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Ese modo de actuar provocó que muchos católicos acabaran concluyendo que el sistema de gobierno republicano era contrario a la Iglesia por naturaleza, a pesar de la actitud prudente que mantuvo la Jerarquía, fiel a las indicaciones de la Santa Sede. El mismo cardenal Segura había llegado a decir –siguiendo esas indicaciones– que «la Iglesia no siente predilección hacia una forma particular de Gobierno»18.
Aunque seguía habiendo católicos que propugnaban la unión entre el trono y el altar, y concebían la monarquía liberal, encarnada en Alfonso XIII, como el ideal del «régimen político católico»; otro gran número de creyentes deseaba un cambio político, un nuevo régimen donde pudieran convivir en paz creyentes y no creyentes.
Pero las nuevas normas que se iban aprobando, casi a contrarreloj, no facilitaban esa convivencia: se disolvió el cuerpo de capellanes del Ejército y la Armada, se sustituyó el tradicional juramento de un cargo por una simple promesa, se privó a la Iglesia de representación en el Consejo Nacional de Educación y se prohibió a los funcionarios la asistencia a actos religiosos públicos19.
Para valorar el impacto de estas medidas conviene situarlas en su contexto histórico, atendiendo a la mentalidad de los españoles de aquel tiempo.
Algunas de estas medidas –explica Coverdale– se habrían considerado aceptables en una sociedad tolerante y religiosamente plural, pero la mayoría de los católicos españoles había crecido en una sociedad en la que prácticamente todo el mundo era, al menos de nombre, católico y en la que durante siglos la norma había sido la de una estrecha colaboración entre la Iglesia y el Estado. Así, se consideraron estos actos como hostiles a la Iglesia. Esta sensación se acentuó porque el gobierno no quiso negociar ni consultar a los representantes de la Iglesia sobre los cambios en política religiosa20.
El domingo 10 de mayo, pocas semanas después de la proclamación de la República, se produjeron los primeros incidentes graves. Por la mañana algunos republicanos se enfrentaron contra los militantes del centro monárquico, que escuchaban los compases de la Marcha Real por un gramófono en su centro de reuniones, con las ventanas abiertas. A continuación, varios individuos se dirigieron a la sede del periódico monárquico ABC, en la calle Serrano y rociaron la fachada con gasolina. La fuerza pública se refugió en el interior y disparó desde dentro contra los agresores, alcanzando a un hombre y a un chico de trece años que fallecieron horas después.
Las algaradas continuaron y hacia las once de la mañana del día siguiente, un grupo de jóvenes comenzó a apedrear los cristales de la iglesia del Sagrado Corazón, situada junto a la residencia de los jesuitas en la Gran Vía, que hacía esquina con la calle de la Flor.
El número de agresores fue aumentando, hasta llegar a unas ciento cincuenta personas, que comenzaron a prender fuego al templo, ante la pasividad de los viandantes y las fuerzas del orden. Me contaba en 1993 Vicente Elvira, que fue testigo de los hechos:
Yo era un sacerdote joven y, siguiendo las indicaciones, fui de paisano, en bicicleta, a visitar a unos tíos míos que vivían en la calle de la Flor. Al llegar, me extrañó ver a un grupo de gente arremolinada frente a la iglesia de los jesuitas. Me dirigí hacía allí, y observé, asombrado, cómo varios hombres sacaban de entre la chusma un bidón de gasolina y empezaban a rociar la puerta de la iglesia para incendiarla. Y todo esto, ¡frente a unos miembros de la Guardia Civil que contemplaban aquello sin hacer nada!
No pude más. Me encaré con los guardias y les dije que mi padre era Guardia Civil, y que yo, como hijo del Cuerpo, sabía lo que significaba el honor para ellos. ¿Cómo podían permitir aquel abuso?
—¡No comprendo –les grité– que se queden parados ahí, mientras queman la iglesia!
—Es que tenemos órdenes de no actuar –me respondieron.
—¿Órdenes? ¿Órdenes de quién?
—Del Ministerio de la Gobernación21.
El plan de acción de la llamada «quema de conventos» se repitió, idéntico, en diversos puntos de Madrid. Se trataba, claramente, de una acción previamente organizada22. Unas cincuenta o sesenta personas (en su mayoría jóvenes) se congregaban ante la fachada de un edificio de signo religioso, rociaban las puertas con gasolina y, rodeadas por un público que las miraba entre admirado y divertido, en cuanto surgían las llamas, empezaban a celebrarlo. A continuación se iban a otro lugar.
Así sucedió en el convento de los carmelitas de la Plaza de España, en la iglesia de Santa Teresa, en la residencia y colegio de los Sagrados Corazones, y en otros lugares, hasta alcanzar las siguientes cifras: cinco conventos de religiosos con sus iglesias y oratorios; cuatro conventos de religiosas (dos de ellos de clausura); cinco colegios (dos masculinos y tres femeninos) y un anejo parroquial, incendiados. Cuatro de los cinco colegios incendiados, señala González Gullón, «eran de niños con padres obreros o de modestos recursos económicos»23.
Se propalaron patrañas en los barrios extremos, como que los curas y los frailes habían envenenado el agua de las fuentes públicas. Y en el resto del país ardió un centenar de conventos más.
La indiferencia del gobierno republicano ante los incendios (que siguió una política concreta: «dejar hacer y no permitir excesos»24), junto con las versiones distorsionadas que la prensa republicana de Madrid ofreció de ellos (El Liberal llegó a afirmar que los frailes habían quemado sus propios conventos para desprestigiar al gobierno), acabaron envenenando el ambiente político; y, en opinión de Montero y Cervera, a partir de aquel momento el enfrentamiento se hizo radical25.
Ante el temor de que las masas incendiaran la iglesia y el edificio del Patronato, Escrivá (que iba de paisano, siguiendo las normas del obispo, que había indicado que los sacerdotes vistieran así hasta que se calmaran los ánimos) retiró el día 11 la Eucaristía de la iglesia del Patronato y la trasladó al domicilio de su amigo Manuel Romeo, que quedaba algo distante de allí, casi en Cuatro Caminos26.
Como persistían los rumores de una posible quema, dos días después, el 13, se trasladó, junto con su madre y sus hermanos, a una vivienda situada en el segundo piso del nº 22 de la calle Viriato, que estaba relativamente cerca. Era un piso pequeño y sombrío, de aspecto tristón y desagradable. Su cuarto era tan reducido que no cabía siquiera una silla, lo que le obligaba a escribir de rodillas, utilizando la cama como mesa27. Allí, en aquel espacio minúsculo que daba a un estrecho pozo de ventilación, Escrivá seguía soñando con la difusión del mensaje del Opus Dei en los cinco continentes.
No sabían cuánto tiempo deberían permanecer en aquella vivienda estrecha, oscura e incómoda: unas cuantas semanas, o meses quizá, hasta que se pacificara la situación.
Ante los ataques, su consejo siempre fue el mismo: «rezar, perdonar, comprender, disculpar». Seguía tratando apostólicamente a personas de perfiles políticos distintos, porque como sacerdote –explicaba– debía tener los brazos abiertos a todos.
Intentaba tender, en la medida de sus fuerzas, puentes de amistad y compresión en medio de una sociedad que se fracturaba, envenenada por ideologías radicales de diverso signo.
* * *
Muchas personas de buena voluntad –y entre ellos numerosos católicos– deseaban un cambio económico y social; pero rechazaban la violencia y la lucha de clases, que era, para otros, el único camino para alcanzarlo.
Tanto unos como otros coincidían en que la justicia social no podía reducirse a la puesta en práctica de las llamadas «obras de beneficencia», que –además de ser insuficientes para remediar los grandes problemas sociales– no iban siempre unidas con la caridad y la comprensión cristiana.
Santiago, el hermano menor de Escrivá, recuerda un suceso menor, anecdótico, que pone de manifiesto la mentalidad de algunas personas que ejercían ese tipo de beneficencia: un día, durante un reparto de comidas para personas necesitadas, una señora, al ver lo sucia que estaba una niña de seis o siete años que había acudido para tomar su ración, hizo un comentario peyorativo en su presencia. «Josemaría excusó a la niña –cuenta Santiago– diciendo que en su casa no tenían agua caliente; que esa suciedad estaría mal en mí, que estaba presente, pero no en la niña»28.
«La caridad cristiana –escribiría Josemaría Escrivá tiempo después– no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender al individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador»29. No concebía una caridad «oficial», «seca», que consideraba «una aberración»30.
Para Escrivá –recuerda Illanes– «el cristiano no es alguien que, además de ser cristiano, tiene una responsabilidad social, sino alguien que, al saberse cristiano, se reconoce situado en el mundo para desarrollar allí todas sus implicaciones, también sociales, de la fe. La responsabilidad social es, en suma, elemento integrante, dimensión constitutiva de la vocación cristiana»31.
* * *
El odio a la religión era cada vez más patente y los sacerdotes empezaron a padecer de forma generalizada un acoso callejero que solo conocían por los libros de historia del siglo XIX. Con frecuencia, cuando Escrivá salía a la calle, los niños de las barriadas extremas, los obreros que iban en un transporte público o los albañiles que trabajaban en una construcción y le veían pasar, comenzaban a insultarle: «¡Una cucaracha! ¡Hay que pisarla!», «¡La España negra!».
Escribía en sus apuntes el 26 de julio de 1931:
Como es costumbre desde la República, esa multitud envenenada por periódicos, folletos y hojas pornográfico-anticlericales, también me insultó a gusto en mis idas y venidas al cementerio.
Anotaré un par de casos curiosos: uno de esos días había, junto a una de las dos fuentes que hay en el camino que va desde la carretera de Aragón al Este, un grupo de chiquillos y mujeres haciendo cola, para llenar de agua sus cántaros, botijos, latas... Del grupo de chiquillos salió una voz: «¡Un cura! Vamos a apedrearlo». [...] Otros días, al pasar yo al lado de la cola hidrófila acostumbraba uno u otro de ellos o de ellas a cantar, en alto, aquello de «si los curas y frailes supieran...»32.
Esa canción, entonada con los compases del Himno de Riego, se había popularizado en los ambientes anticlericales: Si los curas y frailes supieran / la paliza que les vamos a dar / subirían al coro cantando: / libertad, libertad, libertad.
Escrivá se esforzaba por mantener la serenidad cuando le insultaban, le abucheaban por la calle o le tiraban piedras, como a tantos otros sacerdotes de la ciudad, y procuraba contestar en su interior «apedreando con avemarías»33 a sus atacantes, sin decirles nada. No siempre lo conseguía y en ocasiones se dejaba llevar por su temperamento fogoso y les hacía ver con firmeza la injusticia y gratuidad con la que actuaban.
En una ocasión, al pasar cerca de la iglesia de Jesús de Medinaceli, vio a unos niños jugando con una cesta de mimbre vieja, llena de paja y vuelta hacia abajo. Prendieron fuego, y cuando la paja comenzó a arder, palmotearon divertidos: «¡un convento, un convento!».
«¡Dios les perdone a todos!», anotó en sus apuntes34, considerando que muy posiblemente aquellos niños habían aprendido esas actitudes en sus casas.
7 de agosto de 1931. Una nueva luz
Durante aquel verano –el 7 de agosto, casi un año después de su encuentro con Isidoro– recibió una nueva iluminación interior durante la Misa: entendió «que serán los hombres y mujeres de Dios quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana... Y vi triunfar al Señor, atrayendo hacia Sí todas las cosas»35. Comprendió la necesidad de que en todos los lugares del mundo hubiera «cristianos, con una dedicación personal y libérrima, que sean otros Cristos»36.
Aquella moción le hizo ver con especial claridad que el trabajo que cada persona desempeña debía ser lugar de encuentro y unión con Dios.
* * *
En 1931 Escrivá se encontraba al límite de sus fuerzas: además de cumplir con las obligaciones de su ministerio, y de preparar e impartir las clases en la academia, cuidaba de numerosos enfermos, atendía a moribundos y hacía obras de misericordia con todo tipo de personas: «Estuve, durante una temporada –escribía en sus notas– dedicado a enseñar a leer y a escribir a un morito37 de unos veinte años que quería hacerse cristiano» 38.
Este conjunto de tareas, además de llevarle hasta el borde del agotamiento físico, no le dejaban el tiempo necesario para dedicarse con intensidad al Opus Dei, y empezó a considerar la posibilidad de dejar el Patronato. Durante el verano encontró una posible solución: la atención de la capellanía del Convento de Santa Isabel, dependiente del Real Patronato de ese mismo nombre39. Ese trabajo, además de darle el tiempo que necesitaba para impulsar la Obra, le proporcionaba una casa para su madre y sus hermanos. Las Damas aceptaron su cese, aunque siguió atendiendo varios meses más a los enfermos hasta que encontraron un sustituto.
No olvidó nunca aquellos años entre las personas más necesitadas de Madrid:
Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada; entre niños con los mocos en la boca, sucios, pero niños, que quiere decir almas agradables a Dios. ¡Qué indignación siente mi alma de sacerdote, cuando dicen ahora que los niños no deben confesarse mientras son pequeños! ¡No es verdad! Tienen que hacer su confesión personal, auricular y secreta, como los demás. ¡Y qué bien, qué alegría! Fueron muchas horas en aquella labor, pero siento que no hayan sido más40.
Anotaba con sentimiento agridulce, cuando se trasladó a Santa Isabel:
Voy a dejar el Patronato. Lo dejo con pena y con alegría. Con pena, porque después de cuatro años largos de trabajo en la Obra Apostólica, poniendo el alma en ella cada día, bien puedo asegurar que tengo metido en esa casa Apostólica una buena parte de mi corazón... Y el corazón no es una piltrafa despreciable para tirarlo por ahí de cualquier manera. Con pena también, porque otro sacerdote, en mi caso, durante estos años, se habría hecho santo. Y yo, en cambio... Con alegría, porque ¡no puedo más! Estoy convencido de que Dios ya no me quiere en esa Obra: allí me aniquilo, me anulo. Esto fisiológicamente: a ese paso, llegaría a enfermar y, desde luego, a ser incapaz de trabajo intelectual41.
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