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91. Sesión XXXIX, de 9 de octubre de 1417 (COeD 4392-9).
92. El Sínodo de Pavía-Siena reúne todos los requisitos para ser considerado un concilio ecuménico, pues fue convocado y confirmado por el papa Martín V (Brandmüller, vid. Bibliografía).
93. [Ioannis de Turrecremata] Summa de Ecclesia contra impugnatores potestatis Summi Pontificis, Impressi aut. Lugduni : p[er] magistru[m] Iohannem Trechsel, 1496 xx Septembris. He consultado el ejemplar incunable que se custodia en la Biblioteca Pública Episcopal del Seminario Conciliar de Barcelona.
94. Los hechos ocurrieron en Aviñón. Juan XXII pronunció tres sermones ante el colegio cardenalicio (1 de noviembre y 15 de diciembre de 1331, y 5 de enero de 1332) sosteniendo algunas tesis escatológicas que disgustaron a los cardenales. El 3 de diciembre de 1334, un día antes de morir, Juan XXII se retractó solemnemente de sus afirmaciones en presencia del colegio de cardenales. Posteriormente, el 29 de enero de 1336, su sucesor Benedicto XII, uno de los cardenales que había asistido a los mencionados sermones, publicó la bula dogmática Benedictus Deus, aclarando cuál es la doctrina de fe sobre la suerte de los difuntos (cfr. DS 1000-1002). Algunos historiadores de la teología entienden que esta bula es una expresión de la infalibilidad del Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, como vicario de Cristo, sucesor de Pedro, con toda su autoridad apostólica, con la intención de definir una doctrina de manera definitiva e irreformable.
95. Su obra completa: Jean GERSON, Oeuvres complètes, a cargo de Palémon Glorieux, DDB, Paris 1960-1973, 10 vols.
96. Está en curso una monumental edición crítica de sus obras completas, patrocinada por la Academia de las Ciencias de Heidelberg y a cargo de la editorial Felix Meiner, de Hamburgo: Nicolai de Cusa opera Omnia. Por ahora han aparecido cincuenta volúmenes desde que se inició la serie en 1927.
97. El apelativo «estudita» deriva del Monasterio de Studion, en Constantinopla.
CAPÍTULO 4
La teología cristiana en el siglo XVI hasta el jansenismo
1. EL CONTEXTO HISTÓRICO
De ordinario se designa con el nombre de humanismo el contenido específico de la cultura renacentista; y por renacimiento se entiende el período intermedio entre el medievo propiamente dicho y los primeros pasos de la modernidad. Aunque estos dos tópicos son fluidos y no hay absoluta unanimidad entre los especialistas, podemos concretar la distinción señalando que el humanismo tiene sobre todo un significado literario-artístico-cultural, mientras que el renacimiento se refiere más en concreto a las coordenadas histórico-cronológicas del período. En todo caso, ha habido varios humanismos a lo largo de la historia. Aquí trataremos del humanismo renacentista y no del humanismo antiguo (griego o romano). También ha habido varios renacimientos a lo largo de la historia, por ejemplo, y muy importante para nuestra materia, el renacimiento carolingio o el renacimiento del siglo XII. Aquí nos referiremos principalmente al renacimiento que cubre desde el fin de la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra (1453), hasta el comienzo de las guerras de religión (que en Francia estallaron hacia 1562 y, poco antes, en los dominios del emperador Carlos V).
Surgido primeramente en la península italiana durante el siglo XIV y XV, el humanismo renacentista produjo espléndidos frutos literarios y de creación artística, de una calidad y abundancia como nunca se había visto en tan breve lapso. Baste recordar a poetas, lingüistas y pintores tan destacados como Francesco Petrarca, Giovanni Boccacio, Fra Angelico, Masaccio, Pico della Mirandola, Lorenzo Valla, Filippino di Lippi, Leonardo da Vinci, Sandro Botticcelli, Raffaelo Sanzio, Michelangelo Buonarroti y tantos otros. Poco a poco el humanismo se extendió desde Italia a otros entornos geográficos: Ausiàs March, Jaume Huguet, Robert Campin, Rogier van der Weyden, Jan van Eyck, Joanot Martorell, Fernando de Rojas, Antonio de Nebrija, Erasmo de Rotterdam, Tomás Moro, Juan Luis Vives, etc. En España, el hecho más relevante del humanismo fue la fundación de la Universidad de Alcalá (1508), obra magna del proyecto cultural del cardenal Gonzalo Jiménez de Cisneros.
A grandes rasgos el humanismo renacentista se caracterizó por tres notas: aprecio y vuelta a la antigüedad clásica (no sólo a los temas literarios del mundo greco-romano, sino también al cultivo de esas lenguas, recuperando la preceptiva literaria clásica); nueva relación con la naturaleza (que se aprecia plásticamente por el relieve concedido a jardines y espacios naturales en la pintura); y actitud marcadamente antropocéntrica (por ejemplo en la pintura, por la atención concedida al cuerpo humano, con un estudio primoroso de su movimiento y de sus proporciones, en el uso de las perspectivas, y por un tenue erotismo en la novela, género literario que nace en esos años). Esas tres características se reflejaron también, a su modo, en la nueva teología que surgió con el humanismo renacentista.
2. SOBRE LA RUPTURA O CONTINUIDAD ENTRE MEDIEVO Y RENACIMIENTO
A) DISCUSIÓN
Mucho se ha discutido sobre la continuidad/discontinuidad entre la baja edad media filosófico-teológica y el humanismo renacentista. El historiador suizo Jacob Christoph Burckhardt (1818-1897) sostuvo la neta separación epocal; su discípulo Wilhelm Dilthey (1833-1911) se inclinó por la continuidad, entendida como progresiva «maduración» de la mentalidad y de la cultura occidentales, hasta modificar por completo el horizonte europeo, no sólo en el plano cultural, sino también en el ámbito religioso1; finalmente, por citar sólo los protagonistas más destacados del debate, el lingüista alemán Konrad Burdach (1859-1936) también se opuso a la tesis de Burckhardt y se inclinó por la suave transición. La tesis de la transición sin grandes sobresaltos nos parece la más plausible, especialmente en el campo que nos ocupa.
Aunque hubo algunos cambios importantes y relativamente rápidos desde finales del siglo XIV a comienzos del XVII, que provocaron la aparición de nuevos paradigmas culturales2; la teología latina parecía caminar, sin sobresaltos, por la senda que había iniciado mil años antes. Con expresión de Joseph Lortz (vid. Bibliografía), «la Edad Moderna surgió de la misma Edad Media, como desarrollo lógico de ciertos elementos medievales».
En efecto, el católico Joseph Lortz (1887-1975) se atuvo a la tesis de la continuidad, pero con algunas salvedades, especialmente en su magna obra Geschichte der Reformation in Deutschland, en dos volúmenes, aparecida en alemán en el bienio 1939-1940. Grohe (vid. Bibliografía) ha estudiado el proceso intelectual que condujo a Lortz a las conclusiones que se ofrecen en este libro, traducido a muchas lenguas, también al castellano en 1964, y que tuvo en su momento un influjo extraordinario. Según Lortz, a partir del 1300 se produjo en Europa un gran deterioro eclesial, que afectó no sólo a las costumbres (también a la vida del clero y de los religiosos), sino incluso a la práctica devocional y a la teología. Las reformas iniciadas en los principales institutos religiosos (franciscanos, jerónimos, agustinos, dominicos, etc.), anteriores o contemporáneas a las propuestas luteranas, pecaron, por exceso, de alienación y formalismo; la «devotio moderna» abocó a un peligroso subjetivismo religioso; los humanistas, y muy en particular Erasmo de Rotterdam, indujeron la Reforma por su exagerado afán de crítica, y no acertaron en sus proposiciones. Lortz carga, sobre todo, contra la oscuridad de la teología escolástica. Y así, aunque a comienzos del siglo XVI la vida católica parecía fuerte y vital, se trataba sólo de una fachada, tras la cual se escondía una notable confusión doctrinal, litúrgica y ascética. En tal contexto habría que situar a Lutero, que no pretendió romper, sino sólo aclarar la situación.
La ligereza de la prosa de Lortz, ajena al fárrago y a los tecnicismos de la literatura especializada, contribuyó al éxito de sus tesis, muy bien recibidas en un momento en que el nacionalsocialismo presionaba tanto a católicos como a luteranos a una común resistencia. En definitiva, tanto Lortz, como antes su maestro Sebastian Merkle (1862-1945), «descubrieron» a los creyentes cristianos un Lutero «reformador católico», que, incluso en sus actos más revolucionarios, no pretendió combatir a la Iglesia católica en cuanto tal, sino sólo batallar contra una imagen degradada de ella.
En todo caso, los partidarios de la «continuidad» nos presentaron a unos teólogos luteranos que quisieron mantenerse fieles a sus antecesores, aunque purificando las tesis que habían recibido en herencia y deduciendo de ellas nuevas conclusiones. Salvo las lógicas rivalidades escolares y las querellas de gabinete, la Reforma habría sido un proceso evolutivo de intento no rupturista.
Si a tanta distancia de los hechos continuaba viva la discusión sobre la continuidad o discontinuidad entre el medievo y el Renacimiento y, más en concreto, acerca de si Martin Lutero fue un continuador de cierta teología bajomedieval, aunque con acentos propios, o un innovador total, no ha de sorprendernos la perplejidad de muchos teólogos católicos del XVI, sobre todo tridentinos, ante las proposiciones luteranas, que sonaban a moneda corriente en los ámbitos académicos de aquella hora3.
B) UN NUEVO ANTROPOCENTRISMO
En el medievo teológico, el hombre en cuanto tal, y no sólo el hombre singular, recibió una atención notable por parte de la teología. Ahí están, como testimonio, los largos desarrollos cristológicos (sobre la unión hipostática y la naturaleza humana de Cristo), la amplia antropología (creación, elevación y caída del hombre) y el destacado interés prestado a la teología moral y a la soteriología, con su apéndice escatológico. Con todo, la teología medieval no fue antropocéntrica.
La novedad del humanismo consistió en situar en el centro de estos tratados dos cuestiones hasta entonces bastante preteridas o, al menos, tratadas en otro contexto: (1) las relaciones de la gracia con la libertad (o, en sentido más amplio, las relaciones entre lo natural y lo sobrenatural); y (2) el asunto de la certeza moral, que implicaba un pormenorizado análisis de los estados de la conciencia moral (conocimiento verdadero o falso, cierto o dudoso). Por todo ello, se puede hablar de un antropocentrismo de nuevo cuño, propio del renacimiento cincocentista.
Digo de nuevo cuño, porque es evidente que el antropocentrismo no constituyó entonces una novedad absoluta. Lo hallamos ya en otros momentos históricos, particularmente en tiempos de la sofística griega. Quizá por ello los humanistas bajomedievales tomaron como modelo la Grecia clásica. Sin embargo, por su oposición a la escolástica coetánea (la escolástica de corte terminista, que consideraron artificialmente erudita), los nuevos humanistas desaprobaron también el peripatetismo aristotélico (confundiendo los excesos terministas con la metafísica peripatética) y se volcaron, en sus preferencias, por el «divino» Platón. El oscurecimiento de la metafísica aristotélica comportó una grave pérdida para el desarrollo teológico, que se advertirá en particular durante la polémica suscitada por el luteranismo.
C) LAS RELACIONES GRACIA-LIBERTAD Y LA CRISIS DE LA METAFÍSICA
Como ya se ha insinuado, el análisis teológico de la libertad comenzó a complicarse a comienzos del siglo XVI. Tomás de Aquino se había preguntado si la libertad es una potencia distinta de la voluntad y había resuelto la cuestión a partir del paralelismo que existe entre las dos potencias del apetito superior. Del mismo modo que aprehender, juzgar y razonar no son tres potencias distintas, sino tres momentos de la actividad intelectual, así también desear, deliberar y elegir no son tres potencias, sino tres momentos de la actividad volitiva. La libertad, que se manifiesta en la elección, no es una potencia o facultad distinta de la voluntad4. Sin embargo, hay que distinguir entre lo deseado y lo alcanzado, como también entre lo conocido y la cosa u objeto del conocimiento. No se conoce todo lo que se pretende conocer, como tampoco se alcanza todo lo que se desea5. Hay que diferenciar, finalmente, tanto entre la facultad intelectual y la inteligencia ejercida, como entre la voluntas ut natura (la voluntad como simple naturaleza o puro velle) y la voluntas ut ratio (la voluntad deliberativa, que elige).
Martín Lutero problematizó las relaciones de la gracia con la libertad, en su ensayo De servo arbitrio (la libertad esclava), publicado en 1525, como respuesta a un De libero arbitrio de Erasmo de Rotterdam, aparecido el año anterior. El Concilio de Trento tomó cartas en el asunto, en el primer período conciliar, cuando condenó que el libre albedrío (o capacidad de elegir) se hubiera extinguido al cometer Adán el pecado original6. Juan Calvino también terció en la polémica, en su Institutio christianæ religionis, reelaborada a lo largo de muchos años. El teólogo católico Miguel Bayo hizo una mala lectura del decreto tridentino sobre la justificación, negando la posibilidad de buenas obras sin la gracia, en unos términos casi calvinistas, que fue censurada por san Pío V, en 15677. A finales del siglo XVI estalló la crisis de auxiliis y, como consecuencia de esta polémica sobre el libre albedrío y con soluciones muy próximas a las de Miguel Bayo, irrumpió, ya a mediados del siglo XVII, el binario jansenista libertas a necessitate (libre en la necesidad) y libertas a coactione (libre ante la coacción) y, con él, la discusión sobre la delectación o inclinación gozosa como elemento decisivo en la elección8. En la cadena de transmisión de este complejo asunto se interpuso, entre Bayo y los jansenistas, la polémica de auxiliis y, sobre todo, la particular interpretación del par libertas a necessitate y libertas a coactione, ofrecida por el jesuita Francisco Suárez, corrigiendo algunos excesos de Bayo9.
A finales del XVI aparecieron también nuevos conceptos de espacio y tiempo, elaborados por la física experimental y la astronomía. Tales nociones influyeron en algunos planteamientos teológicos. El gran desarrollo experimentado por las matemáticas diluyó los intereses metafísicos de muchos teólogos, que buscaron componendas entre las soluciones de la teología escolástica (alcanzadas después de mucho esfuerzo y de un trabajo de siglos) y las nuevas categorías físico-matemáticas, ignorando que cada ciencia tiene su objeto formal propio (o nivel propio de análisis). Por tal motivo, algunos teólogos pretendieron mantener la doctrina hilemórfica y el binario substancia-accidentes (de carácter metafísico), aunque releídos en términos atomísticos (un análisis que se sitúa un escalón abstractivo por debajo de la metafísica). La sacramentaria se vio afectada (especialmente el tratado sobre la Santísima Eucaristía). Así mismo la antropología dual, característica de la escolástica (el hombre como unidad substancial de alma-cuerpo) padeció dificultad, y con ello zozobró el análisis del ínterin escatológico (o sea, el alma separada, subsistente después de la muerte individual). Es sintomático que el dominico Juan de santo Tomás (†1644), quizá el último gran escolástico, orillase el tratado de metafísica en su monumental y magnífico Cursus philosophicus thomisticus.
3. EL TOMISMO
A) TOMISTAS EN EL BAJOMEDIEVO
El influjo indiscutible de los pensadores franciscanos posteriores a Juan Duns Escoto no debe ocultarnos que, por esos mismos años, comenzaba la lenta difusión del tomismo. Tomás de Aquino, en efecto, había sido canonizado en 1324, disipándose, de esta forma, todas las dudas sobre la ortodoxia de su síntesis filosófico-teológica, provocadas por las censuras del obispo parisino Esteban Tempier, de 1270 y 1277 y, sobre todo, por las actuaciones del obispo oxoniense Roberto Kilwardby, también en 1277.
Entre los primeros tomistas de nota, destacó el dominico san Vicente Ferrer (1350-1419), excelente lógico y teólogo, y destacado predicador. Otro tomista sobresaliente fue el dominico san Antonino de Florencia (1389-1459), redactor de una importante Summa theologica, que más bien habría que titular Summa moralis, en la que concedió gran relieve a las cuestiones de la nueva práctica mercantil y financiera italiana. También conviene recordar al dominico francés Juan Capreolo (†1444), que escribió una obra notable, titulada Defensiones theologiæ Divi Thomæ Aquinatis, en forma de comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo. En este libro vindicó a Aquino contra las censuras de sus contrarios, intentando depurar la doctrina tomasiana de las interpretaciones menos acertadas de los primeros tomistas (por ejemplo, de Egidio Romano). Martin Grabmann ha afirmado que, «desde el punto de vista histórico, puede considerarse la obra de Capreolo como la más perfecta e importante de cuantas ha producido la escuela tomista en defensa de la doctrina del Aquinate» en el bajomedievo.
En España tuvo una especial influencia, con vistas al arraigo del tomismo, la actividad universitaria del sacerdote secular Pedro Martínez de Osma (†1480). El medio donde tuvo lugar esta implantación fue la Facultad de Teología de Salamanca. Osma, que había abandonado el nominalismo, decidió sustituir la «lectura» académica de las Sentencias de Pedro Lombardo, por la «lectio» de la Summa theologiæ de santo Tomás. Su largo magisterio teológico de dieciséis años no fue estéril; y, aunque fue apartado de la cátedra, por sus tesis acerca del sacramento de la penitencia, la simiente había sido echada y no tardaría en dar fruto. Diego de Deza (1444-1523), defensor de Osma en el proceso que se siguió contra él por sus doctrinas penitenciales, tomó el relevo de la causa del tomismo. Había ingresado en la Universidad de Salamanca en 1473, sucediendo a Osma desde 1480 hasta 1486.
B) TOMÁS DE VÍO, CARDENAL CAYETANO
Trayectoria
En Padua, se había constituido un cenáculo aristotélico, donde destacaron dos profesores: Pietro Pomponazzi (1462-1525) y Tomás de Vio, después cardenal Cayetano (1468-1534). Ambos fueron amigos y compañeros de claustro académico, y se discute sobre sus mutuas influencias.
Cayetano ingresó en la Orden de Predicadores a los dieciséis años. A los veintiséis ya regentaba la cátedra de metafísica de la Universidad de Padua. A los treinta y dos inició su actuación pública en beneficio de su Orden y de la Iglesia. Desde 1508 a 1515 fue general de los dominicos e impulsó la reforma de los de esa institución religiosa. Tuvo una influencia posterior enorme entre los tomistas, cuando fue creado cardenal, en 1517. Desde 1523 residió en Roma dedicado al estudio.
Buena parte de la escolástica salmantina y, sobre todo, los neotomismos del siglo XIX bebieron en la lectura cayetanista de Tomás de Aquino. Es más, la edición piana del Aquinate (es decir, la que mandó publicar san Pío V en 1570, que ha sido siempre el punto de referencia para los estudiosos hasta la edición crítica de la Comisión Leonina), incluyó, junto con el texto de la Summa theologiæ, el comentario de Cayetano. Conviene recordar, también, que Tomás de Vío fue figura destacada en el V Concilio Lateranese (1512-1517), y que, como legado pontificio, dirigió las conversaciones que abrió la Santa Sede con Martin Lutero, con vistas a resolver sus diferencias.
La trayectoria intelectual de Cayetano constituye, sin embargo, un enigma para los historiadores. Quiso ser un tomista fidelísimo, pero se apartó —y esta es la paradoja que los historiadores no explican— de algunas tesis capitales de Aquino; lo cual le llevó, a la postre, a mantener algunas propuestas un tanto extrañas. Veamos algunos temas de la síntesis de Tomás de Vío.
Para conocer los puntos de vista particulares de Cayetano, en que discrepa de santo Tomás, y que tuvieron una influencia considerable en la posteridad escolástica, conviene acudir a los comentarios de Tomás de Vío al De ente et essentia aquiniano, expuesto oralmente durante el curso 1493-1494, cuando profesaba la cátedra de metafísica en Padua, y publicados más tarde, en 1496, a instancias de algunos amigos (García López, vid. Bibliografía).
Lo primero conocido por el entendimiento humano
Aquino ofreció sin prueba y tomándolo de Avicena, la afirmación de que el ens es lo primero y más patente que cae bajo la mirada de la inteligencia10. Cayetano sostuvo, en cambio, que el primer conocido del entendimiento humano es el ente concretado en la quididad sensible y alcanzado con un conocimiento confuso y actual (In «De ente et essentia», q. 1, concl.).
Santo Tomás sólo quería señalar que lo primero que nuestra inteligencia advierte es que algo existe, pues el ente es lo que es. Lo primero que sabemos de las cosas es que son. Después (con una posterioridad simplemente genética, no temporal) sabremos qué son. Un ejemplo, quizá poco metafísico, puede aclararlo: el bebé sabe que su madre está ahí, pero no sabe qué es su madre. No obstante, conviene advertir que Aquino no pretendía entrar en el prolijo debate acerca de cuál sea el objeto preciso del primer conocimiento humano, es decir, del primero en despertar nuestra inteligencia. El Doctor Angélico se movía a un nivel más alto de especulación.
Por su parte, Cayetano estaba sometido a una triple influencia: (a) la doctrina de santo Tomás, que acabo de recapitular; (b) la tesis escotista acerca de la intuición intelectual, según la cual el primer conocido es la species specialissima: un hombre, un individuo «hombre», con independencia de que sea blanco o negro, o Pedro o Pablo11; y (c) los avances, aunque muy incipientes todavía, de las ciencias experimentales, que teorizaban sobre entes concretos, aunque conocidos confusamente, pues interesaban más las leyes de su comportamiento, que conocer su esencia.
Así, pues, cuando miro las cosas, decía Cayetano, conozco inmediatamente que son algo existente y capto también, aunque confusamente, qué son. De este modo, creyó adaptar el conocimiento aquiniano a la nueva situación cultural y superar el dilema planteado por Escoto, según el cual, por la simple abstracción nunca se alcanza a conocer si realmente el objeto conocido existe real y actualmente, o no existe. Con todo, Cayetano abría un debate de dimensiones colosales: ¿cómo se conocen los entes que no se concretan en una quididad sensible, como el alma, los ángeles y Dios?
La doctrina de la analogía de Cayetano es tributaria, en última instancia, de este planteamiento metafísico (cfr. De nominum analogia). Según Tomás de Vío, entre Dios y las criaturas sólo se da la analogía de proporcionalidad en sentido propio, es decir, no-metafórica. A este respecto es muy interesante la pregunta que se plantea Frederick Copleston (vid. Bibliografía): «¿Cómo será posible mostrar [que tenemos derecho a hablar de Dios] si la única analogía que se da entre las criaturas y Dios es la analogía de proporcionalidad?».
También sus vaivenes en el tema de la demostración de la inmortalidad del alma dependen de esta opción metafísica inicial, acerca de lo primero conocido por el entendimiento humano.
El principio de individuación de las substancias materiales y del alma separada
Es evidente, para Aquino, que la esencia de la substancia corpórea está constituida por la forma propia que informa la materia. Así, pues, la materia (tomada en sentido general) está comprendida en la determinación de la esencia de la substancia corpórea y entra en su definición. Por ello, y para evitar equívocos, santo Tomás expresó que el principio de individuación de las substancias materiales es la materia signata, es decir, la materia determinada o la materia entendida materialmente. Ya en obras de madurez, el Angélico añadió todavía una precisión: materia signata [a] quantitate, o sea, la materia cuanta o el agregado de materia y cantidad (García López, vid. Bibliografía). En otros términos, la materia extensa, la que es perceptible por su extensión (y por otras determinaciones que lleva consigo la cantidad, como el peso y la medida). En este tema, Cayetano siguió a Aquino punto por punto (In «De ente et essentia», q. 5, concl.).