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Ya ni siquiera le quedaba Gloria.
Echó a andar en dirección a su casa, abatido, atormentado, completamente abstraído en su pena. Quizá por ese motivo no escuchó unas burdas imitaciones de pájaros que provenían del otro lado de un seto de aligustre. Eran varias voces y entre los pío–pío se distinguían con claridad algunas risas.
De repente, una piedra voló por los aires y se estrelló contra uno de los hombros de Diego. Solo en ese instante salió de su ensimismamiento. Aterrorizado, miró a un lado y a otro. Las voces se oían muy cerca:
–¡Creo que le he dado al pájaro!
–¡Bird, bírd, bird! –las risas no cesaban.
–¡Vamos a salir de caza!
–¡Vamos a acabar con los pajarracos!
–¡Bird, bird, bird!
–¡Vamos a por ti!
Diego se llevó la mano al hombro, al lugar donde había impactado la piedra. Le dolía mucho. Miró hacia el seto de aligustre y temió que los que se escondían tras él cumpliesen su palabra y lo matasen. Por un instante llegó a pensar que no le importaba y que, puesto que la burbuja de su interior no acababa con él, que lo hicieran ellos. Que lo matasen de una vez y que de esta forma cesasen sus sufrimientos. Que lo matasen a pedradas, a puñetazos, a patadas…
Pero dentro de su ser algo se rebeló contra la posibilidad de la muerte y del sufrimiento. Echó a correr. Mientras se alejaba oía sus risas, sus insultos, sus amenazas.
–¡¡¡Escoria!!!
Eskoria, eskoria, eskoria…
Cada latido de su corazón parecía repetir la palabra. Cuanto más corría, cuanto más se aceleraba, más y más tenía que soportarla. Recorría todas sus venas y se iba repartiendo por todo su cuerpo.
Eskoria. Con k de kilo.
Capítulo 4
Padres
Al llegar a casa, se quitó la camisa y se observó el hombro dolorido en un espejo. Se notaba claramente la señal de la pedrada, pues la piel se había enrojecido mucho. Si se tocaba, le dolía. Entonces pensó que aquella herida era la más insignificante de las que le habían causado, aunque fuese la más visible. Las peores eran las que llevaba por dentro, las que no se veían.
No dejaba de pensar en las palabras de Gloria y tenía que hacer un esfuerzo muy grande para no rendirse y autoproclamarse un bicho raro. Se negaba a aceptarlo. Mucho más raro que su conducta le parecía agredir a un compañero sin motivo, solo por el placer de insultar y de humillar. Eso sí que era raro. Los que lo hacían eran los bichos raros, no él.
Observando la contusión que le había producido la piedra en el hombro, pensó que ahora disponía de una prueba para acusarlos. Podía ir directamente a la comisaría de policía y denunciarlos. Les pondría en antecedentes y les explicaría cómo le habían apedreado en el parque. Pero… ¿le harían caso? ¿Se dignarían escucharle? Además, iban a preguntarle si había visto al que lanzó la piedra y tendría que responder que no vio a ninguno, que solo los oyó porque estaban escondidos tras un seto de aligustre. Su denuncia no iba a servir para nada, o en todo caso, serviría para enfurecer más a quienes le atacaban.
Gloria le había acusado veladamente de no hacer nada, de pasividad. Diego pensaba que nadie que no viva la situación puede imaginar lo que se siente. Miras a tu alrededor y no sabes ni siquiera adonde agarrarte para no hundirte más y más en ese pozo sin fondo en el que de repente te encuentras sin saber cómo has llegado hasta allí. Te gustaría poder hacer algo, pero no sabes qué ni cómo. Y tienes la certeza de que todo lo que hagas puede volverse irremediablemente contra ti. Y las cosas siempre van a peor, porque ellos se crecen y tú te empequeñeces; ellos se envalentonan y tú te asustas; ellos levantan la voz y tú enmudeces. Es así. Estás atado de pies y manos, con una mordaza en la boca y una venda en los ojos. A su merced. A su capricho.
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