Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics)

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—Los habitantes de la zona.
—Bah, son gente ignorante. ¿Qué más le da lo que digan?
—Cuéntemelo, Watson. ¿Qué es lo que dicen?
Vacilé un momento, pero no podía escabullirme.
—Dicen que es el aullido del sabueso de los Baskerville.
Sir Henry dejó escapar un gemido y luego guardó silencio unos instantes.
—Era un sabueso —dijo por fin—, pero parecía venir de una distancia de varios kilómetros en aquella dirección, según creo.
—Es difícil saber de dónde procedía.
—Subía y bajaba con el viento. ¿No es ésa la dirección de la gran ciénaga de Grimpen?
—Sí, es ésa.
—Bien, pues era por allí. Dígame la verdad, ¿a usted no le pareció también que era el aullido de un sabueso? Ya no soy un niño. No tenga reparos en decirme la verdad.
—Stapleton se hallaba conmigo la otra vez. Dijo que podía ser el canto de un extraño pájaro.
—No, no; era un sabueso. Dios mío, ¿habrá algo de verdad en todas esas historias? ¿Es posible que esté realmente en peligro por una causa tan misteriosa? Usted no lo cree, ¿no es así, Watson?
—No, claro que no.
—Y sin embargo una cosa es reírse de ello en Londres y otra muy distinta estar aquí en la oscuridad del páramo y oír un aullido como ése. ¡Y mi tío! Encontraron las huellas del sabueso muy cerca de donde cayó. Todo concuerda. No creo ser cobarde, Watson, pero ese sonido me ha helado la sangre. ¡Tóqueme la mano!
Estaba tan fría como un bloque de mármol.
—Mañana se encontrará usted perfectamente.
—No creo que la luz del día consiga sacarme ese aullido de la cabeza. ¿Qué le parece que hagamos ahora?
—¿Quiere que regresemos?
—No, voto a bríos; hemos salido a capturar a nuestro hombre y eso es lo que haremos. Nosotros vamos tras el preso y es probable que un sabueso del infierno vaya tras de nosotros. Adelante. Haremos lo que nos hemos propuesto hacer aunque corran por el páramo todos los demonios del averno.
Proseguimos lentamente nuestro camino en la oscuridad, con la borrosa silueta de las colinas cubiertas de peñascos a nuestro alrededor y el punto de luz amarilla brillando delante de nosotros. No hay nada tan engañoso como la distancia de una luz en una noche oscura como boca de lobo, y unas veces el resplandor parecía estar tan lejano como el horizonte y otras encontrarse a pocos metros. Pero finalmente vimos de dónde procedía y entonces supimos que estábamos muy cerca. Una vela ya muy derretida estaba clavada en una grieta entre las rocas que la flanqueaban por ambos lados para protegerla del viento y también para lograr que sólo fuera visible desde la mansión de los Baskerville. Una roca de granito nos ocultó mientras nos acercábamos y pudimos asomarnos por encima para contemplar la luz de la señal. Era extraño ver aquella vela solitaria ardiendo allí, en mitad del páramo, sin el menor signo de vida a su alrededor: tan sólo la llama amarilla y el brillo de las rocas a ambos lados.
—¿Y ahora qué hacemos? —susurró Sir Henry.
—Esperar aquí. Tiene que estar cerca. Quizá podamos verlo.
Apenas pronunciadas aquellas palabras lo vimos ambos. Sobre las rocas, en la grieta donde ardía la vela, surgió un maligno rostro amarillo, una terrible cara bestial, toda ella marcada y arrugada por las pasiones más viles. Manchada de cieno, con una barba hirsuta y coronada de cabellos enmarañados, podía muy bien haber pertenecido a uno de aquellos antiguos salvajes que habitaban en los refugios de las colinas. La luz de abajo se reflejaba en sus ojillos astutos, que escudriñaban con fiereza la oscuridad a derecha e izquierda, como un animal taimado y salvaje que ha oído pasos de cazadores.
Sin duda algo había despertado sus sospechas. Puede que Barrymore acostumbrara a darle alguna señal privada que nosotros habíamos omitido, o bien nuestro hombre tenía alguna otra razón para pensar que las cosas no marchaban como debían: en cualquier caso el miedo era visible en sus perversas facciones y de un momento a otro podía apagar la luz de un manotazo y esfumarse en la oscuridad. Salté hacia adelante y Sir Henry me imitó. En el mismo instante el preso nos lanzó una maldición y tiró una piedra que se hizo añicos contra la roca que nos había cobijado. Aún vislumbré por un momento su silueta rechoncha y musculosa mientras se ponía en pie y giraba en redondo para escapar. Por una feliz coincidencia la luna salió entonces de entre las nubes. Alcanzamos a toda prisa la cima de la colina y vimos que nuestro hombre descendía a gran velocidad por la otra ladera, saltando por encima de las rocas que hallaba en su camino con la agilidad de una cabra montés. Con suerte tal vez habría podido detenerlo con un disparo de mi revólver, pero la finalidad de aquel arma era tan sólo defenderme si se me atacaba y no disparar contra un hombre desarmado que huía.
Tanto el baronet como yo somos aceptables corredores y estamos en buena forma, pero pronto descubrimos que no teníamos posibilidad alguna de alcanzarlo. Seguimos viéndolo durante un buen rato a la luz de la luna, hasta que se convirtió en un puntito que avanzaba con celeridad entre las rocas que salpicaban la falda de una colina distante. Corrimos y corrimos hasta quedar completamente agotados, pero la distancia era cada vez mayor. Finalmente nos detuvimos y nos sentamos, jadeantes, en sendas rocas, desde donde seguimos viéndolo hasta que se perdió en la lejanía.
Y en aquel momento, cuando nos levantábamos de las rocas para darnos la vuelta y regresar a casa, abandonada ya la inútil persecución, ocurrió la cosa más extraña e inesperada. La luna quedaba muy baja hacia la derecha, y la cima dentada de un risco de granito se alzaba hasta la parte inferior de su disco de plata. Allí, recortada con la negrura de una estatua de ébano sobre el fondo brillante, vi, encima del risco, la figura de un hombre. No piense que fue una alucinación, Holmes. Le aseguro que en toda mi vida no he visto nada con mayor claridad. Hasta donde se me alcanza, era la figura de un hombre alto y delgado. Mantenía las piernas un poco separadas, estaba cruzado de brazos e inclinaba la cabeza como si meditara sobre el enorme desierto de turba y granito que quedaba a su espalda. Podía haber sido el espíritu mismo de aquel terrible lugar. Desde luego no era el preso. Aquel hombre se hallaba muy lejos del sitio donde el otro había desaparecido. Además era mucho más alto. Con una exclamación de sorpresa quise mostrárselo al baronet, pero durante el momento en que me volví para agarrarlo del brazo, la figura desapareció. La cima dentada del risco seguía cortando el borde inferior de la luna, pero ya no quedaba el menor rastro de la figura silenciosa e inmóvil.
Quise marchar en aquella dirección e investigar los alrededores del risco, pero quedaba bastante lejos. Los nervios del baronet seguían en tensión a consecuencia de aquel aullido que le había recordado la oscura historia de su familia y no estaba de humor para nuevas aventuras. Tampoco había visto al hombre solitario sobre el risco y no sentía la emoción que su extraña presencia y su aire de autoridad me habían producido. "Un vigilante del penal, sin duda" dijo. "Abundan en el páramo desde que se escapó ese sujeto". Cabe que esa explicación sea la justa, pero me gustaría tener pruebas más concluyentes. Hoy nos proponemos hacer saber a las autoridades de Princetown dónde tienen que buscar al huido, pero sentimos no haberlo capturado nosotros. Tales son las aventuras de la pasada noche y tendrá usted que reconocer, mi querido Holmes, que no le estoy fallando en materia de información. Mucho de lo que le cuento no tiene, sin duda, mayor importancia, pero sigo pensando que lo mejor es transmitirle todos los hechos y dejarle que elija usted los que le resulten más útiles. No hay duda de que estamos haciendo progresos. Por lo que se refiere a los Barrymore, hemos descubierto el motivo de sus acciones, y eso ha aclarado mucho la situación. Pero el páramo con sus misterios y sus extraños habitantes sigue tan inescrutable como siempre. Quizá en mi próxima comunicación esté también en condiciones de arrojar alguna luz sobre eso. Aunque lo mejor sería que viniera usted a reunirse con nosotros.»
10. Fragmento del diario del doctor Watson
Hasta este momento he podido utilizar los informes que envié a Sherlock Holmes durante los primeros días de mi estancia en el páramo. Pero he llegado ya a un punto en mi narración en el que me veo obligado a abandonar ese método y recurrir una vez más a mis recuerdos, con la ayuda del diario que llevaba por entonces. Algunos fragmentos de este último me permitirán enlazar con las escenas que están indeleblemente grabadas en mi memoria. Continúo, por lo tanto, en la mañana siguiente a nuestra infructuosa persecución de Selden y a nuestras extrañas experiencias en el páramo.
16 de octubre. - Día brumoso y gris con algo de llovizna. La casa está cubierta de nubes en movimiento que se abren de vez en cuando para mostrar las monótonas curvas del páramo, con delgadas vetas plateadas en las faldas de las colinas y rocas distantes que brillan cuando sus húmedas superficies reflejan la luz. Reina la melancolía fuera y dentro. El baronet ha reaccionado mal ante las emociones de la noche pasada. Yo mismo me noto un peso en el corazón y el sentimiento de la inminencia de un peligro siempre al acecho, precisamente más terrible porque no soy capaz de definirlo.
Y, ¿acaso no está justificado ese sentimiento? Piénsese en la larga sucesión de incidentes que delatan las fuerzas siniestras que actúan a nuestro alrededor. Primero, la muerte del anterior ocupante de la mansión, en la que se cumplieron con toda exactitud las condiciones de la leyenda familiar, y, en segundo lugar, las repetidas afirmaciones por parte de los campesinos de la zona de que ha aparecido en el páramo una extraña criatura. En dos ocasiones he escuchado ya un sonido que recuerda el aullido distante de un sabueso. No puede tratarse de algo ajeno a las leyes ordinarias de la naturaleza. Un sabueso espectral que deje huellas visibles y que llene el aire con sus aullidos es sin duda impensable. Quizá Stapleton acepte esa superstición y a Mortimer tal vez le suceda lo mismo; pero si yo tengo una cualidad es el sentido común y nada logrará convencerme de una cosa así. Hacerlo sería rebajarse al nivel de esos pobres campesinos que no se contentan con un simple perro asilvestrado, sino que necesitan describirlo arrojando fuego del infierno por ojos y boca. Holmes nunca prestaría atención a semejantes fantasías y yo soy su representante. Pero los hechos son los hechos y ya he oído dos veces ese aullido en el páramo. Supongamos que hubiera realmente un enorme sabueso en libertad; eso contribuiría mucho a explicarlo todo. Pero, ¿dónde se escondería, dónde conseguiría la comida, de dónde procedería, cómo sería posible que nadie lo hubiera visto durante el día?
Hay que confesar que la teoría del perro de carne y hueso presenta casi tantas dificultades como la otra. Y además, dejando de lado al sabueso, queda la intervención del individuo del cabriolé en Londres y la carta en la que se advertía a Sir Henry del peligro que corría. Eso por lo menos es real, pero tanto podría ser obra de un amigo deseoso de protegerlo como de un enemigo. ¿Dónde está ahora ese amigo o enemigo? ¿Se ha quedado en Londres o nos ha seguido hasta el páramo? ¿Podría ser..., podría ser el desconocido que vi sobre el risco?
Es verdad que sólo lo contemplé unos instantes, pero hay algunas cosas de las que estoy completamente seguro. Como conozco ya a todos nuestros vecinos puedo afirmar que no es ninguno de ellos. El individuo que estaba sobre el risco era más alto que Stapleton y más delgado que Frankland. Cabría que se tratara de Barrymore, pero lo dejamos en la mansión, y estoy seguro de que no pudo seguirnos. Por lo tanto hay un desconocido que nos sigue aquí de la misma manera que un desconocido nos siguió en Londres. No nos hemos librado de él. Si pudiera ponerle las manos encima, tal vez resolviéramos todas nuestras dificultades. A esta única finalidad debo consagrar todas mis energías a partir de ahora.
Mi primer impulso fue contar mis planes a Sir Henry. El segundo y más prudente ha sido hacer mi juego y hablar lo menos posible. El baronet está silencioso y distraído. El aullido en el páramo lo ha conmocionado extrañamente. No diré nada que contribuya a aumentar su ansiedad, pero tomaré las medidas oportunas para lograr lo que me propongo.
Esta mañana tuvimos una pequeña escena después del desayuno. Barrymore pidió permiso para hablar con Sir Henry y se encerraron en el estudio del baronet durante unos minutos. Desde mi asiento en la sala de billar oí más de una vez cómo ambos alzaban la voz y reconozco que tenía una idea bastante exacta del motivo de la discusión. Finalmente Sir Henry abrió la puerta y me llamó.
—Barrymore considera que tiene motivos para quejarse —dijo—. Opina que no hemos sido justos al dar caza a su cuñado cuando él, libremente, nos había revelado el secreto.
El mayordomo se hallaba delante de nosotros, muy pálido pero muy dueño de sí mismo.
—Quizá haya hablado con demasiado calor —dijo— y, en ese caso, le pido sinceramente que me perdone. Pero me ha sorprendido mucho enterarme de que han regresado ustedes de madrugada y de que han estado persiguiendo a Selden. El pobrecillo ya tiene suficientes enemigos sin necesidad de que yo contribuya a crearle más.
—Si nos lo hubiera usted revelado por decisión propia, habría sido distinto —dijo el baronet—. Pero nos lo contó (o más bien lo hizo su mujer) cuando le obligamos y no tuvo otro remedio.
—Nunca pensé que se aprovechara de ello, Sir Henry; nunca lo hubiera creído.
—Ese hombre es un peligro público. Hay casas solitarias repartidas por el páramo y Selden no se detendría ante nada. Basta con ver su rostro un instante para darse cuenta. Piense, por ejemplo, en la casa del señor Stapleton, sin nadie excepto él para defenderla. Todo el mundo correrá peligro hasta que se le vuelva a poner a buen recaudo.
—Selden no entrará en ninguna casa, señor. Le doy solemnemente mi palabra. Ni volverá a molestar a nadie en este país. Le aseguro, Sir Henry, que dentro de muy pocos días se habrán tomado las medidas necesarias y estará camino de América del Sur. Por el amor de Dios, señor, le ruego que no informe a la policía de que mi cuñado sigue aún en el páramo. Han abandonado la persecución y será un buen refugio hasta que el barco esté preparado. Y si lo denuncia nos causará problemas a mi mujer y a mí. Se lo suplico, señor, no diga nada a la policía.
—¿Qué opina usted, Watson?
Me encogí de hombros.
—Si Selden saliera del país sin causar problemas los contribuyentes se verían libres de una carga.
—Pero, ¿qué me dice de la posibilidad de que asalte a alguien antes de marcharse?
—No hará una locura semejante, señor. Le hemos proporcionado todo lo que necesita. Cometer un delito sería lo mismo que proclamar dónde está escondido.
—Eso es cierto —dijo Sir Henry—. Bien, Barrymore...
—¡Que Dios le bendiga! ¡Se lo agradezco de todo corazón! Mi pobre mujer se moriría de pena si lo capturasen otra vez.
—Supongo que estamos haciéndonos cómplices de un delito, ¿no es eso, Watson? Pero después de lo que acabamos de oír no me creo capaz de entregar a ese hombre, de manera que punto final. De acuerdo, Barrymore, puede usted marcharse.
Con unas inconexas palabras de gratitud el mayordomo se dirigió hacia la puerta, pero luego vaciló y volvió sobre sus pasos.
—Se ha portado usted tan bien con nosotros, señor, que, a cambio, quisiera hacer por usted todo lo que esté en mi mano. Sé algo, Sir Henry, que quizá debiera haber dicho antes, pero sólo lo descubrí mucho tiempo después de terminada la investigación. Nunca lo he comentado con nadie. Y tiene que ver con la muerte del pobre Sir Charles.
Tanto el baronet como yo nos pusimos en pie.
—¿Acaso sabe usted cómo murió?
—No, señor, eso no lo sé.
—¿De qué se trata, entonces?
—Sé por qué estaba en el portillo a aquella hora. Se había citado con una mujer.
—¿Citado con una mujer? ¿Sir Charles?
—Sí, señor.
—¿Sabe usted quién era?
—No le puedo decir el nombre, señor, pero sí las iniciales: L. L.
—¿Cómo ha sabido usted todo eso, Barrymore?
—Verá, Sir Henry, su tío recibió una carta aquella mañana. De ordinario recibía muchas a diario porque era un hombre conocido y todo el mundo se hacía lenguas de su buen corazón, así que las personas con problemas recurrían a él. Pero aquella mañana, por casualidad, sólo recibió una carta, de manera que me fijé más en ella. Venía de Coombe Tracey y la letra del sobre era de mujer.
—¿Y?
—Verá, señor; yo no hubiera vuelto a pensar en ello de no ser por mi mujer que, hace tan sólo unas semanas, cuando estaba limpiando el estudio de Sir Charles (no se había tocado desde su muerte), encontró las cenizas de una carta en el hogar de la chimenea. Aunque las cuartillas estaban prácticamente carbonizadas había un trocito, el final de una página, que no se había disgregado y aún era posible leer lo que estaba escrito, en gris sobre fondo negro. Nos pareció que se trataba de una postdata y decía lo siguiente: "Por favor, por favor, como es usted un caballero, queme esta carta y esté junto al portillo a las diez en punto". Debajo alguien había firmado con las iniciales L. L.
—¿Ha conservado ese trocito de papel?
—No, señor; se deshizo cuando lo movimos.
—¿Había recibido Sir Charles otras cartas con la misma letra?
—A decir verdad, no me fijaba mucho en sus cartas. Y tampoco me hubiera fijado en ésa de no llegar sola.
—¿Y no tiene idea de quién pueda ser L. L.?
—No, señor. Estoy tan a oscuras como usted. Pero creo que si pudiéramos localizar a esa dama sabríamos más acerca de la muerte de Sir Charles.
—Lo que no entiendo, Barrymore, es cómo ha podido ocultar una información tan importante.
—Compréndalo, señor; nuestros problemas empezaron inmediatamente después y, por otra parte, como es lógico, si se piensa en todo lo que hizo por nosotros, los dos sentíamos un gran cariño por Sir Charles. Revolver en ese asunto no podía ayudar ya a nuestro pobre señor, y conviene andar con tiento cuando hay una dama por medio. Hasta los mejores de entre nosotros...
—¿Cree usted que podría dañar su reputación?
—Verá, señor: pensé que no saldría nada bueno. Pero después de haberse portado usted tan bien con nosotros, me parece que le trataría injustamente si no le contara todo lo que sé.
—Muy bien, Barrymore; puede marcharse.
Cuando el mayordomo nos hubo dejado Sir Henry se volvió hacia mí.
—Bueno, Watson, ¿qué piensa usted de esta nueva pista?
—Me parece que sólo sirve para aumentar la oscuridad.
—Eso pienso yo. Pero si pudiéramos encontrar a L. L. se aclararía todo este asunto. Al menos algo hemos ganado. Sabemos que hay una persona que conoce los hechos y lo único que necesitamos es encontrarla. ¿Qué cree que debemos hacer?
—Informar a Holmes inmediatamente. Le proporcionará el indicio que ha estado buscando. Y o mucho me equivoco o eso hará que se presente aquí.
Regresé inmediatamente a mi habitación y redacté para Holmes el informe sobre nuestra conversación matutina. Era evidente que mi amigo había estado muy ocupado últimamente, porque las notas que me llegaban de Baker Street eran pocas y breves, sin comentarios sobre la información que le había suministrado y casi sin referencia alguna a mi misión. No había duda de que el caso del chantaje absorbía todas sus facultades. Y, sin embargo, este nuevo factor debería con toda seguridad llamar su atención y renovar su interés. Ojalá estuviese aquí.
17 de octubre. - Ha llovido a cántaros todo el día, y las gotas resuenan sobre la hiedra y caen desde los aleros. Me he acordado del fugitivo en el frío páramo desolado, sin sitio donde guarecerse. ¡Pobrecillo! Sean cuales fueran sus delitos, está sufriendo para expiarlos. Y luego me acordé del otro: del rostro en el cabriolé, de la figura recortada contra la luna. ¿También el que vigilaba sin ser visto, el hombre de la oscuridad, se hallaba a la intemperie bajo aquel diluvio? A la caída de la tarde me puse el impermeable y paseé hasta muy lejos por el páramo empapado de agua, lleno de imágenes oscuras, con la lluvia golpeándome el rostro y el viento silbándome en los oídos. Que Dios tenga de su mano a quienes se acerquen a la gran ciénaga en tales momentos, porque incluso las tierras altas, firmes de ordinario, se están convirtiendo en un pantano. Encontré el Risco Negro sobre el que había visto al vigía solitario y desde su cima dentada contemplé las melancólicas lomas. Ráfagas de lluvia iban a la deriva sobre sus superficies rojizas y las densas nubes de color pizarra colgaban muy bajas sobre el paisaje, cayendo en jirones grises por las laderas de las fantásticas colinas. En la lejana concavidad hacia la izquierda, escondidas a medias por la niebla, se alzaban por encima de los árboles las dos delgadas torres de la mansión de los Baskerville. Eran los únicos signos visibles de vida humana, si se exceptúan los refugios prehistóricos que tanto abundan en las faldas de las colinas. En ningún sitio había rastro alguno del extraño vigía del páramo.
Mientras regresaba a la mansión me alcanzó el doctor Mortimer que conducía su coche de dos ruedas por un tosco sendero, de regreso de la remota granja de Foulmire. Ha estado siempre pendiente de nosotros y apenas ha pasado un día sin presentarse por la mansión para ver cómo nos va. Me insistió para que subiera al coche y le acompañara hasta la casa. Lo encontré muy preocupado por la desaparición de su pequeño spaniel, que se había adentrado por el páramo y no había vuelto. Lo consolé como pude, pero al acordarme del poni sepultado en la ciénaga de Grimpen, temí que no volviera a ver a su perrito.
—Por cierto, Mortimer —le dije mientras avanzábamos a saltos por aquel camino tan desigual—, supongo que serán muy pocas las personas de la zona que usted no conozca.
—Prácticamente ninguna, creo yo.
—¿Puede usted, en ese caso, decirme el nombre de alguna mujer cuyas iniciales sean L. L.?
El doctor Mortimer estuvo pensando unos minutos.
—No —dijo—. Hay algunos gitanos y jornaleros de los que no puedo responder, pero entre los granjeros o la burguesía y pequeña nobleza no hay nadie con iniciales como ésas. Espere un momento —añadió, después de una pausa—. Está Laura Lyons, sus iniciales son L. L., aunque vive en Coombe Tracey.
—¿Quién es? —pregunté.
—Es la hija de Frankland.
—¿Cómo? ¿Frankland el viejo chiflado?
—Exactamente. Se casó con un artista llamado Lyons que vino a hacer unos bocetos en el páramo. Resultó ser un sinvergüenza y la abandonó. Aunque quizá la culpa, por lo que he oído, no fuera toda del pintor. Su padre se negó a tener nada que ver con ella porque se había casado sin su consentimiento y quizá también por una o dos razones más. De manera que entre los dos pecadores, el viejo y el joven, la pobre chica lo ha pasado bastante mal.
—¿Cómo vive?
—Imagino que su padre le pasa una asignación, pero debe de ser una miseria, porque la situación económica de Frankland deja mucho que desear. Por mal que se hubiera portado, no se podía consentir que se hundiera definitivamente. Su historia llegó a saberse y varias personas de los alrededores colaboraron para permitirle que se ganara la vida honradamente. Stapleton fue uno de ellos y Sir Charles otro. También yo contribuí modestamente. Se trataba de que pusiera en marcha un servicio de mecanografía.
Mortimer quiso saber el motivo de mis investigaciones, pero logré satisfacer su curiosidad sin decirle demasiado, porque no hay razón para confiar en nadie. Mañana por la mañana me pondré en camino hacia Coombe Tracey y si puedo ver a la señora Laura Lyons, de dudosa reputación, se habrá dado un gran paso para aclarar uno de los incidentes de esta cadena de misterios. Sin duda estoy adquiriendo la prudencia de la serpiente, porque cuando Mortimer insistió en sus preguntas hasta extremos inconvenientes, me interesé como por casualidad por el tipo de cráneo de Frankland, de manera que sólo oí hablar de craneología durante el resto del trayecto. De algo ha de servirme haber vivido durante años con Sherlock Holmes.