Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics)

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—Pero todo eso son simples hipótesis —dije.
—Son algo más que hipótesis. Es la única hipótesis capaz de explicar los hechos. Veamos si encaja dentro de lo que después ocurrió. El mayor Sholto vive en paz por espacio de algunos años y es feliz con la posesión de su tesoro. Después recibe una carta de la India que le llena de pánico. ¿Qué quiere decir eso?
—Que la carta le anunciaba que los hombres a quienes él había perjudicado estaban en libertad.
—O que se habían fugado. Esto es mucho más probable, porque él debía de saber cuáles eran sus condenas. No le habría producido sorpresa. ¿Y qué hace entonces? Se protege para defenderse de un hombre que tenía una pierna postiza... un hombre de raza blanca, fíjese bien, porque en cierta ocasión confundió con él a un comerciante blanco, y le disparó con su pistola. Pues bien: en el plano sólo figura un nombre de persona de raza blanca. Los otros son hindúes o mahometanos. No hay ningún otro hombre blanco. Podemos, pues, afirmar con toda confianza que el hombre de la pata de palo es el mismo Jonathan Small. ¿Le ve usted algún defecto a este razonamiento?
—No; es claro y conciso.
—Pues bien: situémonos ahora en el lugar de Jonathan Small. Consideremos el problema desde su punto de vista. El hombre llega a Inglaterra con el doble propósito de apoderarse de lo que él cree que le pertenece y de vengarse del hombre que le ha engañado. Averigua dónde vive Sholto, y se pone, muy probablemente, en contacto con alguien de dentro de la casa de éste. Aún no le hemos echado la vista encima a ese Lal Rao. La señora Bernstone me ha hablado de él como de persona más que dudosa. Pero Small no consiguió averiguar dónde estaba escondido el tesoro, porque nadie lo supo, fuera del mayor y de su leal servidor, ya fallecido. De pronto, Small se entera de que el mayor está en su lecho de muerte. Fuera de sí por el temor de que se lleve a la tumba su secreto, desafía a la vigilancia, se abre camino hasta la ventana del moribundo, y lo único que le impide entrar en la habitación es la presencia de sus dos hijos. Sin embargo, loco de odio contra el difunto, entra aquella misma noche en la habitación de éste, registra sus papeles particulares, con la esperanza de encontrar algún papel que hable del tesoro, y deja, por último, un recuerdo de su visita en la breve frase de la cartulina. Sin género alguno de duda, Jonathan Small lo había planeado todo por adelantado, y si hubiese podido matar al mayor, habría dejado sobre el cuerpo esta indicación, como señal de que no se trataba de un asesinato vulgar, sino, desde el punto de vista de los cuatro asociados, de algo que se parecía mucho a un acto de justicia. En los anales del crimen, por muy extraños y caprichosos que parezcan, existen bastantes conceptos de esa clase, que suelen proporcionar valiosas indicaciones acerca de quién es el criminal, ¿Sigue usted mi razonamiento?
—Con toda claridad.
—¿Qué podía hacer, en vista de eso, Jonathan Small? No tenía otro recurso que el de vigilar los esfuerzos que se realizaban para encontrar el tesoro. Es posible que se ausentase de Inglaterra, para regresar de tiempo en tiempo a ella. De pronto, se produce el descubrimiento en la buhardilla, y Jonathan es informado de inmediato. Volvemos a encontrarnos con la presencia de algún cómplice en la casa. Jonathan, con su pierna postiza, es impotente para subir hasta la habitación alta de Bartholomew Sholto. Sin embargo, se lleva con él a un socio, por demás raro, que supera esa dificultad, pero que hunde un pie desnudo en la creosota, y entonces aparece Toby y la necesidad de una caminata de seis millas para un funcionario a media paga con el tendón de Aquiles lesionado.
—Pero quien cometió el crimen fue el socio, y no Jonathan.
—Probablemente. Y lo cometió con gran disgusto de Jonathan, a juzgar por la manera como fue y vino por el cuarto, una vez que estuvo dentro. Ningún rencor sentía él contra Bartholomew Sholto, y habría preferido que lo hubiese maniatado y amordazado. No tenía ninguna gana de poner en peligro su cabeza. Pero ya no podía evitarlo: los instintos salvajes de su compañero se habían desbordado y el veneno había hecho su obra. Jonathan Small dejó su señal, descolgó al suelo del jardín el cofre del tesoro y luego se descolgó él mismo. Los acontecimientos, hasta donde yo puedo descifrar, se desarrollaron de este modo. Por lo que a la apariencia personal de Jonathan Small se refiere, debe de ser de edad mediana y seguramente que muy atezado, después de haber cumplido condena en un horno como el de las islas Andamán. Por lo ancho de su zancada puede fácilmente calcularse su estatura. Sabemos también que tiene barba. La abundancia de su pelambre fue lo que más impresionó a Thaddeus Sholto cuando lo vio a través del cristal de la ventana. Creo que no hay nada más.
—¿Y su socio?
—Bueno; creo que eso no se trata de un gran misterio. Pero ya lo sabrá todo muy pronto... ¡Qué agradable es el aire de la mañana! Fíjese en cómo flota esa nubecilla, igual que la pluma rosada de algún flamenco gigantesco. Y cómo ahora emerge el borde rojo superior del disco solar por encima del banco londinense de nubes. Alumbra a muchísima gente, pero me atrevo a apostar que no alumbra a nadie que esté entregado a una misión tan extraña como la nuestra. ¡Qué pequeños nos sentimos, con nuestras minúsculas ambiciones y querellas, en presencia de las grandes fuerzas elementales de la naturaleza! ¿Está usted versado en la lectura de su Jean Paul?
—Bastante. Volví a él a través de Carlyle.
—Eso fue como remontar el arroyuelo hasta el lago en que nace. Ese autor hace una observación curiosa, pero profunda. Afirma que la prueba mayor de la auténtica grandeza del hombre está en la percepción de su propia pequeñez. Esto demuestra, como usted comprenderá, una capacidad de comparación que es en sí misma una prueba de nobleza. Hay en Richter mucho en qué pensar... No lleva usted pistola, ¿verdad?
—Tengo mi bastón.
—Quizá nos haga falta algo por este estilo si llegamos hasta el cubil de esta gente. Dejaré que usted se encargue de Jonathan; pero al otro, si se pone peligroso, lo mataré a tiros.
Mientras hablaba sacó su revólver y, después de poner dos cartuchos en el tambor del mismo, volvió a meterlo en el bolsillo derecho de su chaqueta. En todo ese tiempo veníamos siguiendo a Toby, que nos llevaba por carreteras rurales que van hacia la metrópoli por entre hileras de villas. Pero ahora empezamos a cruzar por calles de construcciones ininterrumpidas, en las que los peones y los obreros del puerto iban y venían, mientras mujeres desaseadas abrían las ventanas y fregaban los escalones de las puertas de la calle. En las tabernas de las esquinas estaba empezando el movimiento; hombres de traza ruda salían de ellas frotándose la barba con la manga, después del trago de la mañana. Extraños perros callejeros iban y venían y nos miraban con curiosidad; pero nuestro inimitable Toby no miraba ni a derecha ni a izquierda, sino que avanzaba trotando, con la nariz pegada al suelo, dejando escapar de cuando en cuando un gemido ansioso que delataba un fuerte aroma.
Habíamos cruzado Streatham, Brixton y Camberwell, y nos encontrábamos en Kennington Lane, porque nos habíamos ido desviando por calles laterales hacia el este de Oval. Parecía que los hombres a quienes veníamos persiguiendo habían caminado trazando un curioso zigzag, probablemente con el propósito de que nadie se fijase en ellos. Nunca habían seguido la carretera principal si podían servirse de una lateral y paralela. Al final de Kennington Lane se desviaron hacia la izquierda, por las calles Bond y Miles. Toby dejó de avanzar donde esta última calle desemboca en Knight's Place, y empezó a dar carreras hacia adelante y hacia atrás, con una oreja tiesa y la otra caída, convertido en el mismísimo retrato de la indecisión canina. Luego pataleó en círculos y alzando su mirada hacia nosotros de cuando en cuando, como solicitando nuestra simpatía ante su desconcierto.
—¿Qué diablos le pasa a este perro? —refunfuñó Holmes—. Seguramente que no tomaron un coche ni se han ido por los aires en globo.
—Quizá permanecieron aquí un buen rato —apunté yo.
—¡Bueno; todo va bien! Ya arranca de nuevo —dijo mi compañero con expresión de alivio.
En efecto, había arrancado otra vez, porque después de olfatear de nuevo a su alrededor pareció decidirse y se lanzó adelante con una energía y una resolución superiores a todas las que había demostrado hasta entonces. Se diría que el olor era mucho más fuerte ahora, porque ni siquiera tenía necesidad de arrimar la nariz al suelo y tiraba con fuerza de la traílla, empeñado en echar a correr. Por como brillaban los ojos de Holmes comprendí que pensaba que estábamos llegando al final de nuestro recorrido.
Seguimos ahora por Nine Elms adelante, hasta llegar al gran depósito de maderas de Broderick y Nelson, inmediatamente después de la taberna WhiteEagle. El perro, en el frenesí de la excitación, se metió en la puerta lateral dentro del espacio cercado, en el que los aserradores ya estaban trabajando. El perro avanzó corriendo por entre el serrín y las virutas, a lo largo de un callejón, dobló por un pasillo, entre dos pilas de madera, y, por último, se abalanzó con un aullido de triunfo sobre un gran barril que se hallaba aún sobre la carretilla de mano en que acababan de traerlo. Con lengua pendiente y ojos parpadeantes, Toby se plantó encima del tonel y nos miraba tan pronto al uno como al otro, en busca de una señal de aprobación. Las duelas del barril y las ruedas de la carretilla estaban embadurnadas de un líquido oscuro, y toda la atmósfera se hallaba impregnada de olor a creosota.
Sherlock Holmes y yo nos miramos inexpresivamente el uno al otro y estallarnos a un tiempo en un acceso de risa incontrolada.
8. Los irregulares de Baker Street
—Y ahora, ¿qué? —pregunté yo—. Es obvio que Toby acaba de perder su reputación de infalibilidad.
—Ha obrado de acuerdo con sus luces —dijo Holmes, bajando al perro de encima del tonel y sacándolo de aquel aserradero—. Si usted medita en la gran cantidad de creosota que se transporta de un lado para otro en Londres en el espacio de un día, no es de extrañar que la huella que seguíamos se haya cruzado con otra. Emplean actualmente mucho ese producto, en especial para la conservación de la madera. El pobre Toby no merece por ello ninguna censura.
—Me imagino que tendremos que volver a buscar el rastro principal.
—Así es. Por suerte, no tenemos que ir lejos. Es evidente que el perro se confundió en Knight's Place; allí había dos huellas diferentes con direcciones distintas. Seguimos por la equivocada. Sólo nos queda, pues, tomar ahora la otra.
Aquello no ofreció dificultad alguna. En cuanto llevamos a Toby al punto en que había cometido su equivocación, trazó un ancho círculo y se lanzó por último en una nueva dirección.
—Debemos cuidar de que no nos lleve ahora en la dirección de donde procedía el barril de creosota —dije yo.
—Ya había pensado en ello. Pero observe que ahora marcha por la acera, mientras que el barril vino por la calzada. No, esta vez seguirnos la verdadera pista.
Ésta iba en dirección de la orilla del río, pasando por Belmot Place y Prince Street. Al terminar Broad Street se dirigió en línea recta a la orilla del río, donde se alzaba un pequeño muelle de madera. Toby nos condujo hasta el mismo borde de éste, y allí se quedó gimoteando y mirando hacia la negra corriente de agua que había delante.
—Tenemos mala suerte —dijo Holmes—. Han embarcado aquí.
Por allí cerca, y al borde del muelle, se veían varias embarcaciones de fondo plano y algunos esquifes.
Llevamos a Toby a todos ellos, uno después del otro; pero, a pesar de que olfateó con gran avidez, no encontró señal alguna.
Cerca del tosco desembarcadero había una pequeña casa de ladrillo, de cuya segunda ventana sobresalía un cartelón de madera, a lo largo del cual estaba pintado con grandes letras:
Mordecai Smith, y debajo: Se alquilan lanchas por horas y días. Otra inscripción sobre la puerta nos informó de que disponían de una lancha a vapor, cosa que resultaba confirmada por una gran pila de carbón de coque que había en el malecón. Sherlock Holmes dirigió lentamente la mirada a su alrededor, y su cara adquirió una expresión seria.
—Esto presenta mal cariz —dijo—. Estos individuos son más astutos de lo que yo esperaba. Por lo visto han borrado sus huellas. Me temo que lo tenían todo bien preparado previamente.
Se iba acercando a la puerta de la casa, cuando ésta se abrió; salió de ella corriendo un niño de unos seis años, de cabellos rizados, seguido de una mujer fortachona, de cara rubicunda, que llevaba en la mano una gran esponja.
—Vuelve aquí para que te lave, Jack —gritó—. Vuelve, pilluelo; si tu padre llega a casa y te ve así, vamos a tener que oírle.
—¡Qué muchachito tan encantador! —exclamó Holmes, con estrategia—. ¡Vaya diablillo de carrillos sonrosados! Vamos a ver, Jack: ¿qué te gustaría que te diese?
El muchacho lo pensó un momento, y dijo:
—Un chelín.
—¿Nada más que un chelín?
—Bueno, más aún me gustarían dos —contestó aquel niño prodigio, después de pensarlo un poco.
—¡Aquí los tienes, pues! ¡A ver si los agarras! ¡Estupendo niño, señora Smith!
—Sí que lo es, señor... Que Dios lo bendiga a usted..., y para cuidarlo. Yo casi no puedo con él, sobre todo cuando mi hombre falta varios días seguidos.
—Entonces, ¿está fuera? —dijo Holmes con voz de contrariedad—. Lo siento, porque deseaba hablarle.
—Falta desde ayer por la mañana, señor, y para serle franca, empiezo a preocuparme por él. Pero si se trata de alquilar una lancha, señor, quizá yo misma pudiera servirle.
—Deseaba alquilar la de vapor.
—Es una lástima, señor, porque precisamente es ésa la que se llevó. Y eso es lo que me tiene intrigada; porque me consta que no lleva más carbón que el que necesitaría para ir a Woolwich y regresar. Si se hubiera ausentado en la gabarra, la cosa no me habría preocupado; más de una vez lo han contratado para ir hasta Gravesand, y quizá se hubiese quedado allí si encontraba tarea. Pero ¿de qué sirve una lancha de vapor si no lleva carbón?
—Quizá lo haya comprado en algún muelle, río abajo.
—Sí, quizá. Pero a él no le gusta eso. Le he oído muchas veces protestar contra los precios que cobran por unos pocos sacos de carbón. Además, no me agrada nada ese hombre de la pata de palo, con su feísima cara y acento extranjero. ¿Qué es lo que anda buscando con tanto venir por aquí?
—¿Un hombre con una pata de palo? —preguntó Holmes, con cierta sorpresa.
—Sí, señor: un individuo moreno, con cara de mono, que ha venido varias veces en busca de mi hombre.
Él fue quien lo despertó ayer por la noche; y lo que es más, mi hombre lo esperaba, porque tenía la lancha a presión. Le digo a usted sin rodeos, señor, que no las tengo todas conmigo en este asunto.
—Pero, mi querida señora Smith —dijo Holmes, encogiéndose de hombros—, se asusta usted por una nadería. ¿Cómo sabe usted que fue el hombre de la pata de palo quien vino por la noche? No se me ocurre cómo puede usted estar tan segura.
—Por su voz, señor. A mí se me había quedado grabada su voz, que es gruesa y ronca. Dio unos golpecitos en la ventana, serían las tres, y dijo: «Compañero, déjese ver, es hora del cambio de guardia».
Mi hombre despertó a Jim, que es mi hijo mayor, y allá se fueron sin decirme siquiera una palabra.
Escuché el martilleo de la pata de palo sobre las piedras.
—Pero ¿estaría solo ese hombre?
—Pues de verdad, señor, que no lo sé. No oí a ninguna otra persona.
—Lo siento, señora Smith; quería una lancha de vapor y me habían hablado muy bien de la... Veamos: ¿cómo me dijeron que se llamaba la lancha?
—La Aurora, señor.
—¡Ya! ¿No es una vieja lancha verde, con una línea amarilla, muy ancha de popa?
—De ninguna manera. Es la lanchita más esbelta y nueva que hay en el río. Está recién pintada de negro, con dos franjas encarnadas.
—Gracias. Deseo que tenga pronto noticias del señor Smith. Voy río abajo, y si le echo la vista encima a la Aurora le diré a su marido que está usted inquieta. ¿Dijo usted que tenía la chimenea pintada de negro?
—No, señor; de negro con una franja blanca.
—¡Ya caigo! De negro en los costados. Buenos días, señora Smith. Watson, tenemos ahí a un barquero con una chalana. La alquilaremos y cruzaremos el río. —Cuando estuvimos sentados a popa de la chalana, Holmes me dijo—: Con esta clase de gente, lo principal es no dejarles que supongan que los datos que uno les pide puedan tener la menor importancia. Como se lo debe usted suponer, se cierran como una ostra. En cambio, si hace como que los escucha porque no tiene otro remedio, es probable que averigüe lo que desea.
—Nuestra línea de acción parece que está ahora bastante clara —dije yo.
—¿Quiere decirme lo que usted haría?
—Contrataría una lancha de vapor y marcharía río abajo tras las huellas de la Aurora.
—Esa sería una tarea colosal, querido amigo. Ha podido atracar en uno cualquiera de los muelles de una y otra orilla que hay desde aquí a Greenwich. Más allá del puente y en un trayecto de muchas millas, los desembarcaderos forman un verdadero laberinto. La tarea de visitarlos todos nos llevaría días y días.
—Recurra usted entonces a la policía.
—No. Aunque es probable que en el último momento llame a Athelney Jones. No es mala persona, y no quisiera hacer nada que pudiera perjudicarle profesionalmente. Puesto que hemos avanzado ya tanto, tengo el capricho de llevar yo mismo el asunto hasta su desenlace.
—¿Y no podríamos poner un anuncio pidiendo datos a los encargados de los diversos muelles?
—¡Mucho peor todavía! Nuestros hombres sabrían entonces que les pisamos los talones y se largarían del país. Aunque, y tal como están las cosas, es probable que se larguen; pero no lo harán con precipitación mientras se crean a salvo. La energía de Jones nos será en esto de gran utilidad, porque sus puntos de vista acerca del asunto aparecerán en la prensa diaria y los fugitivos creerán que todo el mundo anda despistado.
—¿Qué vamos, pues, a hacer? —le pregunté cuando desembarcábamos cerca de la penitenciaría del Millbank.
—Alquilar ese coche, irnos a casa, desayunar y dormir unas horas. Es posible, dentro del juego, que tengamos que pasar en pie otra noche más. ¡Cochero, deténgase en una oficina de telégrafos! Nos quedaremos con Toby, porque quizá pueda sernos de utilidad todavía.
El coche se detuvo frente a la oficina de telégrafos de Great Peter Street, y Holmes envió su telegrama.
Cuando reanudábamos la marcha, dijo:
—¿A quién cree que se le lo he enviado?
—¡Cómo voy a saberlo!
—¿Se acuerda de la sección del cuerpo de investigadores de Baker Street, a la que recurrí en el caso de Jefferson Hope?
—Sí, ¿y qué? —le pregunté, echándome a reír.
—Que en esta ocasión pudieran sernos de incalculable utilidad. Si ellos fracasan tengo otros recursos de que echar mano, pero voy a empezar por ponerlos a prueba. Ese telegrama lo dirigí a mi sucio tenientillo Wiggins, y confío en antes de que hayamos acabado de desayunar, él y su pandilla estarán con nosotros.
Serían entre las ocho y las nueve en ese momento, y yo notaba una fuerte reacción después de las sucesivas emociones de la noche. Estaba lánguido y cansado, con el cerebro brumoso y el cuerpo dolorido. No poseía el entusiasmo profesional que sostenía a mi compañero, ni podía encarar el asunto como un simple problema intelectual abstracto. Por lo que se refería al asesinato de Bartholomew Sholto, nada de bueno había oído hablar de esta persona y no podían inspirarme excesiva antipatía sus asesinos. Lo del tesoro ya era distinto. El tesoro, o por lo menos parte del mismo, le pertenecía, en justicia, a la señorita Morstan. Mientras existiese alguna posibilidad de recuperarlo, yo estaba dispuesto a consagrar mi vida a ese único objetivo. Es cierto, me decía yo mismo, que ello la colocará fuera de mi alcance. Pero el mío sería un amor ruin y egoísta si se dejase influir por una consideración tal. Si Holmes era capaz de trabajar para dar con los criminales, existía una razón diez veces más fuerte que me impelía a mí a la búsqueda del tesoro.
Un baño en Baker Street y el cambio total de ropas me reanimaron maravillosamente. Cuando bajé a nuestro cuarto de estar, me encontré el desayuno servido y a Holmes sirviendo el café.
—Ahí está el asunto —me dijo, riéndose, y señalándome el periódico—. Entre el enérgico Jones y el ubicuo informador de prensa, lo han averiguado ya todo. Pero basta ya para usted del caso. Lo mejor que puede hacer es probar, antes que nada, los huevos con jamón.
Le quité el periódico y leí una breve gacetilla cuyo encabezamiento era: «Misterioso asunto misterioso en Upper Norwood». Decía el Standard:
"La noche pasada, y a eso de las doce, fue encontrado muerto, en su habitación y en circunstancias que hacen pensar en algo turbio, el señor Bartholomew Sholto, de Pondicherry Lodge, Upper Norwood. Según nuestros datos, el cadáver del señor Sholto no presentaba ningún rastro de violencia, pero ha desaparecido una valiosa colección de piedras preciosas de la India que el muerto había heredado de su padre. Los primeros en descubrir el cadáver fueron el señor Sherlock Holmes y el doctor Watson, que habían ido a visitar al señor Thaddeus Sholto, hermano del difunto. Por afortunada coincidencia, el conocido miembro de cuerpo de detectives, señor Athelney Jones, se encontraba en la comisaría de Norwood y pudo hacer acto de presencia en el lugar del suceso menos de media hora después de la primera alarma. Sus facultades de hombre entrenado y experimentado se enfocaron inmediatamente hacia la tarea de descubrir a los criminales, con el satisfactorio resultado de que el hermano, Thaddeus Sholto, se encuentra ya detenido, junto con el ama de llaves, señora Bernstone, un mayordomo indio llamado Lal Rao y el portero McMurdo. Es evidente que el ladrón o ladrones conocían perfectamente la casa; los bien probados conocimientos técnicos del señor Jones y sus dotes de minuciosa observación le han permitido demostrar de un modo terminante que los criminales no pudieron entrar por la puerta ni por la ventana y se vieron obligados a introducirse por el tejado del edificio, valiéndose de una trampilla, hasta una habitación que comunica con la misma en que se encontró el cadáver. Este hecho, que ha quedado terminantemente establecido, demuestra que no se trata de un robo con escalo casual. La acción rápida y enérgica de los funcionarios de la ley prueba la gran ventaja que tiene en tales ocasiones la presencia de una sola inteligencia enérgica y dominadora. No podemos menos de pensar que suministra un argumento favorable a quienes desean que nuestros detectives estén más descentralizados, para que de ese modo puedan ponerse en contacto más cercano y eficaz con los casos que se ven obligados a investigar."
—¿No es estupendo? —dijo Holmes, sonriendo anchamente por encima de su taza de café—. ¿Qué le parece a usted?
—Creo que nos hemos librado por los pelos de no ser detenidos por el crimen.
—Eso mismo creo yo. No respondo de que ni aun ahora estemos seguros si a Jones le entrase otro de sus arrebatos de energía.
En ese mismo instante dieron un fuerte tirón a la campanilla de la puerta y llegó hasta mis oídos la voz de la señora Hudson, nuestra patrona, con un tono de súplica y de apocamiento.
—Por vida de... Holmes, creo que, realmente, vienen a por nosotros.
—No llega a tanto como eso la cosa. Son las fuerzas particulares... Los irregulares de Baker Street.
Mientras él hablaba, se oyó subir escaleras arriba un ruido de pies descalzos y un estruendo de voces chillonas, e irrumpió en el cuarto una docena de pilluelos sucios y desarrapados. A pesar de su entrada tumultuosa, se advertía entre ellos cierta disciplina, porque se alinearon instantáneamente y permanecieron frente a nosotros con caras expectantes. Uno de ellos, más alto y de más años que los otros, se adelantó con aire de tranquila superioridad, que resultaba por demás divertido en un monigote tan insignificante, y dijo: