Coma: El resurgir de los ángeles

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—¿Voy a estar siempre solo? —preguntó desalentado.
—Viajaré hasta la Casa del Principado y despertaré a los ángeles. Son siete seres muy poderosos que ocuparán, cada uno, un universo. Ellos estarán contigo. Los conocerás al salir del Portal. Debes procurar que los portales se abran al aire libre y, a ser posible, que haya follaje. Tienes que conseguir vencer a Amon con sus mismas armas, hazle creer lo que no es y oblígale a saltar a otro universo. Cada vez que abandone un universo, ya no podrá regresar. Tú lo perseguirás y los ángeles que estén contigo te acompañarán y cruzarán el portal. En cada universo que entréis, los ángeles se irán sumando en cada salto, preparándose para la batalla final. En esa batalla, yo estaré contigo también. Tú, yo y los siete ángeles del principado estaremos en esa batalla donde la finalidad, si vencemos al demonio, será recuperar tu cuerpo mortal. Y una cosa más, estará alguien muy especial.
—No sé si podré —dijo Mario—. Estoy asustado.
—Podrás, claro que podrás. Eres un ser poderoso. ¡No sabes cuánto! Una cosa más, no esperes encontrar un universo diferente cada vez que cruces el portal. El mundo donde hagas el salto es el mismo en otro universo, solo cambia el escenario.
—No entiendo.
—Será el mismo escenario, el mismo mundo paralelo, pero diferente época y universo.
—Me estás diciendo que voy a cruzar a un escenario del pasado, o del futuro, sin poder controlarlo.
—Eso es exactamente lo que quiero decir.
Mario se le quedó mirando.
—Bien. ¿Dónde comenzará todo?
—Ve a la habitación del hospital donde está tu cuerpo, Amon estará allí, escondido entre las sombras. Intentará provocarte, pero no podrá, ya no posees emociones humanas. Cuando se dé cuenta, saltará a otro universo.
—¿Cómo sabré dónde va?
—Lo sabrás por el punto del salto, abre el portal en el mismo punto que lo haya hecho él y te llevará a donde haya ido. No te puedo decir cuál será. Recuerda, Amon necesita vencerte para absorber tu energía y poseer tu cuerpo. No puedes, no debes permitirlo. Es de suma importancia que no lo consiga. El universo no puede permitirse perder a una de sus almas.
Mario estaba callado escuchando a Haniel. No lograba comprender como iba a hacer todo lo que le pedía. Éste leyó sus pensamientos.
—No estás solo —le dijo poniendo una mano sobre su hombro—. El Infinito está contigo. Venceremos. Después de decir aquello, Haniel desapareció.

Mario cerró los ojos y al momento se vio en la habitación donde su cuerpo descansaba. Se miró a sí mismo. Estaba en una cama rodeado de aparatos. Un tubo se le introducía por la laringe. En ambos brazos, sendas vías introducían en su cuerpo todo lo necesario para mantenerle con vida. No sentía ninguna emoción al verse tan desvalido e indefenso.
—Hola, mortal —sonó una voz de ultratumba—. Volvemos a vernos.
Mario miró al lugar de donde procedía la voz. De un rincón oscuro vio aparecer una sombra que se difuminaba para más tarde adquirir consistencia. Mario lo miró.
—Así es, Amon, volvemos a encontrarnos. ¿O debo llamarte nieto de Enlil?
—¡Oh!... Veo que has conocido a Haniel. Sin embargo, estás aquí, solo. ¿Qué ha pasado? ¡No me lo digas! Te ha abandonado. Si es que estos angelitos son todos iguales, unos cobardes.
Ahora podía ver mejor al ser. Tras la sombra difuminada, en constante movimiento, se podía apreciar una cara de lagarto, cuando se movía arrastraba una cola, repugnante. Se puso junto al cuerpo de Mario y lo miró.
—Mírate, tan desvalido; si quisiera, ahora mismo podría poseerte. Pero no es a él a quien quiero, te quiero a ti —Amon puso una especie de mano sobre la cabeza del cuerpo de Mario—. ¿Qué crees que pasaría si le arrebatara la vida?
—Eso no entra en tus planes —le contestó Mario con seguridad—. Además, puedes hacer lo que quieras con este mortal. No me importa.
Tras aquella sombra aparecieron dos ojos llenos de fuego. Amon se acercó a Mario y lo miró con aquellos terroríficos ojos. Ahora podía distinguir mejor sus facciones. Daba miedo.
—Vaya —dijo Amon alejándose hacía el rincón—, después de todo, tu ángel te ha ilustrado, ha roto tu vínculo con el cuerpo mortal. ¿Quieres jugar? ¡Juguemos!
Amon desapareció dejando tras de sí un círculo de fuego. Mario miró a su cuerpo. No sintió nada. Avanzó hacia el lugar donde Amon había desaparecido, extendió la mano y se abrió el portal. En aquel momento se abrió la puerta y entró una enfermera. Se acercó a la cama y comprobó que todo estaba bien. Se llevó las manos a la nariz, el olor era nausebundo.

Era un lugar mágico. Sobre el cielo, siete soles, cada uno de ellos situado de manera que nunca hubiera oscuridad, compartían el espacio con siete lunas que mantenían la estabilidad de un mar siempre en calma. Altas montañas de las que fluían ríos que recorrían frondosos valles. Haniel apareció junto a un sendero que conducía a una enorme casa construida con grandes bloques de piedra. Caminó por aquel sendero, su cuerpo había cambiado, ya no vestía aquel traje, era pura energía.
Llegó junto a la puerta. A la derecha del umbral, un bloque sobresalía de los demás. Puso la mano y lo empujó suavemente. El bloque se desplazó hacía dentro dejando a la vista un sello. Lo giró en el sentido de las agujas del reloj y la puerta se abrió. Entró, la puerta se cerró tras él, a ambos lados había unas antorchas, cogió una y la prendió. Se acercó a una especie de pedestal sobre el cual, la figura de un ángel, con la mano extendida, le invitaba a adentrarse.
Haniel llegó a una artesa, introdujo la antorcha e inmediatamente el fuego se propagó por diversos canales que fueron alumbrado la estancia. Dejó la antorcha y cogió una vara de unos dos metros, cilíndrica, estaba labrada con relieves, excepto los cuarenta centímetros de uno de los extremos. En el centro, un gran círculo sobre el cual había siete tronos. Estaban situados sobre un grabado que representaba los siete universos. De cada uno de ellos, una línea iniciaba el trazado que convergía en un orbe situado en el centro. Los siete universos estaban unidos entre sí mediante otro trazado; era exactamente igual que la rueda.
Sentados en los tronos, siete figuras, con las manos apoyadas en los brazos del trono, con el tronco erguido y los ojos cerrados, permanecían inmóviles. Haniel caminó al centro del círculo, miró al suelo, un orificio del mismo diámetro que la vara se hundía a sus pies. Puso la vara al borde del orificio y miró a las figuras, después miró hacia arriba y dijo:
—Por el poder que me ha conferido el Infinito —Haniel bajo la mirada al agujero, encaró el extremo liso de la vara y, al mismo tiempo que la introducía con fuerza, gritó—, yo os ordeno que despertéis.
Sus palabras fueron acompañadas por un gran trueno que hizo estremecer los cimientos. Cuando todo se calmó, las figuras parecieron tomar un aspecto luminoso, cada una de un color, pero todas dentro de una escala de colores puros. Del suelo brotaron siete báculos que los ángeles cogieron. Se levantaron, eran tan altos como Haniel.
—¿Por qué motivo nos despiertas? —dijo uno de ellos.
—Os necesito. Uno de los nuestros, Mehiel, que alimenta el cuerpo de un mortal llamado Mario, está amenazado por uno de los demonios más poderosos. Un nieto de Enlil llamado Amon. Mario está atrapado en los siete universos y ha sido retado por el demonio. Cada uno de vosotros deberá ir a un universo y ayudarle. Amon es muy cauteloso y no se dejará sorprender. Si se ve perdido, dejará ese universo y saltará a otro. Si lo hace, debéis saltar con Mario y uniros al que, de vosotros, ocupe ese universo. Iréis sumando fuerzas con cada salto y, si no conseguís vencerle en esos universos, nos uniremos todos en el último. Allí le venceremos. Si Amon nos venciera, mataría el cuerpo mortal de Mario y el Infinito perdería a uno de sus más valiosos ángeles, y el sector oscuro del cosmos ganaría un mortal que aumentaría su poder en el universo Gaia. No podemos permitirlo.
Haniel levanto la vara sobre su cabeza y los siete ángeles unieron la punta de sus báculos a la vara.
—Sea como dices —sentenció uno de los ángeles.
Un trueno ensordecedor surgió de la unión de los báculos. Cada uno de los ángeles se elevó atravesando la cúpula de la estancia. Haniel dejó la vara donde estaba y cogió la antorcha. La puso donde estaba y el fuego que iluminaba la estancia se extinguió. Haniel apagó entonces la antorcha. Abrió la puerta y la cerró tras él, giró el sello y se alejó, desapareciendo por el camino.
El Regreso
El avión aterrizó en el aeropuerto de Madrid a las tres de la tarde. Sara y Lupe recogieron el equipaje y pasaron por los controles del aeropuerto. Después, cogieron un taxi hacia la estación de Atocha, donde subieron al AVE que iba a Valencia. Tuvieron que viajar en preferente al no haber plaza. El tren llegó a Valencia dos horas más tarde. Finalmente, un taxi los trasladó a la casa que compartía con su hermano. Era una casa construida después de la guerra por sus abuelos. Estaba situada en el Cabañal; sus padres la reformaron un año antes de tener el accidente. Estaba conformada por un bajo y la planta superior. Sin ser demasiado lujosa, estaba decorada con mucho gusto.
Sara pagó al taxista y buscó la llave en su bolso. Cuando la encontró abrió la puerta y las dos mujeres entraron. Sara dejó las maletas en el suelo y abrió las ventanas de par en par, la luz penetró en la estancia dejando al descubierto un mobiliario cubierto por sábanas.
—Ayúdame, Lupe. Quitemos las sábanas.
Fueron quitando todas las sábanas y amontonándolas en el suelo. Cuando acabaron, Sara se quedó mirando el gran mueble sobre el cual se exhibían fotos de la familia. Sara cogió una en la que aparecía con su hermano. Debía tener quince años. Ambos disfrutaban de la playa en pleno verano. Sara rompió a llorar y Lupe acudió a consolarla. Sara se abrazó a ella incapaz de contener el llanto, mientras, Lupe, le mesaba los cabellos.
—No llores pequeña, todo se va a arreglar —aseguró Lupe mientras cogía la foto y la examinaba atentamente—. ¡Cielo Santo! Yo he visto a este chico.
Sara la miró interrogante.
—No es posible. Nunca ha ido a Estados Unidos.
—Lo he visto, estoy segura; lo vi en la casa de San José. Estaba parado en la acera frente a la casa. Me acuerdo porque me extrañó su inmovilidad, parecía una estatua, fue el día que llegaste de la oficina con la noticia, yo estaba en el jardín tendiendo.
—Pero ¿no dices que solo puedes ver a los muertos? Si Mario está vivo…
—Algo debe haber ocurrido.
—Vale, sigamos recogiéndolo todo o esta noche dormiremos en el suelo. Necesitamos descansar.
—Y comer —indicó Lupe—. ¿Dónde podemos comprar comida?
—Hace mucho tiempo que no vengo por aquí. Antes había una tienda de comestibles cerca, pero por esta vez, miraré por Internet algún supermercado que tenga servicio a domicilio. Así nosotras podemos poner un poco de orden en la casa. Pero antes voy a llamar a Luisa y decirle que estamos aquí.
Sara llamó a Luisa. Sonaron varios tonos, pero no contestó.
—Debe estar ocupada. Le enviaré un WhatsApp.
Encendió el portátil y buscó un híper con servicio a domicilio. Llamó por teléfono y encargó una lista. Lupe le iba indicando aquello que necesitaban, lo más imprescindible.
Después de tres horas tenían la casa casi habitable.
—Creo que ya podemos pasar la noche —dijo Sara—. Ama, deja ya la cocina, vamos a subir a arreglar los dormitorios.
Se disponía a subir las escaleras cuando sonó el timbre de la puerta. Sara la abrió. Era el repartidor del supermercado.
—¿Sara Cruz? —preguntó un joven uniformado.
—Sí, pasa.
—Tengo el encargo en la furgoneta. Un momento.
El joven fue a la furgoneta y, con una carretilla, regreso con toda la compra.
—¿Dónde lo dejo?
—Al fondo está la cocina.
El chico entró con el encargo y lo dejó todo sobre la mesa de la cocina. Sacó un dispositivo electrónico.
—Firme aquí, por favor.
Sara firmó y el joven abandonó la casa. Iba a cerrar cuando vio llegar a Luisa.
—Luisa —saludó Sara abrazándose a ella—, qué alegría verte. Estás guapísima.
Luisa sonrió agradecida.
—Que zalamera eres.
—Pasa.
Luisa entró y se paró en el centro de la estancia mirando a su alrededor.
—Veo que no pierdes el tiempo —Luisa iba a seguir hablando cuando reparó de la presencia de Lupe saliendo de la cocina.
—Esta es Lupe. Me ha acompañado desde que llegué a California.
Lupe le alargó la mano y Luisa se la estrechó.
—Encantada. Sara me ha hablado mucho de usted.
—Tutéame, por favor, me horroriza que me tomen por una señora mayor.
—Desde luego —accedió Lupe—. Sara, mientras tú hablas con tu amiga voy a ordenar las habitaciones.
—Gracias Lupe, te lo agradezco. Tengo que ponerme al día.
Lupe sonrió y se encaminó hacia las escaleras.
—Ven —propuso Sara a su amiga, sentándose en el sofá—. Cuéntame, ¿qué novedades hay?
—Fui hace dos días al hospital —empezó Luisa—, no hay nada nuevo y, sí lo hay, a mí no me lo cuentan.
—Iré mañana a verlo y hablaré con los médicos. ¿Puedes acompañarme?
—Claro. Me tomaré el día de asuntos propios.
—¿Dónde trabajas?
—En el ayuntamiento. En el departamento legal.
—Al final lo conseguiste —observó Sara mirando a su amiga con simpatía—. ¿Te licenciaste en Derecho?
—Sí y luego oposité.
—Estoy muy orgullosa de ti —Sara se abrazó a su amiga—. ¿Te has casado?
—Tengo pareja. También es abogado. Trabaja en un importante bufete de Valencia.
—¿Tienes hijos? Perdona, parece que te estoy interrogando.
—No, no —la disculpó Luisa—, de momento queremos viajar y divertirnos. No estamos preparados para una vida de responsabilidad.
—Entiendo.
—¿Y tú? —ahora era Luisa la que quería saber cosas—. ¿Algún novio, pareja?
—Nada serio. El trabajo me absorbe todo el tiempo. ¿Te quedas a cenar?
—Mejor otro día. Diego me espera en casa. Hablaré con él y podemos quedar para el viernes. Si te parece.
—Hecho. ¿Os espero el viernes?
—Está bien, se lo diré.
—¿A qué hora nos vemos mañana?
—Sobre las nueve estará bien. Nos vemos allí, ¿vale?
—Vale —Sara se levantó y se abrazó a Luisa—. Te estoy muy agradecida Luisa. Has estado ahí cuando nadie podía estar. Eres una gran amiga.
—Serás tonta. ¿Para qué están las amigas? —se dirigió a la puerta y, antes de abrirla, se volvió—. Bienvenida, hasta mañana.
—Hasta mañana —contestó Sara levantando una mano.

A la mañana siguiente, Sara llegó con Lupe y esperó a Luisa en la entrada. No tardó en llegar. Se dieron sendos besos y Luisa saludó a Lupe con simpatía.
—Tenemos que ir a la Unidad Asistencial de Pacientes Críticos —cogió a Sara del brazo—. Solo el nombre da miedo, ¿verdad?
—En efecto —a Sara le cambió la cara.
Cuando llegaron a la Unidad caminaron hasta el mostrador.
—Hola, buenos días —saludó Luisa—. Hemos venido a ver a Mario Cruz. Ella es su hermana.
—Ya era hora que viniera algún familiar —la enfermera lo dijo sin levantar la vista del ordenador.
A Sara le invadió la cólera y no pudo contenerse.
—Escúcheme, “señora”. Usted no está aquí para expresar su opinión. Y menos sin conocerme. Así que le agradecería que se guardara sus comentarios y me dijese dónde está mi hermano.
La enfermera levantó entonces la visa del ordenador y miró a Sara. La enfermera iba a contestar cuando una voz se oyó desde una habitación que había detrás.
—Discúlpese inmediatamente con la señorita —un hombre apareció por la puerta—. O tendré que tomar medidas contra usted.
El hombre miró a Sara.
—Hola, Sara.
—Le pido disculpas —terció la enfermera sofocada.
—Disculpada queda. Luis…, pero, ¿qué haces tú aquí? —miró a Luisa—. No me habían dicho nada.
—No sabía nada. Te lo juro —observó Luisa con cara de sorpresa.
Luis salió y dio dos besos a Sara. Se volvió a Luisa e hizo lo mismo.
—Acompañadme, vamos a mi despacho.
Caminaron tras él hasta llegar a una puerta con un cristal opaco.
—Sentaos, por favor —Luis reparó entonces con Lupe.
—Esta es Lupe —la presentó Sara al darse cuenta—. Ha venido conmigo desde California.
Lupe le tendió la mano y Luis se la estrechó.
—Así que estás en Silicon Valley —dijo Luis—. No me sorprende, en el instituto ya apuntabas maneras.
—Pues anda que tú —Sara estaba sorprendida—. Debes ser muy importante aquí.
—Solo soy un jefe de equipo —sonrió halagado—. El lumbreras, es el jefe de la Unidad. Escúchame Sara, tu hermano no ha estado desatendido en ningún momento, me he encargado personalmente. Su estado es muy complicado. Si fuera religioso diría que está en manos de Dios.
—Y…, ¿si no lo fueras? —preguntó Luisa.
—Si no lo fuera, que no lo soy, diría que no está aquí; no sé dónde estará, pero aquí no.
El silencio se hizo el dueño del tiempo.
—¿Podemos verlo?
Luis miró el reloj.
—Os acompaño a su habitación y os dejo a solas un momento con él. Yo tengo que pasar unas visitas. Cuando acabe vuelvo.
Entraron a una sala previa a la habitación.
—La habitación está bajo el protocolo de aislamiento —Luis señaló unas estanterías— Tendréis que colocaros esta protección encima de la ropa. La cabeza y los pies también. Y poneos las mascarillas. No le toquéis ¿de acuerdo?
—De acuerdo —contestó Sara.
Luis salió y las tres mujeres se pusieron las protecciones. Cuando estuvieron listas, Sara cogió el pomo de la puerta. Se volvió mirándolas buscando su aprobación.
—¿Listas? Vamos allá.
Sara abrió la puerta. La habitación estaba en penumbra. Cuando vio a su hermano se cubrió la cara con las manos. Estaba sobre la cama rodeado de vías y tubos, extremadamente delgado. No pudo evitar un gemido. Luisa que había entrado tras ella soltó un grito de sorpresa y se llevó las manos al pecho. Le faltaba el aire. Lupe entró y se quedó parada. Un escalofrío le atravesó el cuerpo. Se quedó mirando el rincón y se llevó la mano a la boca.
—Dios mío —sollozó sin dejar de mirar el rincón.
Las dos mujeres se volvieron mirándola.
—¿Qué ocurre ama? —preguntó Sara—. ¿Qué ves?
—Han estado aquí.
—¿Quiénes? —conminó Sara—. Ama, mírame, ¿quién ha estado aquí?
—Tu hermano —a Lupe apenas le salía la voz—. Pero no ha estado solo.
—¿Qué quieres decir con que no ha estado solo? —Sara estaba confundida—. Explícate.
—En esta habitación han ocurrido cosas. Tu hermano ha venido a visitarse, pero se ha encontrado con una presencia maligna que le ha retado.
—Oh, Dios mío —a Luisa estaba a punto de darle un infarto.
—¿Qué ha pasado después? —quiso saber Sara—. Dímelo ama, por favor.
—El demonio se ha ido, por aquel rincón. Tu hermano le ha seguido. Pero no sé todavía cómo. Es como si alguien le estuviera prestando ayuda.
—¿Quién? —a Sara casi no le salía la voz, estaba aterrada.
Lupe cerró los ojos y alargó la mano para que dejará de presionarle. Al cabo de un rato, los abrió, miró a Sara con una sonrisa tranquilizadora.
—Un ángel —Lupe lo dijo con esperanza—. Ahora, todo está en manos de Dios.
Sara miró a Luisa y ésta le devolvió la mirada. Ambas volvieron a mirar a Lupe.
—Está en buenas manos —las tranquilizó—. Aunque el peligro continúa.
El rostro de Sara pareció relajarse, aunque persistía en él la preocupación.
—Y ahora…, ¿qué hacemos? —preguntó Sara con la mirada perdida.
—Lo que tengamos que hacer —Lupe hablaba sin apartar los ojos del rincón—, no podemos hacerlo aquí. Te lo explico cuando lleguemos a casa.
Sara se acercó a la cama y miró a su hermano. Estuvo tentada a darle un beso, pero recordó que Luis le había advertido que no lo tocara. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas y se llevó la mano a la boca, cubierta por la mascarilla.
—Si me oyes —Sara le hablaba al oído—, si estás en algún lugar luchando por tu vida, sé fuerte, no decaigas. Te quiero, todos te queremos. No dejes que nada ni nadie te doblegue.
—Vámonos —Sara se incorporó y caminó a la salida y las dos mujeres la siguieron.
Entraron en la sala de contención y se quitaron las protecciones. Cuando abrieron la puerta de salida, Luis las esperaba.
—¿Cómo ha ido? Bueno, perdonadme, es una pregunta retórica que hago continuamente. Lo siento.
—Me hago cargo —lo disculpó Sara—. En realidad, ha sido frustrante. No me esperaba encontrarlo tan…, apagado.
—Mientras esté recibiendo cuidados, a nivel biológico y físico, puede estar años. El problema es que…, bueno, no sé cómo decirlo.
—Habla claro Luis —le conminó Sara.
—No es muy ortodoxo lo que voy a decir y si me oyeran decirlo me tacharían de loco. Creo que Mario necesita ayuda… —se quedó en silencio unos segundos—, espiritual…
—No —intervino Luisa—, realmente no es muy ortodoxo viniendo de un médico.
Luis sonrió. Casi enseguida quedó serio.
—Durante estos últimos años he visto cosas… inexplicables —continuó Luis—, cosas que están por encima del entendimiento y la naturaleza humana. Por eso estoy abierto a explorar otras experiencias.
—Luis, ¿por qué no te vienes a mi casa a cenar el viernes? —propuso Sara—. Luisa estará también. No sé si tu novia, mujer o pareja, estará en sintonía con esto que acabas de decir, pero si lo está, puede acompañarnos. Piénsalo. Sin compromiso. Gracias por haber atendido tan bien a mi hermano. Te espero el viernes, si puedes.
—Tengo mujer y dos hijos. Ella es mucho más abierta que yo a estos temas y le encantaría asistir. No sé, el problema son los niños. Pero hablaremos con mis suegros para ver si se los quedan esa noche. No te aseguro nada. Hablaré con mi mujer y lo que ella decida.
—Perfecto —Sara se despidió de Luis con dos besos en la mejilla. Abrió el bolso y sacó una tarjeta—. Este es mi número; cuando sepas algo me llamas y gracias de nuevo. Sabiendo que estás aquí me voy más esperanzada.
—Quédate tranquila —dijo Luis. Se volvió hacía Luisa y le dio dos besos. Lo mismo hizo con Lupe—. Bueno, tengo que seguir con las visitas. Adiós.
Adiós —dijo Sara. Se quedó mirando cómo se perdía por el pasillo. Miró a Luisa y a Lupe—. ¿Nos vamos?
El Poder del Ormus
El viaje de Mario a través del portal discurrió por distintas etapas. Primero, un canal de gusano, por el que viajó entre destellos de distinta complejidad; después, un largo agujero negro y, finalmente, ante él, apareció el portal. Se detuvo a pocos centímetros de la rueda. ¿Qué le esperaría al otro lado? Alargó la mano y la introdujo en una especie de membrana traslucida. Inmediatamente, algo tiró de él y le obligó a cruzar el portal. Mientras cruzaba se vio a sí mismo cómo su aspecto iba cambiando. De un ser de luz pasó a convertirse en un humano con unas extrañas vestimentas.
Cuando pasó al otro lado se miró. Una especie de túnica con mangas hasta el antebrazo que le llegaba hasta las pantorrillas y, sobre ésta, una túnica más holgada con algunos adornos. Calzaba unas sandalias de cuero con cordones que se sujetaban a los tobillos. Miró a su alrededor, no tenía ni idea de dónde se encontraba. Apenas había vegetación. Formaciones de roca erosionada le habían estado resguardando. Caminó unos pasos, pero no vio nada, así que decidió encaramarse en lo alto de las rocas. Se trataba de un terreno arcilloso y muy inestable. Se agarró a una roca para impulsarse cuando una voz que casi le hace perder el equilibrio.





