Johannes Kepler

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Con el tiempo, papá Heinrich no soportó estar en casa [11]. La densidad del aire que reinaba allí y el bullir de la sangre que corría por sus venas tiraron de él. Desconocemos si en su juventud aprendió algún tipo de oficio. En ningún lugar se comenta nada al respecto. Es probable que contribuyera a administrar los bienes de su padre, pero aspiraba a ejercer otra actividad. Cuando en 1574 sonó el tambor del alistamiento se puso en marcha camino de los Países Bajos, donde el régimen de terror del duque de Alba había llevado a la revuelta y al levantamiento. Este era el ambiente que le gustaba. Pretendía calzarse las espuelas en aquel fragor de las armas. A su esposa e hijos los abandonó en casa. Katharina, su mujer, que se llevaba mal con la suegra y se sentía sometida por ella, partió tras su marido el año siguiente. El pequeño Johannes quedó entonces confiado a la tutela de los abuelos, quienes no le mostraban demasiado cariño y lo trataban con dureza. Durante la ausencia de los padres enfermó de viruela con tanta gravedad que estuvo al borde de la muerte. Cuando regresaron en 1576, el padre renunció a su derecho de ciudadanía en Weil der Stadt y se trasladó con su familia a la vecina ciudad de Leonberg, perteneciente al ducado de Württemberg. Allí mismo compró una casa e intentó emprender una nueva vida, pero al año siguiente volvemos a verlo en servicios militares belgas. No parece que la suerte le fuera favorable en aquella ocasión, porque corrió el peligro de morir en la horca. A su regreso perdió su patrimonio por actuar como aval, y entonces vendió la casa, abandonó Leonberg y en 1580 arrendó para sus hijos la posada de la pequeña aldea badense de Ellmendingen, cercana a Pforzheim, entonces muy frecuentada. En cambio, como es natural, tampoco allí permaneció mucho tiempo. Ya en 1583 lo volvemos a ver en Leonberg, donde adquirió bienes inmuebles. Cinco años después abandonó a los suyos para siempre. Se cree que participó como capitán en una batalla naval napolitana y que debió de morir durante su regreso a casa en la región de Augsburgo. Su familia jamás volvió a verlo.
Los niños creen que el devenir del mundo tiene que ser tal como se les muestra cuando empiezan a pensar, y aceptan las tempestades como les salen al paso. Sin embargo, al joven Johannes, taciturno y sensible, debió de costarle mucho superar todas las impresiones lacerantes que tuvo. A su mente infantil le resultó difícil comprender el orden del mundo que conoció, y las imágenes negativas que se adhirieron a su alma no fueron fáciles de borrar. El sentimiento religioso se manifestó en él desde muy temprano, y en su desamparo buscó la ayuda de Dios, del todopoderoso, del que todo lo ordena y resuelve, del que lo abraza todo con su poder y a quien él se sentía subordinado.
LA ESCUELA
Pero hubo algo más que lo apartó de su pesar interior, que despertó su amor propio y procuró alimento a su espíritu: la escuela. Tuvo la suerte de que justo Württemberg contara con un sistema de enseñanza bien desarrollado. No solo existían por todas partes escuelas alemanas donde aprender bien o mal a leer, escribir y contar; además, tras la implantación de la Reforma, los duques de Württemberg decretaron que en todas las ciudades pequeñas debían erigirse también colegios latinos que asumieran la labor de las antiguas escuelas monásticas y cuya función consistiera en formar nuevas generaciones preparadas para el oficio espiritual y el servicio a la gestión territorial. En Leonberg existía una de estas escuelas dividida en tres niveles. Dado el peso que tenía entonces la lengua latina como idioma común entre los estudiosos y como vía hacia una formación superior, la enseñanza del latín se impartía con el mayor celo y se exigía que los escolares aprendieran a leerlo, escribirlo y hablarlo con soltura. Empezaban con él ya desde el primer año de asistencia a las clases. Una vez que sabían leerlo y escribirlo, el segundo año se dedicaba a inculcar la gramática, y durante el tercer año se leían textos clásicos antiguos, sobre todo comedias de Terencio, con la intención de favorecer considerablemente la expresión oral. De hecho, el reglamento escolar exigía con toda severidad que los chicos hablaran entre ellos en latín. Apenas se valoraba el fomento de la lengua alemana porque se creía que a través de la escritura latina también se «aprehendería» la del alemán. La consecuencia de esto fue, sin duda, que después quienes sabían poner por escrito las frases más bellas en la lengua que los obligaba a pensar con claridad y lógica, el latín, solían expresarse, en cambio, con afectación, de un modo retorcido, deshilvanado y casi ininteligible en sus textos alemanes.
En una de estas escuelas Kepler adquirió la base de la maestría estilística con que más tarde expresaría sus ideas en lengua latina. Al parecer, sus padres lo enviaron en un primer momento a la escuela alemana. No podemos presuponer en ellos ninguna capacidad para comprender la finalidad de las escuelas latinas. Pero, como los profesores del colegio alemán trasladaban gustosos a sus alumnos más aventajados al colegio latino para allanarles el camino hacia un futuro mejor, también Kepler, que reveló desde temprano una mente despierta, ingresó pronto en el centro que lo conduciría a metas más elevadas. Entró en el primer curso con siete años, pero tardó cinco en completar los tres grados de su colegio [12]. Esto no se debió a un rendimiento deficiente por su parte, sino a que tuvo que interrumpir la asistencia a clase durante meses e incluso años debido al cambio de domicilio de sus padres a Ellmendingen, al corto entendimiento de ambos y a la precariedad de su situación. Requirieron al muchacho para trabajos duros de labranza, y durante esas pausas tuvo que arreglárselas solo lo mejor que pudo.
Kepler guardó especial memoria de dos acontecimientos de la infancia que lo encaminaron hacia su dedicación posterior. En el año 1577 su madre lo llevó a una colina y le enseñó el cometa que surcaba el firmamento por aquel entonces [13]. En 1580 su padre lo sacó al cielo raso de la noche para contemplar un eclipse de Luna [14]. Ambos fenómenos celestes dejaron una huella indeleble en su impresionable intelecto, hasta el punto de que mucho más tarde aún recordaba pequeños detalles.
EL SEMINARIO
¿Qué futuro le esperaba a aquel muchacho? Su constitución débil no servía para la ruda labor agrícola y su talento destacado apuntaba hacia cotas más altas. La recomendación de los profesores, la religiosidad del chico y por supuesto también consideraciones de carácter económico, pudieron alentar a los padres a consagrarlo al oficio eclesiástico, una elección que Johannes acogió, sin duda, con gran alborozo. La senda hacia ese objetivo estaba trazada y era llana. Quien acababa la escuela latina y demostraba su valía en una prueba selectiva, el examen territorial, ingresaba en uno de los seminarios donde se preparaba a los pupilos para continuar los estudios en la universidad territorial de Tubinga, donde por segunda vez eran admitidos en un colegio para cursar sus estudios de teología. Esa fue la vía que siguieron miles de jóvenes prometedores en Württemberg hasta nuestros días, y no pocos adquirieron con posterioridad fama mundial. También Johannes Kepler emprendió este camino.
La previsión inteligente de los duques y de sus asesores fundó gran número de seminarios semejantes en el reducido territorio suabo. Se instalaron en monasterios que en su momento habían desarrollado una vida floreciente, como la conocida abadía de Hirsau, y que quedaron clausurados con la implantación de la Reforma. Estaban divididos en centros elementales y superiores. Los primeros, las «escuelas gramático-monásticas», continuaban y completaban la instrucción iniciada en la escuela latina, mientras que los superiores preparaban directamente a los alumnos para los estudios universitarios. El reglamento escolar y extraescolar era estricto. La jornada comenzaba con salmodias, en verano a las cuatro de la mañana y en invierno a las cinco. Cada hora tenía asignada una ocupación. No había libertad para salir. Una indumentaria uniformada consistente en un abrigo sin mangas y hasta las rodillas diferenciaba a los alumnos monásticos y favorecía el espíritu de compañerismo. Los directores de aquellos seminarios recibieron el apelativo de abades, rememorando aún el pasado católico. Las clases las impartían preceptores, sobre todo teólogos jóvenes que acababan de terminar sus estudios en Tubinga. También aquí el latín ocupaba el lugar dominante y constituía el idioma habitual del alumnado. Pero a esta materia se sumaba ahora la enseñanza en griego. Los adolescentes debían configurar su ideario a partir de la lectura de los clásicos de la Antigüedad, fundamentalmente Cicerón, Virgilio, Jenofonte y Demóstenes. Además, de acuerdo con el sistema de enseñanza del trivio y el cuadrivio, se les impartía primero retórica, dialéctica y música y, después, ya en el seminario superior, se aprendían nociones de astronomía esférica y aritmética. La lectura de la Biblia, practicada con fervor, debía colmar la cabeza y el corazón con el bien de la fe cristiana. Tanto la manutención como la enseñanza eran gratuitas.
El 16 de octubre de 1584, el candidato Kepler, de trece años de edad, puso el pie en el peldaño más bajo de la escalera que debía ascender: después de superar el examen territorial ingresó en la escuela monástica Adelberg erigida sobre una abadía premostratense próxima al monte Hohenstaufen. Continuó el ascenso y dos años después, el 26 de noviembre de 1586, entró en el seminario superior [15] instalado en el antiguo monasterio cisterciense Maulbronn, conocido por su valor artístico y su significado histórico.
El muchacho que se mudó a la comunidad de aquella escuela monástica era un tanto singular, no tanto por su rendimiento, ya que se ganaba todo el aplauso de sus profesores y ejecutaba lo que le pedían con un esmero impecable. Lo que lo diferenciaba del resto de sus compañeros era un carácter vuelto hacia sí mismo que lo arrastraba a una introspección casi tortuosa, el tipo y el contenido de su actividad intelectual, que se deleitaba realizando extraños ejercicios, el temor religioso con que satisfacía las demandas de su conciencia, su participación precoz en los conflictos confesionales de la época que lo inquietaban o la gran sensibilidad con que reaccionaba ante los problemas de la vida en comunidad. A una naturaleza semejante le tuvo que costar imponerse y mantenerse firme frente a la robusta condición de quienes con frecuencia desean llevar la voz cantante (sin estar designados para ello) en comunidades de este tipo, y frente a quienes se complacen en someter y atormentar a otros, máxime cuando educadores jóvenes e inexpertos no saben aplacar las groserías de la multitud adolescente.
Con posterioridad, Kepler tomó notas sobre las consecuencias de su introspección y sobre detalles sueltos de su mocedad y juventud [16] brindándonos con ello una ojeada a su intimidad y a su situación dentro del internado. Mencionando nombres y datos sobre las causas, comenta peleas y desavenencias, amistades y lazos de unión con sus compañeros. No pocas veces se le opusieron algunos o la mayoría, y la rivalidad en la pugna por los primeros puestos tuvo mucho que ver con ello. En otras ocasiones se vio obligado a defenderse del descrédito de su padre o a desprenderse de una amistad molesta. La falta de autocontrol en el discurso, la arrogancia y la crítica mordaz provocaron la enemistad del resto. Despertaba indignación y enojo entre sus colegas cuando ejercía como delator bajo la presión moral impuesta desde arriba. Sin embargo, procuraba deshacer el entuerto y aliviar su conciencia intercediendo por el malhechor. Daba mucha importancia a conseguir el reconocimiento de sus profesores y no soportaba que no estuvieran satisfechos con él. No le dolía menos notar que entre sus compañeros circulaban comentarios envidiosos sobre su persona. Le resultaba sencillo practicar la virtud de ser agradecido y exteriorizarla. Siempre dirigía su esfuerzo hacia la moderación, «porque sopesaba con atención los motivos de las cosas» [17]. Aprovechaba bien el tiempo. Siempre estaba ocupado, pero no persistía en una cosa porque a menudo lo asaltaban ideas y objetivos nuevos. Apuntaba sus ocurrencias en un pedazo de papel que luego guardaba a buen recaudo. Nunca se deshacía de los libros que lograba adquirir pensando que en cualquier momento podrían serle útiles. Se consideraba creado para ocupar el tiempo con cuestiones difíciles ante las que los demás se arredraban. A una edad temprana [18] se entretuvo con los distintos metros poéticos. Pronto acometió intentos poéticos propios. Quiso escribir comedias. Más tarde se entretuvo escribiendo poemas líricos a imitación de los modelos de la poética antigua. Sentía una predilección especial por los acertijos. Le gustaba jugar con anagramas y con alegorías audaces. Se complacía en emitir afirmaciones paradójicas en sus escritos, como por ejemplo que el cultivo de la ciencia evidenciaba la decadencia de Alemania, o que se debe aprender antes el francés que el griego (también consideraba paradójico este aserto). Al copiar en limpio sus composiciones siempre se distanciaba del borrador. Ejercitaba su capacidad retentiva memorizando los salmos más extensos, y también intentó aprenderse todos los ejemplos de la gramática de Crusius.
En Kepler el sentimiento religioso fue muy marcado desde los primeros años de la adolescencia. Así, según cuenta, en cierta ocasión se quedó dormido sin rezar la oración de la noche y la recuperó a la mañana siguiente [19]. Le dolía que le fuera negado el don de la profecía por causa de su conducta mundana. Si cometía un error, él mismo se imponía expiar la falta con una penitencia que consistía en recitar determinadas prédicas. En cuanto supo leer las historias bíblicas, a la edad de diez años, tomó como modelo a Jacob y Rebeca por si algún día se casaba, y decidió acatar los preceptos de las leyes mosaicas [20]. En lugar de despabilar su llama trémula, los predicadores de la Palabra y su ruda polémica confesional echaron leña en su espíritu maleable, tan sensible a las enseñanzas religiosas, y lo inundaron de una humareda sofocante. Con tan solo doce años, según relata, lo invadió una inquietud enorme y atroz ante la desunión existente entre las Iglesias porque escuchó a un joven diácono de Leonberg arremeter contra los calvinistas en un largo sermón. Después de aquello solía ocurrir que no lo convencía ningún predicador que polemizara con sus adversarios sobre el sentido de las Escrituras. Él mismo releía en los textos los pasajes discutidos y tenía la impresión de que la interpretación del adversario que él había conocido a través de la exposición del predicador, tenía sus puntos de valor. En Adelberg, los preceptores jóvenes que ejercían además el ministerio del púlpito estaban muy entretenidos con la refutación de la enseñanza reformada de la eucaristía. Sus exhortaciones para reparar en las tergiversaciones calvinistas y rehuirlas, conseguían no pocas veces que después, a solas, Kepler extrajera ideas propias sobre el motivo preciso de la disputa y sobre cómo sería la participación del cuerpo de Cristo. Luego llegaba a la conclusión de que el modo correcto era precisamente aquel que poco antes había oído condenar desde el púlpito. Además de las doctrinas de la eucaristía y de la ubicuidad, el muchacho se devanaba los sesos meditando sobre la idea de la predestinación, la cual le ocasionaba serias dudas. Ya durante el primer año de estancia en Adelberg encargó que le trajeran desde Tubinga un tratado sobre el tema por lo que, en una de las disputas en el colegio, un compañero le preguntó en la jerga escolar: «Bacante, ¿también tienes dubitaciones sobre la praedestinatio?» [21]. No podía aceptar que Dios sencillamente condenara a los gentiles que no creen en Cristo. Incluso desde entonces, su naturaleza pacífica siempre fue más integradora que separadora en las cuestiones religiosas. Igual que llamaba a la concordia entre luteranos y calvinistas, también hacía justicia con los adeptos al papa [22], y en sus conversaciones recomendaba mantener esta actitud. En todo ello vemos que ya en estos años tempranos estableció las bases de una postura que le reportaría consecuencias muy negativas a lo largo de su vida.
EL SEMINARIO EN TUBINGA
En setiembre de 1588 Kepler se presentó al examen de bachiller en Tubinga [23]. Después de aquel primer paso hacia la tierra prometida tuvo que regresar a Maulbronn para completar allí sus estudios como «veterano» durante un año más. Al fin, el 17 de setiembre de 1589 se abrieron para él las puertas de la universidad en la ciudad del Neckar [24]. Sus ansias de saber habían alcanzado la meta tan anhelada durante los largos años de formación. ¡Con qué fuerza tuvo que latir su corazón cuando divisó el castillo Hohentübingen sobresaliendo entre los bosques soberbios de Schönbuch, cuando abarcó con la mirada el paisaje encantador del valle del Neckar y cuando entró en las callejas de la ciudad que ascendían desde el río hasta el castillo!
Nadie estaba mejor atendido allí que un teólogo. Al llegar sabía hacia dónde dirigir sus pasos. Una habitación de estudio, una mesa preparada, una cama, todo estaba listo para él. Solo debía traer consigo ganas y amor hacia su profesión, una buena cartera para los libros y la certeza de que de allí manaba la fuente de la sabiduría. El seminario, llamado Stift e instalado desde 1547 en el antiguo monasterio agustino, acogía a los candidatos que concurrían sedientos de saber desde todos los lugares de Suabia. Sobre la base del orden eclesiástico del duque Christoph surgió allí un centro de enseñanza donde se reflejaron las discrepancias filosóficas y teológicas de los siglos posteriores con sus logros y sus fracasos, los altibajos en el desarrollo de la vida intelectual y las diferentes tendencias de cada época, y no pocos hombres que un día adquirieron en él su bagaje científico se erigieron más tarde en destacados paladines en el mundo intelectual. A lo largo de todos los cambios históricos, los fundamentos de ese taller de sabiduría han demostrado su eficacia y han logrado un tipo de formación que, aun portando rasgos característicos de Suabia, debe considerarse representativa de una humanidad universal, abierta y noble. Allí se hacía patente la afición a la especulación y la disputa dialéctica, la propensión a meditar y filosofar, la búsqueda de horizontes nunca alcanzados o el zambullirse en profundidades que jamás podrán ser penetradas; pero también destacaba un sentido riguroso de la realidad, cierta tendencia a la crítica y a la réplica, un espíritu abierto a ideas nuevas y, por último, aunque no en menor medida, el gusto por el humor y la sátira. Solo las mentes mediocres, a las que el afán por aprender llevaba a una sabiondez pedante, ubicaban con toda precisión, cual boticarios, las muchas pequeñas dosis de sus conocimientos en los distintos compartimentos del cerebro. Si alguna vez la reivindicación de estar siempre en lo cierto ha arraigado con fuerza en mentes faltas de la autocrítica pertinente, quizá se ha debido a un orgullo excesivo por la conciencia de pertenecer a una comunidad ilustre o, tal vez, a la bella costumbre de debatir en la que uno se siente obligado a defender su postura con todos los argumentos posibles.
Igual que en los seminarios elementales, aquí la vida se regía por unas normas estrictas. Aunque las obligaciones de los alumnos eran menos severas de acuerdo con su edad más avanzada, tampoco se puede hablar de libertad académica. El rigor disciplinario hacía que los aspirantes a teólogos desistieran de la conducta licenciosa a la que se abandonaban en aquella época amplios círculos de la comunidad estudiantil. El proceso de instrucción estaba regulado de modo que los recién llegados debían asistir durante dos años a las clases de la facultad de artes antes de empezar los estudios de teología. En aquellas clases se impartía ética, dialéctica, retórica, griego, hebreo, astronomía y física. Se hacía un seguimiento continuo del rendimiento de los alumnos y se emitían calificaciones trimestrales. El estudio en la facultad de artes concluía con el examen magistral. A esto se sumaban tres años más para aprender las disciplinas teológicas. Al completar su formación, los becarios estaban obligados a quedarse de por vida al servicio del duque y, para aceptar un puesto fuera de la región, necesitaban el consentimiento explícito del elector que hubiera asumido los costes de sus estudios.
El duque Ulrich, fundador del Stift, ordenó que los becarios fueran «niños menesterosos, criaturas devotas, de naturaleza aplicada, cristianas, temerosas de Dios». Como el padre de Kepler no satisfacía del todo la exigencia concerniente a la religiosidad, él cumplía con mucha más vehemencia todas las condiciones impuestas. Sus padres no tenían riquezas, pero, como la enseñanza y la manutención eran gratuitas y cada becario percibía al año seis florines para sus gastos, los estudios del hijo no les resultaron caros. Además, el abuelo Guldenmann puso por escrito el rendimiento de una pradera a disposición del hijo de su hija «para una formación mejor y más sólida» [25]. Las condiciones del joven estudiante mejoraron aún más cuando ya el segundo año de estancia en la escuela superior obtuvo una beca por valor de 20 florines anuales para la que el ayuntamiento de su ciudad natal había propuesto candidatos apropiados [26].
Kepler se sintió en su ambiente en el nuevo entorno en que se vio inmerso. Aprovechó con todas sus fuerzas la oportunidad de formarse en todos los campos, y pronto cobró fama de joven aplicado, serio y devoto entre profesores y compañeros. Más tarde pudo decir de sí mismo que su vida había estado libre de faltas notables exceptuando aquellas provocadas por la iracundia o por bromas traviesas e irreflexivas. Aquí tampoco faltaron los conflictos con sus iguales, pero no es que se mantuviera al margen. Participaba en las representaciones teatrales públicas que celebraban los estudiantes cada año durante las carnestolendas, en las que se escenificaban temas bíblicos o clásicos. Tal como él mismo relata, en febrero de 1591 actuó en el papel de Mariamna6 en una de estas representaciones cuando escenificaron una tragedia sobre Juan Bautista [27]. Como los estudiantes tenían que encarnar también los personajes femeninos, le asignaron a él ese papel por su figura delicada y enjuta. La representación, que a pesar de la mala época del año se celebró en la plaza del mercado, no le sentó nada bien. Como consecuencia del trajín de aquellos días cayó víctima de una enfermedad febril [28]. Este tipo de ataques no era raro en su frágil constitución. Dolores de cabeza, fiebres intermitentes y violentas erupciones cutáneas lo incapacitaban constantemente para el estudio, igual que en sus años de juventud, durante los cuales también tuvo que soportar muy a menudo esos males [29]. El 10 de agosto de 1591 aprobó el examen magistral [30] en segundo lugar entre catorce candidatos. El primer puesto lo ocupó el hijo de un profesor, Hippolyt Brenz, un nieto del reformador Brenz. El joven maestro atrajo de manera especial la mirada de sus profesores. Cuando poco después del examen solicitó la renovación de la beca que le habían concedido el año anterior, el claustro apoyó su solicitud con las eminentes palabras: «Teniendo en cuenta que el arriba mencionado, Kepler, posee una inteligencia tan excelente y soberbia que cabe esperar de él grandes cosas, querríamos por nuestra parte apoyarlo en su solicitud, dados además sus conocimientos notables y su talento» [31]. Las expectativas de sus profesores no se frustraron.
ESTUDIOS Y PROFESORES UNIVERSITARIOS
Por desgracia, existen lagunas en lo que el propio Kepler comenta sobre sus estudios universitarios, sus profesores, cuyos nombres conocemos al completo, sobre los incentivos que recibió de ellos, sobre las fuentes que alimentaron su aprendizaje y sobre las materias que abordó. Sería interesante conocer algo más que lo que él menciona para indagar en su personalidad tan destacada y en la grandiosa obra de su vida, y para dilucidar la evolución de la historia del saber. Así, de sus estudios de filosofía solo dice que ha leído algunos libros de Aristóteles, la Analytica posteriora y la Física, mientras que dejó de lado la Ética y los Tópicos [32]. Sin embargo, vemos que todo su pensamiento estuvo imbuido desde un principio por las especulaciones platónicas y neoplatónicas. De ellas y del pensamiento asociado tradicionalmente al nombre de Pitágoras, recibió los mayores estímulos para su producción. Desconocemos las fuentes concretas en las que se inspiró. Sin duda aquellas especulaciones seguían tan ancladas aún en el mundo intelectual de su época que es fácil explicar su familiaridad con ellas. Parece que los incentivos y la instrucción sobre estas cuestiones tan atractivas para él las recibió del profesor de filosofía, Vitus Müller, si bien no dice nada explícito al respecto. Además, está comprobado que conoció y leyó varios escritos de Nicolás de Cusa, cuya mística geométrica confluía tanto con su propio pensamiento que ya en su primera obra, unos años más tarde, parte de consideraciones tomadas de dicho autor [33]. Es evidente que Kepler lo valoraba mucho, porque no tenía ningún reparo en atribuirle el apelativo de divus, divino [34].