Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics)

- -
- 100%
- +
—Encomiable actitud.
—Y a veces extremosa... Cuando le induce a aporrear con un bastón los cadáveres, en la sala de disección, se pregunta uno si no está revistiendo acaso una forma en exceso peculiar.
—¡Aporrear los cadáveres!
—Sí, a fin de ver hasta qué punto pueden producirse magulladuras en un cuerpo muerto. Lo he contemplado con mis propios ojos.
—¿Y dice usted que no estudia medicina?
—No. Sabe Dios cuál será el objeto de tales investigaciones... Pero ya hemos llegado, y podrá usted formar una opinión sobre el personaje.
Cuando esto decía enfilamos una callejuela, y a través de una pequeña puerta lateral fuimos a dar a una de las alas del gran hospital. Siéndome el terreno familiar, no precisé guía para seguir mi itinerario por la lúgubre escalera de piedra y a través luego del largo pasillo de paredes encaladas y puertas color castaño. Casi al otro extremo, un corredor abovedado y de poca altura torcía hacia uno de los lados, conduciendo al laboratorio de química.
Era éste una habitación de elevado techo, llena toda de frascos que se alineaban a lo largo de las paredes o yacían desperdigados por el suelo. Aquí y allá aparecían unas mesas bajas y anchas erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen con su azul y ondulante lengua de fuego. En la habitación hacía guardia un solitario estudiante que, absorto en su trabajo, se inclinaba sobre una mesa apartada. Al escuchar nuestros pasos volvió la cabeza, y saltando en pie dejó oír una exclamación de júbilo.
—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! —gritó a mi acompañante mientras corría hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. He hallado un reactivo que precipita con la hemoglobina y solamente con ella.
El descubrimiento de una mina de oro no habría encendido placer más intenso en aquel rostro.
—Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes —anunció Stamford a modo de presentación.
—Encantado —dijo cordialmente mientras me estrechaba la mano con una fuerza que su aspecto casi desmentía—. Por lo que veo, ha estado usted en tierras afganas.
—¿Cómo diablos ha podido adivinarlo? —pregunté, lleno de asombro.
—No tiene importancia —repuso él riendo por lo bajo—. Volvamos a la hemoglobina. ¿Sin duda percibe usted el alcance de mi descubrimiento?
—Interesante desde un punto de vista químico —contesté—, pero, en cuanto a su aplicación práctica...
—Por Dios, se trata del más útil hallazgo que en el campo de la Medina Legal haya tenido lugar durante los últimos años. Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre. ¡Venga usted a verlo!
Era tal su agitación que me agarró de la manga de la chaqueta, arrastrándome hasta el tablero donde había estado realizando sus experimentos.
—Hagámonos con un poco de sangre fresca —dijo, clavándose en el dedo una larga aguja y vertiendo en una probeta de laboratorio la gota manada de la herida. —Ahora añado esta pequeña cantidad de sangre a un litro de agua. Puede usted observar que la mezcla resultante ofrece la apariencia del agua pura. La proporción de sangre no excederá de uno a un millón. No me cabe duda, sin embargo, de que nos las compondremos para obtener la reacción característica.
Mientras tal decía, arrojó en el recipiente unos pocos cristales blancos, agregando luego algunas gotas de cierto líquido transparente. En el acto la mezcla adquirió un apagado color caoba, en tanto que se posaba sobre el fondo de la vasija de vidrio un polvo parduzco.
—¡Ajá! —exclamó, dando palmadas y alborozado como un niño con zapatos nuevos—. ¿Qué me dice ahora?
—Fino experimento —repuse.
—¡Magnífico! ¡Magnífico! La tradicional prueba del guayaco resultaba muy tosca e insegura. Lo mismo cabe decir del examen de los corpúsculos de sangre... Este último es inútil cuando las manchas cuentan arriba de unas pocas horas. Sin embargo, acabamos de dar con un procedimiento que actúa tanto si la sangre es vieja como nueva. A ser mi hallazgo más temprano, muchas gentes que ahora pasean por la calle hubieran pagado tiempo atrás las penas a que sus crímenes les hacen acreedoras.
—Caramba... —murmuré.
—Los casos criminales giran siempre alrededor del mismo punto. A veces un hombre resulta sospechoso de un crimen meses más tarde de cometido éste; se someten a examen sus trajes y ropa blanca: aparecen unas manchas parduzcas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de óxido, acaso de fruta? Semejante extremo ha sumido en la confusión a más de un experto, y ¿sabe usted por qué? Por la inexistencia de una prueba segura. Sherlock Holmes ha aportado ahora esa prueba, y queda el camino despejado en lo venidero.
Había al hablar destellos en sus ojos; descansó la palma de la mano a la altura del corazón, haciendo después una reverencia, como si delante suyo se hallase congregada una imaginaria multitud.
—Merece usted que se le felicite —apunté, no poco sorprendido de su entusiasmo.
—¿Recuerda el pasado año el caso de Von Bischoff, en Frankfort? De haber existido esta prueba, mi experimento le habría llevado en derechura a la horca. ¡Y qué decir de Mason, el de Bradford, o del célebre Muller, o de Lefévre de Montpellier, o de Samson el de Nueva Orleans! Una veintena de casos me acuden a la mente en los que la prueba hubiera sido decisiva.
—Parece usted un almanaque viviente de hechos criminales —apuntó Stamford con una carcajada—. ¿Por qué no publica algo? Podría titularlo «Noticiario policiaco de tiempos pasados».
—No sería ningún disparate —repuso Sherlock Holmes poniendo un pedacito de parche sobre el pinchazo—. He de andar con tiento —prosiguió mientras se volvía sonriente hacia mí—, porque manejo venenos con mucha frecuencia.
Al tiempo que hablaba alargó la mano, y eché de ver que la tenía moteada de parches similares y descolorida por el efecto de ácidos fuertes.
—Hemos venido a tratar un negocio —dijo Stamford tomando asiento en un elevado taburete de tres patas, y empujando otro hacia mí con el pie—. Este señor anda buscando dónde cobijarse, y como se lamentaba usted de no encontrar nadie que quisiera ir a medias en la misma operación, he creído buena la idea de reunirlos a los dos.
A Sherlock Holmes pareció seducirle el proyecto de dividir su vivienda conmigo.
—Tengo echado el ojo a unas habitaciones en Baker Street —dijo—, que nos vendrían de perlas. Espero que no le repugne el olor a tabaco fuerte.
—No gasto otro —repuse.
—Hasta ahí vamos bastante bien. Suelo trastear con sustancias químicas y de vez en cuanto realizo algún experimento. ¿Le importa?
—En absoluto.
—Veamos..., cuáles son mis otros inconvenientes. De tarde en tarde me pongo melancólico y no despego los labios durante días. No lo atribuya usted nunca a mal humor o resentimiento. Déjeme sencillamente a mi aire y verá qué pronto me enderezo. En fin, ¿qué tiene usted a su vez que confesarme? Es aconsejable que dos individuos estén impuestos sobre sus peores aspectos antes de que se decidan a vivir juntos.
Me hizo reír semejante interrogatorio.
—Soy dueño de un cachorrito —dije—, y desapruebo los estrépitos porque mis nervios están destrozados... y me levanto a las horas más inesperadas y me declaro, en fin, perezoso en extremo. Guardo otra serie de vicios para los momentos de euforia, aunque los enumerados ocupan a la sazón un lugar preeminente.
—¿Entra para usted el violín en la categoría de lo estrepitoso? —me preguntó muy alarmado.
—Según quién lo toque —repuse—. Un violín bien tratado es un regalo de los dioses, un violín en manos poco diestras...
—Magnífico —concluyó con una risa alegre—. Creo que puede considerarse el trato zanjado..., siempre y cuando dé usted el visto bueno a las habitaciones.
—¿Cuándo podemos visitarlas?
—Venga usted a recogerme mañana a mediodía; saldremos después juntos y quedará todo arreglado.
—De acuerdo, a las doce en punto —repuse estrechándole la mano.
Lo dejamos enzarzado con sus productos químicos y juntos fuimos caminando hacia el hotel.
—Por cierto —pregunté de pronto, deteniendo la marcha y dirigiéndome a Stamford—, ¿cómo demonios ha caído en la cuenta de que venía yo de Afganistán?
Sobre el rostro de mi compañero se insinuó una enigmática sonrisa.
—He ahí una peculiaridad de nuestro hombre —dijo—. Es mucha la gente a la que intriga esa facultad suya de adivinar las cosas.
—¡Caramba! ¿Se trata de un misterio? —exclamé frotándome las manos—. Esto empieza a ponerse interesante. Realmente, le agradezco infinito su presentación... Como reza el dicho, «no hay objeto de estudio más digno del hombre que el hombre mismo».
—Aplíquese entonces a la tarea de estudiar a su amigo —dijo Stamford a modo de despedida—. Aunque no le arriendo la ganancia. Verá como acaba sabiendo él mucho más de usted, que usted de él... Adiós.
—Adiós —repuse, y proseguí sin prisas mi camino hacia el hotel, no poco intrigado por el individuo que acababa de conocer.
2. La ciencia de la deducción
Nos vimos al día siguiente, según lo acordado, para inspeccionar las habitaciones del 221B de Baker Street a que se había hecho alusión durante nuestro encuentro. Consistían en dos confortables dormitorios y una única sala de estar, alegre y ventilada, con dos amplios ventanales por los que entraba la luz. Tan conveniente en todos los aspectos nos pareció el apartamento y tan moderado su precio, una vez dividido entre los dos, que el trato se cerró de inmediato y, sin más dilaciones, tomamos posesión de la vivienda. Esa misma tarde procedí a mudar mis pertenencias del hotel a la casa, y a la otra mañana Sherlock Holmes hizo lo correspondiente con las suyas, presentándose con un equipaje compuesto de maletas y múltiples cajas. Durante uno o dos días nos entregamos a la tarea de desembalar las cosas y colocarlas lo mejor posible. Salvado semejante trámite, fue ya cuestión de hacerse al paisaje circundante e ir echando raíces nuevas.
No resultaba ciertamente Holmes hombre de difícil convivencia. Sus maneras eran suaves y sus hábitos regulares. Pocas veces le sorprendían las diez de la noche fuera de la cama, e indefectiblemente, al levantarme yo por la mañana, había tomado ya el desayuno y enfilado la calle. Algunos de sus días transcurrían íntegros en el laboratorio de química o en la sala de disección, destinando otros, ocasionalmente, a largos paseos que parecían llevarle hasta los barrios más bajos de la ciudad. Cuando se apoderaba de él la fiebre del trabajo era capaz de desplegar una energía sin parangón; pero a trechos y con puntualidad fatal, caía en un extraño estado de abulia, y entonces, y durante días, permanecía extendido sobre el sofá de la sala de estar, sin mover apenas un músculo o pronunciar palabra de la mañana a la noche. En tales ocasiones no dejaba de percibir en sus ojos cierta expresión perdida y como ausente que, a no ser por la templanza y limpieza de su vida toda, me habría atrevido a imputar al efecto de algún narcótico. Conforme pasaban las semanas, mi interés por él y la curiosidad que su proyecto de vida suscitaba en mí, fueron haciéndose cada vez más patentes y profundos. Su misma apariencia y aspecto externos eran a propósito para llamar la atención del más casual observador. En altura andaba antes por encima que por debajo de los seis pies, aunque la delgadez extrema exageraba considerablemente esa estatura. Los ojos eran agudos y penetrantes, salvo en los períodos de sopor a que he aludido, y su fina nariz de ave rapaz le daba no sé qué aire de viveza y determinación. La barbilla también, prominente y maciza, delataba en su dueño a un hombre de firmes resoluciones. Las manos aparecían siempre manchadas de tinta y distintos productos químicos, siendo, sin embargo, de una exquisita delicadeza, como innumerables veces eché de ver por el modo en que manejaba Holmes sus frágiles instrumentos de física.
Acaso el lector me esté calificando ya de entrometido impenitente en vista de lo mucho que este hombre excitaba mi curiosidad y de la solicitud impertinente con que procuraba yo vencer la reserva en que se hallaba envuelto todo lo que a él concernía. No sería ecuánime sin embargo, antes de dictar sentencia, echar en olvido hasta qué punto sin objeto era entonces mi vida, y qué pocas cosas a la sazón podían animarla. Siendo el que era mi estado de salud, sólo en días de tiempo extraordinariamente benigno me estaba permitido aventurarme al espacio exterior, faltándome, los demás, amigos con quienes endulzar la monotonía de mi rutina cotidiana. En semejantes circunstancias, acogí casi con entusiasmo el pequeño misterio que rodeaba a mi compañero, así como la oportunidad de matar el tiempo probando a desvelarlo.
No seguía la carrera médica. Él mismo, respondiendo a cierta pregunta, había confirmado el parecer de Stamford sobre semejante punto. Tampoco parecía empeñado en suerte alguna de estudio que pudiera auparle hasta un título científico, o abrirle otra cualquiera de las reconocidas puertas por donde se accede al mundo académico. Pese a todo, el celo puesto en determinadas labores era notable, y sus conocimientos, excéntricamente circunscritos a determinados campos, tan amplios y escrupulosos que daban lugar a observaciones sencillamente asombrosas. Imposible resultaba que un trabajo denodado y una información en tal grado exacta no persiguieran un fin concreto. El lector poco sistemático no se caracteriza por la precisión de los datos acumulados en el curso de sus lecturas. Nadie satura su inteligencia con asuntos menudos a menos que tenga alguna razón de peso para hacerlo así.
Si sabía un número de cosas fuera de lo común, ignoraba otras tantas de todo el mundo conocidas. De literatura contemporánea, filosofía y política, estaba casi completamente en ayunas. Cierta vez que saqué yo a colación el nombre de Tomás Carlyle, me preguntó, con la mayor inocencia, quién era aquél y lo que había hecho. Mi estupefacción llegó sin embargo a su cenit cuando descubrí por casualidad que ignoraba la teoría copernicana y la composición del sistema solar. El que un hombre civilizado desconociese en nuestro siglo XIX que la tierra gira en torno al sol, se me antojó un hecho tan extraordinario que apenas si podía darle crédito.
—Parece usted sorprendido —dijo sonriendo ante mi expresión de asombro—. Ahora que me ha puesto usted al corriente, haré lo posible por olvidarlo.
—¡Olvidarlo!
—Entiéndame —explicó—, considero que el cerebro de cada cual es como una pequeña pieza vacía que vamos amueblando con elementos de nuestra elección. Un necio echa mano de cuanto encuentra a su paso, de modo que el conocimiento que pudiera serle útil, o no encuentra cabida o, en el mejor de los casos, se halla tan revuelto con las demás cosas que resulta difícil dar con él. El operario hábil selecciona con sumo cuidado el contenido de ese vano disponible que es su cabeza. Sólo de herramientas útiles se compondrá su arsenal, pero éstas serán abundantes y estarán en perfecto estado. Constituye un grave error el suponer que las paredes de la pequeña habitación son elásticas o capaces de dilatarse indefinidamente. A partir de cierto punto, cada nuevo dato añadido desplaza necesariamente a otro que ya poseíamos. Resulta por tanto de inestimable importancia vigilar que los hechos inútiles no arrebaten espacio a los útiles.
—¡Sí, pero el sistema solar...! —protesté.
—¿Y qué se me da a mí el sistema solar? —interrumpió ya impacientado—: dice usted que giramos en torno al sol... Que lo hiciéramos alrededor de la luna no afectaría un ápice a cuanto soy o hago.
Estuve entonces a punto de interrogarle sobre eso que él hacía, pero un no sé qué en su actitud me dio a entender que semejante pregunta no sería de su agrado. No dejé de reflexionar, sin embargo, acerca de nuestra conversación y las pistas que ella me insinuaba. Había mencionado su propósito de no entrometerse en conocimiento alguno que no atañera a su trabajo. Por tanto, todos los datos que atesoraba le reportaban por fuerza cierta utilidad. Enumeré mentalmente los distintos asuntos sobre los que había demostrado estar excepcionalmente bien informado. Incluso tomé un lápiz y los fui poniendo por escrito. No pude contener una sonrisa cuando vi el documento en toda su extensión. Decía así:
«Sherlock Holmes; sus límites.
1. Conocimientos de Literatura: ninguno.
2. Conocimientos de Filosofía: ninguno.
3. Conocimientos de Astronomía: ninguno.
4. Conocimientos de Política: escasos.
5. Conocimientos de Botánica: desiguales. Al día en lo atañedero a la belladona, el opio y los venenos en general. Nulos en lo referente a la jardinería.
6. Conocimientos de Geología: prácticos aunque restringidos. De una ojeada distingue un suelo geológico de otro. Después de un paseo me ha enseñado las manchas de barro de sus pantalones y ha sabido decirme, por la consistencia y color de la tierra, a qué parte de Londres correspondía cada una.
7. Conocimientos de Química: profundos.
8. Conocimientos de Anatomía: exactos, pero poco sistemáticos.
9. Conocimientos de literatura sensacionalista: inmensos. Parece conocer todos los detalles de cada hecho macabro acaecido en nuestro siglo.
10. Toca bien el violín.
11. Experto boxeador, y esgrimista de palo y espada.
12. Familiarizado con los aspectos prácticos de la ley inglesa.»
Al llegar a este punto, desesperado, arrojé la lista al fuego. «Si para adivinar lo que este tipo se propone —me dije— he de buscar qué profesión corresponde al común denominador de sus talentos, puedo ya darme por vencido.»
Observo haber aludido poco más arriba a su aptitud para el violín. Era ésta notable, aunque no menos peregrina que todas las restantes. Que podía ejecutar piezas musicales, y de las difíciles, lo sabía de sobra, ya que a petición mía había reproducido las notas de algunos lieder de Mendelssohn y otras composiciones de mi elección. Cuando se dejaba llevar de su gusto, rara vez arrancaba sin embargo a su instrumento música o aires reconocibles. Recostado en su butaca durante toda una tarde, cerraba los ojos y con ademán descuidado arañaba las cuerdas del violín, colocado de través sobre una de sus rodillas. Unas veces eran las notas vibrantes y melancólicas, otras, de aire fantástico y alegre. Sin duda tales acordes reflejaban al exterior los ocultos pensamientos del músico, bien dándoles su definitiva forma, bien acompañándolos no más que como una caprichosa melodía del espíritu. Sabe Dios que no hubiera sufrido pasivamente esos exasperantes solos a no tener Holmes la costumbre de rematarlos con una rápida sucesión de mis piezas favoritas, ejecutadas en descargo de lo que antes de ellas había debido oír.
Llevábamos juntos alrededor de una semana sin que nadie apareciese por nuestro habitáculo, cuando empecé a sospechar en mi compañero una orfandad de amistades pareja a la mía. Pero, según pude descubrir a continuación, no sólo era ello falso, sino que además los contactos de Holmes se distribuían entre las más dispersas capas de la sociedad. Existía, por ejemplo, un hombrecillo de ratonil aspecto, pálido y ojimoreno, que me fue presentado como el señor Lestrade y que vino a casa en no menos de tres o cuatro ocasiones a lo largo de una semana. Otra mañana una joven elegantemente vestida fue nuestro huésped durante más de media hora. A la joven sucedió por la noche un tipo harapiento y de cabeza cana -la clásica estampa del buhonero judío-, que parecía hallarse sobre ascuas y que a su vez dejó paso a una raída y provecta señora. Un día estuvo mi compañero departiendo con cierto caballero anciano y de melena blanca como la nieve; otro, recibió a un mozo de cuerda que venía con su uniforme de pana. Cuando alguno de los miembros de esta abigarrada comunidad hacía acto de presencia, solía Holmes suplicarme el usufructo de la sala y yo me retiraba entonces a mi dormitorio. Jamás dejó de disculparse por el trastorno que de semejante modo me causaba.
—Tengo que utilizar esta habitación como oficina —decía—, y la gente que entra en ella constituye mi clientela.
¡Qué mejor momento para interrogarle a quemarropa! Sin embargo, me vi siempre sujeto por el recato de no querer forzar la confidencia ajena. Imaginaba que algo le impedía dejar al descubierto ese aspecto de su vida, cosa que pronto me desmintió él mismo yendo derecho al asunto sin el menor requerimiento por mi parte.
Se cumplía como bien recuerdo el 4 de marzo, cuando, habiéndome levantado antes que de costumbre, encontré a Holmes despachando su aún inconcluso desayuno. Tan hecha estaba la patrona a mis hábitos poco madrugadores, que no hallé ni el plato aparejado ni el café dispuesto. Con la característica y nada razonable petulancia del común de los mortales, llamé entonces al timbre y anuncié muy cortante que esperaba mi ración. Acto seguido tomé un periódico de la mesa e intenté distraer con él el tiempo mientras mi compañero terminaba en silencio su tostada. El encabezamiento de uno de los artículos estaba subrayado en rojo, y a él, naturalmente, dirigí en primer lugar mi atención.
Sobre la raya encarnada aparecían estas ampulosas palabras: EL LIBRO DE LA VIDA, y a ellas seguía una demostración de las innumerables cosas que a cualquiera le sería dado deducir no más que sometiendo a examen preciso y sistemático los acontecimientos de que el azar le hiciese testigo. El escrito se me antojó una extraña mezcolanza de agudeza y disparate. A sólidas y apretadas razones sucedían inferencias en exceso audaces o exageradas. Afirmaba el autor poder adentrarse, guiado de señales tan someras como un gesto, el estremecimiento de un músculo, o la mirada de unos ojos, en los más escondidos pensamientos de otro hombre. Según él, la simulación y el engaño resultaban impracticables delante de un individuo avezado al análisis y a la observación. Lo que éste dedujera sería tan cierto como las proposiciones de Euclides. Tan sorprendentes serían los resultados, que el no iniciado en las rutas por donde se llega de los principios a las conclusiones, habría por fuerza de creerse en presencia de un auténtico nigromante.
—A partir de una gota de agua —decía el autor—, cabría al lógico establecer la posible existencia de un océano Atlántico o unas cataratas del Niágara, aunque ni de lo uno ni de lo otro hubiese tenido jamás la más mínima noticia. La vida toda es una gran cadena cuya naturaleza se manifiesta a la sola vista de un eslabón aislado. A semejanza de otros oficios, la Ciencia de la Deducción y el Análisis exige en su ejecutante un estudio prolongado y paciente, no habiendo vida humana tan larga que en el curso de ella quepa a nadie alcanzar la perfección máxima de que el arte deductivo es susceptible. Antes de poner sobre el tapete los aspectos morales y psicológicos de más bulto que esta materia suscita, descenderé a resolver algunos problemas elementales. Por ejemplo, cómo apenas divisada una persona cualquiera, resulta hacedero inferir su historia completa, así como su oficio o profesión. Parece un ejercicio pueril, y sin embargo afina la capacidad de observación, descubriendo los puntos más importantes y el modo como encontrarles respuesta. Las uñas de un individuo, las mangas de su chaqueta, sus botas, la rodillera de los pantalones, la callosidad de los dedos pulgar e índice, la expresión facial, los puños de su camisa, todos estos detalles, en fin, son prendas personales por donde claramente se revela la profesión del hombre observado. Que semejantes elementos, puestos en junto, no iluminen al inquisidor competente sobre el caso más difícil, resulta, sin más, inconcebible.
—¡Valiente sarta de sandeces! —grité, dejando el periódico sobre la mesa con un golpe seco—. Jamás había leído en mi vida tanto disparate.
—¿De qué se trata? —preguntó Sherlock Holmes.
—De ese artículo —dije, apuntando hacia él con mi cucharilla mientras me sentaba para dar cuenta de mi desayuno—. Veo que lo ha leído, ya que está subrayado por usted. No niego habilidad al escritor. Pero me subleva lo que dice. Se trata a ojos vista de uno de esos divagadores de profesión a los que entusiasma elucubrar preciosas paradojas en la soledad de sus despachos. Pura teoría. ¡Quién lo viera encerrado en el metro, en un vagón de tercera clase, frente por frente de los pasajeros, y puesto a la tarea de ir adivinando las profesiones de cada uno! Apostaría uno a mil en contra suya.