Coma: El resurgir de los ángeles

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—Que nadie lo toque —advirtió—. Ya he avisado a emergencias.

El motorista, que había presenciado el accidente, explicó con claridad la gravedad del golpe y puso a los de emergencia en aviso de que, posiblemente, habría que evacuarlo con el helicóptero. Pero lo que llegó fue una ambulancia del SAMU. Los médicos lo inmovilizaron y lo llevaron a la ambulancia. Estuvieron parados hasta que lo estabilizaron. Uno de los médicos sacó el teléfono y llamó a la central.
—Soy el doctor Castro —explicó a la operadora—, estamos con el accidentado. Lo hemos estabilizado, pero sufre múltiples lesiones y un severo traumatismo craneoencefálico. Con el tráfico que hay tardaríamos una hora en llegar a La Fe, solicitamos helicóptero para evacuación urgente, de lo contrario, lo perderemos.
—Entendido. Tramito su solicitud. En cuanto sepa algo se lo hago saber.
—Es muy urgente —insistió el doctor—. Repito, es muy urgente.
—Paso a modo de espera —decidió la operadora.
El doctor Castro miró a su compañero. Éste le devolvió la mirada y dijo:
—Creo que lo perderemos.
—Espero que no tarden —deseó el doctor Castro.
La voz de la operadora volvió a oírse por las manos libres del teléfono.
—Doctor, ¿está usted ahí?
—Sí, estoy aquí.
—Un helicóptero ha salido hacía el punto del accidente. En unos minutos llegará.
—Gracias a Dios —Castro miró al cielo. Era un hombre religioso—. Estaremos pendientes para iniciar evacuación.
—Deberías avisar a la Fe para que se preparen —propuso el compañero.
Castro asintió y marcó en número. Transmitió el diagnóstico del paciente.
—Traumatismo craneoencefálico severo y múltiples lesiones por todo el cuerpo. Posible fractura de varias vértebras y del fémur derecho. Esta muy grave. Preparen el quirófano, en cuanto llegue el helicóptero lo trasladaremos.
Desde el hospital le indicaron que iniciarían los preparativos de inmediato y quedaban a la espera de su llegada. El compañero de Castro salió y habló con el técnico.
—Nosotros acompañamos al paciente a la Fe. Llévate tú la ambulancia. Nos vemos allí. Castro —llamó mirando al cielo—, ¡ya está aquí el helicóptero!
Tenían a Mario intubado y con una vía preparada. En cuanto el helicóptero aterrizó, salieron dos sanitarios y corrieron a la ambulancia.
—Nosotros vamos con vosotros —dijo Castro—. Vamos a trasladarlo cuanto antes o se nos muere.
Sacaron a Mario de la ambulancia totalmente inmovilizado. Uno de los sanitarios descolgó el goteo del soporte de la ambulancia y lo levantó por encima de su cabeza. Lo introdujeron en el helicóptero y colgaron el goteo al nuevo soporte. El doctor Castro levantó el pulgar e hizo una señal al técnico de la ambulancia; la aeronave se elevó y se dirigió hacia el sur. Cuando llegaron al hospital lo tenían todo preparado, así que Mario fue trasladado al quirófano; de donde salió diez horas más tarde para quedarse en la unidad de cuidados intensivos. Había entrado en coma.
Dos meses después lo trasladaron a una habitación en planta. La habitación estaba preparada con todo tipo de aparatos auxiliares que permitían la supervivencia. Mario necesitaba respiración asistida y debía estar monitorizado en todo momento. Era uno de esos sitios donde se olvidan de ti, donde formas parte paisaje de la antesala de la muerte.

Sonó el móvil. Era una llamada internacional. El prefijo era de España.
—Sí. Soy Sara Cruz.
—¡Sara! Por fin… —se oyó al otro lado de la línea—. Soy Luisa.
—Luisa —dijo Sara contenta—. ¡Qué alegría oírte! ¿Qué te cuentas?
—Sara, estoy intentando comunicarme contigo desde hace un mes. Me robaron el teléfono y no pude recuperar los contactos.
—Cuanto lo siento. ¿Te pasa algo? Te noto extraña.
—No sé cómo decirte esto —empezó Luisa—. Se trata de tu hermano.
—¿De mi hermano? Hablé con él hace un mes. Me llamó supercontento desde Barcelona. Me dijo que lo había aprobado todo y que se iba a Valencia a prepararse para hacer un máster. ¿Qué le pasa al locatis este?
—Tu hermano… —se hizo un silencio—. Mario tuvo un accidente a pocos kilómetros de Valencia.
Sara que se había levantado y observaba la ciudad desde su despacho se cogió a la silla y se dejó caer.
—¿Qué ha pasado? —preguntó alarmada—. ¿Qué le ha pasado a mi hermano? Luisa. Dime qué le ha pasado.
—Está en la Fe. Está…, está en coma.
—¿En coma? —Sara rompió a llorar—. ¿Eso qué significa?
—Significa…, que no saben cuándo despertará. Las fracturas del cuerpo evolucionan bien, pero los médicos no se atreven a pronosticar cuánto tiempo estará así.
El silencio se impuso como una pesada losa. Sara lloraba en silencio.
—Sara, ¿estás ahí?
Después de un largo silencio, Sara murmuró:
—Sí…
—¿Qué piensas hacer?
—Cogeré el primer avión. Hablaré con el director y le expondré el caso. Espero que lo entienda.
—De acuerdo —Luisa añadió—. Sara, no sabes cuánto lo siento. Quédate con mi número y en cuanto llegues me llamas, me gustaría acompañarte al hospital.
—Desde luego. Gracias Luisa. Adiós.
Sara colgó. Dio la vuelta a la silla y miró la ciudad desde el edificio donde trabajaba. Rompió a llorar desconsolada y pidió a Dios o a alguien que estuviera allí arriba, que no se llevara a su hermano. No era una mujer religiosa, pero ante situaciones como esta, sería capaz de cualquier cosa. Ella y Mario se habían apoyado desde que sus padres fallecieron y, con la pérdida de su abuela, se habían protegido el uno al otro. Mario era cuatro años menor que ella y estaban muy unidos.
Se levantó y salió del despacho. Se dirigió al despacho del director de la compañía. Se detuvo en la puerta y la golpeó. La abrió y pidió permiso para entrar.
—Adelante, pase —dijo el director.
—Disculpe, señor Moore —Sara se dirigió en perfecto inglés—. Necesito hablar con usted un momento. Es muy importante.
Oliver Moore clavó su mirada gris sobre Sara prestándole toda la atención.
—Por supuesto —con la mano le indicó que se sentara.
—Se trata de mi hermano —empezó Sara conteniendo las lágrimas.
Moore le puso delante un paquete de pañuelos.
—Cálmese Sara —la miró preocupado—. ¿Qué le pasa a su hermano?
—Ha tenido un grave accidente y está en coma —Sara rompió a llorar.
Moore se levantó y rodeó la mesa. Se sentó junto a ella y le cogió las manos.
—Pero, tranquilícese chiquilla —la consoló Moore—. Cuéntemelo todo y dígame qué necesita.
Sara respiró hondo. Entre sollozos consiguió contarle a Oliver Moore lo ocurrido; al terminar, se le quedó mirando con los ojos enrojecidos.
—Tengo que volver a España, señor Moore. Mi hermano me necesita.
—Sara —Moore le acarició los cabellos—, es usted uno de mis mejores ingenieros, lo sabe, y en esta empresa cuidamos de los nuestros. Todos los medios de la empresa quedan a su disposición. Hablaré con la señorita Lennox para que se encargue de los pasajes. ¿Cuándo piensa salir?
—Cuanto antes. En un par de días si es posible.
—De acuerdo, tómese todo el tiempo que necesite. Ponga al corriente a Abby del trabajo que estaba desarrollando y dedíquese a su hermano. Se lo repito, cualquier cosa que necesite, no dude en comentármela y, por favor, téngame al corriente.
Moore se levantó y Sara hizo lo mismo. Lo miró.
—No sabe cuánto le agradezco el trato. Se lo compensaré. Además, puedo estar en contacto con Abby y por Internet participar de los proyectos que tenemos en activo.
—Bueno, eso más adelante. Ahora, lo que importa es su hermano. Le deseo mucha suerte y que se recupere pronto.
—Gracias, señor Moore —se despidió y salió del despacho.
Sara estuvo poniendo al corriente a su compañera Abby de todos los proyectos que llevaba y en qué estado se encontraban. Abby la miraba de reojo. A Sara se le agolpaban las palabras en la boca, era incapaz de coordinar sus pensamientos. Abby se dio cuenta.
—Para… —Abby puso las manos sobre el expediente y la miró—. Pero…, ¿qué te pasa? Sara, me estás asustando. Dime que te ocurre. Ven, siéntate.
Abby la empujó hacia una silla y la obligó a sentarse. Cogió una silla y se sentó a su lado.
—Dime qué te ocurre —le ofreció un pañuelo—. Cuéntamelo todo, sino no podré ayudarte.
Sara se secó las lágrimas y, entre sollozos, la puso al corriente de todo. Abby enmudeció por momentos. Cuando Sara terminó de hablar se hizo un largo silencio.
—Dios mío —lamentó Abby con los ojos humedecidos—. ¿Qué dicen los médicos?
—No tienen ni idea de cuando despertará —hizo una pausa—. Si despierta.
—Escucha, te conozco, eres una mujer fuerte y positiva. No dejes que esto te influya a la hora de tomar decisiones. Los médicos se equivocan en sus pronósticos, son humanos —se levantó—. Espera, te traeré un café.
Sara se recompuso, debía mantener la mente fría. Se levantó, cogió una caja de cartón y la puso encima de la mesa. Introdujo en su interior fotos y detalles que tenía sobre la mesa. Cuando acabo cerró la caja. En aquel momento entró Abby con dos tazas de café.
—Te he puesto dos azucarillos, ¿está bien?
—Sí, gracias —cogió la taza que le ofrecía Abby y la removió.
En ese momento entró Emmy Lennox. Emmy era la jefa de personal. Avanzó hacia Sara y la abrazó.
—Moore me lo ha contado todo. ¿Cómo estás?
—Pues para ir de fiesta no me veo —Sara intentó forzar una sonrisa.
—Tengo los billetes —Emmy se los mostró—. No he podido encontrar un vuelo directo. Tendrás que hacer escala en París y de allí a Valencia. Lo siento, con tiempo tal vez…
—Tranquila. No me importa.
—Solo serán unas horas —Emmy miró a Abby—. ¿Te ha puesto al corriente de los proyectos activos?
—Sí, no hay problema —contestó Abby—. Ya casi los tiene listos. De todas formas, podemos conectar por Internet y discutir las dudas que puedan surgir.
Emmy volvió a abrazar a Sara.
—Ya sabes que puedes contar con nosotras para lo que necesites —dijo Emmy sin dejar de abrazarla.
—Lo sé —aseguró Sara apartándose de Emmy y limpiando su mejilla de un manotazo— Necesito un último favor.
—Tú dirás.
—Mi asistenta… —Sara respiró hondo—. Acabo de darme cuenta, puede que esto os suene raro, incluso divertido. Pero estoy dispuesta a hacer lo que sea por traer a mi hermano de vuelta. Mi asistenta tiene, digamos, ciertas habilidades.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Emmy confusa.
—No sé cómo decir esto —Sara se frotaba las manos, nerviosa—. Tiene habilidades paranormales.
Emmy y Abby se miraron incrédulas.
—Estás diciendo —Abby se llevó la mano a la boca—, que es una santera.
—Yo no la llamaría así —Sara la retó con la mirada.
—Y… ¿Cómo la llamarías? —preguntó Emmy.
—Es una Médium. La he visto hacer cosas increíbles. La necesito.
—Está bien —señaló Emmy—. A mí esas cosas me causan mucho respeto y, como has dicho antes, yo también haría cualquier cosa si fuera mi hermano. Pero no entiendo a dónde quieres llegar.
—Voy a hablar con ella y, si acede a acompañarme, necesitaría que le saques otro billete para ella y un visado. Te daré la dirección de mi casa en España. Por supuesto, esto lo pagaría yo. Puedes descontarlo de mi nómina.
—Pero eso me llevaría tiempo. Tal vez…, no sé…, un par de días pidiendo algunos favores.
—No creo que mi hermano se vaya a ninguna parte.
—Está bien. Me pondré a ello.
—Gracias. No sabes el favor que me haces.
Emmy sonrió. Le dio un beso en la mejilla y se despidió.
—No te vayas sin despedirte de nosotras. ¿Me lo prometes?
—Desde luego. Tú y Abby habéis sido para mí como mi familia.
Emmy salió del despacho, Abby y Sara se quedaron solas. Sara la miró.
—Me tomas por loca, ¿verdad?
—Desde luego que no. Es solo que…, estas cosas de espíritus y muertos me dan miedo.
—Mi hermano no está muerto.
—Es cierto. Lo siento, no quería…
—No te preocupes, es que estoy abrumada. Soy incapaz de pensar con claridad.
—Vale —Abby se acercó a Sara y la abrazó—. Cuenta conmigo para lo que sea.
—Gracias, puede que tenga que pedirte algún favor que otro.
—En serio —Abby la miró con recelo—. ¿De qué tipo?
—Nada que te comprometa. Eres la mejor en encontrar cualquier cosa. Tal vez necesite encontrar a alguien, o qué sé yo. Ya me entiendes.
—De acuerdo. Ya sé por dónde vas. Bueno, tengo que irme.
—Gracias por todo.
Abby salió del despacho de Sara y ésta se volvió hacia el gran ventanal. Tenía unas vistas maravillosas. Iba a echar de menos todo aquello. Se limpió la cara con las manos, cogió la caja y salió por la puerta. Cuando bajó a la calle cogió un taxi. Normalmente, volvía a casa en transporte público, pero esta vez no quería encontrase con nadie.
Sara llegó a su casa. Vivía en San José, muy cerca de donde trabajaba, en el Centro Tecnológico del Área de la Bahía de California. Era una vivienda baja, con un jardín que ocupaba todo el lateral. Entró y se descalzó; se dirigió a la cocina, al ver que no había nadie gritó:
—Ama. ¿Dónde estás?
No le contestó nadie. Abrió la puerta trasera y vio a la asistenta tendiendo las sábanas. Lupe, que así se llamaba la mujer sonrió al descubrir la presencia de Sara. Inmediatamente se extrañó, nunca llegaba a esas horas.
—¿Qué pasó, pequeña? —preguntó Lupe inquieta—. ¿Ocurre algo?
Sara miró a la mujer y las lágrimas volvieron a aparecer en sus ojos.
—¿Podemos ir dentro?
—Claro, pequeña —Lupe cogió la cesta vacía y la siguió.
Entraron y se sentaron en el salón, una junta a la otra.
—¿Qué ocurre, pequeña?
—Se trata de mi hermano —Sara escondió su cara entre sus manos—. Ha tenido un accidente y está en coma.
Sara le contó lo ocurrido. Lupe la escuchó preocupada, se levantó y fue hacía la cocina.
—Deja que te prepare una infusión.
Al rato volvió con la infusión y la sirvió en una taza. Se la entregó a Sara y volvió a sentarse a su lado.
—Tengo que pedirte algo —Sara se volvió hacía Lupe—. Sé que tienes un…, un don. Necesito que vengas conmigo a España y que uses ese don para llegar hasta mi hermano.
—Pero pequeña —Lupe la miró con cariño—, solo puedo ver a los espíritus y tu hermano está vivo. No sé si podría ayudarte.
—¿Podemos intentarlo? —suplicó Sara—. Por favor. Te necesito. ¡Ayúdame!
Lupe la abrazó con fuerza.
—Mi pequeña, claro que te ayudaré.
Lupe conocía a Sara desde que llegó a San Francisco. Siempre la había tratado muy bien. Le había hecho un contrato gracias al cual había conseguido estar legalmente en los Estados Unidos. Ahora, había llegado el momento de devolverle el favor.
—Gracias, gracias —repitió Sara—. Ve haciendo el equipaje, nos vamos en cuanto tenga el visado. Llamaré a la oficina.
Sara llamó a Emmy.
—Ahora mismo iba a llamarte yo —se oyó decir a Emmy. Necesito que me des el nombre de tu asistenta para el visado y el pasaje.
—Te lo mando todo por correo. Gracias Emmy. ¿Cuándo podré recogerlo?
—Pasa esta tarde antes de las cinco. Así cuando terminemos tomamos algo. Por despedirnos.
Sara no estaba para tomar nada, pero accedió.
A las cuatro y media fue a la oficina, recogió la documentación. Emmy le había cancelado el billete que había sacado a Sara y consiguió encontrar un vuelo directo a Madrid dos días más tarde. Le dio los dos billetes y el visado para Lupe. Después, salió con Emmy y Abby a una cafetería cercana donde quisieron animar a Sara. Pero tenía la cabeza en otra parte. Estuvieron poco más de una hora.
—Tengo que irme —Sara le levantó cogiendo su bolso—. Perdonarme, pero necesito volver a casa.
Las tres mujeres se fundieron en un abrazo interminable. Cuando se separaron las tres estaban llorando.
—¿No teníais que animarme? —las recriminó Sara bromeando.
Las tres rieron.
—Estaremos en contacto. Os informaré si hay cambios.
—Más te vale —avisó Abby—. Suerte.
—Suerte —añadió Emmy.
Sara las miró agradecida y salió del local.
Cuando llegó a casa, Lupe la esperaba con las maletas abiertas. Estaba planchado. Cuando Sara entró exhibió los billetes.
—Nos vamos pasado mañana. Tengo tu visado. ¿Estás preparada?
—Siempre lo estoy —aseguró Lupe.
—Pues entonces…, recojamos lo indispensable y tomemos ese avión.
El Encuentro
Mario no comprendía lo que le estaba ocurriendo. Después del accidente se vio a sí mismo tirado sobre el asfalto. Oía a los que estaban junto a él, atendiéndole, cómo se esforzaban por salvarle la vida. Estaba allí, de pie. Intentaba hablar y no le salían las palabras. Oyó cómo el médico hablaba por el teléfono solicitando urgente un helicóptero. Lo vio llegar y como introducían su cuerpo. Oyó al médico decirle al que se había quedado junto la ambulancia, que se verían en La Fe. Iba a subirse a la ambulancia cuando notó que alguien le cogía por el brazo. Se revolvió asustado. ¿Cómo era posible? Ante él, un extraño ser le sonreía.
—Ven conmigo.
—¿Quién eres? —dijo Mario—. Pero, si nadie me oye, cómo tú sí puedes.
Mario se fijó entonces en él. Era mucho más alto que él. Vestía una especie de funda transparente, o qué demonios era aquello; una luz brillante cubría su cuerpo, sin embargo, el traje que llevaba no dejaba ver el interior. Su pelo rubio y lacio, casi platino, le caía por debajo de los hombros. Sus ojos eran indescriptibles; se podía adivinar el iris y la pupila. La esclerótica, la parte blanca del ojo, era como fuego. Por lo demás, era bastante parecido a un ser humano.
—Puedes llamarme Haniel y soy tu acompañante.
—¿Mi acompañante? —respingó Mario—. Si eres mi acompañante…, ¿por qué no estás en ese helicóptero?
—Ese no eres tú —contestó enigmático Haniel.
—¿Qué quieres decir?
—Ese es tu cuerpo mortal. Ahora estás fuera de él, en otro plano. Sigues estando vivo, pero sin energía. Estás atrapado en una dimensión intermedia, ni muerto ni vivo. Y lo que es peor, estamos aquí porque un espíritu malvado te ha llevado a esta situación.
—Pero… ¿por qué?
—Hace tiempo invocaste a un espíritu malvado y, desde entonces, estás bajo su influencia.
—Pero… —Mario recordó la Güija—, después fuimos a la Iglesia y comulgamos.
—De verdad crees que la iglesia tiene el poder de limpiar el alma —Haniel esperaba una respuesta y al ver que no la obtenía continuó—. La iglesia es la vergüenza del universo. Un simple hombre, investido de un falso poder, es incapaz de entender los poderes del cosmos, ni de los que viven del engaño. Esto, a la iglesia, le viene muy grande.
Mario escuchaba incrédulo. No entendía nada.
—Entonces… ¿Qué hacemos?
—Ven conmigo —le cogió de la mano—. Cierra los ojos. Te dolerá menos.
Mario cerró los ojos. De pronto se precipitó. No pudo evitar abrir los ojos. Por qué había dicho que dolería menos. No dolía nada.

Mientras tanto, en el Hospital donde estaban operando a Mario, su cuerpo comenzó a tener convulsiones.
—Pero…, ¿qué está pasando? —dijo uno de los cirujanos que lo estaban interviniendo—. ¡Sujetadlo!
Tras unos segundos, las convulsiones cesaron.
—Pero, ¿qué demonios ha ocurrido? —volvió a preguntar el mismo cirujano— Dame una lectura de las constantes.
—Todo está en orden —dijo una de las enfermeras que se ocupaba de los monitores.
—Bueno —dijo el cirujano jefe sorprendido—, continuemos.

Casi al mismo tiempo que cesaban las convulsiones, Mario y Haniel entraron en una especie de espiral que tenía un centro, lo cruzaron y entraron en una estancia dominada por el color blanco. No había rincones, ni líneas de transición, nada. Mario notó que Haniel le tocaba el cuello y se sumergió en la más absoluta oscuridad.
Cuando volvió a tener percepción de lo que ocurría a su alrededor, se vio sobre una rueda, estaba bocabajo, a un metro de lo que parecía el suelo. Junto a él, había varias personas que le estaban manipulando toda la zona de la columna vertebral. Tenía los brazos extendidos y las piernas separadas. Era como el hombre de Vitruvio.
Mario se fijó en el suelo, era como un gran espejo, le devolvía su imagen. La rueda tenía siete radios de un color platino brillante. Mario descansaba sobre ella, pero había una particularidad, su “cuerpo” estaba integrado entre los radios, solo las zonas donde no descansaba, se podían percibir los radios. Lo que más le llamaba la atención era que nada sujetaba la rueda. Estaba como suspendida en el aire. Y otra cosa, no distinguía su sexo. Sus atributos habían desaparecido. Eso le preocupó.
Las personas o los seres que lo habían estado manipulando desparecieron como absorbidos por una pared invisible. De pronto la rueda comenzó a girar con una peonza trazando una ondulación que, finalmente, quedó quieta en posición vertical. Dio ciento ochenta grados y quedó enfrentado a Haniel.
—¿Que me habéis hecho? —se enfrentó Mario a Haniel—. Dónde están mis…, mis genitales.
—En esta dimensión no los necesitas. Solo tu cuerpo mortal necesita reproducirse.
—¿Y la espalda?
—Verás, te hemos arreglado un poco.
Mario dio un respingo.
—Tranquilo —continuó Haniel—. Te hemos desconectado el cordón de plata, solo mientras estés atrapado en esta dimensión, el vínculo con tu cuerpo mortal ha sido cortado. Si no lo hubiéramos hecho, todas tus nuevas experiencias repercutirían sobre tu cuerpo y sufriría. Ahora, tu cuerpo mortal ha entrado en un profundo coma y eso nos da libertad para vencer a Amon.
—¿Amon? —se extrañó Mario—. ¿Quién es?
—El demonio que invocasteis cuando hicisteis la Güija.
—Era Satán —corrigió Mario.
—Satán es un nombre inventado por la iglesia —aclaró Haniel—. Amon es hijo de una hija de Enlil, ese a quien llaman Yahveh. Le gusta sembrar la duda y la ira entre los mortales. Puede manipular la mente humana y llevar a los humanos a cometer asesinatos. Amon fue el que manipuló al soldado romano que clavó la lanza en el costado de Jesús. Después, la lanza pasó de mano en mano hasta que unos arqueólogos alemanes la descubrieron y se la entregaron a Adolf Hitler.
Haniel alargó la mano y la rueda fue bajando hasta posarse sobre el suelo.
—Ya puedes dejar el anillo. Da un paso al frente.
Mario dio un paso al frente. Fue como separarse de una tela de araña. Cuando se liberó, la rueda desapareció.
—Escúchame atentamente —Haniel caminó hacía Mario y se detuvo frente a él—, esto tienes que hacerlo solo. Al desafiarle en aquel juego, abriste un pasillo por el que te obliga a seguirle por los siete universos. En algunos de ellos, Amon tiene un gran poder. No puede hacerte daño, ahora no, ya no tienes vínculo con tu yo mortal y, es ese cuerpo, el que él necesita para poder acceder a ti. Ahora eres energía, puedes moverte por los universos a través de tu portal. Amon te perseguirá allá donde vayas e intentará vencerte para ocupar tu cuerpo. Pero con una particularidad, es una persecución hacia delante. A pesar de ser tú el perseguido, te convertirás en perseguidor. Él marca las reglas, sabe que te ayudaremos.
—¿Y cómo puedo encontrar esos pasillos?
Haniel extendió la mano y apareció la rueda.
—Este será tu portal para acceder a esos mundos. Para abrirlo, extiende la mano y ordena que se abra con la mente. Lo mismo para cerrarlo. Amon no puede cruzarlo, pero si te alcanza antes de hacerlo, quedarás atrapado en ese universo. La clave estará en obligarle a ser el primero en abrir el portal.





