Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics)

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—¿Qué podemos hacer?
—Mañana no nos faltarán ocupaciones. Esta noche sólo nos queda rendir un último tributo a nuestro pobre amigo. Juntos descendimos de nuevo la escarpada pendiente y nos acercamos al cadáver, que se recortaba como una mancha negra sobre las piedras plateadas. La angustia que revelaban aquellos miembros dislocados me provocó un espasmo de dolor y las lágrimas me enturbiaron los ojos.
—¡Hemos de pedir ayuda, Holmes! No es posible llevarlo desde aquí hasta la mansión. ¡Cielo santo! ¿Se ha vuelto loco?
Mi amigo había lanzado una exclamación al tiempo que se inclinaba sobre el cuerpo. Y ahora bailaba y reía y me estrechaba la mano. ¿Era aquél el Sherlock Holmes severo y reservado que yo conocía? ¡Cuánto fuego escondido!
—¡Una barba! ¡Una barba! ¡El muerto tiene barba!
—¿Barba?
—No es el baronet..., es..., ¡mi vecino, el preso fugado! Con febril precipitación dimos la vuelta al cadáver, y la barba goteante apuntaba a la luna, clara y fría. No había la menor duda sobre los abultados arcos supraorbitales y los hundidos ojos de aspecto bestial. Se trataba del mismo rostro que me había mirado con cólera a la luz de la vela por encima de la roca: el rostro de Selden, el criminal.
Luego, en un instante, lo entendí todo. Recordé que el baronet había regalado a Barrymore sus viejas prendas de vestir. El mayordomo se las había traspasado a Selden para facilitarle la huida. Botas, camisa, gorra: todo era de Sir Henry. La tragedia seguía siendo espantosa, pero, al menos de acuerdo con las leyes de su país, aquel hombre había merecido la muerte. Con el corazón rebosante de agradecimiento y de alegría expliqué a Holmes lo que había sucedido.
—De modo que ese pobre desgraciado ha muerto por llevar la ropa del baronet —dijo mi amigo—. Al sabueso se le ha entrenado mediante alguna prenda de Sir Henry (la bota que le desapareció en el hotel, con toda probabilidad) y por eso ha acorralado a este hombre. Hay, sin embargo, una cosa muy extraña: dada la oscuridad de la noche, ¿cómo llegó Selden a saber que el sabueso seguía su rastro?
—Lo oyó.
—Oír a un sabueso en el páramo no habría asustado a un hombre como él hasta el punto de exponerse a una nueva captura a causa de sus frenéticos alaridos pidiendo ayuda. Si nos guiamos por sus gritos, aún corrió mucho tiempo después de saber que el animal lo perseguía. ¿Cómo lo supo?
—Para mí es un misterio todavía mayor por qué ese sabueso, suponiendo que todas nuestras conjeturas sean correctas...
—Yo no supongo nada.
—Bien, pero ¿por qué tendría que estar suelto ese animal precisamente esta noche? Imagino que no siempre anda libre por el páramo. Stapleton no lo habría dejado salir sin buenas razones para pensar que iba a encontrarse con Sir Henry.
—Mi dificultad es la más ardua de las dos, porque creo que muy pronto encontraremos una explicación para la suya, mientras que la mía quizá siga siendo siempre un misterio. Ahora el problema es, ¿qué vamos a hacer con el cuerpo de este pobre desgraciado? No podemos dejarlo aquí a merced de los zorros y de los cuervos.
—Sugiero que lo metamos en uno de los refugios hasta que podamos informar a la policía.
—De acuerdo. Estoy seguro de que podremos trasladarlo entre los dos. ¡Caramba, Watson! ¿Qué es lo que veo? Nuestro hombre en persona. ¡Fantástico! ¡No cabe mayor audacia! Ni una palabra que revele lo que sabemos; ni una palabra, o mis planes se vienen abajo.
Una figura se acercaba por el páramo, acompañada del débil resplandor rojo de un cigarro puro. La luna brillaba en lo alto del cielo y me fue posible distinguir el aspecto atildado y el caminar desenvuelto del naturalista. Stapleton se detuvo al vernos, pero sólo unos instantes.
—Vaya, doctor Watson; me cuesta trabajo creer que sea usted, la última persona que hubiera esperado encontrar en el páramo a estas horas de la noche. Pero, Dios mío, ¿qué es esto? ¿Alguien herido? ¡No! ¡No me diga que se trata de nuestro amigo Sir Henry!
Pasó precipitadamente a mi lado para agacharse junto al muerto. Le oí hacer una brusca inspiración y el cigarro se le cayó de la mano.
—¿Quién..., quién es este individuo? —tartamudeó.
—Es Selden, el preso fugado de Princetown.
Al volverse hacia nosotros la expresión de Stapleton era espantosa, pero, con un supremo esfuerzo, logró superar su asombro y su decepción. Luego nos miró inquisitivamente a los dos.
—¡Cielo santo! ¡Qué cosa tan espantosa! ¿Cómo ha muerto?
—Parece haberse roto el cuello al caer desde aquellas rocas. Mi amigo y yo paseábamos por el páramo cuando oímos un grito.
—Yo también oí un grito. Eso fue lo que me hizo salir. Estaba intranquilo a causa de Sir Henry.
—¿Por qué acerca de Sir Henry en particular? —no pude por menos de preguntar.
—Porque le había propuesto que viniera a mi casa. Me sorprendió que no se presentara y, como es lógico, me alarmé al oír gritos en el páramo. Por cierto —sus ojos escudriñaron de nuevo mi rostro y el de Holmes—, ¿han oído alguna otra cosa además de un grito?
—No —dijo Holmes—, ¿y usted?
—Tampoco.
—Entonces, ¿a qué se refiere?
—Bueno, ya conoce las historias de los campesinos acerca de un sabueso fantasmal. Según cuentan se le oye de noche en el páramo. Me preguntaba si en esta ocasión habría alguna prueba de un sonido así.
—No hemos oído nada —dije.
—Y, ¿cuál es su teoría sobre la muerte de este pobre desgraciado?
—No me cabe la menor duda de que la ansiedad y las inclemencias del tiempo le han hecho perder la cabeza. Ha echado a correr por el páramo enloquecido y ha terminado por caerse desde ahí y romperse el cuello.
—Parece la teoría más razonable —dijo Stapleton, acompañando sus palabras con un suspiro que a mí me pareció de alivio—. ¿Cuál es su opinión, señor Holmes?
Mi amigo hizo una inclinación de cabeza a manera de cumplido.
—Identifica usted muy pronto a las personas —dijo.
—Le hemos estado esperando desde que llegó el doctor Watson. Ha venido usted a tiempo de presenciar una tragedia.
—Así es, efectivamente. No tengo la menor duda de que la explicación de mi amigo se ajusta plenamente a los hechos. Mañana volveré a Londres con un desagradable recuerdo.
—¿Regresa usted mañana?
—Ésa es mi intención.
—Espero que su visita haya arrojado alguna luz sobre estos acontecimientos que tanto nos han desconcertado.
Holmes se encogió de hombros.
—No siempre se consigue el éxito deseado. Un investigador necesita hechos, no leyendas ni rumores. No ha sido un caso satisfactorio.
Mi amigo hablaba con su aire más sincero y despreocupado. Stapleton seguía mirándolo con gran fijeza. Luego se volvió hacia mí.
—Les sugeriría que trasladásemos a este pobre infeliz a mi casa, pero mi hermana se asustaría tanto que no me parece que esté justificado. Creo que si le cubrimos el rostro estará seguro hasta mañana.
Así lo hicimos. Después de rechazar la hospitalidad que Stapleton nos ofrecía, Holmes y yo nos dirigimos hacia la mansión de los Baskerville, dejando que el naturalista regresara solo a su casa. Al volver la vista vimos cómo se alejaba lentamente por el ancho páramo y, detrás de él, la mancha negra sobre la pendiente plateada que mostraba el sitio donde yacía el hombre que había tenido tan horrible fin.
—¡Ya era hora de que nos viéramos las caras! —dijo Holmes mientras caminábamos juntos por el páramo—. ¡Qué gran dominio de sí mismo! Extraordinaria su recuperación después del terrible golpe que le ha supuesto descubrir cuál había sido la verdadera víctima de su intriga. Ya se lo dije en Londres, Watson, y se lo repito ahora: nunca hemos encontrado otro enemigo más digno de nuestro acero.
—Siento que le haya visto, Holmes.
—Al principio también lo he sentido yo. Pero no se podía evitar.
—¿Qué efecto cree que tendrá sobre sus planes?
—Puede hacerle más cauteloso o empujarlo a decisiones desesperadas. Como la mayor parte de los criminales inteligentes, quizá confíe demasiado en su ingenio y se imagine que nos ha engañado por completo.
—¿Por qué no lo detenemos inmediatamente?
—Mi querido Watson, no hay duda de que nació usted para hombre de acción. Su instinto le lleva siempre a hacer algo enérgico. Pero supongamos, como simple hipótesis, que hacemos que lo detengan esta noche, ¿qué es lo que sacaríamos en limpio? No podemos probar nada contra él. ¡En eso estriba su astucia diabólica! Si actuara por medio de un agente humano podríamos obtener alguna prueba, pero aunque lográramos sacar a ese enorme perro a la luz del día, seguiríamos sin poder colocar a su amo una cuerda alrededor del cuello.
—Estoy seguro de que disponemos de pruebas suficientes.
—Ni muchísimo menos: tan sólo de suposiciones y conjeturas. Seríamos el hazmerreír de un tribunal si nos presentáramos con semejante historia y con semejantes pruebas.
—Está la muerte de Sir Charles.
—No se encontró en su cuerpo la menor señal de violencia. Usted y yo sabemos que murió de miedo y sabemos también qué fue lo que le asustó, pero, ¿cómo vamos a conseguir que doce jurados impasibles también lo crean? ¿Qué señales hay de un sabueso? ¿Dónde están las huellas de sus colmillos? Sabemos, por supuesto, que un sabueso no muerde un cadáver y que Sir Charles estaba muerto antes de que el animal lo alcanzara. Pero todo eso tenemos que probarlo y no estamos en condiciones de hacerlo.
—¿Y qué me dice de lo que ha sucedido esta noche?
—No salimos mucho mejor parados. Una vez más no existe conexión directa entre el sabueso y la muerte de Selden. No hemos visto al animal en ningún momento. Lo hemos oído, es cierto; pero no podemos probar que siguiera el rastro del preso. No hay que olvidar, además, la total ausencia de motivo. No, mi querido Watson; hemos de reconocer que en el momento actual carecemos de las pruebas necesarias y también que merece la pena correr cualquier riesgo con tal de conseguirlas.
—Y, ¿cómo se propone usted lograrlas?
—Espero mucho de la ayuda que nos preste la señora Laura Lyons cuando sepa exactamente cómo están las cosas. Y cuento además con mi propio plan. No hay que preocuparse del mañana, porque a cada día le basta su malicia36, pero no pierdo la esperanza de que antes de veinticuatro horas hayamos ganado la batalla.
No logré que me dijera nada más y hasta que llegamos a las puertas de la mansión de los Baskerville siguió perdido en sus pensamientos.
—¿Va usted a entrar?
—Sí; no veo razón alguna para seguir escondiéndome. Pero antes una última advertencia, Watson. Ni una palabra del sabueso a Sir Henry. Para él Selden ha muerto como Stapleton quisiera que creyéramos. Se enfrentará con más tranquilidad a la dura prueba que le espera mañana, puesto que se ha comprometido, si recuerdo correctamente su informe, a cenar con esas personas.
—Yo debo acompañarlo.
—Tendrá que disculparse, porque Sir Henry ha de ir solo. Eso lo arreglaremos sin dificultad. Y ahora creo que los dos necesitaremos un tentempié en el caso de que lleguemos demasiado tarde para la cena.
13. Preparando las redes
Más que sorprenderse, Sir Henry se alegró de ver a Sherlock Holmes, porque esperaba, desde varios días atrás, que los recientes acontecimientos lo trajeran de Londres. Alzó sin embargo las cejas cuando descubrió que mi amigo llegaba sin equipaje y no hacía el menor esfuerzo por explicar su falta. Entre el baronet y yo muy pronto proporcionamos a Holmes lo que necesitaba y luego, durante nuestro tardío tentempié, explicamos al baronet todo aquello que parecía deseable que supiera. Pero antes me correspondió la desagradable tarea de comunicar a Barrymore y a su esposa la noticia de la muerte de Selden. Para el mayordomo quizá fuera un verdadero alivio, pero su mujer lloró amargamente, cubriéndose el rostro con el delantal. Para el resto del mundo Selden era el símbolo de la violencia, mitad animal, mitad demonio; pero para su hermana mayor seguía siendo el niñito caprichoso de su adolescencia, el pequeño que se aferraba a su mano. Muy perverso ha de ser sin duda el hombre que no tenga una mujer que llore su muerte.
—No he hecho otra cosa que sentirme abatido desde que Watson se marchó por la mañana —dijo el baronet—. Imagino que se me debe reconocer el mérito, porque he cumplido mi promesa. Si no hubiera jurado que no saldría solo, podría haber pasado una velada más entretenida, porque Stapleton me envió un recado para que fuese a visitarlo.
—No tengo la menor duda de que habría pasado una velada más animada —dijo Holmes con sequedad—. Por cierto, no sé si se da cuenta de que durante algún tiempo hemos lamentado su muerte, convencidos de que tenía el cuello roto.
Sir Henry abrió mucho los ojos.
—¿Cómo es eso?
—Ese pobre infeliz llevaba puesta su ropa desechada. Temo que el criado que se la dio tenga dificultades con la policía.
—No es probable. Esas prendas carecían de marcas, si no recuerdo mal.
—Es una suerte para él..., de hecho es una suerte para todos ustedes, ya que todos han transgredido la ley. Me pregunto si, en mi calidad de detective concienzudo, no me correspondería arrestar a todos los habitantes de la casa. Los informes de Watson son unos documentos sumamente comprometedores.
—Pero, dígame, ¿cómo va el caso? —preguntó el baronet—. ¿Ha encontrado usted algún cabo que permita desenredar este embrollo? Creo que ni Watson ni yo sabemos ahora mucho más de lo que sabíamos al llegar de Londres.
—Me parece que dentro de poco estaré en condiciones de aclararle en gran medida la situación. Ha sido un asunto extraordinariamente difícil y complicado. Quedan varios puntos sobre los que aún necesitamos nuevas luces, pero llevaremos el caso a buen término de todos modos.
—Como sin duda Watson le habrá contado ya, hemos tenido una extraña experiencia. Oímos al sabueso en el páramo, por lo que estoy dispuesto a jurar que no todo es superstición vacía. Tuve alguna relación con perros cuando viví en el Oeste americano y reconozco sus voces cuando las oigo. Si es usted capaz de poner a ése un bozal y de atarlo con una cadena, estaré dispuesto a afirmar que es el mejor detective de todos los tiempos.
—No abrigo la menor duda de que le pondré el bozal y la cadena si usted me ayuda.
—Haré todo lo que me diga.
—De acuerdo, pero le voy a pedir además que me obedezca a ciegas, sin preguntar las razones.
—Como usted quiera.
—Si lo hace, creo que son muchas las probabilidades de que resolvamos muy pronto nuestro pequeño problema. No tengo la menor duda...
Holmes se interrumpió de pronto y miró fijamente al aire por encima de mi cabeza. La luz de la lámpara le daba en la cara y estaba tan embebido y tan inmóvil que su rostro podría haber sido el de una estatua clásica, una personificación de la vigilancia y de la expectación.
—¿Qué sucede? —exclamamos Sir Henry y yo.
Comprendí inmediatamente cuando bajó la vista que estaba reprimiendo una emoción intensa. Sus facciones mantenían el sosiego, pero le brillaban los ojos, jubilosos y divertidos.
—Perdonen la admiración de un experto —dijo señalando con un gesto de la mano la colección de retratos que decoraba la pared frontera—. Watson niega que yo tenga conocimientos de arte, pero no son más que celos, porque nuestras opiniones sobre esa materia difieren. A decir verdad, posee usted una excelente colección de retratos.
—Vaya, me agrada oírselo decir —replicó Sir Henry, mirando a mi amigo con algo de sorpresa—. No pretendo saber mucho de esas cosas y soy mejor juez de caballos o de toros que de cuadros. E ignoraba que encontrara usted tiempo para cosas así.
—Sé lo que es bueno cuando lo veo y ahora lo estoy viendo. Me atrevería a jurar que la dama vestida de seda azul es obra de Kneller y el caballero fornido de la peluca, de Reynolds. Imagino que se trata de retratos de familia.
—Absolutamente todos.
—¿Sabe quiénes son?
—Barrymore me ha estado dando clases particulares y creo que ya me encuentro en condiciones de pasar con éxito el examen.
—¿Quién es el caballero del telescopio?
—El contraalmirante Baskerville, que estuvo a las órdenes de Rodney en las Antillas. El de la casaca azul y el rollo de documentos es Sir William Baskerville, presidente de los comités de la Cámara de los Comunes en tiempos de Pitt.
—¿Y el que está frente a mí, el partidario de Carlos I con el terciopelo negro y los encajes?
—Ah; tiene usted todo el derecho a estar informado, porque es la causa de nuestros problemas. Se trata del malvado Hugo, que puso en movimiento al sabueso de los Baskerville. No es probable que nos olvidemos de él.
Contemplé el retrato con interés y cierta sorpresa.
—¡Caramba! —dijo Holmes—, parece un hombre tranquilo y de buenas costumbres, pero me atrevo a decir que había en sus ojos un demonio escondido. Me lo había imaginado como una persona más robusta y de aire más rufianesco.
—No hay la menor duda sobre su autenticidad, porque por detrás del lienzo se indican el nombre y la fecha, 1647.
Holmes no dijo apenas nada más, pero el retrato del juerguista de otros tiempos parecía fascinarle, y no apartó los ojos de él durante el resto de la comida. Tan sólo más tarde, cuando Sir Henry se hubo retirado a su habitación, pude seguir el hilo de sus pensamientos. Holmes me llevó de nuevo al refectorio y alzó la vela que llevaba en la mano para iluminar aquel retrato manchado por el paso del tiempo.
—¿Ve usted algo especial?
Contemplé el ancho sombrero adornado con una pluma, los largos rizos que caían sobre las sienes, el cuello blanco de encaje y las facciones austeras y serias que quedaban enmarcadas por todo el conjunto. No era un semblante brutal, sino remilgado, duro y severo, con una boca firme de labios muy delgados y ojos fríos e intolerantes.
—¿Se parece a alguien que usted conozca?
—Hay algo de Sir Henry en la mandíbula.
—Tan sólo una pizca, quizá. Pero, ¡aguarde un instante! Holmes se subió a una silla y, alzando la luz con la mano izquierda, dobló el brazo derecho para tapar con él el sombrero y los largos rizos.
—¡Dios del cielo! —exclamé, sin poder ocultar mi asombro.
En el lienzo había aparecido el rostro de Stapleton.
—¡Ajá! Ahora lo ve ya. Tengo los ojos entrenados para examinar rostros y no sus adornos. La primera virtud de un investigador criminal es ver a través de un disfraz.
—Es increíble. Podría ser su retrato.
—Sí; es un caso interesante de salto atrás en el cuerpo y en el espíritu. Basta un estudio de los retratos de una familia para convencer a cualquiera de la validez de la doctrina de la reencarnación. Ese individuo es un Baskerville, no cabe la menor duda.
—Y con intenciones muy definidas acerca de la sucesión.
—Exacto. Gracias a ese retrato encontrado por casualidad, disponemos de un eslabón muy importante que todavía nos faltaba. Ahora ya es nuestro, Watson, y me atrevo a jurar que antes de mañana por la noche estará revoloteando en nuestra red tan impotente como una de sus mariposas. ¡Un alfiler, un corcho y una tarjeta y lo añadiremos a la colección de Baker Street.
Holmes lanzó una de sus infrecuentes carcajadas mientras se alejaba del retrato. No le he oído reír con frecuencia, pero siempre ha sido un mal presagio para alguien.
A la mañana siguiente me levanté muy pronto, pero Holmes se me había adelantado, porque mientras me vestía vi que regresaba hacia la casa por la avenida.
—Sí, hoy vamos a tener una jornada muy completa —comentó, mientras el júbilo que le producía entrar en acción le hacía frotarse las manos—. Las redes están en su sitio y vamos a iniciar el arrastre. Antes de que acabe el día sabremos si hemos pescado nuestro gran lucio de mandíbula estrecha o si se nos ha escapado entre las mallas.
—¿Ha estado usted ya en el páramo?
—He enviado un informe a Princetown desde Grimpen relativo a la muerte de Selden. Tengo la seguridad de que no los molestarán a ustedes. También me he entrevistado con mi fiel Cartwright, que ciertamente habría languidecido a la puerta de mi refugio como un perro junto a la tumba de su amo si no le hubiera hecho saber que me hallaba sano y salvo.
—¿Cuál es el próximo paso?
—Ver a Sir Henry. Ah, ¡aquí está ya!
—Buenos días, Holmes —dijo el baronet—. Parece usted un general que planea la batalla con el jefe de su estado mayor.
—Ésa es exactamente la situación. Watson estaba pidiéndome órdenes.
—Lo mismo hago yo.
—Muy bien. Esta noche está usted invitado a cenar, según tengo entendido, con nuestros amigos los Stapleton.
—Espero que también venga usted. Son unas personas muy hospitalarias y estoy seguro de que se alegrarán de verlo.
—Mucho me temo que Watson y yo hemos de regresar a Londres.
—¿A Londres?
—Sí; creo que en el momento actual hacemos más falta allí que aquí.
Al baronet se le alargó la cara de manera perceptible.
—Tenía la esperanza de que me acompañaran ustedes hasta el final de este asunto. La mansión y el páramo no son unos lugares muy agradables cuando se está solo.
—Mi querido amigo, tiene usted que confiar plenamente en mí y hacer exactamente lo que yo le diga. Explique a sus amigos que nos hubiera encantado acompañarlo, pero que un asunto muy urgente nos obliga a volver a Londres. Esperamos regresar enseguida. ¿Se acordará usted de transmitirles ese mensaje?
—Si insiste usted en ello...
—No hay otra alternativa, se lo aseguro.
El ceño fruncido del baronet me hizo saber que estaba muy afectado porque creía que nos disponíamos a abandonarlo.
—¿Cuándo desean ustedes marcharse? —preguntó fríamente.
—Inmediatamente después del desayuno. Pasaremos antes por Coombe Tracey, pero mi amigo dejará aquí sus cosas como garantía de que regresará a la mansión. Watson, envíe una nota a Stapleton para decirle que siente no poder asistir a la cena.
—Me apetece mucho volver a Londres con ustedes —dijo el baronet—. ¿Por qué he de quedarme aquí solo?
—Porque éste es su puesto y porque me ha dado usted su palabra de que hará lo que le diga y ahora le estoy ordenando que se quede.
—En ese caso, de acuerdo. Me quedaré.
—¡Una cosa más! Quiero que vaya en coche a la casa Merripit. Pero luego devuelva el cabriolé y haga saber a sus anfitriones que se propone regresar andando.
—¿Atravesar el páramo a pie?
—Sí.
—Pero eso es precisamente lo que con tanta insistencia me ha pedido usted siempre que no haga.
—Esta vez podrá hacerlo sin peligro. Si no tuviera total confianza en su serenidad y en su valor no se lo pediría, pero es esencial que lo haga.
—En ese caso, lo haré.
—Y si la vida tiene para usted algún valor, cruce el páramo siguiendo exclusivamente el sendero recto que lleva desde la casa Merripit a la carretera de Grimpen y que es su camino habitual.
—Haré exactamente lo que usted me dice.
—Muy bien. Me gustaría salir cuanto antes después del desayuno, con el fin de llegar a Londres a primera hora de la tarde.
A mí me desconcertaba mucho aquel programa, pese a recordar cómo Holmes le había dicho a Stapleton la noche anterior que su visita terminaba al día siguiente. No se me había pasado por la imaginación, sin embargo, que quisiera llevarme con él, ni entendía tampoco que pudiéramos ausentarnos los dos en un momento que el mismo Holmes consideraba crítico. Pero no se podía hacer otra cosa que obedecer ciegamente; de manera que dijimos adiós a nuestro cariacontecido amigo y un par de horas después nos hallábamos en la estación de Coombe Tracey y habíamos despedido al cabriolé para que iniciara el regreso a la mansión. Un muchachito nos esperaba en el andén.
—¿Alguna orden, señor?
—Tienes que salir para Londres en este tren, Cartwright. Nada más llegar enviarás en mi nombre un telegrama a Sir Henry Baskerville para decirle que si encuentra el billetero que he perdido lo envíe a Baker Street por correo certificado.