Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics)

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Sólo tengo un último incidente que anotar en este melancólico día de tormenta. Se trata de mi conversación con Barrymore de hace unos instantes: el mayordomo me ha proporcionado un triunfo más que podré utilizar en su momento.
Mortimer se ha quedado a cenar y el baronet y él han jugado después al écarté. El mayordomo me ha llevado el café a la librería y he aprovechado la oportunidad para hacerle unas preguntas.
—Bien —dije—, ¿se ha marchado ya ese inapreciable pariente suyo o sigue todavía escondido en el páramo?
—No lo sé, señor. Le pido a Dios que se haya ido, porque a nosotros no nos ha causado más que problemas. No he sabido nada de él desde que le dejé comida la última vez, y de eso hace ya tres días.
—¿Usted lo vio?
—No, señor; pero la comida había desaparecido cuando volví a pasar por allí.
—Entonces, ¿es seguro que sigue en el páramo?
—Parece lo lógico, señor, a no ser que se la haya llevado el otro.
No terminé de llevarme la taza a la boca y miré fijamente a Barrymore.
—Entonces, ¿usted sabe que hay otro hombre?
—Sí, señor; hay otro hombre en el páramo.
—¿Lo ha visto?
—No, señor.
—¿Cómo sabe de su existencia?
—Selden me habló de él hace una semana o poco más. También se esconde, pero no es un preso, por lo que he podido deducir. No me gusta nada, doctor Watson; le digo con toda sinceridad que no me gusta nada —hablaba con repentina vehemencia.
—Ahora escúcheme usted, Barrymore. Yo no tengo otro interés en este asunto que el de su señor. Estoy aquí para ayudarlo. Dígame, con toda franqueza, qué es lo que no le gusta.
Barrymore vaciló un momento, como si lamentara su arranque o le resultara difícil expresar con palabras sus sentimientos.
—Son todas estas cosas que están pasando —exclamó por fin, agitando la mano en dirección a la ventana que daba al páramo, golpeada por la lluvia—. Se está jugando sucio en algún sitio y se está tramando alguna maldad muy negra, ¡eso lo puedo jurar! ¡Me alegraría mucho de que Sir Henry volviera a Londres!
—Pero, ¿qué es lo que le inquieta?
—¡Fíjese en la muerte de Sir Charles! Aquello ya fue terrible, a pesar de todo lo que dijera el coroner. Fíjese en los ruidos que se oyen en el páramo por la noche. No hay una sola persona que quiera cruzarlo después de ponerse el sol ni aunque le paguen por hacerlo. ¡Fíjese en ese desconocido que se esconde, que vigila y espera! ¿Qué es lo que espera? ¿Qué significa todo eso? Seguro que no significa nada bueno para cualquiera que se llame Baskerville, y me marcharé con mucho gusto el día que los nuevos criados puedan hacerse cargo de la mansión.
—Pero, en cuanto a ese desconocido —dije—. ¿No sabe usted nada más acerca de él? ¿Qué le contó Selden? ¿Había descubierto dónde se escondía o qué era lo que estaba haciendo?
—Lo vio una o dos veces, pero es muy astuto y no enseña su juego. Al principio mi cuñado pensó que era de la policía, pero pronto comprendió que trabaja por su cuenta. Alguien muy parecido a un caballero, por lo que a él se le alcanzaba, pero no consiguió averiguar qué era lo que estaba haciendo.
—Y, ¿dónde le dijo que vivía?
—En los viejos refugios de las colinas; los viejos refugios de piedra donde vivían los antiguos.
—Pero, ¿cómo se las arregla para comer?
—Selden descubrió que tiene un chico que trabaja para él y le lleva todo lo que necesita. Imagino que va a buscarlo a Coombe Tracey.
—Muy bien, Barrymore. Quizá sigamos hablando de todo esto en otro momento.
Después de que el mayordomo se marchara me acerqué a la ventana y, a través del cristal empañado, contemplé las nubes veloces y las siluetas estremecidas de los árboles agitados por el viento. Es una noche terrible dentro de casa, pero ¿cómo será en un refugio de piedra en el páramo? ¿Qué intensidad en el odio puede hacer que un hombre aceche en un sitio así en semejante momento? ¿Y qué puede ser lo que se propone que le exige someterse a semejante prueba? Allí, en ese habitáculo que se abre al páramo, parece hallarse el centro mismo del problema que tantos disgustos me está causando. Juro que no pasará un día más sin que haya hecho todo lo que esté en mi mano para llegar al fondo del misterio.»
11. El hombre del risco
El fragmento de mi diario que he utilizado en el último capítulo sitúa la narración en el 18 de octubre, momento en que los extraños acontecimientos de las últimas semanas se encaminaban rápidamente hacia su terrible desenlace. Los incidentes de los días que siguieron han quedado indeleblemente grabados en mi memoria y estoy en condiciones de relatarlos sin recurrir a las notas que tomé en aquel momento. Comienzo, por lo tanto, un día después de que lograra establecer dos hechos de gran importancia: el primero que la señora Laura Lyons de Coombe Tracey había escrito a Sir Charles Baskerville para citarse con él precisamente a la hora y en el sitio donde el baronet encontró la muerte; y el segundo que al hombre al acecho en el páramo se le podía encontrar en los refugios de piedra de las colinas. Con aquellos dos datos en mi poder, llegué a la conclusión de que si no me hallaba completamente desprovisto ni de inteligencia ni de valor, tendría que arrojar por fin alguna luz sobre tanta oscuridad.
No encontré momento para contar al baronet lo que había averiguado la noche anterior acerca de la señora Lyons, porque el doctor Mortimer se quedó jugando con él a las cartas hasta muy tarde. A la hora del desayuno, sin embargo, le informé de mi descubrimiento y le pregunté si quería acompañarme a Coombe Tracey. Al principio se mostró deseoso de hacerlo, pero al pensarlo con más calma llegamos ambos a la conclusión de que el resultado sería mejor si iba yo solo. Cuanto más oficial hiciéramos la visita, menos información obtendríamos. Dejé, por consiguiente, a Sir Henry en casa, aunque no sin ciertos remordimientos, y me puse en camino para emprender la nueva investigación.
Al llegar a Coombe Tracey le dije a Perkins que buscara acomodo a los caballos e hice algunas preguntas para localizar a la dama a la que me proponía interrogar. Encontré sin dificultad su alojamiento, céntrico y bien señalado. Una doncella me hizo pasar sin muchas ceremonias y, al entrar en el salón, la dama que estaba sentada delante de una máquina de escribir marca Remington se puso en pie con una agradable sonrisa de bienvenida. Su expresión cambió, sin embargo, al comprobar que se trataba de un desconocido; acto seguido se sentó de nuevo y preguntó cuál era el objeto de mi visita.
Lo primero que impresionaba de la señora Lyons era su extraordinaria belleza. Tenía los ojos y el cabello de un color castaño muy cálido, y sus mejillas, aunque con abundantes pecas, se veían agraciadas con la perfección característica de las morenas: la delicada tonalidad que se esconde en el corazón de la rosa. La admiración era, como digo, la primera impresión. Pero a la admiración sucedía de inmediato la crítica. Había un algo muy sutil que no funcionaba en aquel rostro, una vulgaridad en la expresión, quizá una dureza en la mirada, un rictus en la boca que desvirtuaba belleza tan perfecta. Pero todas estas reflexiones son, por supuesto, tardías. En aquel momento no hice más que darme cuenta de que tenía delante a una mujer muy hermosa que me preguntaba cuál era el motivo de mi visita. Y hasta entonces yo no había entendido bien hasta qué punto era delicada mi misión.
—Tengo el placer —dije— de conocer a su padre.
Era un presentación muy torpe y la señora Lyons no la pasó por alto.
—Mi padre y yo no tenemos nada en común —respondió—. No le debo nada y sus amigos no lo son míos. Si no hubiera sido por el difunto Sir Charles Baskerville y otras personas de buen corazón podría haberme muerto de hambre sin que mi padre moviera un dedo.
—He venido a verla precisamente en relación con el difunto Sir Charles Baskerville.
Las pecas adquirieron mayor relieve sobre el rostro de la dama.
—¿Qué puedo decirle acerca de él? —preguntó, mientras sus dedos jugueteaban nerviosamente con los marginadores de la máquina de escribir.
—Usted lo conocía, ¿no es cierto?
—Ya le he dicho que estoy muy en deuda con su amabilidad. Si soy capaz de mantenerme, se lo debo en gran parte al interés que se tomó al conocer mi desgraciada situación.
—¿Se carteaba usted con él?
La dama levantó rápidamente la vista, con un brillo de cólera en los ojos de color de avellana.
—¿Cuál es el objeto de estas preguntas? —quiso saber, con tono cortante.
—El objeto es evitar un escándalo público. Es mejor hacerlas aquí, y evitar que este asunto escape a nuestro control.
La señora Lyons guardó silencio al tiempo que palidecía. Por fin alzó de nuevo los ojos con un algo temerario y desafiante en su actitud.
—Está bien, responderé —dijo—. ¿Qué es lo que quiere saber?
—¿Se carteaba usted con Sir Charles?
—Le escribí por supuesto una o dos veces para agradecerle su delicadeza y su generosidad.
—¿Recuerda usted las fechas de esas cartas?
—No.
—¿Lo conoció usted personalmente?
—Sí, estuve con él una o dos veces, cuando vino a Coombe Tracey. Era un hombre muy reservado y prefería hacer el bien con mucha discreción.
—Si lo vio tan pocas veces y le escribió con tan poca frecuencia, ¿qué fue lo que le impulsó a ayudarla, como usted asegura que hizo?
La señora Lyons resolvió mi objeción con la mayor facilidad.
—Eran varios los caballeros que estaban al tanto de mi triste historia y que se unieron para ayudarme. Uno de ellos, el señor Stapleton, vecino y amigo íntimo de Sir Charles, fue muy amable conmigo, y el baronet supo de mis problemas por mediación suya.
Yo estaba enterado de que Sir Charles Baskerville había recurrido en diferentes ocasiones a Stapleton como limosnero suyo, de manera que la explicación de mi interlocutora tenía todos los visos de ser cierta.
—¿Escribió usted alguna vez a Sir Charles pidiéndole una cita? —continué.
La señora Lyons enrojeció una vez más, movida por la ira.
—A decir verdad, señor mío, se trata de una pregunta singular.
—Lo siento, señora, pero debo repetírsela.
—En ese caso respondo: desde luego que no.
—¿Ni siquiera el mismo día de la muerte de Sir Charles?
El rubor desapareció en un instante y tuve ante mí una palidez mortal. La sequedad que se apoderó de su boca le impidió pronunciar el «No» que yo vi más que oí.
—Sin duda la traiciona la memoria —le respondí—. Podría incluso citar un pasaje de su carta. Decía así: «Por favor, por favor, como es usted un caballero, queme esta carta y esté junto al portillo a las diez en punto».
Pensé que se había desmayado, pero se recuperó gracias a un esfuerzo supremo.
—¿Es que ya no quedan caballeros? —jadeó.
—Es usted injusta con Sir Charles, que sí quemó la carta. Pero a veces una carta puede ser legible incluso después de arder. ¿Reconoce que la escribió?
—Sí, lo hice —exclamó, volcando el alma en un torrente de palabras—. La escribí. ¿Por qué tendría que negarlo? No hay motivo para avergonzarme de ello. Quería que me ayudara. Estaba convencida de que si me entrevistaba con él conseguiría que me ayudara, de manera que le pedí una cita.
—Pero, ¿por qué a esa hora?
—Porque acababa de enterarme de que salía para Londres al día siguiente y quizá tardara meses en regresar. Había motivos que me impedían llegar antes a la mansión.
—Pero, ¿por qué una cita en el jardín en lugar de una visita a la casa?
—¿Cree usted que una dama puede entrar sola a esa hora en el hogar de un soltero?
—Bien; ¿qué sucedió cuando llegó usted allí?
—No fui.
—¡Señora Lyons!
—No, se lo juro por lo más sagrado. No fui. Sucedió algo que me impidió acudir.
—¿Qué fue lo que sucedió?
—Es un asunto privado. No se lo puedo contar.
—Entonces, ¿reconoce que concertó una cita con Sir Charles a la hora y en el lugar donde encontró la muerte, pero niega que acudiera a ella?
—Así es.
Seguí interrogándola para comprobar si había dicho la verdad, pero no logré sacar nada más en limpio.
—Señora Lyons —dije mientras me ponía en pie, después de terminar aquella larga entrevista tan poco satisfactoria—, incurre usted en una gran responsabilidad y se coloca en una posición muy falsa al no confesar todo lo que sabe. Si tengo que solicitar el auxilio de la policía, descubrirá lo gravemente que está usted comprometida. Si es usted inocente, ¿por qué empezó negando que hubiera escrito a Sir Charles en esa fecha?
—Porque temía que se sacaran conclusiones erróneas y me viera envuelta en un escándalo.
—Y, ¿por qué tenía usted tanto interés en que Sir Charles destruyera la carta?
—Si la ha leído sabrá el porqué.
—Yo no he dicho que hubiera leído la carta.
—Ha citado usted un fragmento.
—He citado la postdata. Como ya he dicho, la carta ardió y no era legible en su totalidad. Le pregunto una vez más por qué insistió tanto en que Sir Charles destruyera esa carta.
—Se trata de un asunto muy privado.
—Una razón más para que evite usted una investigación pública.
—Se lo contaré, en ese caso. Si ha oído algo acerca de mi desgraciada historia, sabrá que hice un matrimonio imprudente y que he tenido motivos para lamentarlo.
—Estoy enterado de eso.
—Mi vida ha sido una persecución incesante por parte de un marido al que aborrezco. La justicia está de su parte, y todos los días me enfrento con la posibilidad de que me fuerce a vivir con él. En el momento en que escribí la carta a Sir Charles se me informó de que existía una posibilidad de recobrar mi libertad si se podían atender ciertos gastos. Eso lo significaba todo para mí: tranquilidad, dicha, propia estimación..., absolutamente todo. Sabía de la generosidad de Sir Charles y pensé que si escuchaba la historia de mis propios labios me ayudaría.
—En ese caso, ¿cómo es que no acudió a la cita?
—Porque mientras tanto recibí ayuda de otra fuente.
—¿Por qué, entonces, no escribió a Sir Charles explicándoselo?
—Lo habría hecho así si no hubiera leído la noticia de su muerte en el periódico a la mañana siguiente.
Su historia tenía coherencia y no conseguí que se contradijera a pesar de mis preguntas. Sólo podía comprobarla averiguando si, de hecho, en el momento de la tragedia o poco antes, había iniciado los trámites para conseguir el divorcio.
No era probable que mintiera al decir que no había estado en la mansión de los Baskerville, dado que se necesitaba un cabriolé para llegar hasta allí, y que tendría que haber regresado a Coombe Tracey de madrugada, lo que hacía imposible mantener el secreto sobre una expedición de tales características. Lo más probable era, por consiguiente, que dijera la verdad o, por lo menos, parte de la verdad. Me marché desconcertado y desanimado.
Una vez más me tropezaba con la misma barrera infranqueable que parecía interponerse en mi camino cada vez que trataba de alcanzar el objetivo de mi misión. Y, sin embargo, cuanto más pensaba en el rostro de la dama y en su actitud, más seguro estaba de que ocultaba algo. ¿Por qué había palidecido tanto? ¿Por qué se resistió a reconocer lo sucedido hasta que se vio forzada a hacerlo? ¿Por qué tendría que haberse mostrado tan reservada en el momento de la tragedia? Con toda seguridad la explicación no era tan inocente como pretendía hacerme creer. De momento no podía avanzar más en aquella dirección y debía regresar a los refugios del páramo en busca de la otra pista.
Pero se trataba de un rastro sumamente vago, como advertí en el viaje de regreso al comprobar que, una tras otra, todas las colinas conservaban huellas de sus antiguos pobladores. La única indicación de Barrymore había sido que el desconocido vivía en uno de aquellos refugios abandonados, pero existían cientos de ellos a todo lo largo y ancho del páramo. Contaba, sin embargo, con mi experiencia como guía, puesto que había visto al desconocido con mis propios ojos en la cima del Risco Negro. Aquel lugar, por lo tanto, debía ser el punto de partida de mi búsqueda. Allí iniciaría la exploración de todos los refugios hasta que diera con el que buscaba. Si aquel individuo estaba dentro, sabría de sus propios labios, a punta de revólver si era necesario, quién era y por qué nos había seguido durante tanto tiempo. Quizá podía darnos esquinazo entre el gentío de Regent Street, pero le iba a resultar imposible en la soledad del páramo. Por otra parte, si encontraba el refugio y su ocupante no estaba dentro, me quedaría allí, por larga que resultara la espera, hasta que regresase. Holmes lo había perdido en Londres. Sería para mí un verdadero triunfo lograr capturarlo después del fracaso de mi maestro.
La suerte se había vuelto una y otra vez contra nosotros en el curso de aquella investigación, pero ahora vino por fin en mi ayuda. Y el mensajero de mi buena suerte no fue otro que el señor Frankland que se hallaba de pie, con sus patillas grises y su tez rojiza, junto a la puerta del jardín de su casa, que daba a la carretera por la que yo viajaba.
—Buenos días, doctor Watson —exclamó con insólito buen humor—; permita que sus caballos disfruten de un descanso y entre en casa a beber un vaso de vino y felicitarme.
Mis sentimientos hacia Frankland distaban mucho de ser amistosos después de lo que había oído sobre su manera de tratar a la señora Lyons, pero estaba deseoso de enviar a Perkins y la tartana a casa, y aquélla era una buena oportunidad. Descendí del coche y envié un mensaje a Sir Henry comunicándole que regresaría a pie, a tiempo para la cena. Después seguí a Frankland hasta su comedor.
—Es un gran día para mí, uno de los días de mi vida escritos con letras doradas —exclamó, interrumpiéndose varias veces para reír entre dientes—. He conseguido un doble triunfo. Me proponía enseñar a las gentes de esta zona que la ley es la ley, y que aquí vive un hombre a quien no le asusta recurrir a ella. He establecido un derecho de paso que cruza por el centro de los jardines del viejo Middleton, que atraviesa la propiedad a menos de cien metros de la puerta principal. ¿Qué me dice de eso? Vamos a enseñar a esos magnates que no se puede pisotear los derechos de los plebeyos, ¡y que Dios los confunda! Y también he cerrado el bosque donde iba de excursión la gente de Fernworthy. Esos infernales pueblerinos parecen creer que no existe el derecho de propiedad y que pueden meterse por donde les apetezca y ensuciarlo todo con papeles y botellas. Ambos casos fallados, doctor Watson, y los dos a mi favor. No recuerdo un día parecido desde que conseguí que condenaran a Sir John Morland por cazar en sus propias tierras.
—¿Cómo demonios consiguió usted eso?
—Mírelo en la jurisprudencia, señor mío. Merece la pena leerlo: Frankland contra Morland, llegamos hasta el Tribunal Supremo. Me costó doscientas libras, pero conseguí que se fallara a mi favor.
—¿Le reportó algún beneficio?
—Ninguno, señor mío, ninguno. Me enorgullece decir que yo no tenía interés material alguno en aquella cuestión. Siempre actúo por sentido del deber. No me cabe la menor duda, por ejemplo, de que los habitantes de Fernworthy me quemarán esta noche en efigie. La última vez que lo hicieron dije a la policía que deberían impedir espectáculos tan lamentables. La incompetencia de la policía del condado es escandalosa, señor mío, y no se me proporciona la protección a la que tengo derecho. Mi pleito contra la Reina servirá para atraer la atención del público sobre este asunto. Les dije que tendrían oportunidad de lamentar la manera en que me tratan y mis palabras se han hecho ya realidad.
—¿Cómo así? —pregunté.
El anciano hizo un gesto de complicidad.
—Porque podría decirles lo que están deseando saber, pero nada ni nadie me persuadirá para que ayude a esos sinvergüenzas en lo más mínimo.
Yo había estado tratando de encontrar alguna excusa para escapar a su charla incesante, pero ahora sentí deseos de saber más. Sin embargo había tenido suficientes pruebas de su tendencia a llevar la contraria como para comprender que cualquier manifestación de vivo interés sería la mejor manera de poner fin a las confidencias de aquel viejo excéntrico.
—Algún caso de caza furtiva, imagino —dije, con aire indiferente.
—Ja, ja; ¡algo mucho más importante que eso, caballerete! ¿Qué me dice del preso escapado?
Me sobresalté.
—¿No querrá usted decir que sabe dónde se esconde? —le pregunté.
—Quizá no sepa exactamente dónde se esconde, pero estoy completamente seguro que podría ayudar a la policía a echarle el guante. ¿Nunca se le ha ocurrido que la manera de atrapar a ese sujeto es descubrir dónde consigue la comida y llegar después hasta él?
El señor Frankland daba toda la impresión de hallarse incómodamente cerca de la verdad.
—Sin duda —dije—; pero, ¿cómo sabe que está en el páramo?
—Lo sé porque he visto con mis propios ojos al mensajero que le lleva la comida.
Se me cayó el alma a los pies pensando en Barrymore. Era un grave problema estar en manos de aquel viejo entrometido y rencoroso. Pero su siguiente observación me quitó un peso de encima.
—Le sorprenderá saber que es un niño quien le lleva la comida. Lo veo todos los días gracias al telescopio que tengo en el tejado. Siempre pasa por el mismo camino a la misma hora y, ¿cuál puede ser su destino excepto el refugio del huido?
¡Una vez más la suerte me sonreía! Y sin embargo evité dar muestras de interés. ¡Un niño! Barrymore me había dicho que al desconocido lo atendía un muchacho. Frankland había tropezado por casualidad con su rastro y no con el de Selden. Si me enteraba de lo que él sabía, quizá me ahorrara una búsqueda larga y fatigosa. Pero la incredulidad y la indiferencia eran sin duda mis mejores armas.
—En mi opinión es mucho más probable que se trate del hijo de uno de los pastores del páramo y que se limite a llevar la comida a su padre.
El menor signo de oposición bastaba para que el viejo autócrata echara chispas por los ojos. Me miró con malevolencia y se le erizaron las patillas grises como podría hacerlo el lomo de un gato enfurecido.
—¿Así que eso es lo que usted piensa? —dijo, señalando al páramo que se extendía delante de nuestros ojos—. ¿Ve allí el Risco Negro? Bien; ¿ve la pequeña colina de más allá en la que crece un espino? Es la parte más pedregosa de todo el páramo. ¿Le parece probable que un pastor se sitúe en un lugar así? Su sugerencia, señor mío, es completamente absurda.
Le respondí mansamente que había hablado sin conocer todos los datos. Mi docilidad le agradó y ello provocó nuevas confidencias.
—Puede tener la seguridad de que siempre piso terreno firme antes de llegar a una conclusión. He visto una y otra vez al muchacho con su hatillo. Todos los días, y en ocasiones dos veces al día, he podido... un momento, doctor Watson. ¿Me engañan los ojos, o hay en este momento algo que se mueve por la falda de aquella colina?
La distancia era de varios kilómetros, pero vi con claridad un puntito oscuro sobre la monotonía verde y gris.
—¡Venga, señor mío, venga conmigo! —exclamó Frankland, subiendo las escaleras a toda prisa—. Va usted a verlo con sus propios ojos y podrá juzgar por sí mismo.
El telescopio, un instrumento formidable montado sobre un trípode, se hallaba sobre la azotea de la casa. Frankland se acercó para mirar y dejó escapar un grito de satisfacción.
—¡Deprisa, doctor Watson, deprisa antes de que pase al otro lado!
Allí estaba, sin la menor duda: un pilluelo con un hatillo al hombro, subiendo sin prisas por la pendiente. Cuando llegó a la cresta vi, recortada por un momento contra el frío cielo azul, la figura desaseada y rústica. El chiquillo miró a su alrededor con aire furtivo y cauteloso, como alguien que teme ser perseguido. Luego desapareció por la ladera opuesta.
—Bien, señor mío, ¿estoy en lo cierto?
—Se trata sin duda de un muchacho que parece tener una ocupación secreta.
—Y cuál sea esa ocupación es algo que hasta un policía rural podría adivinar. Pero no seré yo quien les diga una sola palabra, y a usted le exijo también que guarde el secreto, doctor Watson. ¡Ni una palabra! ¿Entendido?