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—Francis Sancher está muerto.
Los hombres repitieron la frase; los que estaban sentados se levantaron en desorden, los demás se quedaron tiesos donde estaban.
—¿Muerto?
Sin una palabra más, Alix dio media vuelta. Sabía qué pregunta seguía, pero todavía no podía dar esa respuesta:
—¿Quién lo mató?
Mientras Alix caminaba a gran velocidad hacia casa de sus padres, los hombres, que habían abandonado su ron agrícola y sus dados, corrieron a dar la noticia a cada esquina del pueblo; pronto la gente salió en masa al quicio de su puerta para comentar al respecto, aunque nada acongojados, pues cada quien sabía que algún día alguien ajustaría cuentas con Francis Sancher.
El anuncio de Alix surcó con trabajos el espíritu de Moïse, llamado el Zancudo, el cartero, no porque estuviera borracho como cada tercer día, sino porque había sido el primero en Rivière au Sel en involucrarse con Francis Sancher. Y lo hizo en el preciso momento en que este último bajó del camión y le preguntó la dirección de la propiedad Alexis, aunque ahora escupiera cada vez que oía su nombre y se hubiera unido al bando de sus peores detractores. Cuando el significado de la frase iluminó cada rincón de su cerebro, se puso a temblar como hace la hoja sobre la rama en día de gran viento. Ah, entonces Francis tenía razón en tener miedo. Su implacable enemigo lo había olfateado, seguido a la vereda, encontrado, golpeado en la isla de follajes a donde había venido a esconderse. Entonces no había sido un terror tonto y supersticioso, vivaz y sorprendente en un hombre de su condición. Moïse se paró con pesadez, los latidos de su corazón le estremecían su enclenque osamenta, y se precipitó tras Alix.

La luna cerró sus dos ojos cuando voltearon boca arriba, con la cara tumefacta al aire, el cuerpo pesado de Francis Sancher. Las estrellas hicieron lo propio. Ninguna claridad se filtró del cielo mudo.
Alix y Alain inclinaron sus antorchas y alumbraron a sus hermanos mayores, Carmélien y Jacques, de rodillas ante el mal olor. Sylvestre Ramsaran, el padre, se mantenía atrás, con Moïse pegado a su sombra. Carmélien levantó la cabeza y resopló:
—No tiene sangre.
—¿No hay sangre?
Los seis hombres se voltearon a ver, pasmados. Luego, sin demora, Jacques deslizó el cadáver sobre la camilla de bambú e hizo un gesto a sus hermanos para que lo ayudaran. El cortejo se puso en marcha. Entonces, la luna miedosa volvió a abrir los ojos e iluminó cada rincón del paisaje.
Cuando el cortejo alcanzó la casa de Vilma, entre la zanja y el jardín, en el porche se removía ya una multitud de gente, medio curiosa, medio enlutada, que había llegado por la noticia. Había unos directamente interesados. Rosa, la madre de Vilma; los Lameaulnes: Loulou, el dueño del Vivero; Dinah, su segunda esposa, la sanmartinense; Aristide, su hijo, el único de los tres mayores que se había quedado a trabajar en Rivière au Sel, y todos sabían bien el porqué; Joby, el primer hijo del segundo lecho, un muchachillo paliducho que había hecho su confirmación el año anterior. Mira, por supuesto, no estaba, aunque lo contrario habría asombrado, hasta impactado. Pero había muchas otras personas. De hecho, con excepción de Emmanuel Pélagie, que tan pronto como regresaba de Dillon encerraba con llave su Peugeot en su garaje y ni siquiera salía a tomar el fresco al zaguán, todo Rivière au Sel estaba presente. Incluso Sonny, el pobre Sonny, e incluso Désinoir, el haitiano.
De ver a tanta gente, se habría podido concluir su hipocresía, ya que todos, en cierto momento, habían calificado a Francis Sancher de vagabundo y de perro, ¿y qué alguien como él no merecía pudrirse en la indiferencia?
En realidad, la gente había ido principalmente por consideración con los padres de Vilma, los Ramsaran. Ti Tor Ramsaran, tras haberle lastimado un pie a su padre por negarse a darle plantas de caña de azúcar, y luego de haberlo clavado durante tres largos meses en el Hospital General de La Pointe, puso distancia entre su mala acción y él y se instaló en esta región, donde tradicionalmente no había indios. Lo hizo el mismo año que llegó Gabriel, el primer Lameaulnes, un beké, un blanco descendiente de colonos a quien su familia había corrido de la Martinica por casarse con una negra. Eso debió de haber sido en 1904 o 1905. En todo caso, antes de la Gran Guerra y mucho antes del ciclón de 1928.
Cuando Ti Tor se instaló, había mucha gente que lo ofuscaba y le cantaba con crueldad:
Kouli malaba,
isi dan
pa peyiw.1
Pero Ti Tor no hizo caso y mantuvo los ojos bajos hacia las dos hectáreas de tierra que acababa de comprar. Esas dos hectáreas se multiplicaron para la generación siguiente, cuando la Fábrica Farjol cerró sus puertas y vendió su terreno pedazo a pedazo. Rodrigue, el hijo de Ti Tor, compró otras 20 y las sembró de plátano, porque la caña ya no servía para nada en el país. Los viejos que habían vivido la Primera Guerra Mundial movían la cabeza:
—¿Qué es Guadalupe hoy, eh? ¡Si ya no hay caña, ya no hay Guadalupe!
Habían sido muchos los que, ante la adquisición de Rodrigue, montaron en ira y gruñeron:
—¿Desde cuándo los indios dictan la ley aquí?
Como los Ramsaran se volvían cada vez más ricos, Rodigue se mandó construir, en lugar de la casita de madera del norte donde había abierto los ojos, una villa de concreto armado de una planta, rodeada de una veranda con balaustrada de hierro forjado a la que bautizó “L’Aurélie”.
¿“L’Aurélie”? ¿Qué quería decir eso?
Sin embargo, los envidiosos y descontentos no tardarían en enojarse en serio cuando Carmélien, nieto de Rodrigue e hijo de Sylvestre, se fue a estudiar medicina a Francia. ¡Qué! ¡Un Ramsaran médico! ¡La gente no sabe quedarse en su sitio! ¡El sitio de los Ramsaran era la tierra, con o sin caña! Afortunadamente, Dios es grande. Carmélien regresó a toda prisa de Burdeos, donde lo golpeó una enfermedad. Eso era justicia. No hay que creerse la divina garza. La vida hace lo suyo y devuelve al ambicioso a la razón.
Todavía no acababan de burlarse de Carmélien, apodándolo de guasa el “Doc”, cuando él ya había mandado cavar dos estanques en la ladera de las tierras de su padre para criar acamayas. Quienes de niños las habían pescado con la mano del fondo de los agujeros de agua helada de los ríos, declaraban que ese tipo de cultivo no valía ni el picante ni el cebollín para sazonarlo, pero tuvieron que cerrar la boca cuando todos los hoteles para turistas, de tan lejos como Le Gosier y Saint François, le hicieron pedidos que entregaba en una camioneta Toyota, y cuando una noche en la televisión, en la mismísima Tele Guadalupe, apareció entre los elogios habituales de los productos de Francia un anuncio que repetía:
Cenas para fiesta. Comidas de negocios.
Bodas. Banquetes.
Compre local. Compre acamayas Ramsaran.
El más atónito y enojado de todos en Rivière au Sel fue ciertamente Loulou Lameaulnes, quien, al igual que sus padres y abuelos, jugaba al gran señor detrás de la reja arrogante de su Vivero, que en temporada estaba cubierto de flores color malva de la liana Julie y anaranjadas del hibisco trompeta. Él mismo había pensado en una publicidad televisada para sus flores y plantas. Luego se dijo que lo que era de los blancos había que dejárselo a los blancos. Y ahora llegaba este pequeño Carmélien, al que había visto nacer el mismo año que Kléber, su segundo niño, y le coronaba un peón.
A pesar de estas ligeras tensiones, rencillas y celos, los Ramsaran eran respetados; estaban siempre presentes en las ceremonias; nunca se rehusaban a soltar un billete grande para la fiesta anual ni para el desfile del carnaval. En fin, si algunos de ellos habían conservado la sangre pura y se habían ido a buscar pareja a la región de Grands Fonds, de donde eran originarios, muchos otros se habían casado con gente de familias negras o mulatas de por acá. Así se habían tejido los lazos de sangre.
Hacia las 9 de la noche, con la luna descansando detrás de una nube color tinta que muy pronto —se sentía— iba a explotar de agua, y mientras el señor Démocrite, el director de la escuela, daba permiso de ir por la lona que servía para cubrir el campo de futbol, el doctor Martin llegó desde Petit Bourg al volante de su lujoso BMW y se encerró un momento a solas con el muerto. Cuando salió, no se le leía nada en la cara. Fue a hablar por teléfono a casa de Dodose Pélagie, quien en vano se quedó detrás de la puerta para pescar la conversación. Según esto, a pesar de las apariencias, aunque el cuerpo no presentara ni sangre ni heridas, esa muerte no podía ser natural. Entonces, hacia las 10 pm, llegó una ambulancia que dispersó a los curiosos a claxonazos y, durante tres días y tres noches, el cuerpo de Francis Sancher permaneció sobre el mármol frío de una mesa de autopsia hasta que un médico al que llamaron por desesperación formalizó. No había que dejarse exaltar por lo que decían los pueblerinos amantes del ron agrícola. Buscarle tres pies al gato. Quebrarse el coco. Ruptura de aneurisma. Esos accidentes son frecuentes en los individuos sanguíneos que consumen cantidades excesivas de alcohol.
Y así, la tarde del cuarto día, Francis Sancher regresó a su casa; ya no montado en sus dos piernas ni dominando con su estatura a todos los hombres, incluso a los más altos, sino acostado en la cárcel de madera barniz claro de un ataúd con tapa de vidrio. De tal suerte que durante algunas horas pudo apreciarse todavía su bocaza cuadrangular. Colocaron el ataúd sobre la cama, cubierto de flores frescas traídas profusamente del Vivero, en la más grande de las dos habitaciones, bajo las tres vigas “Pan, Vino, Miseria” que, en vida, habían sido testigo de los fecundos retozos de Francis Sancher con sus sucesivas mujeres y a las que el plumero no molestaba jamás. Mientras que los hombres se quedaban sentados en los bancos, protegiéndose del agua que caía a cántaros del techo roto del cielo sobre la lona del señor Démocrite, riendo y contando chistes, las mujeres trajinaban, cociendo el caldo graso con la carne de res que los Ramsaran de Grands Fonds, ricos ganaderos, les habían traído a sus parientes en duelo, sirviendo rondas de ron agrícola, acomodándose en círculo piadoso en torno al lecho fúnebre para recitar las plegarias.
Hacia las 4 de la tarde apareció Mira; nadie la había visto desde que dio a luz, entregada a su belleza resplandeciente antes que a su vergüenza. Estaba enflaquecida, caminaba a pasos tímidos como si luchara contra su corazón y a duras penas lograra dominar sus sobresaltos. Cuando entró, hubo un gran movimiento de curiosidad. Todas las cabezas se levantaron, todos los ojos la apuntaron, todos los dedos olvidaron pasar las cuentas del rosario. ¿Cómo, cómo se iba a comportar delante de la que se había deslizado en la misma cama que ella? Sin embargo, todos aquéllos que esperaban un escándalo sacrílego en un momento así, quienes ya imaginaban en su mente una escena impactante para contar en el transcurso de las noches subsiguientes, vieron frustrada su avidez. Mira no volteó ni a diestra ni a siniestra; se contentó con fijar su mirada sin ira, con infinita compasión, en el rostro de aquél que se había burlado de ella; luego tomó su lugar en el círculo piadoso de las rezadoras.
Hay tiempo para todo, hay bajo el cielo un momento para cada cosa. Hay un tiempo para nacer y uno para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar lo que se plantó; un tiempo para matar y un tiempo para sanar; un tiempo para gemir y un tiempo para saltar de gozo. Hay un tiempo para lanzar piedras y un tiempo para recogerlas.
El cielo empezó a ennegrecerse.
Poco después que Mira, llegaron de Petit Bourg Lucien Évariste, a quien llamaban el Escritor aunque no hubiera escrito nada, y Émile Étienne, a quien llamaban el Historiador aunque no hubiera publicado más que un folleto que nadie había leído: Hablemos de Petit Bourg. El primero llegó en un camión llamado “Cristo, tú eres el Rey”, cuyo chofer se persignó a escondidas, hizo un rodeo y apagó el motor para detenerse despacio bajo la bóveda de los árboles; y el segundo, manejando su conocido Peugeot. Los dos habían sido grandes amigos de Francis Sancher, cosa que no sorprendía a nadie: en el caso de Lucien, un borrego que le había roto el corazón a su mamá, pero que sorprendía mucho en el caso de Émile, cuyo oficio debió haberlo incitado a cosas más serias.
¿En qué momento se percataron de la presencia de Xantippe, refundido en una esquina del porche, inmóvil, silencioso, con los ojos enrojecidos como brasas sobre una vasija? ¿Desde cuándo estaba ahí? ¿A qué hora había llegado? Nadie sabría decirlo. Le gustaba deslizarse sin hacer ruido entre la gente. Era como cuando se había instalado en los alrededores de Rivière au Sel, poco después de la llegada de Francis Sancher, un mes de octubre en que la lluvia no había dado tregua. Un buen día, lo habían visto ponerles guías a los ñames con toda tranquilidad y se supo que vivía en Trois Chemins de Bois Sec, en una choza en la que, en otro tiempo, antes de que la empresa Butagaz golpeara de muerte su comercio, una pareja de carboneros, Justinien y Josyna, se albergaba una vez al mes para quemar palo de Campeche.
La choza de planchas remendadas era de techo bajo; la luz le entraba por una única abertura. ¿Cómo un ser vivo podía refugiarse ahí? La presencia de Xantippe siempre causaba un verdadero malestar. Inmediatamente, los ruidos se apagaron en un lago helado de silencio y algunos vislumbraron echarlo fuera. Pero la puerta de un velorio no se bloquea: se deja abierta de par en par para que todos se abalancen. Muy pronto, algunos retomaron sus bromas y risas. Otros, en silencio, se pusieron a pensar en Francis Sancher, chupeteando sus recuerdos como ancianos.
Afuera, amarrados a los ébanos, los dos dóbermans, que habían adorado a su amo y que nadie había pensado en alimentar, aullaban de hambre y desesperación.
Y la luna brillaba orgullosa detrás de la cortina mojada de la lluvia.

Nota
1 Culí malabar, éste no es tu país.
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