Johannes Kepler

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Entre los textos simbólicos en que los reformadores expusieron su doctrina en oposición a la de la Iglesia católica, destaca en primer lugar la Confesión de Augsburgo. Después de que el cisma alcanzara su máxima expresión en la Dieta (Reichstag) de Espira, la Dieta de Augsburgo, que comenzó en 1530, tuvo que aspirar a volver a unir a los escindidos. Para disponer de una base durante las negociaciones, los electores protestantes presentaron precisamente aquel libro simbólico en el que se habían fijado los puntos esenciales del dogma luterano. Melanchthon, que lo había compuesto o al menos redactado, eligió una forma de exposición que, de acuerdo con su actitud amable y más conciliadora, dejó las discrepancias en un segundo plano y dio prioridad a expresiones más fáciles de casar con la doctrina católica. Pero los severos antagonismos que ya existían no pudieron erradicarse con aquel proceder. De hecho, volvieron a aflorar con claridad en debates sucesivos. No se pudo alcanzar la unidad pretendida. Ya veremos cómo Kepler, de una condición similar a la de Melanchthon, se declaró siempre fiel a la Confesión de Augsburgo.
El desarrollo de la nueva doctrina no cesó con aquel texto. Muy pronto, junto a los adversarios de la Iglesia católica apareció otra oposición que perturbó todavía más la situación eclesiástica alemana y que más tarde desencadenó polémicas y conflictos más agudos. En Suiza, Ulrico Zuinglio, que emprendió la lucha contra la vieja Iglesia casi al mismo tiempo que Lutero en Alemania, atacó con fuerza la doctrina y disciplina católicas. Mientras ambos reformadores seguían el mismo camino en la mayoría de los puntos esenciales y estaban de acuerdo en su oposición al catolicismo, discrepaban ampliamente en la enseñanza de la eucaristía. Aunque la reconciliación era inviable, este desacuerdo no frenó el avance de la obra reformadora en Alemania. Pero la situación cambió cuando, varios años después, Calvino implantó en Ginebra la tiranía de su régimen teocrático y desplegó su dogma como tercer líder reformador. También su precepto eucarístico se apartó del luterano, y la pugna sacramental se enardeció con fuerza. La enseñanza calvinista logró entrar en Alemania cuando el elector del Palatinado, Federico III, la implantó en su territorio como doctrina imperante en el año 1562. En las décadas siguientes se le sumaron otros príncipes imperiales. Incluso Melanchthon simpatizó con la eucaristía calvinista, la cual, gracias a su autoridad, alcanzó una difusión mayor, sobre todo tras la muerte de Lutero y fundamentalmente en Sajonia. La furia colérica de los antiguos luteranos se levantó contra los seguidores de Melanchthon, conocidos como criptocalvinistas o filipistas. Es difícil hacerse una idea hoy en día de la vehemencia y la saña con que los contrincantes arremetieron unos contra otros. El odio de los seguidores de la Confesión de Augsburgo hacia los calvinistas no fue inferior al que profesaban a los seguidores del sumo pontífice. Para alzar un dique contra la abominada doctrina calvinista, el teólogo de Tubinga Jakob Andreä elaboró entre 1576 y 1577 un nuevo libro de fe, llamado Fórmula de Concordia, junto a algunos hombres de convicciones similares a las suyas, en el que fijó la doctrina luterana con toda precisión. Pero la controversia no llegó con eso a su fin puesto que no todos los electores leales a la Reforma aceptaron la Fórmula. El reconocimiento de la Fórmula de Concordia se exigió con más severidad en todos los territorios seguidores de la Confesión de Augsburgo, a los que asimismo pertenecía la tierra natal de Kepler, el ducado de Württemberg.
El punto crucial radicaba en que la piedra de choque, o sea el sacramento eucarístico, se interpretaba de maneras diferentes en cada culto. La Iglesia católica, siguiendo las palabras sacramentales del Señor, entiende que la sustancia del pan se trasmuta en el cuerpo de Cristo durante la misa a través de la transustanciación. Lutero, en cambio, que rechazaba la misa, negaba la transustanciación, pero perseveraba en la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo durante la eucaristía. En lugar de la transustanciación creía en la consustanciación, es decir, la sustancia del pan se mantiene tal cual, pero es penetrada sacramentalmente por la sustancia del cuerpo de Cristo. Para aportar pruebas en contra las objeciones de los teólogos reformadores, Lutero aportó el siguiente dogma: en virtud de la unión hipostática, es decir, la fusión de la naturaleza humana y la divina en una sola persona, Cristo goza también de la ubicuidad corpórea. Ese precepto específico de la doctrina de la ubicuidad, insostenible desde el punto de vista de la cristología tradicional y abandonado algo más tarde por los propios teólogos luteranos, constituyó la piedra angular de la Fórmula de Concordia. Calvino también lo desestimó. Según él, es verdad que el creyente recibe el cuerpo y la sangre de Cristo en el sacramento de la comunión, pero de manera que junto a la ingestión de la sustancia material, que en todo caso sigue siendo lo que es y tan solo simboliza a Cristo, el espíritu recibe una fuerza que emana del cuerpo de Cristo, presente únicamente en el cielo. De acuerdo con su terrible idea de la predestinación, según la cual parte de la humanidad sería sentenciada de antemano por Dios a la condena eterna sin la consideración de sus obras, Calvino incluyó en su teoría de la eucaristía la apostilla de que solo los elegidos participarían del cuerpo de Cristo al recibir la comunión. Estas disputas conformaron el angustioso lastre que arrastró Kepler a lo largo de toda su vida.
En lo que atañe a la política eclesiástica, la paz religiosa de Augsburgo del año 1555 ocupó un lugar destacado en la historia de la Reforma del siglo XVI. Ya no se pretendía la reconciliación de las distintas tendencias. La posición de los protestantes se había consolidado tanto que lo aconsejable era buscar más bien una paz que instaurara un marco viable para la convivencia de los seguidores de cada culto. Según las resoluciones de aquella dieta, la elección de la fe católica o la augsburguesa competía a los estados del imperio. Incluso más. La decisión de cada estado debía regir también en la totalidad de sus dominios. Con ello se constituyó en ley la máxima: «cuius regio, eius religio» («de quien es la región, suya la religión»). Con este precepto legal absolutamente monstruoso para la mentalidad actual, el soberano dirigente se apoderó del dominio privado del corazón de los hombres. La libertad confesional desapareció. El elector reinante ordenaba, y los súbditos tenían que creer lo que gustara el señor. Quien no estuviera dispuesto a acatar su imposición, podía expatriarse. Se concedía ese derecho de forma expresa. Cabe figurarse el conflicto de fe que tuvieron que afrontar quienes se tomaban en serio sus creencias religiosas. Se vieron ante la disyuntiva de abandonar su hogar y su patrimonio o renunciar a lo más sagrado. Hay que mencionar que la elección de culto no incluyó el calvinismo. En las ciudades imperiales podían seguir coexistiendo las dos religiones, la católica y la augsburguesa, si hasta entonces se habían practicado juntas. En los años siguientes fueron los protestantes quienes sacaron el mayor provecho de las nuevas disposiciones. La Iglesia católica mantuvo la situación defensiva a la que se había visto relegada desde hacía tiempo. Solo en las postrimerías del siglo, justo cuando Kepler saltó a la vida pública, se dispuso a retomar las posiciones perdidas con la ayuda de los jesuitas en lo que se denominó la Contrarreforma.
Así era, pues, la época en la que nos adentraremos para recorrer la vida de Kepler desde el principio. Un sinnúmero de electores y otras instancias del imperio hicieron valer sus derechos a voces. Los unos eran católicos, los otros augsburgueses, los terceros calvinistas. Cada tendencia reivindicó estar en posesión de la fe verdadera. A los enfrentamientos políticos ya existentes se sumaron los religiosos, aún más peligrosos y delicados. ¿Qué quedaba de la libertad confesional que anunciara Lutero? ¿Qué de la idea de la comunidad indistinta de creyentes que concibió? La exigencia de un gobierno autoritario favorable a la Iglesia, contra la que él mismo había arremetido con tanto fervor dentro de la vieja Iglesia, resurgió ahora en sus propias filas. El juramento de los libros de fe se impuso y aplicó en las zonas protestantes con la misma severidad con que la vieja Iglesia actuaba en las cuestiones de credo. En esos territorios, los soberanos ocuparon el lugar que dejaron los obispos, con lo que su poder aumentó notablemente. La postura adoptada en cada caso se reforzó en todas partes. Los jesuitas se afanaron por devolver la gloria perdida a la Iglesia católica, que se había depurado, renovado y consolidado con el Concilio de Trento. Tensiones, antagonismos, roces, chispas por doquier. Frente al poder acrecentado de los electores se erguía la autoridad mermada y amenazada del emperador. Las fuerzas centrífugas eran mayores que el poder del orden. Por si fuera poco, los turcos resistían en el este con constantes arremetidas contra las fronteras del imperio. Al oeste, Francia esperaba una ocasión para sacar provecho de la debilidad del poder imperial. ¿Qué más podía ocurrir? Fue una época preñada de desdichas, un tiempo en el que apetecía huir a las estrellas en busca de refugio y protección.
1 En aquella época, estrellas errantes, en contraposición a estrellas fijas, eran los astros móviles del firmamento: los planetas entonces conocidos más el Sol y la Luna. (N. de la T.)
2 Könisberg, hoy Kaliningrado, significa literalmente monte regio en alemán. (N. de la T.)
Infancia y años de juventud
(1571-1594)
NACIMIENTO Y ASCENDENCIA
Así fue la época en que nació el primer hijo de Heinrich Kepler y de su esposa Katharina Guldenmann; ocurrió el jueves 27 de diciembre de 1571 a las dos horas, treinta minutos de la tarde [1] en la pequeña ciudad imperial suaba de Weil, hoy llamada Weil der Stadt. Bautizaron al niño con el nombre de Johannes por haber coincidido su fecha de nacimiento con la celebración del día de san Juan apóstol.1
La familia Kepler2 de la que procedía el niño llevaba afincada en Weil der Stadt unos cincuenta años. En 1520 el bisabuelo de Johannes, llamado Sebald, emigró de su ciudad natal, Nuremberg, y se estableció allí. Era artesano y se dedicaba a la peletería. La familia que formó en el nuevo lugar de residencia fue muy numerosa, y sus hijos consiguieron reputación con rapidez gracias a su habilidad. Algunos fueron miembros del ayuntamiento, y el segundo de ellos, que también se llamó Sebald, llegó a ser burgomaestre y administrador de prebendas en la ciudad. Su matrimonio con Katharina Müller, de la población cercana de Marbach, también fue bendecido con una gran prole. El padre de nuestro Johannes fue su cuarto hijo, Heinrich, quien contaba veinticinco años, al igual que su esposa, cuando vino al mundo su primer descendiente. La madre de Johannes era hija de Melchior Guldenmann, posadero y corregidor en la vecina Eltingen. Podemos seguir remontando aún más los orígenes familiares. El padre de aquel Sebald Kepler que se trasladó a Weil der Stadt era Sebald Kepner, maestro encuadernador en Nuremberg. Así, y no como Kepler, lo cita de puño y letra Johannes Kepler en un documento tardío suyo en el que se basan los datos genealógicos mencionados hasta ahora. Se trata de una modificación lingüística arbitraria del viejo apellido Kepler, quizá por asimilación del nombre Kepner, muy frecuente en los registros de la ciudad de Nuremberg en el siglo XV.
Hasta aquí, los antepasados nos salen al paso como artesanos, pero obtenemos otra imagen si retrocedemos aún más en la historia familiar. Sebald Kepner o Kepler, el maestro encuadernador de Nuremberg, pertenecía a una casa de linaje noble, pero abandonó la aristocracia cuando la necesidad lo llevó a ingresar en el gremio de artesanos en Nuremberg. Puede que la alteración del nombre Kepler a Kepner guarde alguna relación con este cambio de condición social. Según una historia bastante fidedigna, este Sebald fue hijo de Kaspar von Kepler, quien hacia finales del siglo XV ejerció como caballerizo de postas en la corte de Worms. A su vez, este Kaspar von Kepler fue hijo del guerrero Friedrich Kepler, a quien el emperador Segismundo armó caballero sobre el puente del Tíber en Roma el 31 de mayo de 1433, día de Pentecostés [2]. Johannes Kepler no fue el único en atestiguar más tarde este nombramiento de manera explícita cuando, sin ánimo de alarde, habló de él a un aristócrata [3] veneciano. La noticia está documentada con mucha más amplitud en la ejecutoria del año 1433 que aún hoy existe en el registro vienés de la nobleza, y según la cual se distinguió a los hermanos Konrad y Friedrich Kepler del modo mencionado por sus méritos militares en el ejército del emperador. En dicha carta de nobleza, el blasón de la familia Kepler experimentó un embellecimiento parejo [4]. El escudo está cortado en un cuartel superior oro y otro inferior azur. En el superior aparece la media figura de un ángel vestido de gules, con alas doradas y apoyando las manos sobre la línea de división. Sobre el yelmo forrado de gules y oro hay un sombrero picudo de oro ribeteado de azur y coronado por una protuberancia de oro, azur y gules, de la que surge un airón de color sable salpicado de un oropel dorado. Este blasón le fue otorgado al abuelo Sebald y a sus hermanos a instancias del emperador en el año 1563, y Johannes Kepler solía lacrar con él. Se desconoce el lugar donde residía y tenía su hacienda aquel Friedrich, antepasado caballeresco. Según una anotación de nuestro Kepler, el emperador Segismundo lo armó caballero «junto a otros caballeros suabos» [5], por lo que podríamos deducir que su patria era Suabia. Sin embargo, no hay que atribuir demasiado valor probatorio a este dato. En la explicación de la ejecutoria se comenta que el emperador quiso recompensar especialmente a aquellos hombres «cuyos antepasados se habían mostrado en todo momento al servicio del Sacro Imperio», de donde se deduce que los ancestros respondieron como valientes vasallos, tal como atestiguan además documentos antiguos que dan fe de hazañas diversas realizadas por portadores del nombre «Keppler» o «Kappler», sin que conste si aquellos hombres pertenecían o no a nuestra saga Kepler. Lo mismo puede decirse de un Friedrich Keppler, noble del siglo XIII registrado en Salzburgo, de quien un documento del registro vienés de la nobleza relata que actuó con bravura y lealtad tanto en tiempos de guerra como en tiempos de paz. No obstante, resulta interesante que ese noble luciera un ángel en su escudo de armas. El hecho de que por las venas de Kepler corría sangre castrense se confirma asimismo porque tanto el bisabuelo Sebald como, más tarde, el abuelo Sebald cobraron laureles militares bajo estandarte de Carlos V y sus seguidores, y obtuvieron privilegios por ello. Desconocemos qué fue lo que incitó al bisabuelo Sebald a cambiar Nuremberg por la pequeña localidad de Weil y abandonar así una ciudad en la que la actividad artística y profesional había alcanzado una tradición espléndida y que ofrecía múltiples posibilidades a la gente capaz. ¿Acaso visitó Weil en uno de sus viajes y quedó prendado de ella, o tal vez algún pariente lo animó a afincarse allí? Sea como fuere, es evidente que portadores del nombre Kepler residían en Weil ya desde finales del siglo XV, tal como manifiestan las matrículas de la Universidad de Tubinga. No se puede constatar nada más al respecto, y lo mismo sucede con otros muchos detalles interesantes de la historia familiar de los Kepler relacionados con Weil der Stadt porque la documentación archivística ya no existe. Quedó reducida a cenizas al final de la guerra de los Treinta Años cuando, aún en octubre de 1648, justo en los días en que se firmó la paz de Westfalia, los franceses sitiaron e incendiaron la ciudad. Gran parte de los edificios quedaron arrasados, y los registros parroquiales y la mayoría de los archivos fueron pasto de las llamas.3
WEIL DER STADT
Weil der Stadt fue y sigue siendo tan pequeña y recogida como orgullosos y ufanos se han mostrado siempre sus habitantes por la libertad que le procuraba el privilegio de ser ciudad imperial. Fundada por la dinastía de los Hohenstaufen, la pequeña localidad adquirió esta libertad imperial hacia finales del siglo XIII, después del interregno, bajo la soberanía de Rodolfo I. La imagen que ofrece en la actualidad aún permite hacerse una idea del aspecto que tenía en tiempos de Kepler. Las callejuelas, el mercado espacioso rodeado de casas con gabletes elevados, las torres y puertas de las murallas de la ciudad, conservadas en gran parte, se presentan a la vista igual que antaño, como un conjunto acogedor. La localidad, erigida en una pendiente suave que desciende por el ancho valle del riachuelo Würm, está inmersa en un paisaje ondulado en los márgenes de la Selva Negra, rodeada de jardines y prados, cultivos y bosques. La guinda del cuadro y su adorno más bello lo constituye la esbelta iglesia gótica de tres torres que, visible desde lejos, destaca entre la maraña de tejados como una catedral espléndida. Cual gallina clueca con sus polluelos, reúne las casas a su alrededor y las acoge bajo su protección; una presencia persuasiva para la mentalidad devota de los ciudadanos de antaño, conscientes de lo que debían ubicar en el punto central de su existencia. Con una diligencia suaba, sus habitantes procuraron mantener la ciudad con buen orden y salvaguardar sus fueros con un espíritu democrático. La mayoría de los campesinos y de los artesanos, entre los que destacaban curtidores y tejedores, debían restringir sus preocupaciones y sus esperanzas a lo imprescindible para vivir. Dejaban que el Sol, la Luna y las estrellas siguieran su curso, y la ciencia elevada quedaba lejos de su horizonte intelectual, si bien del municipio salieron algunas mentes brillantes. Teniendo en cuenta que en aquella época la comunidad consistía tan solo en unos doscientos vecinos con sus familias respectivas, se comprende que la ciudad imperial libre de Weil no tuviera ningún peso en los asuntos de Estado del Sacro Imperio Romano. Si una vez al siglo llegaba el emperador de visita, se convertía en todo un acontecimiento que se registraba con celo en los anales locales. Lo que alteraba los ánimos eran las desavenencias en cuanto a aranceles y leyes de caza con el vecino duque de Württemberg, cuyas tierras circundaban el municipio. También los acontecimientos bélicos apartaban sin duda a los ciudadanos de su quietud. Su disposición para alzarse en armas por defender la libertad la demuestra su participación, junto a la liga de ciudades, en la trágica batalla de 1388 contra el duque de Württemberg, que se libró en las inmediaciones de la cercana Döffingen y dejó sesenta ciudadanos tendidos en el campo de batalla.
La Reforma provocó tensiones y conflictos muy duraderos en Weil der Stadt. La doctrina evangélica encontró adeptos entre los lugareños bien poco después de la aparición de Lutero, pero no logró granjearse a la mayoría. La iglesia parroquial siempre estuvo en manos de los católicos, y en la época en que nació Kepler aún no existía ningún predicador evangélico en la ciudad. Años más tarde, los seguidores de la nueva doctrina, apoyados por el duque de Württemberg, se esforzaron en vano por conseguir que el concejo de la ciudad abrazara la creencia evangélica, que cediera una iglesia o capilla concreta y que autorizara el nombramiento de un pastor propio. El concejo estimó que haría una concesión especial a los ciudadanos evangélicos si les daba libertad para recibir aparte las prédicas y los sacramentos o si permitía que un pastor de su culto fuera a darles la comunión en caso de peligro de muerte. El bando evangélico consiguió todo un logro cuando pocos años después se autorizó el bautismo por el rito protestante en la localidad. La familia Kepler pertenecía al grupo de los partidarios más distinguidos y activos de la doctrina luterana, en especial el abuelo de Johannes, Sebald. El hecho de que ostentara el cargo de burgomaestre siendo mentor de sus correligionarios y a pesar de la supremacía católica, atestigua su valía y el gran respeto que supo granjearse entre sus conciudadanos. Casi al mismo tiempo, algunos miembros de la familia Fickler se sumaron a los impulsores de la causa católica; sobre todo Johannes Baptist Fickler, protonotario de príncipes-obispos4 de Salzburgo, quien durante la Contrarreforma actuó como influyente adversario del protestantismo. Sin embargo, a pesar de las diferencias doctrinales, las familias Kepler y Fickler mantenían un vínculo de maridaje y eso favoreció que, años más tarde, el hijo de Kepler, Ludwig, consiguiera la concesión de la beca que un miembro de la familia Fickler había creado en Tubinga [6]. Todas estas circunstancias explican que se desconozca el lugar donde se celebró el bautizo de Kepler, si se efectuó en la iglesia parroquial de un sacerdote católico o, lo que parece más probable, si lo realizó un pastor evangélico en alguna localidad vecina, posiblemente Magstadt.
Tal como se conserva desde antaño, la vivienda del abuelo Sebald quedaba algo apartada de una esquina de la plaza del mercado, en una calleja corta que conduce a la iglesia, de manera que desde la casa se divisaban la fuente del mercado con la estatua del emperador Carlos V y la imponente torre oriental del templo. El edificio fue víctima del incendio que asoló la ciudad en 1648, pero hay motivos para pensar que fue reconstruido con su aspecto original. Con certeza podemos considerarla la residencia donde nació nuestro Johannes, dado que su padre, Heinrich, siguió viviendo allí después de su boda, celebrada el 15 de mayo de 1571. Aunque desde fuera parece pequeña, la vivienda posee en su interior el espacio suficiente para albergar a una gran familia. Al parecer, el burgomaestre Sebald no incrementó su patrimonio hasta pasados unos años, sobre todo a través de la herencia.
SITUACIÓN FAMILIAR
A la edad aproximada de veinticinco años Johannes Kepler tomó apuntes de las características de sus padres y abuelos, además de algunos lances y contratiempos de la vida, de modo que hoy podemos hacernos una idea sobre sus caracteres y sobre la actividad en la casa donde pasó los primeros años de vida. Lo hizo como anexo a la carta natal de esos antepasados porque en aquel entonces se dedicaba mucho a la astrología y creía que la posición que ocupan los planetas en el momento del nacimiento influye en la actitud general de cada persona. Del abuelo Sebald comenta que se había vuelto arrogante y presuntuoso en sus modos, que era irascible, violento, testarudo, sensible y de rostro sonrosado y bastante carnoso; la barba le confería un aspecto grave; sabía dar órdenes acertadas y sabias e imponer que se cumplieran a pesar de su escasa elocuencia. La abuela era, según la descripción de Kepler, muy inquieta, lista, embustera, diligente en asuntos religiosos, delgada, de naturaleza encendida, impulsiva, eterna maquinadora, envidiosa, hostil, rencorosa. De papá Heinrich dice tan solo que Saturno en trígono con Marte dentro de la séptima casa hizo de él un soldado corrupto, rudo y camorrista. Tampoco su madre sale [7] muy bien parada; era pequeña, escuálida, morena, charlatana, pendenciera y de malos modales. Lo que Kepler pone ante nuestros ojos no es en absoluto una galería genealógica gloriosa, y su descripción de atributos extraña mucho más si se considera que el respeto hacia las personas con las que mantenía algún vínculo era un rasgo propio de su naturaleza. En cualquier caso, hay que tener en cuenta que elaboró este registro tan solo para sí mismo con el propósito de demostrar la concordancia entre la personalidad y las configuraciones celestes. Por otro lado, es fácil que Kepler buscara las causas de los atributos negativos justamente en el cielo para justificarlos, y por eso dejara de lado los aspectos positivos.
Aun así, queda claro que la convivencia en la casa de los Kepler, donde también residían algunos hermanos menores de papá Heinrich, no era precisamente cordial y armónica, y no es necesario que Kepler incluyera más comentarios para comprender que el matrimonio de sus padres era desafortunado. El padre trataba a su madre con severidad y rudeza, y ella oponía un comportamiento insensible con una terquedad insolente. Acibaraban sus vidas entre pendencias y disputas, y ni siquiera el pequeño Johannes, el primogénito, contribuyó a unirlos. Resultó ser un niño de constitución débil porque fue sietemesino [8]. Sus padres no lo trataron con cariño. Con seguridad sus atributos le vienen más del lado materno, como no pocas veces sucede con los hombres de talento. De modo que también él era de constitución pequeña y delicada para ser hombre, de ojos oscuros y cabello moreno. Jamás compartió las inclinaciones marciales del padre. En lo que respecta a su madre, parece haber sido una mujer curiosa. Su condición no queda del todo caracterizada con los escasos adjetivos arriba mencionados. Tendremos ocasión de conocerla mejor en el difícil proceso por brujería en que se vio envuelta en la vejez. Durante el mismo también salió a relucir que la educó una tía suya que más tarde murió en la hoguera acusada de encarnar al diablo. Mamá Kepler era ostensiblemente enérgica e inquieta, interesada por todo, cavilosa, pero también una chismosa y una bocazas. Recolectaba hierbas y preparaba ungüentos alentada por su fe en los poderes y en las relaciones mágicas, como si viera a través de los objetos de la naturaleza. Después de su primer hijo, la vida aún le concedió seis criaturas más, de las que solo tres alcanzaron la madurez, cada cual muy diferente de las demás. Mientras el genio de nuestro Johannes dio fama imperecedera al nombre de la familia, su hermano Heinrich, dos años menor que él, era un perfecto tunante [9]. Padecía epilepsia y era la desgracia de su madre; recibió muchas tundas, le mordieron animales, venía a casa con chichones y heridas, y estuvo a punto de morir ahogado, congelado o por enfermedad. Con catorce años ingresó como aprendiz de un tundidor, luego de un panadero, volvió a ser apaleado y marchó a Austria cuando su padre amenazó con venderlo. En Hungría sirvió a los soldados que luchaban contra los turcos, malvivió en Viena cantando y cociendo pan, fue lacayo de un noble, despedido, robado, herido y mendigó camino de su tierra. Al poco tiempo volvió a irse, esta vez a Estrasburgo, Maguncia y Bélgica, fue tamborilero de regimiento, y cerca de Colonia lo saqueó la cuadrilla de salteadores «Hahnenfeder».5 Más tarde ejerció como alabardero en Praga, regresó a casa pobre y maltrecho y se colgó del cuello de su madre hasta que falleció a los cuarenta y dos años. El equivalente benévolo de Heinrich lo constituyó la afable hija Margarete [10], quien, de toda la familia, fue la más cercana al primogénito. Tuvo un matrimonio bien avenido con un sacerdote. El más joven de los hijos, Christoph, era honrado, correcto y celoso de su reputación; fue un artesano respetable, un estañero. La tendencia castrense de la familia Kepler fluía por él tan diluida ya, que le parecía suficiente motivo de orgullo ejercer a la vez como maestro instructor en la milicia ducal de Württemberg. Volveremos a oír de él más adelante.