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La situación económica familiar se volvió particularmente apurada. Hasta aquel momento los Escrivá habían vivido al día con el sueldo del cabeza de familia. Al faltarles, Josemaría tuvo que comenzar a dar clases particulares7 cuando quedaban pocos meses para su ordenación. Era el único trabajo compatible con su situación en aquellos momentos.
Pocas semanas después los Escrivá se mudaron a otro piso, pequeño y modesto, en el nº 11 de la calle Rufas.
El sábado 28 de marzo de 1925 –Año Santo en la Iglesia–, Josemaría recibió la ordenación sacerdotal8 en la iglesia del Seminario de San Carlos, de manos de Miguel Díaz Gómara, obispo auxiliar de Zaragoza, junto con otros nueve presbíteros9, cuatro diáconos y catorce subdiáconos. Tenía veintitrés años10.
El domingo abandonó el Seminario, y al día siguiente, 30 de marzo, Lunes de Pasión, consiguió celebrar su primera Misa en la Santa Capilla de la Basílica del Pilar –no le resultó fácil que le concediesen hacerlo allí–, que ofreció por el alma de su padre.
No fue una Misa solemne, sino simplemente rezada, con ornamentos morados. Comenzó a las diez y media de la mañana y solo estuvieron presentes su madre, vestida de luto, al igual que Carmen y Santiago; el Rector del Seminario; dos sacerdotes conocidos; Juan Moneva, su profesor de Derecho, junto con su mujer y su hija; su prima Sixta Cermeño y su esposo; dos chicas de Barbastro, «las de Cortés», que eran amigas de su hermana Carmen, y un primo de su madre, junto con su esposa. En total, unas quince personas.
A Josemaría le ilusionaba que su madre –que ese día se encontraba enferma– fuera la primera en recibir la comunión de sus manos; pero una señora se arrodilló antes que ella en el reclinatorio y no quiso hacerle un desaire.
Dolores Albás estaba feliz por tener un hijo sacerdote, pero debió ser especialmente doloroso para ella que no quisieran asistir a esa primera Misa ninguno de sus hermanos y cuñados de Barbastro y Fonz; y que ni siquiera su hermano Carlos, canónigo arcediano de aquella misma catedral, la tercera dignidad eclesiástica de la archidiócesis, hubiese estado presente; ni su otro hermano sacerdote, Vicente. Lo habitual es que ellos hubieran sido «los padrinos de altar».
Por no tener, Josemaría no disponía siquiera de la cinta con la que ataban las manos del nuevo presbítero durante la ceremonia y la tuvo que pedir prestada. Se entiende que, al terminar la Misa, el joven sacerdote se apartara a un lado, y tras cubrirse con su manteo, comenzara a llorar11.
Del 31 de marzo al 17 de mayo de 1925. Perdiguera
Un día después, el 31 de marzo, Dolores Albás se quedó otra vez sola con su hija Carmen y el pequeño Santiago. En la misma jornada en la que celebró su primera Misa, poco después de la comida –un buen plato de arroz para los invitados más cercanos en la casa de la calle Rufas– le indicaron a Josemaría que se trasladase a Perdiguera, un pueblo de los Monegros, con ochocientos setenta y un habitantes, para sustituir temporalmente a Jesús Martínez, el párroco, que había caído enfermo hacía un tiempo12.
No protestó, aunque debió resultarle especialmente duro alejarse de los suyos en aquellas circunstancias13. Lo mismo le sucedió a los suyos. No era habitual dar un destino pastoral de aquel modo precipitado14.
Afortunadamente Perdiguera, un pueblo de secano, quedaba a pocos kilómetros de la ciudad. Escrivá sabía, además, que anteriormente habían contemplado la posibilidad de enviarle a uno de los pueblos más a desmano de la provincia.
Subió al coche de línea tirado por mulas y, tras recorrer cuatro leguas y media, arribó a la plaza de Perdiguera, donde le esperaba un muchacho, Teodoro Murillo, hijo del sacristán15.
Se hospedó en la modesta vivienda de un campesino del pueblo, Saturnino Arruga. Su hijo pequeño, de unos diez o doce años, se dedicaba únicamente, como era habitual entonces, a cuidar de las cabras, sin acudir a la escuela:
Me daba pena –recordaba Escrivá– ver que pasaba todo el día por ahí, con el rebaño. Quise darle un poco de catecismo, para que pudiera hacer la Primera Comunión. Poco a poco, le fui enseñando algunas cosas.
Un día se me ocurrió preguntarle, para ver cómo iba asimilando las lecciones:
—Si fueras rico, muy rico, ¿qué te gustaría hacer?
—¿Qué es ser rico?, me contestó.
—Ser rico es tener mucho dinero, tener un banco...
—Y... ¿qué es un banco?
Se lo expliqué de un modo simple y continué:
—Ser rico es tener muchas fincas y, en lugar de cabras, unas vacas muy grandes. Después, ir a reuniones, cambiarse de traje tres veces al día... ¿Qué harías si fueras rico?
Abrió mucho los ojos, y me dijo por fin:
—Me comería ¡cada plato de sopas con vino!
Todas las ambiciones son eso; no vale la pena nada. Es curioso, no se me ha olvidado aquello. Me quedé muy serio, y pensé: Josemaría, está hablando el Espíritu Santo.
Esto lo hizo la sabiduría de Dios, para enseñarme que todo lo de la tierra era eso: bien poca cosa16.
Adecentó la iglesia de la Asunción –el altar y el sagrario se encontraban en un estado lamentable– y se dispuso a conocer a las familias de la parroquia. Eran unas doscientas y se dedicaban, por lo general, a las faenas del campo: gente franca y sencilla, con una formación humana y religiosa elemental, como en la mayoría de los pueblos del país. Los hombres aparecían por la iglesia de Pascuas a Ramos, con motivo de un bautizo, una boda o un funeral.
No solía haber una actitud negativa hacia los sacerdotes –de hecho varios vecinos intentaron que les dijera la dirección de su familia en Zaragoza para enviarles algunos alimentos–, pero pervivía, al igual que en muchos otros pueblos, una antigua tradición de burlas al cura, y más cuando se trataba de un sacerdote recién ordenado. Hasta allí llegó alguno de los motes que le habían puesto en el Seminario: un día oyó que un vecino le llamaba «el místico»17.
Comenzó a dar clases de catecismo a los niños y adultos, visitó a todas las familias del lugar y atendió de modo especial a los enfermos. Dejó un buen recuerdo18, aunque estuvo allí poco más de mes y medio. Aquella breve experiencia le sirvió para conocer la realidad del mundo rural, con sus luces y sombras; y las precarias condiciones de vida de los sacerdotes que atendían esas parroquias en circunstancias materiales difíciles, sufriendo con frecuencia el zarpazo de la soledad.
Del 18 de mayo de 1925 al 8 de abril de 1927. Tiempo de espera
El 18 de mayo regresó a Zaragoza. Para su sorpresa, en la curia no le dieron ningún encargo pastoral. Todo daba a entender que su tío Carlos pretendía forzar su marcha de la ciudad. Dijo que estaba dispuesto a ir donde le indicaran, pero no obtuvo respuesta.
Su madre fue a hablar con su hermano Carlos, acompañada por el pequeño Santiago. Quería pedirle que no destinaran a Josemaría fuera de Zaragoza. El arcediano –recuerda Santiago– la recibió con hosquedad y acabó echándolos a empujones y de mala manera de su casa19.
Para Domingo Fumanal, un compañero suyo, «debió de ser muy duro para él –sobre todo por el gran corazón que tenía– encontrarse con que sus tíos no le ayudaron, ni acompañaron a su madre en los momentos tan difíciles y dolorosos por los que tuvieron que pasar. Sin embargo nunca murmuró de nadie»20.
Consiguió, tras muchas dificultades, ser capellán, adjunto y eventual, en la iglesia de San Pedro Nolasco, regida por los jesuitas. Y siguió dando clases particulares, porque con lo que obtenía por ese trabajo pastoral no podía mantener a su familia. Años después denominaría ese periodo como un tiempo de «providenciales injusticias»21, al considerarlas parte del plan de Dios para purificarle, fortalecerle y prepararle para una misión que aún desconocía.
Con lo que Josemaría obtenía por las clases particulares y la pequeña pensión que abonaban dos sobrinos, los Camo Albás, a los que hospedaban en casa, los Escrivá no lograban mantenerse económicamente, hasta que llegó un momento en el que la situación se volvió insostenible. Josemaría intentaba acabar lo antes posible sus estudios de Derecho para poder remediar aquellas penurias, pero las necesidades económicas le obligaban a dar más clases particulares, con lo que le quedaba menos tiempo para estudiar y asistir a la Facultad.
Eso hizo que un catedrático le suspendiera en Historia de España, por no haber asistido a sus clases, aunque Escrivá no estaba obligado a ello por ser alumno libre. Le escribió una carta pidiéndole que le diese garantías de que podía aprobar en la convocatoria siguiente. Al ver lo sucedido, el catedrático reconoció su error y le dijo que ya estaba aprobado: bastaba con que se presentara al examen.
Hizo amistad con muchos compañeros: Manuel Romeo, los hermanos Jiménez Arnau, David Mainar, Juan Antonio Iranzo, Domingo Fumanal, Arturo Landa, Luis Palos... Entre ellos había creyentes y no creyentes, como Pascual Galbe. Todos subrayan su simpatía y «extraordinario don de gentes»22 y le recuerdan ayudándoles espiritualmente y «haciendo además que entre nosotros nos conociésemos más y nos tratáramos y nos ayudáramos en lo que podíamos: estudios, apuntes, etc.»23.
Era de esperar que un joven sacerdote recién ordenado al que no dan ningún encargo pastoral en su diócesis, tras pedirlo reiteradamente –las cosas hubieran sucedido de otro modo si viviera el cardenal Soldevila– se encontrara irritado, frustrado o, al menos, entristecido por las circunstancias. De las contradicciones puede obtenerse el fruto envenenado de la mala experiencia, el resentimiento y la amargura, o la experiencia liberadora que sabe sacar la mejor lección de cada suceso y aprende a relativizar los hechos, dándole a cada contrariedad la importancia que tiene.
Los testimonios de los que le conocieron confirman que a Escrivá le sucedió lo segundo y se comportó de igual manera que su padre en los momentos de dificultad. «Era muy alegre –escribe Iranzo– y tenía un gran sentido del humor. Aguantaba con sencillez las intemperancias –palabras malsonantes, chistes subidos de tono– de los compañeros, y sabía salir airoso de situaciones que para otros habrían sido comprometidas»24. Luis Palos subraya su afán por «ayudar a todos en todos los aspectos, también por supuesto en el espiritual»25.
Arturo Landa recuerda que logró hacerse amigo de los universitarios más alejados de la fe, porque sabía «respetar las ideas que los demás pudiesen tener y abría su amistad a todos»26. Y a pesar de su falta de tiempo, los domingos por la tarde acompañaba a un grupo de estudiantes que daban catequesis a los niños de los arrabales de Zaragoza.
A partir de octubre de 1926 comenzó a dar dos o tres clases por semana, de siete a ocho de la tarde, de Derecho Canónico, Derecho Romano y otras disciplinas en un centro académico –el Instituto Amado27– que acababa de abrir en la ciudad el capitán Santiago Amado Lóriga. Se ignora por medio de quién estableció contacto con el capitán Amado; quizá gracias al comandante Manuel Romeo Aparicio, padre de Manuel y José Romeo Rivera, con los que tenía amistad.
En aquella Academia se podían estudiar numerosas materias de bachillerato y preparar el ingreso en las escuelas de ingenieros o en las academias militares, así como los cursos preparatorios de algunas facultades28. Cuando terminaban las clases, al igual que hacía en la Facultad de Derecho, Escrivá «solía quedarse un rato con los alumnos de tertulia. En esas conversaciones se veía su deseo de ayudar a todos, tanto en cuestiones académicas como en el terreno espiritual»29.
Sorteando dificultades, más mal que bien, logró mantener a su familia, hasta que en enero de 1927 terminó la carrera y obtuvo la licenciatura en Derecho.
Seguía buscando una salida para remediar aquella situación de penuria permanente: «No sé cómo podremos vivir... –escribía–. Realmente –ya lo contaré a su tiempo– vivimos así, desde que yo tenía catorce años, aunque se agudizó la situación a raíz de morir papá»30.
A comienzos de marzo un amigo claretiano, Prudencio Cáncer, le comentó que los redentoristas que atendían la iglesia de San Miguel de Madrid buscaban con urgencia un sacerdote que pudiese celebrar la Misa de seis menos diez de la mañana31. Escrivá empezó a considerar la posibilidad de trasladarse a la capital, porque llevaba dos años ordenado y en la diócesis seguían sin darle un encargo pastoral. Lo habló con su amigo y maestro Pou de Foxá, que le aconsejó ese traslado. Tal como estaban las cosas –le dijo– en Zaragoza no tenía nada que hacer32.
Escribió al Rector de San Miguel. Un día se encontró por la calle con Domingo Fumanal, un compañero de clase, que le preguntó:
—¿Y qué harás en Madrid?
—Me colocaré de preceptor o trabajaré dando clases33.
Seguía planteándose la necesidad de llevar a cabo lo que Dios quería de él; algo por lo que se había hecho sacerdote y todavía ignoraba. ¿Qué era eso que, con expresión aragonesa, barruntaba (presentía) dentro del alma? Aún no lo sabía.
«¡Señor, que vea! –seguía rezando–. ¡Que sea! ¡Que sea! ¡Que sea eso que Tú quieres, y que yo ignoro!».
V
Llegada a Madrid (abril de 1927)
19 de abril de 1927. Madrid
«Si pudiera venir pronto –le urgía a Escrivá por carta el Rector de la iglesia de San Miguel, contestándole a vuelta de correo– se lo agradecería, por ser este tiempo en el que más necesitamos de sacerdotes». El 17 de marzo el arzobispo de Zaragoza le concedió el permiso para trasladarse a Madrid y, tras dos años de silencio por parte de la curia, tres días después, cuando ya lo tenía todo dispuesto y preparado para hacer el viaje, le notificaron que debía atender durante la Semana de Pasión y la Semana Santa la parroquia de un pueblecito, Fombuena –que cuenta en la actualidad con cincuenta y cuatro habitantes–, desde el 2 al 18 de abril.
Aquel encargo retrasaba un mes su llegada a Madrid y corría el peligro de que en la iglesia de San Miguel no quisieran esperarle y buscaran a otro. Sin embargo, siguiendo el consejo de su madre, escribió al Rector diciéndole que se incorporaría en cuanto terminara la Pascua1, y el 2 de abril, a falta de otro lugar para alojarse, su familia partió para Fonz y él para Fombuena.
Diecisiete días después, el 19 de abril, llegó a la madrileña estación de Atocha y se dirigió inmediatamente a la iglesia de San Miguel, un hermoso templo barroco que sería convertido, tres años después, en Basílica Menor. El estipendio por las Misas era de 5,50 pesetas, una cantidad que no le permitía traer a los suyos a la capital.
Según la Guía de la Ciudad de Madrid, era «creencia general que la población efectiva se acerca a un millón de almas». La capital estaba dejando de ser una urbe administrativa, con un ritmo de vida sosegado, para convertirse en una metrópoli moderna. Contaba con algunos barrios en los que convivían personas de diversos ámbitos sociales. Las llamadas clases bajas se instalaban en los sótanos y las buhardillas; las altas, en el llamado piso principal, y el resto reproducía casi la escala social.
«El barrio de Salamanca –señalan Montero y Cervera–, buena parte del de Chamberí, los Bulevares, Princesa, etc., son ejemplos típicos de ese Madrid socialmente mezclado tan propio de la ciudad castiza»2.
La ciudad contaba con los servicios de cualquier capital europea moderna (en 1927, por ejemplo, había ya cincuenta y seis discos distintos de tranvías) y al mismo tiempo se acrecentaba el número de chabolas que surgían, fruto de la emigración, en los descampados de la periferia.
Estas infraviviendas «llegaron a constituir un auténtico cinturón rojo de la capital: Guindalera, Cuatro Caminos, Tetuán, Puente de Vallecas, Peñuelas, etc. Los empeños oficiales para construir viviendas baratas y asequibles a esta población eran incapaces de atender las necesidades que planteaba una ciudad en constante crecimiento demográfico, por el empuje conjunto de la emigración y la natalidad»3.
Según las estadísticas de 1929, 104.244 de los 809.400 madrileños eran obreros o personas de condición económica muy modesta.
En esas zonas deprimidas, en las corralas que popularizarían las zarzuelas y en las barriadas pobres del extrarradio, sobrevivían miles de gentes al borde de la miseria:
Mal alimentadas –que pasan hambre–, dominadas por la incultura, que apenas leen la prensa y que alimentan sus opiniones de conversaciones durante el trabajo, en las que la voz de los sindicalistas fluye autorizada desde las casas del pueblo y los locales anarquistas de la CNT (Confederación Nacional del Trabajo).
Allí los enfoques socialistas y anarquistas configuran una opinión pública en la que la conciencia de clase se transforma en algo más inmediato y visceral: el odio a los ricos y al clero, que se percibe como cómplice de aquellos.
La experiencia de la miseria habitual, de la ignorancia, de la falta de atención médica y de capacidad económica para llegar a los remedios farmacéuticos, parecen reclamar una revancha que las diversas soluciones revolucionarias presentan como próxima4.
30 de abril de 1927. En La Casa sacerdotal
Escrivá residió durante sus diez primeros días madrileños en una pensión modesta, situada en el nº 2 de la calle Farmacia5. El 30 de abril, tres días después de matricularse para el doctorado en la Universidad Central, se fue a vivir a una Casa sacerdotal que se había inaugurado pocos meses antes en el nº 3 de la calle Larra, en la zona universitaria.
Esa Casa sacerdotal tenía capacidad para treinta y un residentes y convivían en ella sacerdotes mayores con otros más jóvenes, como Justo Villamariel, Avelino Gómez Ledo, Antonio Pensado y Fidel Gómez Colomo. Este último recuerda a Josemaría como «una persona cordial, diáfana, leal».
La residencia estaba situada casi enfrente de la sede del diario El Sol, con el que colaboraban destacados intelectuales del país. Algunos de ellos eran conocidos por su pensamiento anticristiano6.
Aquel periódico se había convertido en un lugar de encuentro de tres generaciones de escritores y pensadores: los que conformaron la llamada Edad de Plata; algunos miembros de la generación de 1898; la generación de 1914, en plena etapa creativa; y la de 1927, que supuso «un fuerte empuje literario y una decidida opción por el compromiso político y la acción cultural en su vertiente de militancia social»7.
Gómez Colomo recordó siempre la conversación que sostuvo con Escrivá sobre la misión de los intelectuales: «Estábamos comentando algún acontecimiento que ahora no recuerdo, y me habló de la necesidad de hacer apostolado también con los intelectuales, porque, añadía, son como las cumbres con nieve: cuando esta se deshace, baja el agua que hace fructificar los valles. No he olvidado nunca esta imagen, que tan bien refleja ese ideal suyo de llevar a Cristo a la cumbre de todas las actividades humanas»8.
En aquel tiempo el proyecto prioritario de Escrivá era cursar las asignaturas del doctorado en Derecho y encontrar lo antes posible una «colocación» que le permitiera traer a su familia, que permanecía en Fonz. Su maestro y amigo Pou de Foxá le aconsejaba por carta –o se lo decía de palabra, durante sus estancias en Madrid– que, si no conseguía pronto una tarea eclesiástica, empezara a desarrollar un trabajo civil: podía opositar a una cátedra, entrar en un bufete de abogados o en alguna oficina del cuerpo consular... Escrivá agradecía sus consejos, pero no estaba dispuesto a dedicarse a tareas tan alejadas de su ministerio.
1 de julio de 1927. En el Patronato de enfermos
La Residencia sacerdotal estaba regentada por las Damas Apostólicas, una fundación que se encontraba en sus comienzos y acababa de ser aprobada por el obispo de Madrid, Leopoldo Eijo y Garay.
Aunque en aquellos momentos solo contaba con diez Damas Apostólicas, estas religiosas llevaban a cabo un amplísimo trabajo espiritual y asistencial, gracias a la colaboración de numerosas señoras de la ciudad9. Dirigían diversos empeños apostólicos y caritativos, como la Obra de la Preservación de la Fe, la Obra de la Sagrada Familia, los Comedores de la Caridad o los Roperos de San José.
En 1927, según el boletín trimestral que informaba de esas actividades, se visitaron a unos cinco mil enfermos, se celebraron unos setecientos matrimonios y se administraron más de cien bautismos. En 1928 la Congregación llegó a contar con cincuenta y ocho escuelitas, enclavadas en diversos barrios madrileños, a las que acudían unos catorce mil alumnos. Distribuían diariamente trescientas comidas. Además, habían puesto en marcha el Patronato de enfermos (que contaba con una clínica de veinte camas) y habían levantado seis capillas en las afueras de Madrid, donde los inmigrantes malvivían en chabolas miserables.
Cuando Escrivá conoció a la Fundadora, Luz Rodríguez-Casanova, se planteó la posibilidad de trabajar como capellán en el Patronato de enfermos. Doña Luz era una mujer de cincuenta y cuatro años –relata González-Simancas–, con un «aspecto sumamente venerable. Se reflejaba en ella una gran dignidad, decisión y energía. [...] Debió de intuir que había encontrado al sacerdote que necesitaba, a la medida del apostolado que se hacía en y desde el Patronato. Y don Josemaría debió comprender también que aquella mujer, cuatro años mayor que su madre, muy de Dios y llena de celo apostólico, le abría las puertas de una labor sacerdotal amplia y eficaz»10.
Rodríguez-Casanova mantenía una relación excelente con el obispo de Madrid, y ella misma hizo las gestiones para que aquel joven sacerdote pudiera celebrar la Eucaristía, predicar y oír confesiones fuera de la iglesia de San Miguel11. Su misión como capellán del Patronato de enfermos consistía en cuidar de los actos de culto de la Casa del Patronato, celebrar la Misa, hacer la Exposición del Santísimo y dirigir el rezo del Rosario.
Gracias a ese conjunto de aparentes coincidencias, Escrivá dejó de celebrar Misa en la iglesia de San Miguel a comienzos de junio, y el 1 de julio de 1927 comenzó a trabajar como capellán en el Patronato, cuyo edificio se alza, con su fachada de ladrillo visto y azulejos, en la calle de Santa Engracia.
Cuando tomó posesión de su cargo –explica González-Simancas–, José María Rubio12, que era el director espiritual de la nueva Congregación, acababa de predicar unos ejercicios espirituales para ayudar a Luz Rodríguez-Casanova en la formación de las primeras candidatas. «Y, finalmente, la víspera de la fiesta del Sagrado Corazón, el 23 de junio, unos días después de que don Josemaría comenzara a trabajar como capellán, el obispo [...] comunicó a Luz Rodríguez-Casanova que al día siguiente quedaría erigida la Congregación de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón. Aunque don Josemaría no intervino para nada, ni entonces ni después, en la vida interna de la Congregación, era consciente de la riqueza de aquel fenómeno eclesial»13.
En el Patronato de enfermos conoció Escrivá a un sacerdote astorgano, Norberto Rodríguez, que llevaba tres años trabajando como capellán segundo. Tenía cuarenta y siete años y era un hombre bueno y piadoso que se había ocupado, al comienzo de su ministerio, de los enfermos del Hospital General. Había contraído años antes, en 1914, una enfermedad de origen neuronal, y cuando se repuso continuó trabajando en Peñagrande junto con José María Rubio. Pero había vuelto a recaer, quedando inhabilitado para tareas que requiriesen cierto esfuerzo.
Aunque la atención de los enfermos no formaba parte de su cometido como capellán, el sentido de la caridad y de la misericordia pudo más en el alma de Escrivá. Muy pronto comenzó a cuidar sacerdotalmente de los numerosos enfermos que las Damas Apostólicas visitaban en sus domicilios. Una de ellas, Asunción Muñoz, le recordaba hablando con los niños y los pobres que acudían al comedor de caridad, ocupándose de sus problemas materiales y procurando acercarlos al Señor.