Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics)

- -
- 100%
- +
Al contrario que yo, eran ellos ricos, así que no resultaba fácil seguir su pista. Cuando llegué a Londres apenas si me quedaba un penique, y no tuve más remedio que buscar trabajo. Monto y gobierno caballos como quien anda: pronto me vi en el empleo de cochero. Cuanto excediera de cierta suma que cada semana había de llevar al patrón, era para mi bolsillo. Ascendía, por lo común, a poco, aunque pude ir tirando. Me fue en especial difícil orientarme en la ciudad, a lo que pienso el laberinto más endiablado que hasta la fecha haya tramado el hombre. Gracias, sin embargo, a un mapa que llevaba conmigo, acerté, una vez localizados los hoteles y estaciones principales, a componérmelas no del todo mal.
Pasó cierto tiempo antes de que averiguase el domicilio de los dos caballeros de mis entretelas; mas no descansé hasta dar con ellos. Se alojaban en una pensión de Camberwell, al otro lado del río. Supe entonces que los tenía a mi merced. Me había dejado crecer la barba, lo que me tornaba irreconocible. Proyectaba seguir sus pasos en espera del momento propicio. No estaba dispuesto a dejarlos escapar de nuevo.
Poco faltó, sin embargo, para que lo hicieran. Se encontraran donde se encontrasen, andaba yo pisándoles los talones. A veces les seguía en mi coche, otras a pie, aunque prefería lo primero, porque entonces no podían separarse de mí. De ahí resultó que sólo cobrara las carreras a primera hora de la mañana o a última de la noche, principiando a endeudarme con mi patrón. Me tenía ello sin cuidado, mientras pudiera echarles el guante a mis enemigos.
Eran éstos muy astutos, sin embargo. Debieron sospechar que acaso alguien seguía su rastro, ya que nunca salían solos o después de anochecido. Durante dos semanas no los perdí de vista, y en ningún instante se separó el uno del otro. Drebber andaba la mitad del tiempo borracho, pero Stangerson no se permitía un segundo de descuido. Los vigilaba de claro en claro y de turbio en turbio, sin encontrar sombra siquiera de una oportunidad; no incurría, aun así, en el desaliento, pues una voz interior me decía que había llegado mi hora. Sólo tenía un cuidado: que me estallara esta cosa que llevo dentro del pecho demasiado pronto, impidiéndome dar remate a mi tarea.
Al fin, una tarde en la que llevaba ya varias veces recorrida en mi coche Torquay Terrace —tal nombre distinguía a la calle de la pensión donde se alojaban—, observé que un vehículo hacía alto justo delante de su puerta. Sacaron de la casa algunos bultos, y poco después Drebber y Stangerson, que habían aparecido tras ellos, partieron en el carruaje. Incité a mi caballo y no los perdí de vista, aunque me inquietaba la idea de que fueran a cambiar otra vez de residencia. Se apearon en Euston Station, y yo confié mi montura a un niño mientras los seguía hasta los andenes. Oí que preguntaban por el tren de Liverpool y también la contestación del vigilante, quien les explicó que ya estaba en camino y que habían de aguardar una hora hasta el siguiente.
La noticia pareció alterar grandemente a Stangerson y producir cierta complacencia en Drebber. Me arrimé a ellos lo bastante para escuchar cada una de las palabras que a la sazón se intercambiaban. Drebber dijo que le aguardaba un pequeño negocio.y que si el otro tenía a bien esperarle, se reuniría con él a no mucho tardar. Su compañero no se mostró conforme y recordó su acuerdo de permanecer juntos. Drebber repuso que el asunto era delicado y que debía tratarlo él solo. No pude oír la réplica de Stangerson, mas Drebber prorrumpió en improperios, diciendo al otro que no era al cabo sino un sirviente a sueldo, sin títulos para ordenarle esto o lo de más allá. Entonces prefirió ceder el secretario, tras de lo cual quedó convencido que Drebber se reuniría con Stangerson en el hotel Halliday Private, caso de que llegase a perder el último tren. El primero aseguró que estaría de vuelta en los andenes antes de las once y abandonó la estación.
La ocasión que tanto tiempo había aguardado parecía ponerse por fin al alcance de la mano. Tenía a mis enemigos en mi poder. Juntos podían darse protección uno al otro, mas por separado se hallaban a mi merced. No me dejé llevar sin embargo de la premura. Mi plan estaba ya dibujado. No hay satisfacción en la venganza a menos que el culpable encuentre modo de saber de quién es la mano que lo fulmina y cuál la causa del castigo. Entraba en mis propósitos que el hombre que me había agraviado pudiera comprender que sobre él se proyectaba la sombra de su antiguo pecado. Por ventura, el día antes, mientras visitaban unos inmuebles en Brixton Road, un sujeto había extraviado la llave de uno de ellos en mi coche. Fue reclamada y devuelta aquella misma tarde, no antes, sin embargo, de que yo hubiera hecho un molde, y obtenido una réplica, de la original. De este modo ganaba acceso a un punto al menos de la ciudad donde podía tener la seguridad de obrar sin ser interrumpido. Cómo arrastrar a Drebber hasta esa casa era la difícil cuestión que ahora se me presentaba.
Mi hombre prosiguió calle abajo, entrando en uno o dos bares, y demorándose en el último casi media hora. Salió del último dibujando eses, bien empapado ya en alcohol. Hizo una seña al simón que había justo en frente de mí. Lo seguí tan de cerca que el hocico de mi caballo rozaba casi con el codo del conductor. Cruzamos el puente de Waterloo y después, interminablemente, otras calles, hasta que para mi sorpresa me vi en la explanada misma de donde habíamos partido. Ignoraba la razón de ese retorno, pero azucé a mi caballo y me detuve a unas cien yardas de la casa. Drebber entró en ella, y el simón siguió camino. Denme un vaso de agua, por favor. Tengo la boca seca de tanto hablar.
Le alcancé el vaso, que apuró al instante.
—Así está mejor —dijo—. Bien, llevaba haciendo guardia un cuarto de hora, aproximadamente, cuando de pronto me llegó de la casa un ruido de gente enzarzada en una pelea. Inmediatamente después se abrió con brusquedad la puerta y aparecieron dos hombres, uno de los cuales era Drebber y el otro un joven al que nunca había visto antes. Este tipo tenía sujeto a Drebber por el cuello de la chaqueta, y cuando llegaron al pie de la escalera le dio un empujón y una patada después que lo hizo trastabillar hasta el centro de la calle.
—¡Canalla! —exclamó, enarbolando su bastón—. ¡Voy a enseñarte yo a ofender a una chica honesta!
Estaba tan excitado que sospecho que hubiera molido a Drebber a palos, de no poner el miserable pies en polvorosa. Corrió hasta la esquina, y viendo entonces mi coche, hizo ademán de llamarlo, saltando después a su interior.
—Al Holliday´s Private —dijo.
Viéndolo ya dentro sentí tal pálpito de gozo que temí que en ese instante último pudiera estallar mi aneurisma. Apuré la calle con lentitud, mientras reflexionaba sobre el curso a seguir. Podía llevarlo sin más a las afueras y allí, en cualquier camino, celebrar mi postrer entrevista con él. Casi tenía decidido tal cuando Drebber me brindó otra solución. Se había apoderado nuevamente de él el delirio de la bebida, y me ordenó que le condujera a una taberna. Ingresó en ella tras haberme dicho que aguardara por él. No acabó hasta la hora de cierre, y para entonces estaba tan borracho que me supe dueño absoluto de la situación.
No piensen que figuraba en mi proyecto asesinarlo a sangre fría. No hubiese vulnerado con ello la más estricta justicia, mas me lo vedaba, por así decirlo, el sentimiento. Desde tiempo atrás había determinado no negarle la oportunidad de seguir vivo, siempre y cuando supiera aprovecharla. Entre los muchos trabajos que he desempeñado en América se cuenta el de conserje y barrendero en un laboratorio de York College. Un día el profesor, hablando de venenos, mostró a los estudiantes cierta sustancia, a la que creo recordar que dio el nombre de alcaloide, y que había extraído de una flecha inficionada por los indios sudamericanos. Tan fuerte era su efecto que un solo gramo bastaba para producir la muerte instantánea. Eché el ojo a la botella donde guardaba la preparación, y cuando todo el mundo se hubo ido, cogí un poco para mí. No se me da mal el oficio de boticario; con el alcaloide fabriqué unas píldoras pequeñas y solubles, que después coloqué en otros tantos estuches junto a unas réplicas de idéntico aspecto, mas desprovistas de veneno. Decidí que, llegado el momento, esos caballeros extrajeran una de las píldoras, dejándome a mí las restantes. El procedimiento era no menos mortífero y, desde luego, más sigiloso, que disparar con una pistola a través de un pañuelo. Desde entonces nunca me separaba de mi precioso cargamento, al que ahora tenía ocasión de dar destino.
Más cerca estábamos de la una que de las doce, y la noche era de perros, huracanada y metida en agua. Con lo desolado del paisaje aledaño contrastaba mi euforia interior, tan intensa que había de contenerme para no gritar. Quien quiera de ustedes que haya anhelado una cosa, y por espacio de veinte años porfiado en anhelarla, hasta que de pronto la ve al alcance de su mano, comprenderá mi estado de ánimo. Encendí un cigarro para calmar mis nervios, mas me temblaban las manos y latían las sienes de pura excitación. Conforme guiaba el coche pude ver al viejo Ferrier y a la dulce Lucy mirándome desde la oscuridad y sonriéndome, con la misma precisión con que les veo ahora a ustedes. Durante todo el camino me dieron escolta, cada uno a un lado del caballo, hasta la casa de Brixton Road.
No se veía un alma ni llegaba al oído el más leve rumor, quitando el menudo de la lluvia. Al asomarme a la ventana del carruaje avisté a Drebber, que, hecho un lío, se hallaba entregado al sueño del beodo. Lo sacudí por un brazo.
—Hemos llegado —dije.
—Está bien, cochero —repuso.
Supongo que se imaginaba en el hotel cuya dirección me había dado, porque descendió dócilmente y me siguió a través del jardín. Hube de ponerme a su flanco para tenerle derecho, pues estaba aún un poco turbado por el alcohol. Una vez en el umbral, abrí la puerta y penetramos en la pieza del frente. Le doy mi palabra de honor que durante todo el trayecto padre e hija caminaron juntos delante de nosotros.
—Está esto oscuro como boca de lobo —dijo, andando a tientas.
—Pronto tendremos luz —repuse, al tiempo que encendía una cerilla y la aplicaba a una vela que había traído conmigo—. Ahora, Enoch Drebber —añadí levantando la candela hasta mi rostro—, intente averiguar quién soy yo.
Me contempló un instante con sus ojos turbios de borracho, en los que una súbita expresión de horror, acompañada de una contracción de toda la cara, me dio a entender que en mi hombre se había obrado una revelación. Retrocedió vacilante, dando diente con diente y lívido el rostro, mientras un sudor frío perlaba su frente. Me apoyé en la puerta y lancé una larga y fuerte carcajada. Siempre había sabido que la venganza sería dulce, aunque no todo lo maravillosa que ahora me parecía.
—¡Miserable! —dije—. He estado siguiendo tu pista desde Salt Lake City hasta San Petersburgo, sin conseguir apresarte. Por fin han llegado tus correrías a término, porque ésta será, para ti o para mí, la última noche.
Reculó aún más ante semejantes palabras, y pude adivinar, por la expresión de su cara, que me creía loco. De hecho, lo fui un instante. El pulso me latía en las sienes como a redobles de tambor, y creo que habría sufrido un colapso a no ser porque la sangre, manando de la nariz, me trajo momentáneo alivio.
—¿Qué piensas de Lucy Ferrier ahora? —grité, cerrando la puerta con llave y agitando ésta ante sus ojos—. El castigo se ha hecho esperar, pero ya se cierne sobre ti.
Vi temblar sus labios cobardes. Habría suplicado por su vida, de no saberlo inútil.
—¿Va a asesinarme? —balbució.
—¿Asesinarte? —repuse—. ¿Se asesina acaso a un perro rabioso? ¿Te preocupó semejante cosa cuando separaste a mi pobre Lucy de su padre recién muerto para llevarla a tu maldito y repugnante harén?
—No fui yo autor de esa muerte —gritó.
—Pero sí partiste por medio un corazón inocente —dije, mostrándole la caja de las pastillas—. Que el Señor emita su fallo. Toma una y trágala. En una habita la muerte, en otra la salvación. Para mí será la que tú dejes. Veremos si existe justicia en el mundo o si gobierna a éste el azar.
Cayó de hinojos pidiendo a gritos perdón, mas yo desenvainé mi cuchillo y lo allegué a su garganta hasta que me hubo obedecido. Tragué entonces la otra píldora, y durante un minuto o más estuvimos mirándonos en silencio, a la espera de cómo se repartía la Suerte. ¿Podré olvidar alguna vez la expresión de su rostro cuando, tras las primeras convulsiones, supo que el veneno obraba ya en su organismo? Reí al verlo, mientras sostenía a la altura de sus ojos el anillo de compromiso de Lucy. Fue breve el episodio, ya que el alcaloide actúa con rapidez. Un espasmo de dolor contrajo su cara; extendió los brazos, dio unos tumbos, y entonces, lanzando un grito, se derrumbó pesadamente sobre el suelo. Le di la vuelta con el pie y puse la mano sobre su corazón. No observé que se moviera. ¡Estaba muerto!
La sangre había seguido brotando de mi nariz, sin que yo lo advirtiera. No sé decirles qué me indujo a dibujar con ella esa inscripción. Quizá fuera la malicia de poner a la policía sobre una pista falsa, ya que me sentía eufórico y con el ánimo ligero. Recordé que en Nueva York había sido hallado el cuerpo de un alemán con la palabra «Rache» escrita sobre la pared, y se me hicieron presentes las especulaciones de la prensa atribuyendo el hecho a las sociedades secretas. Supuse que en Londres no suscitaría el caso menos confusión que en Nueva York, y mojando un dedo en mi sangre, grabé oportunamente el nombre sobre uno de los muros. Volví después a mi coche y comprobé que seguía la calle desierta y rugiente la noche. Llevaba hecho algún camino cuando, al hundir la mano en el bolsillo en que solía guardar el anillo de Lucy, lo eché en falta. Sentí que me fallaba el suelo debajo de los pies, pues no me quedaba de ella otro recuerdo. Pensando que acaso lo había perdido al reclinarme sobre el cuerpo de Drebber, volví grupas y, tras dejar el coche en una calle lateral, retorné decidido a la casa. Cualquier peligro me parecía pequeño, comparado al de perder el anillo. Llegado allí casi me doy de bruces con el oficial, que justo entonces salía del inmueble, y sólo pude disipar sus sospechas fingiéndome mortalmente borracho.
De la manera dicha encontró Enoch Drebber la muerte. Sólo me restaba dar idéntico destino a Stangerson y saldar así la deuda de John Ferrier. Sabiendo que se alojaba en el Halliday's Private, estuve al acecho todo el día, sin avistarlo un instante. Imagino que entró en sospechas tras la incomparecencia de Drebber. Era astuto ese Stangerson y difícil de coger desprevenido. No sé si creyó que encerrándose en el hotel me mantenía a raya, mas en tal caso se equivocaba. Pronto averigüé qué ventana daba a su habitación, y a la mañana siguiente, sirviéndome de unas escaleras que había arrumbadas en una callejuela tras el hotel, penetré en su cuarto según rayaba el día. Lo desperté y le dije que había llegado la hora de responder por la muerte cometida tanto tiempo atrás. Le describí lo acontecido con Drebber, poniéndole después en el trance de la píldora envenenada. En vez de aprovechar esa oportunidad que para salvar el pellejo le ofrecía, saltó de la cama y se arrojó a mi cuello. En propia defensa, le atravesé el corazón de una cuchillada. De todos modos, estaba sentenciado, ya que jamás hubiera sufrido la providencia que su mano culpable eligiese otra píldora que la venenosa.
Poco más he de añadir, y por suerte, ya que me acabo por momentos. Seguí en el negocio del coche un día más o menos, con la idea de ahorrar lo bastante para volver a América. Estaba en las caballerizas cuando un rapaz harapiento vino preguntando por un tal Jefferson Hope, cuyo vehículo solicitaban en el 221 B de Baker Street. Acudí a la cita sin mayores recelos, y el resto es de ustedes conocido: el joven aquí presente me plantó sus dos esposas, con destreza asombrosa. Tal es la historia. Quizá me tengan por un asesino, pero yo estimo, señores, que soy un mero ejecutor de la justicia, en no menor medida que ustedes mismos.
Tan emocionante había asido el relato, y con tal solemnidad dicho, que permanecimos en todo instante mudos y pendientes de lo que oíamos. Incluso los dos detectives profesionales, hechos como estaban a cuanto se relaciona con el crimen, semejaban fascinados por la historia. Cuando ésta hubo terminado se produjeron unos minutos de silencio, roto tan sólo por el lápiz de Lestrade al rasgar el papel en que iban quedando consignados los últimos detalles de su informe escrito.
—Sobre un solo punto desearía que se extendiese usted un poco más —dijo al fin Sherlock Holmes—. ¿Qué cómplice de usted vino en busca del anillo anunciado en la prensa?
El prisionero hizo un guiño risueño a mi amigo.
—Soy dueño de decir mis secretos, no de comprometer a un tercero. Leí su anuncio y pensé que podía ser una trampa, o también la ocasión de recuperar el anillo que buscaba. Mi amigo se ofreció a descubrirlo. Admitirá que no lo hizo mal.
—¡Desde luego!—repuso Holmes con vehemencia.
—Y ahora, caballeros —observó gravemente el inspector—, ha llegado el momento de cumplir lo que la ley estipula. El jueves comparecerá el preso ante los magistrados, siendo además necesaria la presencia de ustedes. Mientras tanto, yo me hago cargo del acusado.
Mientras esto decía hizo sonar una campanilla, a cuya llamada dos guardianes tomaron para sí al prisionero. Mi amigo y yo abandonamos la comisaría, cogiendo después un coche en dirección a Baker Street.
7. Conclusión
Teníamos orden de comparecer frente a los magistrados el jueves, mas llegada esa fecha fue ya inútil todo testimonio. Un juez más alto se había hecho cargo del caso, convocando a Jefferson Home a un tribunal donde, a buen seguro, le sería aplicada estricta justicia. La misma noche de la captura hizo crisis su aneurisma, y a la mañana siguiente fue encontrado el cuerpo sobre el suelo de la celda; en el rostro había impresa una sonrisa de placidez, como la de quien, volviendo la cabeza atrás, contempla en el último instante una vida útil o un trabajo bien hecho.
—Gregson y Lestrade han de estar tirándose de los cabellos —observó Holmes cuando a la tarde siguiente discutíamos sobre el asunto.
—Muerto su hombre, ¿quién les va a dar ahora publicidad?
—No veo que interviniesen grandemente en su captura —repuso.
—Poco importa que una cosa se haga —replicó mi compañero con amargura—. La cuestión está en hacer creer a la gente que la cosa se ha hecho. Mas vaya lo uno por lo otro —añadió poco después, ya de mejor humor—. No me habría perdido la investigación por nada del mundo. No alcanzo a recordar caso mejor que éste. Aun siendo simple, encerraba puntos sumamente instructivos.
—¡Simple! —exclamé.
—Bien, en realidad, apenas si admite ser descrito de distinto modo —dijo Sherlock Holmes, regocijado de mi sorpresa—. La prueba de su intrínseca simpleza está en que, sin otra ayuda que unas pocas deducciones en verdad nada extraordinarias, puse mano al criminal en menos de tres días.
—Cierto —dije.
—Ya le he explicado otras veces que en esta clase de casos lo extraordinario constituye antes que un estorbo, una fuente de indicios. La clave reside en razonar a la inversa, cosa, sea dicho de paso, tan útil como sencilla, y poquísimo practicada. Los asuntos diarios nos recomiendan proceder de atrás adelante, de donde se echa en olvido la posibilidad contraria. Por cada cincuenta individuos adiestrados en el pensamiento sintético, no encontrará usted arriba de uno con talento analítico.
—Confieso —afirmé— que no consigo comprenderle del todo.
—No esperaba otra cosa. Veamos si logro exponérselo más a las claras. Casi todo el mundo, ante una sucesión de hechos, acertará a colegir qué se sigue de ellos... Los distintos acontecimientos son percibidos por la inteligencia, en la que, ya organizados, apuntan a un resultado. A partir de éste, sin embargo, pocas gentes saben recorrer el camino contrario, es decir, el de los pasos cuya sucesión condujo al punto final. A semejante virtud deductiva llamo razonar hacia atrás o analíticamente.
—Comprendo.
—Pues bien, nuestro caso era de esos en que se nos da el resultado, restando todo lo otro por adivinar. Permítame mostrarle las distintas fases de mi razonamiento. Empecemos por el principio... Como usted sabe, me aproximé a la casa por mi propio pie, despejada la mente de todo supuesto o impresión precisa. Comencé, según era natural, por inspeccionar la carretera, donde, ya se lo he dicho, vi claramente las marcas de un coche, al que por consideraciones puramente lógicas supuse llegado allí de noche. Que era en efecto un coche de alquiler y no particular, quedaba confirmado por la angostura de las rodadas. Los caballeros en Londres usan un cabriolé, cuyas ruedas son más anchas que las del carruaje ordinario.
Así di mi primer paso. Después atravesé el jardín siguiendo el sendero, cuyo suelo arcilloso resultó ser especialmente propicio para el examen de huellas. Sin duda no vio usted sino una simple franja de barro pisoteado; pero a mis ojos expertos cada marca transmitía un mensaje pleno de contenido. Ninguna de las ramas de la ciencia detectivesca es tan principal ni recibe tan mínima atención como ésta de seguir un rastro. Por fortuna, siempre lo he tenido muy en cuenta, y un largo adiestramiento ha concluido por convertir para mí esta sabiduría en segunda naturaleza. Reparé en las pesadas huellas del policía, pero también en las dejadas por los dos hombres que antes habían cruzado el jardín. Que eran las segundas más tempranas, quedaba palmariamente confirmado por el hecho de que a veces desaparecían casi del todo bajo las marcas de las primeras. Así arribé a mi segunda conclusión, consistente en que subía a dos el número de los visitantes nocturnos, de los cuales uno, a juzgar por la distancia entre pisada y pisada, era de altura más que notable, y algo petimetre el otro, según se echaba de ver por las menudas y elegantes improntas que sus botas habían producido.
Al entrar en la casa obtuve confirmación de la última inferencia. El hombre de las lindas botas yacía delante de mí. Al alto, pues, procedía imputar el asesinato, en caso de que éste hubiera tenido lugar. No se veía herida alguna en el cuerpo del muerto, mas la agitada expresión de su rostro declaraba transparentemente que no había llegado ignaro a su fin. Quienes perecen víctimas de un ataque al corazón, o por otra causa natural y súbita, jamás muestran esa apariencia desencajada. Tras aplicar la nariz a los labios del difunto, detecté un ligero olor acre, y deduje que aquel hombre había muerto por la obligada ingestión de veneno. Al ser el envenenamiento voluntario, pensé, no habría quedado impreso en su cara tal gesto de odio y miedo. Por el método de exclusión, me vi, pues, abocado a la única hipótesis que autorizaban los hechos. No crea usted que era aquélla en exceso peregrina. La administración de un veneno por la fuerza figura no infrecuentemente en los anales del crimen. Los casos de Dolsky en Odesa, y el de Leturier en Montpellier, acudirían de inmediato a la memoria de cualquier toxicólogo.
A continuación se suscitaba la gran pregunta del porqué. La rapiña quedaba excluida, ya que no se echaba ningún objeto en falta. ¿Qué había entonces de por medio? ¿La política, quizá una mujer? Tal era la cuestión que entonces me inquietaba. Desde el principio me incliné por lo segundo. Los asesinos políticos se dan grandísima prisa a escapar una vez perpetrada la muerte. Ésta, sin embargo, había sido cometida con flema notable, y las mil huellas dejadas por su amor a lo largo y ancho de la habitación declaraban una estancia dilatada en el escenario del crimen. Sólo un agravio personal, no político, acertaba a explicar tan sistemático acto de venganza. Cuando fue descubierta la inscripción en la pared, me confirmé aún más en mis sospechas. Se trataba, evidentemente, de un falso señuelo. El hallazgo del anillo zanjó la cuestión. Era claro que el asesino lo había usado para atraer a su víctima el recuerdo de una mujer muerta o ausente. Justo entonces pregunté a Gregson si en el telegrama enviado a Cleveland se inquiría también por cuanto hubiera de peculiar en el pasado de Drebber. Fue su contestación, lo recordará usted, negativa.