Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics)

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Después de la conversación acerca de Barrymore que ya he citado, Sir Henry se caló el sombrero y se dispuso a salir. Como la cosa más natural, yo hice lo mismo.
—Cómo, ¿viene usted conmigo, Watson? —me preguntó, mirándome de una forma muy peculiar.
—Eso depende de que se dirija usted al páramo —le respondí.
—Sí, eso es lo que voy a hacer.
—Bien; sabe usted cuáles son mis instrucciones. Siento entrometerme, pero sin duda recuerda usted lo mucho que Holmes insistió en que no lo dejase solo y sobre todo en que no se internara por el páramo sin compañía.
Sir Henry me puso la mano en el hombro acompañando el gesto de una cordial sonrisa.
—Mi querido amigo —dijo—; pese a toda su sabiduría, Holmes no previó algunas de las cosas que han sucedido desde que llegué al páramo. ¿Me entiende? Estoy seguro de que no desea usted convertirse en aguafiestas. He de salir solo.
Sus palabras me colocaron en una situación muy incómoda. No sabía qué hacer ni qué decir, y antes de que tomara una decisión Sir Henry cogió el bastón y se marchó.
Pero cuando empecé a reflexionar sobre el asunto, mi conciencia me reprochó amargamente que lo perdiera de vista, cualquiera que fuese el pretexto. Imaginé cómo me sentiría si tuviera que presentarme ante usted y confesarle que había sucedido una desgracia por no seguir sus instrucciones al pie de la letra. Le aseguro que se me encendieron las mejillas ante semejante idea. Quizá no fuera aún demasiado tarde para alcanzarlo, de manera que me puse al instante en camino hacia la casa Merripit.
Me apresuré todo lo que pude carretera adelante sin encontrar rastro alguno de Sir Henry hasta llegar al punto en que nace el sendero del páramo. Una vez allí, temiendo que quizá, después de todo, había seguido una dirección equivocada, trepé por una colina -utilizada en otro tiempo como cantera de granito negro-, desde donde se divisa un panorama bastante amplio. Una vez en la cima vi de inmediato a Sir Henry. Se hallaba en el sendero del páramo, a unos cuatrocientos o quinientos metros de distancia, y le acompañaba una dama que sólo podía ser la señorita Stapleton. Estaba claro que existía un entendimiento entre ellos y que se habían dado cita. Caminaban despacio, absortos en la conversación que mantenían, y vi que ella hacía rápidos movimientos con las manos como si pusiera mucha vehemencia en sus palabras mientras él escuchaba con atención, y una o dos veces movía la cabeza en un gesto enérgico de desacuerdo. Permanecí entre las rocas contemplándolos, sin saber en absoluto lo que debía hacer a continuación. Acercarme e interrumpir una conversación tan íntima parecía inconcebible; mi deber, sin embargo, era muy claro: no perder de vista a Sir Henry. Actuar como espía tratándose de un amigo era una tarea odiosa. No fui capaz de encontrar mejor línea de acción que seguir observándolos desde la colina y luego descargarme la conciencia confesando a Sir Henry lo que había hecho. Es cierto que si le hubiera amenazado algún peligro repentino, habría estado demasiado lejos para serle de utilidad, pero sin duda convendrá usted conmigo en que mi situación era muy difícil y no estaba en mi mano hacer otra cosa.
Nuestro amigo el baronet y la dama se habían detenido en la senda y seguían hablando absortos, cuando observé de repente que no era yo el único testigo de su entrevista. Una mancha verde que flotaba en el aire atrajo mi atención y, al mirarla con más detenimiento, vi que iba sujeta a un mango y que la llevaba un hombre que avanzaba por terreno accidentado. Era Stapleton, con su cazamariposas. Estaba mucho más cerca de la pareja que yo, y daba la impresión de moverse hacia ellos. En aquel instante Sir Henry atrajo de repente a la señorita Stapleton hacia sí y le pasó la mano por la cintura, pero a mí me pareció que ella se esforzaba por separarse y que apartaba el rostro. Nuestro amigo inclinó la cabeza y ella alzó una mano como para protestar. Un instante después vi que se separaban y se volvían bruscamente. Stapleton, que corría velozmente hacia ellos con el absurdo cazamariposas a la espalda, era la causa de la interrupción. Al llegar a su lado empezó a gesticular y casi a bailar de excitación delante de los enamorados. No entendí bien el sentido de la escena, pero me pareció que Stapleton insultaba a Sir Henry a pesar de sus explicaciones, y que este último se enfadaba cada vez más al comprobar que el otro se negaba a aceptarlas. La dama se mantenía a un lado en altivo silencio. Finalmente Stapleton se dio la vuelta y llamó de manera perentoria a su hermana, quien, después de mirar indecisa a Sir Henry, se alejó en su compañía. Los gestos coléricos del naturalista ponían de manifiesto que también la señorita Stapleton había incurrido en su desagrado. El baronet los siguió unos momentos con la vista y luego regresó lentamente por donde había venido con la cabeza baja, convertido en la imagen misma del desaliento.
Yo no lograba entender lo que significaba todo aquello, pero estaba muy avergonzado por haber presenciado una escena tan íntima sin que mi amigo lo supiera. De manera que corrí colina abajo hasta reunirme con él. Sir Henry tenía el rostro encendido por la cólera y fruncía el ceño como alguien que no sabe en absoluto qué hacer.
—¡Vaya, Watson! ¿De dónde sale usted? —me preguntó—. ¿No irá a decirme que me ha seguido a pesar de todo?
Le expliqué lo sucedido: cómo me había parecido imperdonable quedarme atrás, cómo le había seguido y cómo había presenciado todo lo ocurrido. Por un instante los ojos le echaron llamas, pero mi franqueza lo desarmó y al final se echó a reír de una manera bastante triste.
—Cualquiera hubiera creído que el centro de esa llanura era un sitio suficientemente apartado —dijo—, pero, voto a bríos, se diría que todos los habitantes de la zona habían salido a verme cortejar..., ¡y además con muy poco acierto! ¿Dónde tenía usted reservado el asiento?
—Estaba en esa colina.
—Una de las últimas filas, ¿no es cierto? Pero Stapleton estaba mucho más cerca. ¿Lo vio acercarse a nosotros?
—Efectivamente.
—¿Ha tenido alguna vez la sensación de que esté loco?
—No; nunca lo he pensado.
—Yo tampoco. Siempre me había parecido que estaba en su sano juicio hasta hoy, pero me puede usted creer si le digo que a él o a mí deberían ponernos una camisa de fuerza. ¿Qué es lo que me pasa, de todos modos? Usted lleva varias semanas viviendo conmigo, Watson. Dígamelo con sinceridad ahora mismo. ¿Hay algo que me impida ser un buen esposo para la mujer que ame?
—Yo diría que no.
—Sin duda Stapleton no desaprueba mi posición social, de manera que se trata de mi persona. Pero, ¿qué tiene contra mí? Que yo sepa nunca he hecho daño a nadie. Sin embargo, no está dispuesto siquiera a permitir que roce la mano de su hermana.
—¿Es eso lo que ha dicho?
—Eso y mucho más. Pero le aseguro, Watson, que a pesar de las pocas semanas transcurridas, desde el primer momento comprendí que estaba hecha para mí y que yo, también..., que la señorita Stapleton era feliz cuando estaba conmigo, y eso puedo jurarlo. Hay un brillo en los ojos de una mujer que habla con más claridad que las palabras. Pero Stapleton nunca nos ha dejado a solas y hoy tenía por fin la primera oportunidad de decirle unas palabras sin testigos. Ella se ha alegrado de verme, pero no quería hablar de amor, y me habría impedido mencionarlo si hubiera estado en su mano. No ha hecho más que repetirme que este sitio es muy peligroso y que sólo será feliz cuando me haya marchado. Entonces le dije que desde que la vi no tengo ninguna prisa por marcharme y que si realmente quiere que me vaya, la única manera de lograrlo es arreglar las cosas para acompañarme. A continuación le pedí sin más rodeos que se casara conmigo, pero antes de que pudiera responder apareció ese hermano suyo, corriendo hacia nosotros con cara de loco. Se le veía lívido de rabia y hasta esos ojos suyos tan claros echaban fuego. ¿Qué estaba haciendo con Beryl? ¿Cómo me atrevía a ofrecerle unas atenciones que ella encontraba sumamente desagradables? ¿Acaso creía que por ser baronet podía hacer lo que me viniera en gana? De no tratarse de su hermano habría sabido mejor cómo responderle. Pero dada la situación le dije que mis sentimientos hacia su hermana eran tales que no tenía por qué avergonzarme de ellos y que esperaba que me hiciera el honor de casarse conmigo. Aquello no pareció contribuir a mejorar la situación, de manera que también yo perdí la paciencia y le respondí quizá con más acaloramiento del debido, si se piensa que estaba ella delante. Y la cosa ha terminado con Stapleton marchándose con su hermana, como usted ha visto, y quedándome yo tan desconcertado como el que más. Haga el favor de explicarme qué significa todo esto, Watson, y quedaré tan en deuda con usted que nunca podré terminar de pagársela.
Intenté hallar una o dos explicaciones, pero, a decir verdad, también yo estaba desconcertado. El título nobiliario de nuestro amigo, su fortuna, su edad, su manera de ser y su aspecto están a su favor, y no me consta que haya nada en contra suya, si se exceptúa el triste destino que parece perseguir a su familia. Que su propuesta de matrimonio se rechace de manera tan brusca, sin referencia alguna a los deseos de la propia interesada, y que la dama misma acepte la situación sin protestar es de todo punto sorprendente. Sin embargo las aguas volvieron a su cauce gracias a la visita que Stapleton en persona hizo al baronet aquella misma tarde. Se presentó para pedir disculpas por su comportamiento grosero de la mañana y, después de una larga entrevista privada con Sir Henry en el estudio, la conversación concluyó con una reconciliación total; como prueba de ello cenaremos en la casa Merripit el viernes próximo.
—Tampoco es que ahora me atreva a afirmar que está del todo en su sano juicio —me comentó Sir Henry después de la entrevista—, porque no olvido cómo me miraba mientras corría hacia mí esta mañana, pero tengo que reconocer que nadie podría disculparse con más elegancia.
—¿Ha dado alguna explicación por su conducta?
—Su hermana lo es todo en su vida, dice. Eso es bastante lógico, y me alegro de que se dé cuenta de lo mucho que vale. Siempre han estado juntos y, según lo que Stapleton cuenta, siempre ha sido un hombre muy solitario sin otra compañía que su hermana, de manera que la idea de perderla le resulta terrible. No se había percatado, ha dicho, de mis sentimientos hacia ella, y cuando ha visto con sus propios ojos que era efectivamente así y que podía perderla, la intensidad del sobresalto ha hecho que durante algún tiempo no fuera responsable ni de sus palabras ni de sus acciones. Lamenta mucho lo sucedido y reconoce lo estúpido y lo egoísta que es imaginar que podrá retener toda la vida a una mujer como su hermana. Si ella tiene que dejarlo, prefiere que se trate de un vecino como yo antes que de cualquier otra persona. Pero de todos modos es un golpe para él y le llevará algún tiempo prepararse para encajarlo. Dejará por completo de oponerse si yo le prometo mantener las cosas como están por espacio de tres meses y contentarme durante ese tiempo con la amistad de su hermana sin exigir su amor. Eso es lo que le he prometido y así han quedado las cosas.
De manera que eso aclara uno de nuestros pequeños misterios. Ya es algo tocar fondo en algún sitio de esta ciénaga en la que estamos metidos. Ahora sabemos por qué Stapleton miraba con desagrado al pretendiente de su hermana, pese a tratarse de un partido tan conveniente como Sir Henry. Y a continuación paso a ocuparme de otro hilo que ya he separado de esta madeja tan enredada: me refiero al misterio de los sollozos nocturnos, de las lágrimas en el rostro de la señora Barrymore y de los viajes secretos del mayordomo a la ventana con celosía que da a occidente. Felicíteme, mi querido Holmes, y dígame que no le he defraudado como agente suyo; que no lamenta la confianza que me demostró al enviarme aquí. Todos estos puntos han quedado completamente aclarados gracias al trabajo de una noche.
He dicho "el trabajo de una noche", pero, en realidad han sido dos las noches, porque la primera nos llevamos un buen chasco. Estuve con Sir Henry en su habitación hasta cerca de las tres de la madrugada, pero no oímos otro ruido que las campanadas del reloj en lo alto de la escalera. Fue una velada sumamente melancólica y los dos nos quedamos dormidos en nuestras sillas. Por fortuna no nos desanimamos y decidimos intentarlo de nuevo. A la noche siguiente redujimos la luz de la lámpara y fumamos cigarrillos sin hacer el menor ruido. Era increíble lo despacio que se arrastraban las horas y, sin embargo, nos ayudaba el mismo tipo de paciente interés que debe de sentir el cazador mientras vigila la trampa en la que espera que acabe por caer la pieza. El reloj dio la una, luego las dos y, desesperados, casi habíamos renunciado ya por segunda vez cuando nos inmovilizamos de repente, olvidados del cansancio y una vez más en tensión. Habíamos oído el crujido de una pisada en el corredor.
Sentimos pasar a Barrymore por delante del cuarto con mucha cautela y perderse luego en la distancia. Después el baronet abrió la puerta sin hacer ruido y salimos en su persecución. El mayordomo había atravesado ya la galería y nuestro lado del corredor estaba completamente a oscuras. Nos deslizamos en silencio hasta la otra ala. Llegamos a tiempo de vislumbrar la alta figura de barba negra y hombros arqueados que avanzaba de puntillas hasta entrar por la misma puerta donde yo le había visto dos noches antes, y también cómo la vela, con su luz, hacía que el marco destacara en la oscuridad, al tiempo que un único rayo amarillo iluminaba la oscuridad del corredor. Nos acercamos cautelosamente, probando las tablas del suelo antes de apoyarnos con todo nuestro peso. Habíamos tenido la precaución de quitarnos las botas, pero incluso así el viejo entarimado crujía y chascaba bajo nuestros pies. A veces parecía imposible que Barrymore no advirtiera nuestra proximidad, pero afortunadamente está bastante sordo y se hallaba absorto en lo que hacía. Cuando por fin llegamos a la habitación y miramos dentro, lo encontramos agachado junto a la ventana, la vela en la mano, y el rostro pálido y ensimismado junto al cristal, exactamente igual que dos noches antes.
Habíamos preparado un plan de campaña, pero para el baronet las formas de actuar más directas son siempre las más naturales, de manera que entró sin más preámbulos en la habitación. Barrymore, jadeante, se irguió de un salto de su sitio junto a la ventana y se inmovilizó, lívido y tembloroso, ante nosotros. Sus ojos oscuros, que resaltaban mucho sobre la máscara blanca que era su rostro, nos miraron, a uno tras otro, llenos de horror y de asombro.
—¿Qué está usted haciendo aquí, Barrymore?
—Nada, señor —su agitación era tan intensa que apenas podía hablar y la vela que empuñaba le temblaba tanto que las sombras saltaban arriba y abajo—. Es por el viento, señor. Por la noche hago la ronda para ver si las ventanas están bien cerradas.
—¿En el piso alto?
—Sí, señor, todas las ventanas.
—Mire, Barrymore —dijo Sir Henry con gran firmeza—: estamos decididos a que nos diga usted la verdad, de manera que se ahorrará molestias sincerándose cuanto antes. ¡Vamos! ¡Basta de mentiras! ¿Qué hacía usted junto a esa ventana?
El mayordomo nos miró con aire desvalido y se retorció las manos como alguien que se halla al límite de la duda y del sufrimiento.
—No hacía nada malo, señor. Sólo estaba delante de la ventana con una vela encendida.
—Y, ¿por qué estaba usted con una vela encendida delante de la ventana?
—No me lo pregunte, Sir Henry, ¡no me lo pregunte! Le doy mi palabra de que el secreto no me pertenece y no me es posible decírselo. Si sólo dependiera de mí no trataría de ocultárselo.
De repente se me ocurrió una idea y recogí la vela del alféizar donde la había dejado el mayordomo.
—Debe de servirle como señal —dije—. Veamos si hay respuesta.
Sostuve la vela como lo había hecho él, al mismo tiempo que escudriñaba la oscuridad exterior. Como las nubes ocultaban la luna, sólo distinguía vagamente la hilera de árboles y la tonalidad más clara del páramo. Pero enseguida se me escapó un grito de júbilo, porque un puntito de luz amarilla había traspasado de repente el oscuro velo y después siguió brillando de manera uniforme en el centro del rectángulo negro que enmarcaba la ventana.
—¡Ahí está! —exclamé.
—No, señor, no; no es nada..., nada en absoluto —intervino el mayordomo—. Le aseguro que...
—¡Mueva la luz de un lado a otro de la ventana Watson! —exclamó el baronet—. ¿Ve? ¡La otra también se mueve! ¿Qué nos dice ahora, bribón? ¿Sigue negando que es una señal? ¡Vamos, hable! ¿Quién es su compinche y qué fechoría es la que se traen entre manos?
La expresión de Barrymore se hizo desafiante.
—Es asunto mío y no suyo. No se lo diré.
—En ese caso deja usted de estar a mi servicio ahora mismo.
—Muy bien, señor. Si así ha de ser, así será.
—Y se marcha deshonrado. Por todos los demonios, ¡tiene usted motivos para avergonzarse de sí mismo! Su familia ha vivido con la mía durante más de cien años bajo este techo, y he aquí que lo encuentro metido hasta el cuello en alguna siniestra intriga en contra mía.
—¡No, señor, no! ¡No en contra de usted!
Era la voz de una mujer: la señora Barrymore, más pálida y más asustada aún que su marido, se hallaba junto a la puerta. Su voluminosa figura, envuelta en un chal y una falda, podría haber resultado cómica de no ser por la intensidad de los sentimientos que se leían en su rostro.
—Tenemos que marcharnos, Eliza. Esto es el fin. Ya puedes hacer el equipaje —dijo el mayordomo.
—¡John, John! ¿Voy a ser yo la causa de tu ruina? Todo es obra mía, Sir Henry..., yo soy la responsable. Todo lo que ha hecho lo ha hecho por mí y porque yo se lo he pedido.
—¡Hable, entonces! ¿Qué significa todo esto?
—Mi desgraciado hermano se está muriendo de hambre en el páramo. No podemos dejarlo perecer a las puertas mismas de nuestra casa. La luz es una señal para decirle que tiene comida preparada, y él, con su luz, nos indica el lugar donde hemos de llevársela.
—Entonces su hermano es...
—El preso escapado, señor..., Selden, el criminal.
—Así es, señor —intervino Barrymore—. Como le he dicho, el secreto no era mío y no se lo podía contar. Pero ahora ya lo sabe, y se dará cuenta de que si había una intriga no era contra usted.
Ésa era, por tanto, la explicación de las sigilosas expediciones nocturnas y de la luz en la ventana. Tanto Sir Henry como yo nos quedamos mirando a la señora Barrymore sin esconder nuestro asombro. ¿Cabía imaginar que aquella persona de respetabilidad tan impasible llevara la misma sangre que uno de los delincuentes más tristemente célebres del país?
—Sí, señor; mi apellido de soltera era Selden y el preso es mi hermano pequeño. Le consentimos demasiado cuando niño y le dejamos que hiciera en todo su santa voluntad, por lo que llegó a creer que el mundo no tenía otra finalidad que proporcionarle placeres y que podía hacer lo que le apeteciera. Más tarde, al hacerse mayor, frecuentó malas compañías y el diablo se le metió en el cuerpo, hasta que a mi madre le destrozó el corazón y arrastró nuestro apellido por el barro. De delito en delito fue cayendo cada vez más bajo, hasta que sólo la clemencia de Dios lo ha librado del patíbulo; pero para mí nunca ha dejado de ser el niñito de cabellos rizados al que cuidé y con el que jugué, como cualquier hermana mayor. Ésa es la razón de que se escapara, señor. Sabía que yo vivía en esta casa y que no me negaría a ayudarlo. Cuando se arrastró una noche hasta aquí, agotado y hambriento, con los guardianes pisándole los talones, ¿qué podíamos hacer? Lo recogimos, lo alimentamos y cuidamos. Luego regresó usted, señor, y mi hermano pensó que estaría más seguro en el páramo que en cualquier otro sitio hasta que amainara la persecución, de manera que allí se escondió. Pero cada dos noches nos comunicábamos con él poniendo una luz en la ventana y, si respondía, mi marido le llevaba un poco de pan y carne. Todos los días vivíamos con la esperanza de que se hubiera marchado, pero mientras tanto no podíamos abandonarlo. Soy una buena cristiana y ésa es toda la verdad; comprenda usted que si hemos hecho algo malo, no es mi marido quien tiene la culpa, sino yo, porque todo lo que ha hecho lo ha hecho por mí.
Las palabras de la mujer estaban llenas de una vehemencia que las hacía muy convincentes.
—¿Es ésa la verdad, Barrymore?
—Sí, Sir Henry. Del principio al fin.
—Bien; no puedo culparlo por apoyar a su esposa. Olvide lo que le he dicho antes. Vuelvan los dos a su habitación y mañana por la mañana seguiremos hablando de este asunto.
Cuando se marcharon miramos de nuevo por la ventana. Sir Henry la había abierto, y el frío viento nocturno nos golpeaba en la cara. Muy lejos en la oscuridad brillaba aún el puntito de luz amarilla.
—Me sorprende que se atreva a descubrirse tanto —dijo Sir Henry.
—Tal vez sitúa la vela de manera que sólo sea visible desde aquí.
—Es muy posible. ¿A qué distancia cree que se encuentra?
—Calculo que a la altura de Cleft Tor.
—No más de dos o tres kilómetros.
—Menos, probablemente.
—No puede ser muy lejos si Barrymore tenía que llevarle la comida. Y ese canalla está esperando junto a la vela. ¡Voy a salir a capturarlo!
La misma idea me había pasado por la cabeza. No era como si los Barrymore nos hubieran hecho una confidencia. Les habíamos arrancado el secreto a la fuerza. Aquel individuo era un peligro para la comunidad, un delincuente implacable que no tenía excusa ni merecía compasión. No hacíamos más que cumplir con nuestro deber al aprovechar la oportunidad de devolverlo de nuevo a donde no pudiera hacer daño. Debido a su carácter brutal y violento, otros tendrían que pagar las consecuencias si nos cruzábamos de brazos. Cualquier noche, por ejemplo, podía atacar a nuestros vecinos los Stapleton, y tal vez esa idea hizo que Sir Henry se interesara tanto por aquella aventura.
—Le acompañaré —dije.
—Entonces recoja su revólver y póngase las botas. Cuanto antes salgamos mejor, porque ese individuo puede apagar la luz y marcharse.
Cinco minutos después habíamos iniciado ya nuestra expedición. Apresuramos el paso entre los oscuros arbustos, en medio de los apagados gemidos del viento del otoño y del crujir de las hojas caídas. El aire nocturno estaba cargado de olor a humedad y a putrefacción. De cuando en cuando la luna se asomaba unos instantes, pero las nubes casi cubrían el cielo por completo y en el momento en que salíamos al páramo empezó a caer una lluvia ligera. La luz seguía brillando delante de nosotros.
—¿Está usted armado? —pregunté.
—Tengo una fusta.
—Hemos de caer sobre él rápidamente, porque se dice que es un hombre desesperado. Debemos cogerlo por sorpresa y tenerlo a nuestra merced antes de que se resista.
—Escuche, Watson, ¿qué diría Holmes de esto? ¿Qué diría sobre esta hora de oscuridad en la que se intensifican los poderes del mal?
Como en respuesta a sus palabras se alzó de repente, en la inmensa tristeza del páramo, el extraño sonido que yo había oído ya cerca de la gran ciénaga de Grimpen. Nos llegó traído por el viento a través del silencio de la noche: un murmullo largo y profundo, luego un aullido cada vez más poderoso y finalmente el triste gemido con que acababa. Resonó una y otra vez, todo el aire palpitando con él, estridente, salvaje y amenazador. El baronet me cogió de la manga y palideció tanto que el rostro le brilló tenuemente en la oscuridad.
—¡Cielo santo! ¿Qué ha sido eso, Watson?
—No lo sé. Se trata de un sonido que se oye en el páramo. Es la segunda vez que lo escucho.
Los aullidos cesaron y un silencio absoluto descendió sobre nosotros. Aguzamos el oído, pero sin el menor resultado.
—Watson —dijo el baronet—, eso era el aullido de un sabueso.
La sangre se me heló en las venas, porque la voz se le quebró de una manera que ponía de manifiesto el terror repentino que se había apoderado de él.
—¿Qué dicen de ese sonido? —preguntó.
—¿Quiénes?