Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics)

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—Sí, señor.
—Y ahora pregunta en la oficina de la estación si hay un mensaje para mí.
El chico regresó enseguida con un telegrama, que Holmes me pasó. Decía así:
«Telegrama recibido. Voy hacia allí con orden de detención sin firmar. Llegaré a las diecisiete cuarenta. LESTRADE».
—Es la respuesta al que envié esta mañana. Considero a Lestrade el mejor de los profesionales y quizá necesitemos su ayuda. Ahora, Watson, creo que la mejor manera de emplear nuestro tiempo es hacer una visita a su conocida, la señora Laura Lyons.
Su plan de campaña empezaba a estar claro. Iba a utilizar al baronet para convencer a los Stapleton de que nos habíamos ido, aunque en realidad regresaríamos en el momento crítico. El telegrama desde Londres, si Sir Henry lo mencionaba en presencia de los Stapleton, serviría para eliminar las últimas sospechas. Ya me parecía ver cómo nuestras redes se cerraban en torno al lucio de mandíbula estrecha.
La señora Laura Lyons estaba en su despacho, y Sherlock Holmes inició la entrevista con tanta franqueza y de manera tan directa que la hija de Frankland no pudo ocultar su asombro.
—Estoy investigando las circunstancias relacionadas con la muerte de Sir Charles Baskerville —dijo Holmes—. Mi amigo aquí presente, el doctor Watson, me ha informado de lo que usted le comunicó y también de lo que ha ocultado en relación con este asunto.
—¿Qué es lo que he ocultado? —preguntó la señora Lyons, desafiante.
—Ha confesado que solicitó de Sir Charles que estuviera junto al portillo a las diez en punto. Sabemos que el baronet encontró la muerte en ese lugar y a esa hora y sabemos también que usted ha ocultado la conexión entre esos sucesos.
—No hay ninguna conexión.
—En ese caso se trata de una coincidencia de todo punto extraordinaria. Pero espero que a la larga lograremos establecer esa conexión. Quiero ser totalmente sincero con usted, señora Lyons. Creemos estar en presencia de un caso de asesinato y las pruebas pueden acusar no sólo a su amigo, el señor Stapleton, sino también a su esposa. La dama se levantó violentamente del asiento.
—¡Su esposa! —exclamó.
—El secreto ha dejado de serlo. La persona que pasaba por ser su hermana es en realidad su esposa.
La señora Lyons había vuelto a sentarse. Apretaba con las manos los brazos del sillón y vi que las uñas habían perdido el color rosado a causa de la presión ejercida.
—¡Su esposa! —dijo de nuevo—. ¡Su esposa! No está casado.
Sherlock Holmes se encogió de hombros.
—¡Demuéstremelo! ¡Demuéstremelo! Y si lo hace... —el brillo feroz de sus ojos fue más elocuente que cualquier palabra.
—Vengo preparado —dijo Holmes sacando varios papeles del bolsillo—. Aquí tiene una fotografía de la pareja hecha en York hace cuatro años. Al dorso está escrito «El señor y la señora Vandeleur», pero no le costará trabajo identificar a Stapleton, ni tampoco a su pretendida hermana, si la conoce usted de vista. También dispongo de tres testimonios escritos, que proceden de personas de confianza, con descripciones del señor y de la señora Vandeleur, cuando se ocupaban del colegio particular St. Oliver. Léalas y dígame si le queda alguna duda sobre la identidad de esas personas.
La señora Lyons lanzó una ojeada a los papeles que le presentaba Sherlock Holmes y luego nos miró con las rígidas facciones de una mujer desesperada.
—Señor Holmes —dijo—, ese hombre había ofrecido casarse conmigo si yo conseguía el divorcio. Me ha mentido, el muy canalla, de todas las maneras imaginables. Ni una sola vez me ha dicho la verdad. Y ¿por qué, por qué? Yo imaginaba que lo hacía todo por mí, pero ahora veo que sólo he sido un instrumento en sus manos. ¿Por qué tendría que mantener mi palabra cuando él no ha hecho más que engañarme? ¿Por qué tendría que protegerlo de las consecuencias de sus incalificables acciones? Pregúnteme lo que quiera: no le ocultaré nada. Una cosa sí le juro, y es que cuando escribí la carta nunca soñé que sirviera para hacer daño a aquel anciano caballero que había sido el más bondadoso de los amigos.
—No lo dudo, señora —dijo Sherlock Holmes—, y como el relato de todos esos acontecimientos podría serle muy doloroso, quizá le resulte más fácil escuchar el relato que voy a hacerle, para que me corrija cuando cometa algún error importante. ¿Fue Stapleton quien sugirió el envío de la carta?
—Él me la dictó.
—Supongo que la razón esgrimida fue que usted recibiría ayuda de Sir Charles para los gastos relacionados con la obtención del divorcio.
—En efecto.
—Y que luego, después de enviada la carta, la disuadió de que acudiera a la cita.
—Me dijo que se sentiría herido en su amor propio si cualquier otra persona proporcionaba el dinero para ese fin, y que a pesar de su pobreza consagraría hasta el último céntimo de que disponía para apartar los obstáculos que se interponían entre nosotros.
—Parece una persona muy consecuente. Y ya no supo usted nada más hasta que leyó en el periódico la noticia de la muerte de Sir Charles.
—Así fue.
—¿También le hizo jurar que no hablaría a nadie de su cita con Sir Charles?
—Sí. Dijo que se trataba de una muerte muy misteriosa y que sin duda se sospecharía de mí si llegaba a saberse la existencia de la carta. Me asustó para que guardara silencio.
—Era de esperar. ¿Pero usted sospechaba algo?
La señora Lyons vaciló y bajó los ojos.
—Sabía cómo era —dijo—. Pero si no hubiera faltado a su palabra yo siempre le habría sido fiel.
—Creo que, en conjunto, puede considerarse afortunada al escapar como lo ha hecho —dijo Sherlock Holmes—. Tenía usted a Stapleton en su poder, él lo sabía y sin embargo aún sigue viva. Lleva meses caminando al borde de un precipicio. Y ahora, señora Lyons, vamos a despedirnos de usted por el momento; es probable que pronto tenga otra vez noticias nuestras.
—El caso se está cerrando y, una tras otra, desaparecen las dificultades —dijo Holmes mientras esperábamos la llegada del expreso procedente de Londres—. Muy pronto podré explicar con todo detalle uno de los crímenes más singulares y sensacionales de los tiempos modernos. Los estudiosos de la criminología recordarán los incidentes análogos de Grodno, en la Pequeña Rusia, el año 1866 y también, por supuesto, los asesinatos Anderson de Carolina del Norte, aunque este caso posee algunos rasgos que son específicamente suyos, porque todavía carecemos, incluso ahora, de pruebas concluyentes contra ese hombre tan astuto. Pero mucho me sorprenderá que no se haga por completo la luz antes de que nos acostemos esta noche.
El expreso de Londres entró rugiendo en la estación y un hombre pequeño y nervudo con aspecto de bulldog saltó del vagón de primera clase. Nos estrechamos la mano y advertí enseguida, por la forma reverente que Lestrade tenía de mirar a mi compañero, que había aprendido mucho desde los días en que trabajaron juntos por vez primera. Aún recordaba perfectamente el desprecio que las teorías de Sherlock Holmes solían despertar en aquel hombre de espíritu tan práctico.
—¿Algo que merezca la pena? —preguntó.
—Lo más grande en mucho años —dijo Holmes—. Disponemos de dos horas antes de empezar. Creo que vamos a emplearlas en comer algo, y luego, Lestrade, le sacaremos de la garganta la niebla de Londres haciéndole respirar el aire puro de las noches de Dartmoor. ¿No ha estado nunca en el páramo? ¡Espléndido! No creo que olvide su primera visita.
14. El sabueso de los Baskerville
Uno de los defectos de Sherlock Holmes —si es que en realidad se le puede llamar defecto— era lo mucho que se resistía a comunicar sus planes antes del momento mismo de ponerlos por obra. Ello obedecía en parte, sin duda, a su carácter autoritario, que le empujaba a dominar y a sorprender a quienes se hallaban a su alrededor. Y también en parte a su cautela profesional, que le llevaba siempre a reducir los riesgos al mínimo. Esta costumbre, sin embargo, resultaba muy molesta para quienes actuaban como agentes y colaboradores suyos. Yo había sufrido ya por ese motivo con frecuencia, pero nunca tanto como durante aquel largo trayecto en la oscuridad. Teníamos delante la gran prueba; pero, aunque nos disponíamos a librar la batalla final Holmes no había dicho nada: sólo me cabía conjeturar cuál iba a ser su línea de acción. Apenas pude contener mi nerviosismo cuando, por fin, el frío viento que nos cortaba la cara y los oscuros espacios vacíos a ambos lados del estrecho camino me anunciaron que estábamos una vez más en el páramo. Cada paso de los caballos y cada vuelta de las ruedas nos acercaban a la aventura suprema.
Debido a la presencia del cochero no hablábamos con libertad y nos veíamos forzados a conversar sobre temas triviales mientras la emoción y la esperanza tensaban nuestros nervios. Después de aquella forzada reserva me supuso un gran alivio dejar atrás la casa de Frankland y saber que nos acercábamos a la mansión de los Baskerville y al escenario de la acción. En lugar de llegar en coche hasta la casa nos apeamos junto al portón al comienzo de la avenida. Despedimos a la tartana y ordenamos al cochero que regresara a Coombe Tracey de inmediato, al mismo tiempo que nos poníamos en camino hacia la casa Merripit.
—¿Va usted armado, Lestrade?
—Siempre que me pongo los pantalones dispongo de un bolsillo trasero —respondió con una sonrisa el detective de corta estatura— y siempre que dispongo de un bolsillo trasero llevo algo dentro.
—¡Bien! También mi amigo y yo estamos preparados para cualquier emergencia.
—Se muestra usted muy reservado acerca de este asunto, señor Holmes. ¿A qué vamos a jugar ahora?
—Jugaremos a esperar.
—¡Válgame Dios, este sitio no tiene nada de alegre! —dijo el detective con un estremecimiento, contemplando a su alrededor las melancólicas laderas de las colinas y el enorme lago de niebla que descansaba sobre la gran ciénaga de Grimpen—. Veo unas luces delante de nosotros.
—Eso es la casa Merripit y el final de nuestro trayecto. He de rogarles que caminen de puntillas y hablen en voz muy baja.
Avanzamos con grandes precauciones por el sendero como si nos dirigiéramos hacia la casa, pero Holmes hizo que nos detuviéramos cuando nos encontrábamos a unos doscientos metros.
—Ya es suficiente —dijo—. Esas rocas de la derecha van a proporcionarnos una admirable protección.
—¿Hemos de esperar ahí?
—Así es; vamos a preparar nuestra pequeña emboscada. Lestrade, métase en ese hoyo. Usted ha estado dentro de la casa, ¿no es cierto, Watson? ¿Puede describirme la situación de las habitaciones? ¿A dónde corresponden esas ventanas enrejadas?
—Creo que son las de la cocina.
—¿Y la que queda un poco más allá, tan bien iluminada?
—Se trata sin duda del comedor.
—Las persianas están levantadas. Usted es quien mejor conoce el terreno. Deslícese con el mayor sigilo y vea lo que hacen, pero, por el amor del cielo, ¡que no descubran que los estamos vigilando!
Avancé de puntillas por el sendero y me agaché detrás del muro de poca altura que rodeaba el huerto de árboles achaparrados. Aprovechando su sombra me deslicé hasta alcanzar un punto que me permitía mirar directamente por la ventana desprovista de visillos.
Sólo había dos personas en la habitación: Sir Henry y Stapleton, sentados a ambos lados de la mesa redonda. Yo los veía de perfil desde mi punto de observación. Ambos fumaban cigarros y tenían delante café y vino de Oporto. Stapleton hablaba animadamente, pero el baronet parecía pálido y ausente. Quizá la idea del paseo solitario a través del páramo pesaba en su ánimo.
Mientras los contemplaba, Stapleton se puso en pie y salió de la habitación; Sir Henry volvió a llenarse la copa y se recostó en la silla, aspirando el humo del cigarro. Luego oí el chirrido de una puerta y el ruido muy nítido de unas botas sobre la grava. Los pasos recorrieron el sendero por el otro lado del muro que me cobijaba. Alzando un poco la cabeza vi que el naturalista se detenía ante la puerta de una de las dependencias de la casa, situada en la esquina del huerto. Oí girar una llave y al entrar Stapleton se oyó un ruido extraño en el interior. El dueño de la casa no permaneció más de un minuto allí dentro; después oí de nuevo girar la llave en la cerradura, el naturalista pasó cerca de mí y regresó a la casa. Cuando comprobé que se reunía con su invitado me deslicé en silencio hasta donde me esperaban mis compañeros y les conté lo que había visto.
—¿Dice usted, Watson, que la señora no está en el comedor? —preguntó Holmes cuando terminé mi relato.
—No.
—¿Dónde puede estar, en ese caso, dado que no hay luz en ninguna otra habitación si se exceptúa la cocina?
—No sabría decirle.
Ya he mencionado que sobre la gran ciénaga de Grimpen flotaba una espesa niebla blanca que avanzaba lentamente en nuestra dirección y que se presentaba frente a nosotros como un muro de poca altura, muy denso y con límites muy precisos. La luna la iluminaba desde lo alto, convirtiéndola en algo parecido a una resplandeciente lámina de hielo de grandes dimensiones, con las crestas de los riscos a manera de rocas que descansaran sobre su superficie. Holmes se había vuelto a mirar la niebla y empezó a murmurar, impaciente, mientras seguía con los ojos su lento derivar.
—Viene hacia nosotros, Watson.
—¿Es eso grave?
—Ya lo creo: la única cosa capaz de desbaratar mis planes. El baronet no puede ya retrasarse mucho. Son las diez. Nuestro éxito e incluso la vida de Sir Henry pueden depender de que salga antes de que la niebla cubra la senda.
Por encima de nosotros el cielo estaba claro y sereno. Las estrellas brillaban fríamente y la media luna bañaba toda la escena con una luz suave, que apenas marcaba los contornos. Ante nosotros yacía la masa oscura de la casa, con el tejado dentado y las enhiestas chimeneas violentamente recortadas contra el cielo plateado. Anchas barras de luz dorada procedentes de las habitaciones iluminadas del piso bajo se alargaban por el huerto y el páramo. Una de las ventanas se cerró de repente. Los criados habían abandonado la cocina. Sólo quedaba la lámpara del comedor donde los dos hombres, el anfitrión criminal y el invitado desprevenido, todavía conversaban saboreando sus cigarros puros.
Cada minuto que pasaba la algodonosa llanura blanca que cubría la mitad del páramo se acercaba más a la casa. Los primeros filamentos cruzaron por delante del rectángulo dorado de la ventana iluminada. La valla más distante del huerto se hizo invisible y los árboles se hundieron a medias en un remolino de vapor blanco. Ante nuestros ojos los primeros tentáculos de niebla dieron la vuelta por las dos esquinas de la casa y avanzaron lentamente, espesándose, hasta que el piso alto y el techo quedaron flotando como una extraña embarcación sobre un mar de sombras. Holmes golpeó apasionadamente con la mano la roca que nos ocultaba e incluso pateó el suelo llevado de la impaciencia.
—Si nuestro amigo tarda más de un cuarto de hora en salir la niebla cubrirá el sendero. Y dentro de media hora no nos veremos ni las manos.
—¿Y si nos situáramos a más altura?
—Sí; creo que no estaría de más.
De manera que nos alejamos hasta unos ochocientos metros de la casa, si bien el espeso mar blanco, su superficie plateada por la luna, seguía avanzando lenta pero inexorablemente:
—Hemos de quedarnos aquí —dijo Holmes—. No podemos correr el riesgo de que Sir Henry sea alcanzado antes de llegar a nuestra altura. Hay que mantener esta posición a toda costa —se dejó caer de rodillas y pegó el oído al suelo—. Me parece que le oigo venir, gracias a Dios.
El ruido de unos pasos rápidos rompió el silencio del páramo. Agazapados entre las piedras, contemplamos atentamente el borde plateado del mar de niebla que teníamos delante. El ruido de las pisadas se intensificó y, a través de la niebla, como si se tratara de una cortina, surgió el hombre al que esperábamos. Sir Henry miró a su alrededor sorprendido al encontrarse de repente con una noche clara, iluminada por las estrellas. Luego avanzó a toda prisa sendero adelante, pasó muy cerca de donde estábamos escondidos y empezó a subir por la larga pendiente que quedaba a nuestras espaldas. Al caminar miraba continuamente hacia atrás, como un hombre desasosegado.
—¡Atentos! —exclamó Holmes, al tiempo que se oía el nítido chasquido de un revólver al ser amartillado—. ¡Cuidado! ¡Ya viene!
De algún sitio en el corazón de aquella masa blanca que seguía deslizándose llegó hasta nosotros un tamborileo ligero y continuo. La niebla se hallaba a cincuenta metros de nuestro escondite y los tres la contemplábamos sin saber qué horror estaba a punto de brotar de sus entrañas. Yo me encontraba junto a Holmes y me volví un instante hacia él. Lo vi pálido y exultante, brillándole los ojos a la luz de la luna. De repente, sin embargo, su mirada adquirió una extraña fijeza y el asombro le hizo abrir la boca. Lestrade también dejó escapar un grito de terror y se arrojó al suelo de bruces. Yo me puse en pie de un salto, inerte la mano que sujetaba la pistola, paralizada la mente por la espantosa forma que saltaba hacia nosotros de entre las sombras de la niebla. Era un sabueso, un enorme sabueso, negro como un tizón, pero distinto a cualquiera que hayan visto nunca ojos humanos. De la boca abierta le brotaban llamas, los ojos parecían carbones encendidos y un resplandor intermitente le iluminaba el hocico, el pelaje del lomo y el cuello. Ni en la pesadilla más delirante de un cerebro enloquecido podría haber tomado forma algo más feroz, más horroroso, más infernal que la oscura forma y la cara cruel que se precipitó sobre nosotros desde el muro de niebla.
La enorme criatura negra avanzó a grandes saltos por el sendero, siguiendo los pasos de nuestro amigo. Hasta tal punto nos paralizó su aparición que ya había pasado cuando recuperamos la sangre fría. Entonces Holmes y yo disparamos al unísono y la criatura lanzó un espantoso aullido, lo que quería decir que al menos uno de los proyectiles le había acertado. Siguió, sin embargo, avanzando a grandes saltos sin detenerse. A lo lejos, en el camino, vimos cómo Sir Henry se volvía, el rostro blanco a la luz de la luna, las manos alzadas en un gesto de horror, contemplando impotente el ser horrendo que le daba caza.
Pero el aullido de dolor del sabueso había disipado todos nuestros temores. Si aquel ser era vulnerable, también era mortal, y si habíamos sido capaces de herirlo también podíamos matarlo. Nunca he visto correr a un hombre como corrió Holmes aquella noche. Se me considera veloz, pero mi amigo me sacó tanta ventaja como yo al detective de corta estatura. Mientras volábamos por el sendero oíamos delante los sucesivos alaridos de Sir Henry y el sordo rugido del sabueso. Pude ver cómo la bestia saltaba sobre su víctima, la arrojaba al suelo y le buscaba la garganta. Pero un instante después, Holmes había disparado cinco veces su revólver contra el costado del animal. Con un último aullido de dolor y una violenta dentellada al aire, el sabueso cayó de espaldas, agitando furiosamente las cuatro patas, hasta inmovilizarse por fin sobre un costado. Yo me detuve, jadeante, y acerqué mi pistola a la horrible cabeza luminosa, pero ya no servía de nada apretar el gatillo. El gigantesco perro había muerto.
Sir Henry seguía inconsciente en el lugar donde había caído. Le arrancamos el cuello de la camisa y Holmes musitó una acción de gracias al ver que no estaba herido: habíamos llegado a tiempo. El baronet parpadeó a los pocos instantes e hizo un débil intento de moverse. Lestrade le acercó a la boca el frasco de brandy y muy pronto dos ojos llenos de espanto nos miraron fijamente.
—¡Dios mío! —susurró nuestro amigo—. ¿Qué era eso? En nombre del cielo, ¿qué era eso?
—Fuera lo que fuese, ya está muerto —dijo Holmes—. De una vez por todas hemos acabado con el fantasma de la familia Baskerville.
El tamaño y la fuerza bastaban para convertir en un animal terrible a la criatura que yacía tendida ante nosotros. No era ni sabueso ni mastín de pura raza, sino que parecía más bien una mezcla de los dos: demacrado, feroz y del tamaño de una pequeña leona. Incluso ahora, en la inmovilidad de la muerte, de sus enormes mandíbulas parecía seguir brotando una llama azulada, y los ojillos crueles, muy hundidos en las órbitas, aún daban la impresión de estar rodeados de fuego. Toqué con la mano el hocico luminoso y al apartar los dedos vi que brillaban en la oscuridad, como si ardieran a fuego lento.
—Fósforo —dije.
—Un ingenioso preparado hecho con fósforo —dijo Holmes, acercándose al sabueso para olerlo—. Totalmente inodoro para no dificultar la capacidad olfatoria del animal. Es mucho lo que tiene usted que perdonarnos, Sir Henry, por haberlo expuesto a este susto tan espantoso. Yo me esperaba un sabueso, pero no una criatura como ésta. Y la niebla apenas nos ha dado tiempo para recibirlo como se merecía.
—Me han salvado la vida.
—Después de ponerla en peligro. ¿Tiene usted fuerzas para levantarse?
—Denme otro sorbo de ese brandy y estaré listo para cualquier cosa. ¡Bien! Ayúdenme a levantarme. ¿Qué se propone hacer ahora, señor Holmes?
—A usted vamos a dejarlo aquí. No está en condiciones de correr más aventuras esta noche. Si hace el favor de esperar, uno de nosotros volverá con usted a la mansión.
El baronet logró ponerse en pie con dificultad, pero aún seguía horrorosamente pálido y temblaba de pies a cabeza. Lo llevamos hasta una roca, donde se sentó con el rostro entre las manos y el cuerpo estremecido.
—Ahora tenemos que dejarlo —dijo Holmes—. Hemos de acabar el trabajo y no hay un momento que perder. Ya tenemos las pruebas; sólo nos falta nuestro hombre. Hay una probabilidad entre mil de que lo hallemos en la casa —siguió mi amigo, mientras regresábamos a toda velocidad por el camino—. Sin duda los disparos le han hecho saber que ha perdido la partida.
—Estábamos algo lejos y la niebla ha podido amortiguar el ruido.
—Tenga usted la seguridad de que seguía al sabueso para llamarlo cuando terminara su tarea. No, no; se habrá marchado ya, pero lo registraremos todo y nos aseguraremos.
La puerta principal estaba abierta, de manera que irrumpimos en la casa y recorrimos velozmente todas las habitaciones, con gran asombro del anciano y tembloroso sirviente que se tropezó con nosotros en el pasillo. No había otra luz que la del comedor, pero Holmes se apoderó de la lámpara y no dejó rincón de la casa sin explorar. Aunque no aparecía por ninguna parte el hombre al que perseguíamos, descubrimos que en el piso alto uno de los dormitorios estaba cerrado con llave.
—¡Aquí dentro hay alguien! —exclamó Lestrade—. Oigo ruidos. ¡Abra la puerta!
Del interior brotaban débiles gemidos y crujidos. Holmes golpeó con el talón exactamente encima de la cerradura y la puerta se abrió inmediatamente. Pistola en mano, los tres irrumpimos en la habitación.
Pero en su interior tampoco se hallaba el criminal desafiante que esperábamos ver y sí, en cambio, un objeto tan extraño y tan inesperado que por unos instantes no supimos qué hacer, mirándolo asombrados.
El cuarto estaba arreglado como un pequeño museo y en las paredes se alineaban las vitrinas que albergaban la colección de mariposas diurnas y nocturnas cuya captura servía de distracción a aquel hombre tan complicado y tan peligroso. En el centro de la habitación había un pilar, colocado allí en algún momento para servir de apoyo a la gran viga, vieja y carcomida, que sustentaba el techo. A aquel pilar estaba atada una figura tan envuelta y tan tapada con las sábanas utilizadas para sujetarla que de momento no se podía decir si era hombre o mujer. Una toalla, anudada por detrás al pilar, le rodeaba la garganta. Otra le cubría la parte inferior del rostro y, por encima de ella, dos ojos oscuros —llenos de dolor y de vergüenza y de horribles preguntas— nos contemplaban. En un minuto habíamos arrancado la mordaza y desatado los nudos y la señora Stapleton se derrumbó delante de nosotros. Mientras la hermosa cabeza se le doblaba sobre el pecho vi, cruzándole el cuello, el nítido verdugón de un latigazo.
—¡Qué canalla! —exclamó Holmes—. ¡Lestrade, por favor, su frasco de brandy! ¡Llévenla a esa silla! Los malos tratos y la fatiga han hecho que pierda el conocimiento.