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Índice
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Créditos
Claves de las abreviaturas y referencias
Antes de comenzar
I. La forja (1902-1915)
II. La llamada y la decisión (1915-1919)
III. Providenciales injusticias (1920-1924)
IV. Una muerte repentina. Ordenación sacerdotal y estancia en Perdiguera. Tiempo de espera...
V. Llegada a Madrid (abril de 1927)
VI. «Madrid fue mi Damasco» (2 de octubre de 1928)
VII. Primeros pasos (1929)
VIII. De agosto a agosto (1930-1931)
IX. En el Patronato de Santa Isabel (21 de septiembre de 1931)
X. Somoano y Luis Gordon (1932)
XI. Tres, trescientos, trescientos mil... (21 de enero de 1933)
XII. Una aventura. La Residencia DYA (1934-1936)
XIII. Guerra entre hermanos. Buscando un refugio (julio-octubre de 1936)
XIV. En el sanatorio del Dr. Suils (7 de octubre de 1936) y la legación de Honduras...
XV. Travesía de los Pirineos (noviembre de 1937)
XVI. Burgos (8 de enero de 1938-29 de marzo de 1939)
XVII. Fantasmas de posguerra (abril de 1939-junio de 1946)
XVIII. Encarnación Ortega y las primeras mujeres (marzo de 1941)
XIX. Los sacerdotes (14 de febrero de 1943)
XX. En Roma y desde Roma (1946-1962)
XXI. ¡Caben! (1948). Un martilleo interior (1950)
XXII. Cooperadores cristianos y no cristianos (1950). Loreto (1951)
XXIII. Curación de la diabetes (27 de abril de 1954). Por todo el mundo
XXIV. El Concilio (1962-1965)
XXV. La tempestad
XXVI. Últimas locuras y viajes por América (1970-1975)
XXVII. Hágase, cúmplase (1 de enero de 1975)
A modo de epílogo
ANEXO I. Hitos de la historia del Opus Dei tras el fallecimiento de Josemaría Escrivá
ANEXO II. Algunos escritos de san Josemaría Escrivá
ANEXO III. La Prelatura del Opus Dei
Notas

3.ª edición revisada
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Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)
Printed in Spain. Impreso en España
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).
La idea de este libro nació hace más de veinte años, en julio de 1994. Me encontraba en uno de los lugares más pobres del mundo: el basurero de Ciudad de Guatemala. Acababa de entrevistarme con varias indígenas kakchiqueles en Junkabal, un centro promovido por mujeres del Opus Dei, construido en un extremo de ese basurero, y me dirigía hacia Kinal, un centro técnico laboral, que habían puesto en marcha años atrás miembros y cooperadores de la Obra, situado en el otro extremo de aquel mundo de miseria.
Allí, entre toneladas de basura que se iban despeñando lentamente hacia el barranco, malvivían, hacinadas en chabolas, decenas de familias: los guajeros. Un puñado de patojos renegridos, envueltos en plásticos, hurgaban con palos entre las montañas de desperdicios malolientes, con el peligro constante de ser tragados por ellas. Muchos habían muerto así, rebuscando entre la basura el tesoro de un bote de comida o un reloj extraviado. A nuestro alrededor gruñían los zopilotes y otras aves carroñeras.
Mientras recorría aquel universo de pobreza, pensaba en el inspirador de aquellos dos centros, Josemaría Escrivá, que había sido declarado beato dos años antes, en 1992. Yo dirigía entonces una ONG, Solidaridad Universitaria Internacional, de la que era miembro fundador. Atendíamos, gracias a la ayuda de cientos de jóvenes voluntarios, a miles de niños marginados de los barrios de chabolas de Madrid y de las villas miseria de algunas zonas centroamericanas, donde también luchaban contra la pobreza algunas personas del Opus Dei; y pensé que algún día tendría que investigar el pensamiento y el periplo vital de Escrivá desde esa perspectiva que suele denominarse social.
No puede decirse, parafraseando el título de una novela, que Escrivá no tenga quien le escriba. Se han publicado numerosos estudios y biografías sobre su figura y por diversas causas –entre ellas, una película dirigida por Roland Joffé1su nombre y su mensaje resultan cada vez más conocidos dentro y fuera de la Iglesia católica2. El analista de la CNN, John L. Allen, le considera «una figura histórica fascinante» y «uno de los santos más estudiados y que más debates ha generado en todos los tiempos»3.
Esta segunda afirmación requiere matizaciones, porque hay numerosos santos cuya vida y escritos han sido estudiados ampliamente (basta pensar en Agustín de Hipona o en Teresa de Jesús, entre otros muchos) y la historia del catolicismo es rica en hombres y mujeres que generaron debates en su época4. Algunos, como Tomás Moro, murieron a causa de ellos.
Aunque durante las últimas décadas se hayan publicado diversos perfiles, semblanzas y biografías sobre Escrivá, como la de Vázquez de Prada5, considero que estamos demasiado próximos en el tiempo, como señalaba el cardenal Baggio6, para valorar el alcance de su proyección en la Iglesia y el impacto de su mensaje entre los hombres del tercer milenio.
Escrivá continúa siendo, en muchos aspectos, nuestro contemporáneo. No contamos todavía con sus Obras completas, aunque se hayan editado las primeras ediciones críticas de sus libros más conocidos, como Camino, Santo Rosario, Es Cristo que pasa y Conversaciones7. Se ha publicado un Diccionario con ciento cincuenta y ocho voces de carácter teológico-espiritual, y otras ciento treinta histórico-biográficas8; pero faltan décadas –si los plazos de apertura siguen siendo los mismos que en la actualidad– para que los investigadores puedan acceder a los archivos vaticanos sobre los pontificados de Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, que se corresponden con periodos decisivos de la existencia de Escrivá.
Y se adolece aún, en determinados ámbitos de la investigación histórica general, del distanciamiento afectivo y vivencial necesario para abordar algunas cuestiones que afectaron a su vida de un modo u otro, como la Guerra civil española, la II Guerra mundial o el concilio Vaticano II. Por lo que se refiere a las contiendas, hay demasiados relatos escritos por los vencedores o por los perdedores, y pocos todavía realizados por analistas e historiadores imparciales y rigurosos. No resulta fácil, como afirmaba mi profesor Gonzalo Redondo, «escribir desapasionadamente sobre la pasión»9; y la existencia de Escrivá se desarrolló en medio de escenarios históricos tan apasionantes como apasionados.
He conversado durante estas últimas décadas con más de medio centenar de personas que le trataron directamente en diversas etapas de su existencia. Muchos convivieron con él durante muchos años. Ofrezco sus impresiones y testimonios, junto con mi visión particular sobre esta figura de la Iglesia. Eso hace que estas páginas no se ciñan del todo a las características propias del género «relato histórico» ya que, junto con la exposición de los hechos, pongo de relieve las impresiones de primera mano que me transmitieron esas personas, y en algunos casos, también las mías.
En cierto sentido, el lector se encuentra ante un libro de testimonios, recuerdos, fuentes directas y experiencias personales tanto de otras personas como mías. Conocí a Josemaría Escrivá en 1967 y tuve la oportunidad de escucharle en una decena de ocasiones durante los años siguientes, en diversas ciudades de España: la última fue en mayo de 1975, en Madrid, un mes antes de su fallecimiento10.
No me detengo demasiado en aquellos aspectos de su trayectoria vital que han sido ampliamente analizados en diversos estudios y biografías, como sus mociones espirituales interiores; sus esfuerzos por llevar a cabo la configuración jurídico-canónica del Opus Dei o su modo de dirigir la Obra. He puesto especial atención en aquellas áreas que me interesan personalmente: su sentido de la justicia social, su desvelo por los pobres y necesitados, y la influencia de sus enseñanzas sobre este aspecto en las mujeres y hombres que le siguieron11.
La mayoría de los biógrafos de Escrivá subrayan su trato con Dios y analizan rasgos de su personalidad que pertenecen a los ámbitos de la teología, de la ascética, de la mística, de la historia de la Iglesia o del derecho canónico; por decirlo de algún modo, se ocupan especialmente del Escrivá santo.
Aunque estas distinciones acaban siendo solo de razón, porque esos dos aspectos –santo, hombre–, forman en la vida real una unidad indisoluble, este retrato de Escrivá se centra en una perspectiva propia; en aquellas facetas de su personalidad que suelen denominarse, en el habla coloquial, más humanas. Deseo mostrar la cara y la cruz íntima de este sacerdote: sus virtudes y defectos; sus alegrías y penas; sus éxitos y sus fracasos.
Dedico esta semblanza a mis padres, contemporáneos de Escrivá, que se esforzaron por sembrar, con corazón hondamente cristiano, la concordia y el perdón en un mundo zarandeado por las guerras y el odio.
Agradezco vivamente la ayuda que me ha prestado Constantino Anchel, experto en la figura histórica de Escrivá, en este y otros escritos.
Unas palabras del propio Escrivá y del Papa Francisco han inspirado estas páginas: «No nos engañemos –decía Josemaría Escrivá–: en la vida nuestra, si contamos con brío y con victorias, deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Esa ha sido siempre la peregrinación terrena del cristiano, también la de los que veneramos en los altares. ¿Os acordáis de Pedro, de Agustín, de Francisco? Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha»12.
«Los santos no son superhombres –recordaba Francisco–, ni nacieron perfectos. Son como nosotros, como cada uno de nosotros, son personas que antes de alcanzar la gloria del cielo vivieron una vida normal, con alegrías y dolores, fatigas y esperanzas. Pero, ¿qué es lo que cambió su vida? Cuando conocieron el amor de Dios, le siguieron con todo el corazón, sin condiciones e hipocresías; gastaron su vida al servicio de los demás, soportaron sufrimientos y adversidades sin odiar y respondiendo al mal con el bien, difundiendo alegría y paz. Esta es la vida de los santos: personas que por amor a Dios no le pusieron condiciones a Él en su vida»13.
Madrid, Pinar de Chamartín,
10 de octubre de 2015
I
La forja (1902-1915)
1902, Barbastro
El arte cinematográfico tiene tal capacidad de seducción que miles de personas imaginan en la actualidad el Barbastro de comienzos del siglo XX –una antigua ciudad aragonesa de siete mil habitantes, cabeza de partido, sede episcopal y núcleo comercial relativamente importante– tal y como lo representó Roland Joffé en su película Encontrarás Dragones.
Pero el Barbastro real, donde nació Josemaría Escrivá1, a las diez de la noche del 9 de enero de 1902, no debía gozar, según los estudios y documentos gráficos que poseemos de aquel tiempo –comienzos del reinado del jovencísimo rey Alfonso XIII–, de la brillantez escenográfica y la fantástica prestancia de «pintoresco pueblo español» con que lo imagina y adorna el cineasta inglés.
El historiador alemán Peter Berglar hace unas consideraciones más realistas y certeras, a mi juicio, sobre lo que debía ser la vida cotidiana en aquel enclave del Somontano a comienzos del siglo pasado2, durante la llamada Belle Époque3: una ciudad modesta, partida en dos por el río Vero, con viejas tradiciones rurales y algunos centros de vida cultural. Contaba con una estación de ferrocarril, una industria escasa y un comercio que dependía estrechamente de la producción agrícola de la zona. Su economía era la propia de uno de los países más atrasados de Europa occidental4.
Desde el punto de vista social había una cierta predominancia liberal5 y se puede decir que era relativamente igualitaria en el contexto de la época; al menos, no eran tan patentes en ella las enormes diferencias entre los sectores sociales que se daban en otras partes de España, que contaba en esa época con poco más de dieciocho millones seiscientos mil habitantes, de los cuales un setenta por ciento vivía en las zonas rurales. Un cuarto de la población española se encontraba sumida en la pobreza, y eso llevó a más de millón y medio de españoles a emigrar, especialmente a América. Las tasas de analfabetismo –superadas únicamente, dentro del contexto europeo, por Portugal, Rusia y los estados balcánicos– afectaba a un sesenta y tres por ciento de la población (el 55% de los hombres y el 71% de las mujeres)6.
En la primera década del siglo, señala Mora-Figueroa, no existía entre los barbastrinos la denominada «burguesía alta». «Lo demuestra la ausencia de caciquismo y el hecho de que las familias aristocráticas se enlazaran matrimonialmente con las de clase media sin que se diferenciaran de esta ni en gustos, ni en costumbres, ni en la educación que daban a sus hijos»7.
El padre de Josemaría, José Escrivá Corzán (Fonz, 1867)8, era copropietario, junto con otros dos socios, de la sociedad Sucesores de Cirilo Latorre, dedicada al comercio de tejidos. Tenía diez años más que su esposa, Dolores Albás Blanc, con la que se había casado en Barbastro el 19 de septiembre de 1898.
La infancia y primera adolescencia de Escrivá9 –que coincide sustancialmente con los años del pontificado de Pío X– no ofrece sucesos excepcionales, salvo la epidemia que se desató en la ciudad en 1904, cuando tenía dos años. «Algunos testimonios de la época –indica Ibarra– hablan genéricamente de meningitis, aunque las autoridades municipales se refieren a un brote de sarampión. Tuvo su momento álgido en los meses de noviembre y diciembre. Fallecieron unos cincuenta niños»10.
Esa epidemia puso al pequeño Escrivá al borde de la muerte. «De esta noche no pasa», dijo Ignacio Camps, el médico de cabecera y amigo de la familia que lo atendió, junto con el homeópata Santiago López Lafarga. Lola y Pepe Escrivá –como eran conocidos por familiares y amigos–, acudieron a la Virgen. Lola hizo una novena a Nuestra Señora del Sagrado Corazón y prometió que, si se curaba, haría, junto con su esposo y su hijo, una peregrinación en acción de gracias a la antigua ermita de Torreciudad.
«¿A qué hora ha muerto el niño?», preguntó Ignacio Camps a su amigo Pepe, cuando se presentó en su casa a primeras horas de la mañana del día siguiente, posiblemente para evitarle el mal trago de que el propio padre de la criatura tuviera que darle la mala noticia. Ante su sorpresa, José Escrivá le comentó que se encontraba mucho mejor11. Y cuando se recuperó –como recordaban bien muchos miembros y conocidos de la familia12– Pepe y Lola cumplieron su promesa y peregrinaron hasta la ermita.
Lola llevó a su hijo en brazos, y cabalgó hasta la ermita sentada en la silla, como se acostumbraba entonces. Se ignora si fueron desde Barbastro –veinte kilómetros en carro o diligencia y cuatro kilómetros a caballo– o desde Fonz; y se desconoce también el año exacto, que pudo ser 1904, o 1905, como sostiene Anchel13. En Torreciudad pusieron al pequeño bajo la protección de la Virgen.
Esto es lo único destacable de los primeros años de la vida de Josemaría. Su infancia transcurrió entre las incidencias habituales de una familia cada vez más numerosa, en la primera planta de una casa de la calle Argensola que hacía esquina con la plaza del Mercado.
Tenía una hermana mayor, Carmen, que había nacido en el último año del siglo XIX. En la primera década del nuevo siglo nacieron tres hermanas más: Asunción, «Chon» (1905); Lolita (1907) y Rosario (1909).
«Nuestro Señor fue preparando las cosas –recordaba Escrivá– para que mi vida fuese normal y corriente, sin nada llamativo. Me hizo nacer en un hogar cristiano, como suelen ser los de mi país, de padres ejemplares que practicaban y vivían su fe, dejándome una libertad muy grande desde chico, y vigilándome al mismo tiempo con atención».
«Trataban de darme una formación cristiana, y allí la adquirí más que en el colegio, aunque desde los tres años me llevaron a un colegio de religiosas14, y desde los siete a uno de religiosos», los escolapios15. «Nunca me imponían su voluntad»16, cuenta; y le tenían «corto de dinero, cortísimo, pero libre»17.
El 23 de abril de 1912 hizo la Primera Comunión18. Tenía diez años –edad temprana para lo que se acostumbraba entonces–, y recibió el sacramento de manos de Manuel Laborda19, el escolapio que le había dado la catequesis previa. A los dos meses, el 11 de junio, se examinó del ingreso de Bachillerato en el instituto de Huesca.
Dos años antes, en 1910, cuando cursaba el bachiller en el colegio20, habían comenzado las desgracias familiares en su vida.
La primera de ellas fue la muerte de su hermana Rosario, con solo nueve meses, en julio de 1910. Dos años más tarde, en julio de 1912, falleció Lolita, con cinco. Y un año después, en octubre de 1913, Asunción –Chon–, con ocho.
Carmen Otal presenció el momento en el que Dolores Albás le comunicó a su hijo el fallecimiento de su hermana Asunción. El pequeño Escrivá estaba jugando en la calle y al entrar en casa su madre «le dijo que Chon estaba muy bien, porque ya se había marchado al Cielo. Era la tercera hija –cuenta Otal– que se les moría en poco tiempo». Josemaría comenzó a llorar, abrazado a su madre, que intentaba consolarle con el corazón roto21.
Puede sorprender, al considerar estos fallecimientos, mi afirmación anterior, en la que decía que la infancia y la primera adolescencia de Escrivá no ofrecen sucesos excepcionales. Desgraciadamente, estas muertes prematuras no eran excepcionales; al contrario, eran bastante comunes en aquel tiempo, a causa del escaso desarrollo de la pediatría. En el entorno familiar de los Escrivá se dieron casos semejantes. Josemaría, como tantas personas de su generación, fue testigo durante su niñez de un trasiego incesante de nacimientos y entierros con ataúdes blancos.
Eso no significa que esos fallecimientos afectaran menos que ahora a los padres y hermanos que los padecían: Dolores Albás tuvo siempre presente el recuerdo doloroso de aquellas tres hijas muertas en plena infancia22.
Un chico normal
¿Cómo era Josemaría? Sus contemporáneos le retratan como un niño sociable, poco aficionado a los juegos violentos, de carácter firme, enérgico y sereno. A medida que fue creciendo se perfilaron sus virtudes y sus defectos: era espontáneo, inteligente, observador e intuitivo, y gozaba de un incipiente don de gentes. Junto con eso, algunas explosiones puntuales de mal genio revelaban un modo de ser impulsivo, temperamental y algo impaciente, tres rasgos que luchó por moderar durante su vida.
Años más tarde, sus padres y su hermana Carmen recordaban, divertidos, sus rabietas infantiles: en una ocasión se enfadó porque no quería tomar la comida que le habían puesto y acabó estampándola –junto con el plato– en la pared del comedor.
Muchos de sus enfados tenían la misma raíz psicológica: no soportaba la injusticia. En otra ocasión una maestra le riñó por haberle pegado a una niña del colegio (algo que no era cierto) y se irritó muchísimo; más que por la reprimenda, porque le habían culpado sin averiguar primero si aquello era verdad o no.
Tuvo la misma reacción durante el Bachillerato, cuando uno de sus profesores le llamó a la pizarra para examinarle. Fue contestando correctamente hasta que el religioso le hizo una pregunta que no supo contestar. Escrivá le dijo que aquello no lo había explicado en clase (y era verdad), pero el maestro no le hizo caso. Como respuesta, tomó el borrador, lo arrojó enfadado contra la pizarra y se volvió protestando a su pupitre23.
«Días después –recordaba Escrivá– iba yo con mi padre, por la calle, y vino a nuestro encuentro ese mismo fraile. Pensé: “¡adiós!, ahora se lo cuenta a mi padre...”. Efectivamente, se detuvo, le comentó una cosa amable... y se despidió sin decir nada»24. El pequeño Josemaría agradeció mucho aquel silencio.
No hay que exagerar, sin embargo, el alcance de esas rabietas, comunes en tantos niños, que suponían, además, una excepción en su comportamiento: solía ser obediente, en casa y en el colegio, donde le dieron un premio por su buena conducta. Adriana, una amiga de la familia25, lo recuerda como «un chico normal en el pleno sentido de la palabra».
* * *
Aunque sus padres no dieran mayor importancia a estas pataletas infantiles, debieron preocuparse (no sabemos hasta qué punto, porque solo contamos sobre este particular con un relato de su hermana Carmen y una breve alusión del propio Escrivá), cuando el carácter de su hijo fue acusando el golpe de las muertes de sus hermanas y se fue convirtiendo en un adolescente reservado que se rebelaba en su interior –y en ocasiones, externamente– contra aquella sucesión de hechos dolorosos que no entendía.
Un día, cuando tenía once años y ya habían muerto dos de sus hermanas, vio que Carmen y unas amigas estaban levantando un castillo de naipes. Se acercó y lo tiró al suelo de un manotazo:
—Eso es lo que hace Dios con las personas –dijo, con tono amargo–, construyes un castillo y cuando casi está terminado, te lo tira26.
Para Aardweg27 esta reacción pone de manifiesto que aquel Josemaría preadolescente pensaba que su familia estaba siendo víctima de un destino inmerecido e injusto; algo que, para este autor, resultaba psicológicamente insoportable para él.
1914. La crisis económica
Además, desde 1912 –el año del naufragio del Titanic– la situación económica familiar se había vuelto cada vez más preocupante. En 1914 quebró la sociedad de la que era copropietario su padre, y esa fue, en cierto sentido, «la gota que colmó el vaso» para el pequeño Escrivá.
La bancarrota tuvo diversas causas. Aquella zona de Aragón había sufrido durante los dos últimos años una racha de malas cosechas, que habían generado un fuerte descenso del consumo. A esto se unió el comportamiento de uno de los tres socios fundadores de la sociedad mercantil Sucesores de Cirilo Latorre.