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Sin embargo, el grado de ambivalencia varía, y mientras más integrado y más maduro sea el vínculo, menor ambivalencia tendrá, el amor sostendrá el odio y lo sobrepasará.
Esta ambivalencia siempre se pone a prueba. De hecho, necesitamos ponerla a prueba para comprobar que en la relación predomina el amor y, en ese sentido, nos refuerza el vínculo. La relación sexual, interacción con el cuerpo donde se dan cita la agresión y el amor, cumple entre otros este propósito para la pareja. Pero también la ambivalencia se pone a prueba involuntariamente en momentos difíciles. Y el duelo es el peor de todos. En él se desencadena esta alternancia de sentimientos, que es una de las variables que más perturba el proceso de duelo. El odio se proyecta sobre el ser querido, aumentan la culpa desesperanzadora y la persecución. Parte de este odio se vuelca contra el sujeto mismo y genera conductas autodestructivas, sentimientos de minusvalía, autoexigencias agobiantes y autodescalificación.
2. Condicionantes del mundo externo
La forma en que aconteció la pérdida en la situación real del mundo externo, tiene importantes repercusiones en la evolución del duelo. Desarrollaré a continuación las más importantes de esas condiciones externas en el proceso de duelo.
a. ¿Fue una muerte esperada, anunciada, inesperada, sorpresiva?
La muerte de un familiar anciano con serias limitaciones en su salud física y psíquica es una pérdida esperada.
La muerte de un ser querido al que se le diagnosticó cáncer incurable hace un tiempo es una pérdida anunciada.
La muerte de un hijo que se alistó en las filas del bando oficial que se enfrentaba a sus contrarios con una lógica de enemigos, es una muerte inesperada. Lo mismo puede decirse de un militante del bando de la insurgencia que enfrentaba con la misma lógica al régimen oficial.
La muerte de un ser querido sin militancia en grupos armados, a manos de la contrainsurgencia, es una muerte sorpresiva.
Mientras más abrupta e inesperada es la pérdida, mayor será la reacción regresiva de la mente. La mente se inunda de angustia que no ha podido ligarse a ningún significado, ya que no ha habido tiempo. Esta angustia invade, provocando un estado traumático que hace regresar a estados primitivos muy persecutorios. La persona se conectará intensamente con los primeros estados mentales primitivos, cuando las pérdidas generaban un nivel de frustración, rabia, odio y angustia que teñían el mundo de persecución.
Si es posible ir dosificando la pérdida en forma paulatina y progresiva, como sucede con la muerte de los padres o abuelos al final de sus vidas, ella no genera el estado ansioso traumático de la pérdida sorpresiva. Por lo tanto, no se cae abruptamente en el mundo persecutorio descrito. La mente no regresa a etapas tan primitivas de funcionamiento, con lo cual puede echar mano a recursos más elaborados. Se contacta con personajes internos que son capaces de ir tolerando el dolor y la frustración.
En otras palabras, mientras más sorpresiva e inesperada es la muerte de un ser querido, más persecución, agresión y destrucción mental se desencadena, con lo cual más difícil se hace el duelo. Mientras más esperada sea dicha muerte, hay más dolor, culpa reparadora y preocupación, sentimientos que hacen más factible la tarea de reparar lo destruido y finalizar, así, el duelo.
b. ¿Fue una muerte evitable o inevitable? ¿Fruto del azar o de un descuido? ¿Consecuencia de las propias acciones, o del odio y la violencia de terceros?
Un padre maneja a alta velocidad. Al tomar una curva por adelantar a otro vehículo, vuelca. Muere uno de sus hijos. Este duelo va a ser tremendamente difícil, desgarrador.
Como dijimos, cada vez que enfrentamos una pérdida se reactivan los duelos del pasado, que siempre nos señalan que, independientemente de las circunstancias externas, nosotros fuimos agresivos y, por lo tanto, contribuimos al daño, a la destrucción. Esta persecución se reactiva si se ve confirmada por la realidad; en este ejemplo, el descuido, la agresión implícita en el manejar imprudentemente.
Este proceso de querer delimitar cuánto hemos cooperado con el daño a otro también surge cuando es uno mismo el dañado, la víctima de la agresión. Bruno Bettelheim, psicoanalista judío sobreviviente de los campos de concentración, en su libro Sobrevivir. El holocausto una generación después (1973), señala lo importante que es para el sobreviviente “comprender el por qué de lo que nos sucede incluyendo en esto el ver qué es lo que hay en uno mismo y que, sin que uno lo sepa y en contra de su voluntad consciente, ha cooperado en cierta medida con el destructor”. Si no se hace tal procesamiento, corremos el riesgo de culparnos más severamente aún, buscar castigo para expiar dicha culpa, y usar al victimario para que lo ejecute. Así podemos “favorecer las condiciones que inconscientemente le facilitan las cosas al destructor”.
Siempre que somos afectados por una pérdida, evaluamos cuán responsables hemos sido de que tal evento aconteciera. Incluso en situaciones que son puramente accidentales, el familiar se atormenta pensando alternativas a veces hasta absurdas: “Y si le hubiera dicho que no saliera hoy, no lo habrían asaltado”. “Y si hubiera ido a casa de esa amiga nos habríamos encontrado y, por lo tanto, no habría salido a buscarme, y no habría tenido ese accidente”. “Si no le hubiera exigido tanto que nos cambiáramos de casa, no habría vivido con tanta tensión y no se habría infartado”.
Sin embargo, aunque siempre tendemos a culparnos, mientras más alejado está de nuestra propia responsabilidad el accidente ocurrido, más fácil es dejar de atormentarse persecutoriamente y continuar el duelo. Mientras más real es nuestro descuido e indolencia, más nos confirma nuestra participación agresiva, y más nos conecta con la persecución y la culpa persecutoria.
Entre ambos extremos hay un rango intermedio, en el que es muy difícil precisar el grado de descuido que hubo de parte nuestra. “Nunca debí presentarle a esos amigos, que yo sabía eran extremistas”. “Nunca debí llevarlo a las reuniones del partido”. “Nunca debí alentarlo en la vía violenta”. “¿Por qué no lo saqué del país?” “Debí oponerme a que hiciera el servicio militar”.
Por supuesto que estas reacciones están relacionadas con los condicionamientos internos. Mientras más omnipotentes sean los personajes del mundo interno del deudo, más persecución experimentará, ya que no puede aceptar la existencia de muchas variables que no estuvieron bajo su control.
Por todo lo anterior, para el familiar doliente es profundamente necesario conocer con detalles cómo aconteció todo aquello que llevó a su deudo a la muerte. Es el conocimiento de todas las circunstancias que contribuyeron a acercarlo o a precipitarlo a la muerte, lo que le permitirá reparar en su mente lo que inevitablemente vivirá como descuido. Este sentimiento de descuido proviene de la culpa que se gatilla en la separación y que surge de experiencias infantiles que no están bajo nuestro control. Si el familiar sobreviviente no puede revisar los acontecimientos, se ve incapaz de reparar el daño que evoca el proceso mismo de destrucción y muerte. Esto es difícil cuando se trata de una enfermedad, de un accidente; y se hace peor aún si ni siquiera sabe dónde, cuándo y cómo sucedió el daño, como en el caso de desaparecimiento.
Lo que hay detrás del deseo de justicia es la necesidad de precisar y delimitar responsabilidades, las propias y las del victimario. La justicia bien llevada a cabo, a través de procedimientos claros y ecuánimes que conduzcan a un veredicto cercano a la verdad de los hechos y con los atenuantes del caso si los hubiere, disminuye el odio y el clima de persecución en el afectado y le facilita el camino a un duelo normal.
c. ¿Qué grado de dolor y desesperación sufrió el ser querido antes de morir?
Son éstas preguntas que no podemos dejar de hacernos cuando muere un ser querido. El dolor psíquico y físico que implica dejar de vivir, como la desesperación de enfrentarse a la evidencia de morir, nos aterran.
Nos angustia y nos llena de culpa persecutoria pensar que no pudimos disminuir el dolor y/o acompañar a la víctima en su desesperación. El no saber en qué condiciones, cómo, dónde, cuándo, con quién, qué provocó su muerte, cómo fue la agonía, nos inunda de culpa persecutoria. Por más atroces que hayan sido sus últimas horas, el saberlo permite a nuestra mente trabajar, tramitar, enfrentar, sin importar lo difícil y doloroso que sea el proceso. Si no tenemos acceso a esa información, se transforma en un fantasma que perpetúa la culpa persecutoria y nos detiene en la depresión.
La muerte tranquila, esperada, asumida, con un dolor psíquico y físico manejable y tolerable por la capacidad del que padece y por la ayuda de quien lo acompaña, facilitan el proceso de duelo. En ese acompañar se ha tenido ya una vivencia de reparación, la cual disminuye la amenaza de culpas persecutorias y da acceso a la tristeza, preocupación y reparación, que conducen a la terminación del duelo.
Entre estos dos extremos hay una gradiente de alternativas que se caracterizan, de un lado, por los componentes persecutorios que despierta en nosotros todo lo que nos hizo imaginar sufrimiento y desesperación que no pudimos aliviar; y del otro, por los componentes reparatorios que nos llevan a pensar en el alivio y compañía que pudimos otorgar.
d. ¿Qué aspectos concretos quedan representando al que fallece?
Los eventos muy dolorosos reactivan formas de funcionamiento mental que son las propias de un niño, de un bebé. La muerte de un ser querido es uno de estos eventos.
El lactante, cuando pierde a su madre en el destete, la reemplaza por un pañal, por un chupete, por un peluche, por un muñeco. Son objetos concretos que representan a su madre. A medida que crece, será capaz de incorporar a su madre en su mente; y cuando no esté, de recordarla. Pero antes de llegar a ese nivel de maduración ha necesitado objetos concretos, sensoriales, que la representen. Un pañal que sea como la suavidad de sus vestidos, de su piel; un chupete que sea como el pezón que lo alimenta, un peluche que tenga la forma de un ser vivo y no se separe de él.
El deudo, desesperado por el dolor de la ausencia de su ser querido, busca recrearlo, reemplazarlo. Si la ansiedad es insoportable, puede incluso alucinarlo, esto es, verlo, escucharlo, sentir su piel. Pero, en general, debe tener objetos concretos que lo representen. No le basta con la imagen y recuerdos que guarda en su mente. Eso le es suficiente sólo una vez que ha concluido el duelo. Antes, necesita objetos que se vean, se palpen y se sientan.
El más importante de éstos es el cuerpo. El deudo requiere pasar un tiempo cerca del cuerpo de su ser querido, retener ese objeto concreto que es el que más lo representa. Después necesita saber dónde quedó. Lo visitará, lo atenderá. Poco a poco irá aceptando que él o ella ya no está en ese cuerpo. Pero ello requiere tiempo. La presencia del cuerpo, de ese objeto, le permite hacer el proceso en forma paulatina, sin inundarse de esa angustia persecutoria que, hemos visto, lleva a la dinámica de agresión, temor, destrucción, autodestrucción y, en definitiva, depresión.
Pero la ausencia del cuerpo no sólo afecta porque no permite ese contacto físico transitorio, sino también porque el no saber dónde quedó el cuerpo, qué pasó con él, abre otros fantasmas para la mente: por rotundas que sean las evidencias que indiquen que el ser querido dejó de existir, la parte más primitiva de nuestro funcionamiento mental, la que determina el curso de nuestros afectos, requiere de una constatación directa. El otro no está muerto mientras el familiar no lo vea así en su mente. Mientras no ve y no toca el cuerpo sin vida, no tiene certeza de que el otro ha muerto. A todas las complicaciones que hemos descrito sobre el duelo, le añadimos una más: la incertidumbre respecto a la muerte del familiar.
En esa ausencia de certeza, el hecho inevitable de imaginar que el familiar ha muerto llena al deudo de ánimo persecutorio. Porque si existe una posibilidad de que esté vivo (y siempre es posible, aunque no sea probable), entonces confirma su odio y deseo criminal contra ese ser querido, situación derivada de la inevitable ambivalencia amor-odio que hemos explicado. Persecución interna, odio, temores y agresión encallan el proceso de duelo y lo llevan por el camino del duelo patológico, de la depresión. La película documental de Silvio Caiozzi, Fernando ha vuelto, muestra de una manera viva y emocionante la importancia de encontrar el cadáver de un familiar detenido-desaparecido para completar el duelo. Escenas dramáticas que muestran cómo se intenta restituir la verdad brutal de lo que pasó, el encuentro con los restos óseos de la víctima, la búsqueda de contacto físico concreto, nos muestran estas necesidades psíquicas profundas, primitivas, que la mente debe satisfacer para elaborar el duelo.
John Bowlby, uno de los autores contemporáneos que más han aportado a la comprensión de la necesidad de “apego” del ser humano (como de los mamíferos) y al proceso de duelo que se desencadena ante la pérdida del ser querido, estableció —basándose en la observación del proceso en un grupo de viudos y viudas— cuatro fases normales del duelo: i) Fase de embotamiento de la sensibilidad, que dura desde algunas horas hasta una semana. ii) Fase de anhelo y búsqueda de la figura perdida, que dura algunos meses, y a veces, años. iii) Fase de desorganización y desesperanza. iv) Fase de mayor o menor grado de reorganización.
En la segunda fase, se piensa intensamente en la persona perdida, en la persona perdida, y se desarrolla una actitud perceptual para con esa persona, a saber, una disposición a prestar atención a cualquier estímulo que sugiera su presencia, al tiempo que se dejan otros de lado. Se dirige la atención y se exploran los lugares del medio en los que exista la posibilidad de que esa persona se encuentre, y es habitual que se llame a la persona perdida (Bowlby 1980). Para Bowlby, esta búsqueda es automática e instintiva frente a toda separación, porque “nuestra condición instintiva se hace de tal condición que todas las pérdidas se consideran recuperables y se responde a ellas en consecuencia” (Ibíd.)
El carecer de evidencias que ayuden a aceptar la muerte de ese ser querido, puede prolongar esta fase de forma tal que la persona nunca pueda completar el duelo, quedando atrapada en la depresión como una forma de reclamo agresivo hacia quienes no quieren devolverle a su familiar, que, para sectores importantes de su mente, sería recuperable (Bowlby 1983).
e. ¿Qué sentido y qué reconocimiento histórico, social o trascendente, esto es, qué proyección en el tiempo tiene la muerte de ese ser querido?
Tanto el grupo familiar como el comunitario, institucional y social, juegan un rol importante en la elaboración del duelo.
El reconocimiento de la muerte de esa persona por parte del grupo que la rodea, de la sociedad, de los involucrados en el crimen, en un proceso que ayude a constatar el desgraciado hecho, puede llegar a sustituir parcialmente la necesidad de ver el cadáver. Pero se requiere de un reconocimiento auténtico y masivo.
Frente a las preguntas cargadas de culpa que se plantea el deudo, la búsqueda de un sentido histórico, social o trascendente disminuye las ansiedades persecutorias y facilita el proceso.
El sentido histórico social puede ser testimonial, de denuncia. Sin embargo, esto requiere justicia, de tal forma que, a través de la sanción punitiva, quede socialmente claro que la muerte del ser querido no fue un accidente. El hecho mismo de la violencia de su muerte puede constituir un sentido de denuncia al atropello y a la injusticia. Pero ello requiere un concierto social que lo avale, sancionando al culpable. Como veremos al estudiar la psicología de los grupos, la sociedad no tiene otro recurso para dejar en claro a todos sus miembros que un comportamiento es inaceptable, sino la sentencia penal. Ello significa que debe castigar adecuadamente el crimen. No por venganza, sino por sentido de responsabilidad social.
Es de enorme ayuda en el proceso de duelo la fe en el sentido trascendente de la acción del hombre. No un acto infantil que busca dar un significado automático al hecho para no hacer el duelo —algo así como “estaba de Dios”—, sino una búsqueda de sentido en una exploración que pasa por la realidad concreta en que suceden los hechos, con la incertidumbre propia de una búsqueda veraz y con el trabajo comprometido en la fe que tal discernimiento requiere.
Tal acto de fe contribuye no sólo a disminuir la culpa que proviene de la responsabilidad omnipotente, puesto que entrega parte de ella a un otro ser, a Dios. También ayuda al proceso de reparación, porque otorga esperanza y certeza de un sentido final y trascendente.
C. Duelo en el agresor
El agresor, ¿también requiere hacer el duelo?
Sí. El agresor ha destruido un otro hacia quien puede tener distintos sentimientos, pero en relación al cual inevitablemente se mueve en el espectro del amor-odio. Y por más odio que experimente por ese otro, la ambivalencia de nuestra constitución psíquica lo llevará a que también sienta amor. Lo que atormenta al agresor, aunque mate por odio, por venganza o por defensa propia, es que en una parte de su mente también siente amor por aquel a quien agredió.
Dada esta aparentemente paradójica situación, el agresor no estará en paz sino hasta que repare en su mente a aquel ser destruido. Su situación es, de partida, más persecutoria que la del agredido; parte en peores condiciones a hacer el duelo, porque la realidad del hecho le potencia la creencia en su propia maldad, y en su mundo interno se siente plagado de personajes agresivos, llenos de odio, rencor y venganza. Proyecta estos sentimientos en la víctima, quien pasa a ser la agresiva, la que se merecía ese fin, y cada vez se aleja más de comprender que hizo daño a alguien que también era bueno. Todo el mundo se va a transformando en vengador de su crimen. El agresor se aleja cada vez más de la posibilidad de reparar. Y el no poder reparar lo deja internamente perseguido, sus personajes malos lo incitan a conductas autodestructivas. Es un duelo tremendamente difícil de llevar a cabo. Sin embargo, no es imposible. Entendiendo los condicionantes que determinan la evolución del duelo en el agresor, tal vez veamos una salida para éste.
1. Condicionantes del mundo interno
Al igual que en el agredido, el curso del duelo en el agresor va a depender del desenlace y la elaboración que han tenido sus duelos anteriores. Es la calidad de los personajes internos que fue incorporando a lo largo de su vida la que, en un momento tan difícil como el de haber sido violentamente destructivo, lo van a ayudar a salir del círculo vicioso de la persecución y el odio.
La bondad y comprensión de sus personajes internos buenos lo conducirán a la dolorosa toma de conciencia de que ese otro también era amado, también era bueno. Deberá transitar por un período de culpa atormentadora que, poco a poco, lo puede conducir a reparar el daño hecho.
La maldad y el odio que destilan los personajes malos que arrastra en su historia, lo conducirán al ya descrito círculo vicioso de persecución, odio y violencia.
También influye en el desenlace del duelo del agresor el tipo de relación establecida con la víctima. Y acá también están presentes las dos variantes que describimos para el agredido.
En primer lugar, tenemos el monto de narcisismo existente en la relación, pero esta vez vinculado a la sobrevaloración de sí mismo que tenga el agresor, que lo lleva a considerar siempre al otro como alguien despreciable, peligroso y sin derechos. La realización de la muerte de esta persona desencadena una persecución que requiere reforzar cada vez más el propio narcisismo. Desde esa omnipotencia, que defiende de la persecución y donde el otro muerto es más una amenaza que un desafío representado por aquello que se debe reparar, el duelo se hace casi imposible.
Por otra parte, incide en el desenlace del duelo del agresor el grado de ambivalencia que existe en su relación con la víctima. Para asesinar a alguien se requiere no sólo un predominio del odio, sino, además, que el amor y el odio estén muy separados, muy disociados.
Alguien puede sentir mucho odio por una persona, pero si ese odio está integrado, aunque sea en pequeñas dosis, con amor, no será muy destructivo para el agresor. En cambio, incluso en casos en que el odio no es tan alto, pero se acompaña de una falta severa de integración con el amor, esto es, allí donde amor y odio están drásticamente separados, en la mente del sujeto la persona odiada es otra que la amada. En consecuencia, cuando mata cree matar sólo a la persona odiada, sin advertir que ella también es la amada. El día en que se dé cuenta comenzará el infierno de la culpa, antesala del inicio del trabajo de duelo. Mejor dicho, el purgatorio, porque el infierno es el estado mental persecutorio en el que vive al mantener separados amor y odio. Al conectarse con la culpa persecutoria, puede tener acceso a ese doloroso trabajo que es la elaboración del duelo, abriéndose así una esperanza de reconciliación consigo mismo.
Por todo lo anterior, más que el odio en sí mismo, es el grado de ambivalencia el que decide el destino de ese trabajo de duelo.
2. Condicionantes del mundo externo
Al igual que en el caso del agredido, la forma en que se llevó a cabo el crimen en la realidad tiene importantes repercusiones en la evolución del duelo para el agresor. A continuación nos detendremos a analizar cada uno de estos condicionantes externos del proceso de duelo.
a. ¿Qué grado de sadismo ejerció el agresor sobre su víctima?
Los duelos que hace el lactante en sus primeros meses de vida están destinados a fracasar, porque su mente aún rudimentaria tiene muy separados el amor del odio, y; también porque las frustraciones por la ausencia de la madre generan una agresión vinculada a las únicas formas de relación que el bebé conoce para tramitar su rabia, todas las cuales tienen un fuerte componente sádico. Entendemos por sadismo todas aquellas conductas agresivas que, al ser descargadas sobre otro, nos otorgan placer: placer de venganza, placer de triunfo, entre otros.
Cuando se destruye una relación, un objeto o un otro, en la fantasía o en la realidad, el grado de sadismo con que lo hagamos nos retrotrae a aquellos estados mentales primitivos que hemos caracterizado por la persecución, el odio y la venganza.
A mayor sadismo y persecución por parte del victimario, tanto más difícil será para él acceder al estado mental de preocupación por el otro, que conduciría al arrepentimiento y, más tarde, a la reparación.
b. ¿Que grado de libertad tenía en los momentos que llevó a cabo la muerte?
En el proceso de duelo, en el momento en que se emerge del estado mental persecutorio inicial, al tomar contacto con el hecho de que se destruyó a quien también se ama, surge la pregunta sobre el grado de responsabilidad que el sujeto tuvo en esa destrucción: si el acto destructivo fue inevitable, si fue en defensa propia, si fue ordenado por superiores; si era imposible negarse a ejecutarlo, o si tal vez tenía la posibilidad de negarse, pero no lo hizo porque ello le habría acarreado problemas; si fue lo llevó a cabo por iniciativa propia, o por convicción de que era un mal menor; si fue enmarcado en una estrategia global de acción; si lo ejecutó por venganza o por el placer sádico del triunfo. Todas estas alternativas que acabo de mencionar condicionan el proceso de duelo. Las enumeré en orden progresivo al grado de persecución que desencadenan. Las últimas sumergen en un clima mental de persecución de tal magnitud, que su superación requeriría un trabajo psíquico muy largo en el tiempo, muy exigente, que no siempre la mente es capaz de tolerar. Lo más trágico es que quien lleva a cabo la agresión destructiva con sadismo, habitualmente tiene una condición psicopática que lo hace inmune a la culpa consciente, pero que lo deja con tendencias autodestructivas, por la culpa persecutoria inconsciente. (Por ejemplo, el sargento Zúñiga en la película Amnesia, que comentamos en el capítulo V). El agresor sádico queda atrapado en el mundo paranoide y maníaco, y es de muy difícil recuperación.