Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics)

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—Ahora, señor Holmes, voy a leerle una noticia un poco más reciente, publicada en el Devon County Chronicle del 14 de junio de este año. Es un breve resumen de la información obtenida sobre la muerte de Sir Charles Baskerville, ocurrida pocos días antes.
Mi amigo se inclinó un poco hacia adelante y su expresión se hizo más atenta. Nuestro visitante se ajustó las gafas y comenzó a leer:
«El fallecimiento repentino de Sir Charles Baskerville, cuyo nombre se había mencionado como probable candidato del partido liberal en Mid-Devon para las próximas elecciones, ha entristecido a todo el condado. Si bien Sir Charles había residido en la mansión de los Baskerville durante un periodo comparativamente breve, su simpatía y su extraordinaria generosidad le ganaron el afecto y el respeto de quienes lo trataron. En estos días de nuevos ricos es consolador encontrar un caso en el que el descendiente de una antigua familia venida a menos ha sido capaz de enriquecerse en el extranjero y regresar luego a la tierra de sus mayores para restaurar el pasado esplendor de su linaje. Sir Charles, como es bien sabido, se enriqueció mediante la especulación sudafricana. Más prudente que quienes siguen en los negocios hasta que la rueda de la fortuna se vuelve contra ellos, Sir Charles se detuvo a tiempo y regresó a Inglaterra con sus ganancias. Han pasado sólo dos años desde que estableciera su residencia en la mansión de los Baskerville y son de todos conocidos los ambiciosos planes de reconstrucción y mejora que han quedado trágicamente interrumpidos por su muerte. Dado que carecía de hijos, su deseo, públicamente expresado, era que toda la zona se beneficiara, en vida suya, de su buena fortuna, y serán muchos los que tengan razones personales para lamentar su prematura desaparición. Las columnas de este periódico se han hecho eco con frecuencia de sus generosas donaciones a obras caritativas tanto locales como del condado.
No puede decirse que la investigación efectuada haya aclarado por completo las circunstancias relacionadas con la muerte de Sir Charles, pero, al menos, se ha hecho luz suficiente como para poner fin a los rumores a que ha dado origen la superstición local. No hay razón alguna para sospechar que se haya cometido un delito, ni para imaginar que el fallecimiento no obedezca a causas naturales. Sir Charles era viudo y quizá también persona un tanto excéntrica en algunas cuestiones. A pesar de su considerable fortuna, sus gustos eran muy sencillos y contaba únicamente, para su servicio personal, con el matrimonio apellidado Barrymore: el marido en calidad de mayordomo y la esposa como ama de llaves. Su testimonio, corroborado por el de varios amigos, ha servido para poner de manifiesto que la salud de Sir Charles empeoraba desde hacía algún tiempo y, de manera especial, que le aquejaba una afección cardíaca con manifestaciones como palidez, ahogos y ataques agudos de depresión nerviosa. El doctor James Mortimer, amigo y médico de cabecera del difunto, ha testimoniado en el mismo sentido.
Los hechos se relatan sin dificultad. Sir Charles tenía por costumbre pasear todas las noches, antes de acostarse, por el famoso paseo de los Tejos de la mansión de los Baskerville. El testimonio de los Barrymore confirma esa costumbre. El cuatro de junio Sir Charles manifestó su intención de emprender viaje a Londres al día siguiente, y encargó a Barrymore que le preparase el equipaje. Aquella noche salió como de ordinario a dar su paseo nocturno, durante el cual tenía por costumbre fumarse un cigarro habano, pero nunca regresó. A las doce, al encontrar todavía abierta la puerta principal, el mayordomo se alarmó y, después de encender una linterna, salió en busca de su señor. Había llovido durante el día, y no le fue difícil seguir las huellas de Sir Charles por el paseo de los Tejos. Hacia la mitad del recorrido hay un portillo para salir al páramo. Sir Charles, al parecer, se detuvo allí algún tiempo. El mayordomo siguió paseo adelante y en el extremo que queda más lejos de la mansión encontró el cadáver. Según el testimonio de Barrymore, las huellas de su señor cambiaron de aspecto más allá del portillo que da al páramo, ya que a partir de entonces anduvo al parecer de puntillas. Un tal Murphy, gitano tratante en caballos, no se encontraba muy lejos en aquel momento, pero, según su propia confesión, estaba borracho. Murphy afirma que oyó gritos, pero es incapaz de precisar de dónde procedían. En la persona de Sir Charles no se descubrió señal alguna de violencia y aunque el testimonio del médico señala una distorsión casi increíble de los rasgos faciales —hasta el punto de que, en un primer momento, el doctor Mortimer se negó a creer que fuera efectivamente su amigo y paciente—, pudo saberse que se trata de un síntoma no del todo infrecuente en casos de disnea y de muerte por agotamiento cardíaco. Esta explicación se vio corroborada por el examen post mortem, que puso de manifiesto una enfermedad orgánica crónica, y el veredicto del jurado al que informó el coroner35 estuvo en concordancia con las pruebas médicas. Hemos de felicitarnos de que haya sido así, porque, evidentemente, es de suma importancia que el heredero de Sir Charles se instale en la mansión y prosiga la encomiable tarea tan tristemente interrumpida. Si los prosaicos hallazgos del coroner no hubieran puesto fin a las historias románticas susurradas en conexión con estos sucesos, podría haber resultado difícil encontrar un nuevo ocupante para la mansión de los Baskerville. Según se sabe, el pariente más próximo de Sir Charles es el señor Henry Baskerville, hijo de su hermano menor, en el caso de que aún siga con vida. La última vez que se tuvo noticias de este joven se hallaba en Estados Unidos, y se están haciendo las averiguaciones necesarias para informarle de lo sucedido.»
El doctor Mortimer volvió a doblar el periódico y se lo guardó en el bolsillo.
—Ésos son, señor Holmes, los hechos en conexión con la muerte de Sir Charles Baskerville que han llegado a conocimiento de la opinión pública.
—Tengo que agradecerle —dijo Sherlock Holmes— que me haya informado sobre un caso que presenta sin duda algunos rasgos de interés. Recuerdo haber leído, cuando murió Sir Charles, algunos comentarios periodísticos, pero estaba muy ocupado con el asunto de los camafeos del Vaticano y, llevado de mi deseo de complacer a Su Santidad, perdí contacto con varios casos muy interesantes de mi país. ¿Dice usted que ese artículo contiene todos los hechos de conocimiento público?
—Así es.
—En ese caso, infórmeme de los privados —recostándose en el sofá, Sherlock Holmes volvió a unir las manos por las puntas de los dedos y adoptó su expresión más impasible y juiciosa.
—Al hacerlo —explicó el doctor Mortimer, que empezaba a dar la impresión de estar muy emocionado— me dispongo a contarle algo que no he revelado a nadie. Mis motivos para ocultarlo durante la investigación del coroner son que un hombre de ciencia no puede adoptar públicamente una posición que, en apariencia, podría servir de apoyo a la superstición. Me impulsó además el motivo suplementario de que, como dice el periódico, la mansión de los Baskerville permanecería sin duda deshabitada si contribuyéramos de algún modo a confirmar su reputación, ya de por sí bastante siniestra. Por esas dos razones me pareció justificado decir bastante menos de lo que sabía, dado que no se iba a obtener con ello ningún beneficio práctico, mientras que ahora, tratándose de usted, no hay motivo alguno para que no me sincere por completo.
El páramo está muy escasamente habitado, y los pocos vecinos con que cuenta se visitan con frecuencia. Esa es la razón de que yo viera a menudo a Sir Charles Baskerville. Con la excepción del señor Frankland, de la mansión Lafter, y del señor Stapleton, el naturalista, no hay otras personas educadas en muchos kilómetros a la redonda. Sir Charles era un hombre reservado, pero su enfermedad motivó que nos tratáramos, y la coincidencia de nuestros intereses científicos contribuyó a reforzar nuestra relación. Había traído abundante información científica de África del Sur, y fueron muchas las veladas que pasamos conversando agradablemente sobre la anatomía comparada del bosquimano y del hotentote.
En el transcurso de los últimos meses advertí, cada vez con mayor claridad, que el sistema nervioso de Sir Charles estaba sometido a una tensión casi insoportable. Se había tomado tan excesivamente en serio la leyenda que acabo de leerle que, si bien paseaba por los jardines de su propiedad, nada le habría impulsado a salir al páramo durante la noche. Por increíble que pueda parecerle, señor Holmes, estaba convencido de que pesaba sobre su familia un destino terrible y, a decir verdad, la información de que disponía acerca de sus antepasados no invitaba al optimismo. Le obsesionaba la idea de una presencia horrorosa, y en más de una ocasión me preguntó si durante los desplazamientos que a veces realizo de noche por motivos profesionales había visto alguna criatura extraña o había oído los ladridos de un sabueso. Esta última pregunta me la hizo en varias ocasiones y siempre con una voz alterada por la emoción.
Recuerdo muy bien un día, aproximadamente tres semanas antes del fatal desenlace, en que llegué a su casa ya de noche. Sir Charles estaba casualmente junto a la puerta principal. Yo había bajado de mi calesa y, al dirigirme hacia él, advertí que sus ojos, fijos en algo situado por encima de mi hombro, estaban llenos de horror. Al volverme sólo tuve tiempo de vislumbrar lo que me pareció una gran ternera negra que cruzaba por el otro extremo del paseo. Mi anfitrión estaba tan excitado y alarmado que tuve que trasladarme al lugar exacto donde había visto al animal y buscarlo por los alrededores, pero había desaparecido, aunque el incidente pareció dejar una impresión penosísima en su imaginación. Le hice compañía durante toda la velada y fue en aquella ocasión, y para explicarme la emoción de la que había sido presa, cuando confió a mi cuidado la narración que le he leído al comienzo de mi visita. Menciono este episodio insignificante porque adquiere cierta importancia dada la tragedia posterior, aunque por entonces yo estuviera convencido de que se trataba de algo perfectamente trivial y de que la agitación de mi amigo carecía de fundamento.
Sir Charles se disponía a venir a Londres por consejo mío. Yo sabía que estaba enfermo del corazón y que la ansiedad constante en que vivía, por quiméricos que fueran los motivos, tenía un efecto muy negativo sobre su salud. Me pareció que si se distraía durante unos meses en la gran metrópoli londinense se restablecería. El señor Stapleton, un amigo común, a quien también preocupaba mucho su estado de salud, era de la misma opinión. Y en el último momento se produjo la terrible catástrofe.
La noche de la muerte de Sir Charles, Barrymore, el mayordomo, que fue quien descubrió el cadáver, envió a Perkins, el mozo de cuadra, a caballo en mi busca, y dado que no me había acostado aún pude presentarme en la mansión menos de una hora después. Comprobé de visu todos los hechos que más adelante se mencionaron en la investigación. Seguí las huellas, camino adelante, por el paseo de los Tejos y vi el lugar, junto al portillo que da al páramo, donde Sir Charles parecía haber estado esperando y advertí el cambio en la forma de las huellas a partir de aquel momento, así como la ausencia de otras huellas distintas de las de Barrymore sobre la arena blanda; finalmente examiné cuidadosamente el cuerpo, que nadie había tocado antes de mi llegada. Sir Charles yacía boca abajo, con los brazos extendidos, los dedos hundidos en el suelo y las facciones tan distorsionadas por alguna emoción fuerte que difícilmente hubiera podido afirmar bajo juramento que se trataba del propietario de la mansión de los Baskerville. No había, desde luego, lesión corporal de ningún tipo. Pero Barrymore hizo una afirmación incorrecta durante la investigación. Dijo que no había rastro alguno en el suelo alrededor del cadáver. El mayordomo no observó ninguno, pero yo sí. Se encontraba a cierta distancia, pero era reciente y muy claro.
—¿Huellas?
—Huellas.
—¿De un hombre o de una mujer?
El doctor Mortimer nos miró extrañamente durante un instante y su voz se convirtió casi en un susurro al contestar:
—Señor Holmes, ¡eran las huellas de un sabueso gigantesco!
3. El problema
Confieso que sentí un escalofrío al oír aquellas palabras. El estremecimiento en la voz del doctor mostraba que también a él le afectaba profundamente lo que acababa de contarnos. La emoción hizo que Holmes se inclinara hacia adelante y que apareciera en sus ojos el brillo duro e impasible que los iluminaba cuando algo le interesaba vivamente.
—¿Las vio usted?
—Tan claramente como estoy viéndolo a usted.
—¿Y no dijo nada?
—¿Para qué?
—¿Cómo es que nadie más las vio?
—Las huellas estaban a unos veinte metros del cadáver y nadie se ocupó de ellas. Supongo que yo habría hecho lo mismo si no hubiera conocido la leyenda.
—¿Hay muchos perros pastores en el páramo?
—Sin duda, pero en este caso no se trataba de un pastor.
—¿Dice usted que era grande?
—Enorme.
—Pero, ¿no se había acercado al cadáver?
—No.
—¿Qué tiempo hacía aquella noche?
—Húmedo y frío.
—¿Pero no llovía?
—No.
—¿Cómo es el paseo?
—Hay dos hileras de tejos muy antiguos que forman un seto impenetrable de cuatro metros de altura. El paseo propiamente tal tiene unos tres metros de ancho.
—¿Hay algo entre los setos y el paseo?
—Sí, una franja de césped de dos metros de ancho a cada lado.
—¿Es exacto decir que el seto que forman los tejos queda cortado por un portillo?
—Sí; el portillo que da al páramo.
—¿Existe alguna otra comunicación?
—Ninguna.
—¿De manera que para llegar al paseo de los Tejos hay que venir de la casa o bien entrar por el portillo del páramo?
—Hay otra salida a través del pabellón de verano en el extremo que queda más lejos de la casa.
—¿Había llegado hasta allí Sir Charles?
—No; se encontraba a unos cincuenta metros.
—Dígame ahora, doctor Mortimer, y esto es importante, las huellas que usted vio ¿estaban en el camino y no en el césped?
—En el césped no se marcan las huellas.
—¿Estaban en el lado del paseo donde se encuentra el portillo?
—Sí; al borde del camino y en el mismo lado.
—Me interesa extraordinariamente lo que cuenta. Otro punto más: ¿estaba cerrado el portillo?
—Cerrado y con el candado puesto.
—¿Qué altura tiene?
—Algo más de un metro.
—En ese caso, cualquiera podría haber pasado por encima.
—Efectivamente.
—Y, ¿qué señales vio usted junto al portillo?
—Ninguna especial.
—¡Dios del cielo! ¿Nadie lo examinó?
—Lo hice yo mismo.
—¿Y no encontró nada?
—Resultaba todo muy confuso. Sir Charles, no hay duda, permaneció allí por espacio de cinco o diez minutos.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque se le cayó dos veces la ceniza del cigarro.
—¡Excelente! He aquí, Watson, un colega de acuerdo con nuestros gustos. Pero, ¿y las huellas?
—Sir Charles había dejado las suyas repetidamente en una pequeña porción del camino y no pude descubrir ninguna otra.
Sherlock Holmes se golpeó la rodilla con la mano en un gesto de impaciencia.
—¡Ah, si yo hubiera estado allí! —exclamó—. Se trata de un caso de extraordinario interés, que ofrece grandes oportunidades al experto científico. Ese paseo, en el que tanto se podría haber leído, hace ya tiempo que ha sido emborronado por la lluvia y desfigurado por los zuecos de campesinos curiosos. ¿Por qué no me llamó usted, doctor Mortimer? Ha cometido un pecado de omisión.
—No me era posible llamarlo, señor Holmes, sin revelar al mundo los hechos que acabo de contarle, y ya he dado mis razones para desear no hacerlo. Además...
—¿Por qué vacila usted?
—Existe una esfera que escapa hasta al más agudo y experimentado de los detectives.
—¿Quiere usted decir que se trata de algo sobrenatural?
—No lo he afirmado.
—No, pero es evidente que lo piensa.
—Desde que sucedió la tragedia, señor Holmes, han llegado a conocimiento mío varios incidentes difíciles de reconciliar con el orden natural.
—¿Por ejemplo?
—He descubierto que antes del terrible suceso varias personas vieron en el páramo a una criatura que coincide con el demonio de Baskerville, y no es posible que se trate de ningún animal conocido por la ciencia. Todos describen a una enorme criatura, luminosa, horrible y espectral. He interrogado a esas personas, un campesino con gran sentido práctico, un herrero y un agricultor del páramo, y los tres cuentan la misma historia de una espantosa aparición, que se corresponde exactamente con el sabueso infernal de la leyenda. Le aseguro que se ha instaurado el reinado del terror en el distrito y que apenas hay nadie que cruce el páramo de noche.
—Y usted, un profesional de la ciencia, ¿cree que se trata de algo sobrenatural?
—Ya no sé qué creer.
Holmes se encogió de hombros.
—Hasta ahora he limitado mis investigaciones a este mundo —dijo—. Combato el mal dentro de mis modestas posibilidades, pero enfrentarse con el Padre del Mal en persona quizá sea una tarea demasiado ambiciosa. Usted admite, sin embargo, que las huellas son corpóreas.
—El primer sabueso era lo bastante corpóreo para desgarrar la garganta de un hombre sin dejar por ello de ser diabólico.
—Ya veo que se ha pasado usted con armas y bagajes al sobrenaturalismo. Pero dígame una cosa, doctor Mortimer, si es ésa su opinión, ¿por qué ha venido a consultarme? Me dice usted que es inútil investigar la muerte de Sir Charles y al mismo tiempo quiere que lo haga.
—No he dicho que quiera que lo haga.
—En ese caso, ¿cómo puedo ayudarle?
—Aconsejándome sobre lo que debo hacer con Sir Henry Baskerville, que llega a la estación de Waterloo —el doctor Mortimer consultó su reloj— dentro de hora y cuarto exactamente.
—¿Es el heredero?
—Sí. Al morir Sir Charles hicimos indagaciones acerca de ese joven, y se descubrió que se había consagrado a la agricultura en Canadá. De acuerdo con los informes que hemos recibido se trata de un excelente sujeto desde todos los puntos de vista. Ahora no hablo como médico sino en calidad de fideicomisario y albacea de Sir Charles.
—¿No hay ningún otro demandante, supongo?
—Ninguno. El único familiar que pudimos rastrear, además de él, fue Rodger Baskerville, el menor de los tres hermanos de los que Sir Charles era el de más edad. El segundo, que murió joven, era el padre de este muchacho, Henry. El tercero, Rodger, fue la oveja negra de la familia. Procedía de la vieja cepa autoritaria de los Baskerville y, según me han contado, era la viva imagen del retrato familiar del viejo Hugo. Su situación se complicó lo bastante como para tener que huir de Inglaterra y dar con sus huesos en América Central, donde murió de fiebre amarilla en 1876. Henry es el último de los Baskerville. Dentro de una hora y cinco minutos me reuniré con él en la estación de Waterloo. He sabido por un telegrama que llegaba esta mañana a Southampton. Y ésa es mi pregunta, señor Holmes, ¿qué me aconseja que haga con él?
—¿Por qué tendría que renunciar a volver al hogar de sus mayores?
—Parece lo lógico, ¿no es cierto? Y, sin embargo, si se considera que todos los Baskerville que van allí son víctimas de un destino cruel, estoy seguro de que si hubiera podido hablar conmigo antes de morir, Sir Charles me habría recomendado que no trajera a ese lugar horrible al último vástago de una antigua raza y heredero de una gran fortuna. No se puede negar, sin embargo, que la prosperidad de toda la zona, tan pobre y desolada, depende de su presencia. Todo lo bueno que ha hecho Sir Charles se vendrá abajo con estrépito si la mansión se queda vacía. Y ante el temor de dejarme llevar por mi evidente interés en el asunto, he decidido exponerle el caso y pedirle consejo.
Holmes reflexionó unos instantes.
—Dicho en pocas palabras, la cuestión es la siguiente: en opinión de usted existe un agente diabólico que hace de Dartmoor una residencia peligrosa para un Baskerville, ¿no es eso?
—Al menos estoy dispuesto a afirmar que existen algunas pruebas en ese sentido.
—Exacto. Pero, indudablemente, si su teoría sobrenatural es correcta, el joven en cuestión está tan expuesto al imperio del mal en Londres como en Devonshire. Un demonio con un poder tan localizado como el de una junta parroquial sería demasiado inconcebible.
—Plantea usted la cuestión, señor Holmes, con una ligereza a la que probablemente renunciaría si entrara en contacto personal con estas cosas. Su punto de vista, por lo que se me alcanza, es que el joven Baskerville correrá en Devonshire los mismos peligros que en Londres. Llega dentro de cincuenta minutos. ¿Qué recomendaría usted?
—Lo que yo le recomiendo, señor mío, es que tome un coche, llame a su spaniel, que está arañando la puerta principal y siga su camino hasta Waterloo para reunirse con Sir Henry Baskerville.
—¿Y después?
—Después no le dirá nada hasta que yo tome una decisión sobre este asunto.
—¿Cuánto tiempo necesitará?
—Veinticuatro horas. Le agradeceré mucho, doctor Mortimer, que mañana a las diez en punto de la mañana venga a visitarme; también será muy útil para mis planes futuros que traiga consigo a Sir Henry Baskerville.
—Así lo haré, señor Holmes.
Garrapateó los detalles de la cita en el puño de la camisa y, con su manera distraída y un tanto peculiar de persona corta de vista, se apresuró a abandonar la habitación. Holmes, que recordó algo de pronto, logró detenerlo en el descansillo.
—Una última pregunta, doctor Mortimer. ¿Ha dicho usted que antes de la muerte de Sir Charles varias personas vieron esa aparición en el páramo?
—Tres exactamente.
—¿Se sabe de alguien que la haya visto después?
No ha llegado a mis oídos.
—Muchas gracias. Buenos días.
Holmes regresó a su asiento con un gesto sereno de satisfacción interior del que podía deducirse que tenía delante una tarea que le agradaba.
—¿Va usted a salir, Watson?
—Únicamente si no puedo serle de ayuda.
—No, mi querido amigo, es en el momento de la acción cuando me dirijo a usted en busca de ayuda. Pero esto que acabamos de oír es espléndido, realmente único desde varios puntos de vista. Cuando pase por Bradley's, ¿será tan amable de pedirle que me envíe una libra de la picadura más fuerte que tenga? Muchas gracias. También le agradecería que organizara sus ocupaciones para no regresar antes de la noche. Para entonces me agradará mucho comparar impresiones acerca del interesantísimo problema que se ha presentado esta mañana a nuestra consideración.
Yo sabía que a Holmes le eran muy necesarios la reclusión y el aislamiento durante las horas de intensa concentración mental en las que sopesaba hasta los indicios más insignificantes y elaboraba diversas teorías que luego contrastaba para decidir qué puntos eran esenciales y cuáles carecían de importancia. De manera que pasé el día en mi club y no regresé a Baker Street hasta la noche. Eran casi las nueve cuando abrí de nuevo la puerta de la sala de estar.
Mi primera impresión fue que se había declarado un incendio, porque había tanto humo en el cuarto que apenas se distinguía la luz de la lámpara situada sobre la mesa. Nada más entrar, sin embargo, se disiparon mis temores, porque el picor que sentí en la garganta y que me obligó a toser procedía del humo acre de un tabaco muy fuerte y áspero. A través de la neblina tuve una vaga visión de Holmes en bata, hecho un ovillo en un sillón y con la pipa de arcilla negra entre los labios. A su alrededor había varios rollos de papel.
—¿Se ha resfriado, Watson?
—No; es esta atmósfera irrespirable.
—Supongo que está un poco cargada, ahora que usted lo menciona.
—¡Un poco cargada! Es intolerable.
—¡Abra la ventana entonces! Se ha pasado usted todo el día en el club, por lo que veo.