeza. La culpa moviliza el deseo de arreglar, pero inicialmente la tarea se ve extenuante, casi imposible. Surge el pesimismo, la desesperanza, y la sensación de que nunca se obtendrá el perdón.
Desde aquí podemos entender los sentimientos tan comunes que se activan en los duelos del adulto: la tristeza, la desesperanza, el pesimismo y la culpa. Por la reactivación de las fantasías infantiles, el sujeto experimentará la desaparición del otro se como ocasionada por su propio odio.
3. La reparación en el duelo
Estamos ahora en medio del proceso de duelo que desencadenó la separación: el difícil y doloroso proceso de reparación de la imagen del otro en nuestro interior. Sumidos en la angustia y el dolor, en un primer momento tratamos de evitar el compromiso agobiante que significa reparar lo dañado. Para esto usamos distintas estrategias: negar que sea para tanto; arreglar “por encimita”; huir a relaciones que entierren ese dolor; consumir sustancias que exalten, que exciten, o que anestesien el dolor psíquico y la angustia; o bien enfrascarse en proyectos que a uno lo hagan sentirse poderoso, invencible y, al mismo tiempo, insensible.
Los mecanismos de defensa, sin embargo, tarde o temprano se desgastan, las estrategias mencionadas fallan, y lo perdido y dañado se instala inexorablemente en la mente. Algunas personas refuerzan de alguna manera las estrategias que utilizaron. Otras se resignan a asumir la realidad y empiezan el lento y fatigoso camino de la reparación: paso a paso, repitiendo como en su revés todo lo que fue dañado y ahora debe ser arreglado. La intención es hacer ahora el proceso exactamente contrario al que provocó el daño. Sería como observar en un film un jarrón que se golpea en el suelo y se quiebra: ésa sería la destrucción. La misma secuencia, pero ahora retrocediendo la película, sería la reparación. Pueden apreciar cuán exigente que es para la mente esta demanda. Ello explica que, aun habiendo logrado llegar a esta tercera etapa, podamos no sentirnos capaces de continuar.
Hanna Segal (1989) dice: “Cuando nuestro mundo interno se halla destruido, muerto, sin amor; cuando nuestros seres amados no son más que fragmentos y nuestra desesperación parece irremediable, es entonces cuando debemos recrear nuevamente nuestro mundo interior, reunir las piezas, infundir vida a los fragmentos muertos, reconstruir la vida”.
Mario Benedetti lo dice en el hermoso lenguaje poético de su Inventario:
Si quiero rescatarme
Si quiero iluminar esta tristeza
Si quiero no doblarme de rencor
Ni pudrirme de resentimiento
tengo que excavar hondo
hasta mis huesos
tengo que excavar hondo en el pasado
y hallar por fin la verdad maltrecha
con mis manos que ya no son las mismas.
Pero no sólo eso.
Tendré que excavar hondo en el futuro
y buscar otra vez la verdad
con mis manos que tendrán otras manos
que tampoco serán ya las mismas
pues tendrán otras manos.
Y así, poco a poco, ese otro que había sido dañado y destruido, va siendo recreado e incorporado como un personaje que ahora no persigue, sino que acompaña agradecidamente. Con su identidad restaurada, enriquece el escenario psíquico. Se transforma en un ser bueno que da paz, tranquilidad y sensación de hondo bienestar, además de recursos para enfrentar conflictos nuevos: “con mis manos que tendrán otras manos”. Vale decir, para enfrentar nuevas pérdidas y separaciones, porque refuerza la confianza en la potencialidad del propio amor.
Lo arriba descrito corresponde a un duelo elaborado. Supone reconocer el odio y la persecución que conducen a la destrucción y al daño, requiere capacidad de darse cuenta de que el otro que uno ama es el mismo al que agrede. Exige paciencia, tenacidad y tolerancia para reparar de manera adecuada al otro dañado, de forma tal que quede la convicción en la bondad propia, y en el perdón del otro. Sólo ahora es posible la reconciliación, etapa final de todo proceso de duelo.
Como ustedes han podido apreciar, son muchas las variables que deciden el curso de un proceso de duelo. Hay condiciones que facilitan dicho proceso y contribuyen a que llegue a buen término, lográndose así finalmente la incorporación de un otro y de una experiencia enriquecedora para la vida mental. Pero son muchas las condiciones que perturban este difícil proceso mental, y lo detienen en cualquiera de sus etapas. En la primera etapa, dejando al doliente en un escenario de persecución, odio y destrucción, que muchas veces lleva al suicidio o a la depresión grave. En la etapa de culpa persecutoria, de desesperanza y pesimismo, queda prisionero en un callejón sin salida, que lo arrastra a un estado depresivo si no grave, crónico. En la tercera etapa, asumido el daño realizado, puede no sentirse capaz de reparar y, por ende, de reconciliarse. No logra completar la experiencia y vive para siempre con el fantasma de un duelo no elaborado, que aumenta los temores, disminuye la autoestima y la seguridad frente a los demás.
¿Cuáles son estos condicionantes que facilitan o perturban este proceso de duelo? Los veremos a continuación.
4. Condicionantes que facilitan o perturban el proceso de duelo en el agredido y en el agresor
Podemos dividir estos condicionantes en dos grandes grupos:
a) Los relacionados con la constitución de nuestro mundo interno, de nuestra mente. O sea, con la calidad de los personajes que fuimos albergando en nuestra psiquis a lo largo de nuestra historia, los cuales van a facilitar o entorpecer este proceso.
b) Las condiciones reales, propias del mundo externo con el que interactuamos, que concurrieron a la situación de pérdida. Es diferente perder a un ser querido por una enfermedad crónica prolongada que por un accidente.
Este modelo de funcionamiento mental, referido fundamentalmente al duelo, tiene como objetivo proponer un vértice que nos ayude a pensar y elaborar el proceso de duelo social que nuestro país vive desde los años setenta. Por eso me parece oportuno aterrizar las ideas desarrolladas hasta aquí a los hechos acontecidos en ese período. A continuación puntualizaré cómo pudieran operar los condicionamientos internos y los externos en las personas que sufrieron las pérdidas. He considerado los que me parecen más relevantes, pero creo que pueden incorporarse otros al análisis.
A propósito de esto, quiero resaltar un aspecto que no es fácil de aceptar. Señalé al comienzo la relación estrecha que existe entre los conflictos y el duelo. Los conflictos despiertan agresión. La agresión siempre va acompañada de daño y destrucción en el mundo interno y eventualmente en el mundo externo; por lo tanto, siempre implica pérdida, o sea, duelo. Y esto no está referido solamente a la víctima de la agresión, sino también a quien la ejerce. De aquí se desprende que no sólo la víctima hace duelo; también lo hace el victimario, el agresor. Veremos a continuación que sus procesos de duelo son diferentes, porque las condiciones internas y externas en la víctima y el victimario son distintas. Pero lo que tienen en común es que ambos deben hacer un duelo por aquello destruido. Por esto, a continuación desarrollaré los condicionantes del mundo interno y del mundo externo en el agredido, y enseguida en el agresor.
Uso los términos agredido o víctima para referirme a la persona que sufrió la pérdida, y agresor o victimario para la persona que fue agente causante de dicha pérdida. Si bien el duelo puede tener relación con la pérdida de una cosa, un bien, una posición, un lugar o privilegio, no debemos olvidar que también requieren de duelo las pérdidas de utopías. De aquí en adelante lo referiré a la pérdida de una persona, esto es, a su desaparición o muerte.
B. Duelo en el agredido
1. Condicionantes del mundo interno
Entre los principales condicionantes del mundo interno, tenemos la forma en que el sujeto ha vivido sus anteriores pérdidas y duelos, y la relación que tenía con la persona perdida. Examinaremos ambos a continuación.
a) Elaboración de duelos anteriores
Como ya lo he señalado, una de las variables que determinan el curso de un duelo dice relación con la elaboración y el desenlace que la persona ha vivido en sus duelos anteriores, lo cual se traduce en qué tipo de personajes ha ido incorporando a su escenario psíquico. Si el duelo se detuvo en la etapa más persecutoria, los personajes que el agredido alberga serán vengativos, intolerantes, omnipotentes y agresivos. Si el duelo se detuvo en la etapa de culpa persecutoria, los personajes tenderán a ser impacientes, negadores, minimizadores, superficiales o frívolos. Si el duelo se detuvo en la etapa de reparación desesperanzada, serán empeñosos pero pesimistas, rígidos y conformistas. Si se logró elaborar el duelo, los personajes incorporados serán receptivos, pacientes, contenedores, esperanzados y afectuosos.
b. Relación con la persona perdida
El tipo de relación que se estableció con la persona perdida decide en forma muy esencial el curso del proceso de duelo. Y en este sentido, hay dos variantes que influyen poderosamente: el grado de narcisismo y el grado de ambivalencia de la relación con quien hemos perdido.
El grado de narcisismo con que se eligió y se mantuvo la relación se refiere a cuán diferente de uno mismo se percibe al otro, y/o qué nivel de idealización se proyectaba en él. Veámoslos por separado:
Si, por una parte, perdemos a alguien con quien nos relacionamos sintiendo que es una prolongación de nosotros mismos, al irse nos desgarrará llevándose una porción nuestra, que nos pertenece. El dolor psíquico es insoportable y la agresión que se desencadena es extrema.
En condiciones normales, los hijos, la pareja, llevan inevitablemente un grado importante de vínculo narcisista, porque en tales relaciones íntimas es más fácil sentir al otro como parte de uno mismo y viceversa, y por la natural tendencia a idealizar a los hijos y a la pareja. Por eso son duelos tan difíciles. Las personas con trastornos de personalidad tienden a vincularse narcisísticamente con mucha facilidad y con gran intensidad, exponiéndose a permanentes duelos patológicos que los hacen ser tan inestables de ánimo.
Por otra parte, si el hijo perdido era además el portador de todos aquellos ideales frustrados que el padre nunca pudo realizar, se le agrega al duelo la angustiante carga de perder un ideal, una ilusión. De la desilusión emerge el vacío y el sin sentido.
En cuanto al grado de ambivalencia con que nos hemos relacionados con aquel que perdimos, se trata de un hecho psíquico difícil de aceptar, a pesar de que lo vivimos a diario. Todas nuestras relaciones, hasta las más cercanas y queridas, son una mezcla de amor y odio. A todas subyace esta ambivalencia de sentimientos, que proviene de la forma como se estructura nuestra mente desde sus orígenes. Está relacionada con la inevitable frustración que despierta agresión, ira y odio (muchas veces en forma inconsciente), aun en la relación más querida y carente de conflictos. Mientras más amamos a alguien más esperamos de él y, por lo tanto, más nos frustra.