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Para cuando el Derecho empezó a tomar dicha conexión en consideración, los recursos estaban repartidos, y nos encontrábamos convencidos como humanidad de que la forma de mejorar nuestra existencia era mediante su explotación intensiva.
Así las cosas, el Derecho estaba construido desde estos paradigmas. En lo que respecta a la ignorancia, el Derecho sigue ignorando cómo solucionar el problema, pues se mueve en torno a una dicotomía entre sujetos y objetos, y carece de herramientas afinadas para dar cabida a un sistema interconectado como es el medio ambiente. Ha intentado convertirlo en un objeto y también en un sujeto, pero el hecho de que el medio ambiente contenga todos los sujetos y todos los objetos hace especialmente compleja esa intención, pues permanentemente chocan los estatutos jurídicos de uno y otro orden.
Además, una buena parte de los elementos del medio ambiente, a los que hemos calificado de recursos naturales, están regulados como si constituyeran unidades desconectadas de la matriz completa. El agua posee su propia regulación que casi no tiene conexión con la de los bosques, a pesar de que los bosques dependen del agua y los ciclos del agua dependen en parte de los bosques. Los animales salvajes tienen otra y que es distinta de la regulación de la pesca, a pesar de que los peces son animales salvajes, y ambas son diferentes respecto de la caza de mamíferos marinos, aunque esos mamíferos se alimentan de los mismos peces; y los peces requieren de los nutrientes que son arrastrados por los ríos hasta el mar, nutrientes que provienen de los suelos en los cuales hay bosques antiguos, que son a su vez los que capturan los gases del aire, producen el oxígeno y permiten en los suelos la vida de los microorganismos y la existencia de nutrientes, que luego serán arrastrados por la lluvia hacia los ríos para llegar al mar. El problema es que esa lluvia tampoco se producirá si no hay un bosque que concentre la humedad y la evapore.
La regulación de estos recursos naturales tiene un problema basal, entonces, que es haber ignorado esa interconexión y pretender erigirse principalmente sobre la distribución de propiedad y la posibilidad de explotación. Luego de cientos de años de una regulación como esta, recién en los últimos 40 años el derecho occidental ha comenzado a incorporar provisiones que apuntan hacia, al menos, la sustentabilidad. Pero la mayoría de esas provisiones han sido estériles y el ritmo de destrucción de la naturaleza se ha acelerado en este mismo período.
Esto tiene que ver en parte con que el Derecho, al igual que la naturaleza, también es un sistema interconectado, pero es una red de normas e instituciones. Cambiar una norma puede ser muy importante, pero si el sistema no la reconoce como propia, tiende a rechazarla. Es el trabajo de miles de personas, funcionarios, abogados, movimientos, organizaciones, científicos y comunidades el que ha ido empujando al sistema jurídico a intentar comprender la lógica de esos pequeños cambios; intentando hacer ver a jueces y operadores del Derecho la importancia crucial de reformar la relación con el medio ambiente.
Esto, sin embargo, encuentra resistencias fundamentales. Ya sea resistencias ideológicas, basadas en el imaginario de que lo colectivo o el leguaje de derechos es propio de un sector político, ya sea resistencias basadas en intereses personales de corto plazo. El asunto es que todos quienes empujan por la incorporación de lógicas mínimas de protección ambiental se encuentran con resistencias más o menos organizadas, y que muchas veces tienen argumentos jurídicos atendibles. Suelen tener, además, el poder económico y político que les permite amplificar esas visiones, que además están ancladas en paradigmas de desarrollo propios del siglo XX, siendo por ello muy atractivas para un número importante de personas.
El Derecho, como artefacto social, tampoco incorpora la idea de que nuestras sociedades y todos quienes habitamos en este planeta somos a la vez parte de la naturaleza, siendo absolutamente dependientes de ella. Sigue sin hacerlo, y quizás es posible que la pandemia del Covid-19 nos dé un baño de humildad, pero eso está por verse y no se ve que vaya a suceder tan simplemente. El avance de las vacunas, una gran noticia, alimenta además la sensación de que los humanos podemos tener una especie de control sobre lo que sucede.
Tendremos las mismas agotadoras discusiones que han sido necesarias para hacer frente a la crisis climática y ecológica, alimentadas ahora por nuevos argumentos, pero con el mismo rechazo por los poderes económicos y las visiones individualistas que se autoproclaman como nacionalistas.
Pero será esa deliberación pública la que alimente nuestra discusión por transformar al derecho y dotarlo de comprensiones que estén en mayor armonía con el lugar que habitamos y las vidas que nos acompañan. No se trata de que el Derecho reconozca una dimensión espacial, sino que la integre. Una vez que nos damos cuenta de que la interconexión entre todos los elementos de la naturaleza es la que permite la vida, y que nuestra manera de relacionarnos con esos elementos está provocando que esa posibilidad de albergar vida se vea mermada, el único camino razonable es cambiar el Derecho y cambiar, con ello, la forma en que la sociedad y las personas se relacionan con la naturaleza, de manera de proteger la vida.
5. Una Constitución Ecológica
Cuando hablo de una Constitución Ecológica, me refiero a una que ponga a la protección del medio ambiente en el centro de las preocupaciones de la sociedad, tendiendo a una armonización entre las actividades sociales y la naturaleza.
Esto no quiere decir, por supuesto, que la Constitución completa se refiera solamente a la protección del medio ambiente. Lo que quiere decir, en cambio, es que podamos reconocer en el texto y la práctica constitucional la existencia de esta preocupación, de esta centralidad y de un conjunto de normas que se dedican al asunto en las diversas partes de una nueva Constitución, constituyendo un cuerpo con una lógica común.
Debemos aspirar a que en una nueva Constitución quede claro que la continuidad de la comunidad que habita Chile depende de tener un medio ambiente sano y ecológicamente equilibrado. Es una idea a la que le ha costado ganarse un espacio suficiente, pero que crecientemente es parte de nuestro sentir cotidiano.
Los movimientos sociales de todo el mundo han repetido esta idea hasta el cansancio y su presión hacia las autoridades para que lo reconozcan ha ido en aumento. Un punto importante fue la notable arremetida de la joven activista sueca Greta Thunberg y la aparición de organizaciones globales como Fridays for Future y Extinction Rebellion. Mientras, aunque con lentitud y tibieza, los gobiernos han avanzado con pasos como el Acuerdo de París, en 2015, y los eventos posteriores como el compromiso de carbono neutralidad de China para el 2060 y de la Unión Europea para el 2050. Con la llegada de Joe Biden a la presidencia de EE.UU. es esperable que también dicha potencia avance en esta línea y, de hecho, entre sus primeros actos como Presidente suscribió nuevamente el Acuerdo de París y comprometió una disminución del 50% de los gases de efecto invernadero emitidos por EE.UU. para el año 2030.
En América Latina, además de los compromisos relativos al cambio climático, un punto de gran potencia civilizatoria ha sido la celebración del Acuerdo de Escazú, que mejora las condiciones de la democracia en materia ambiental, aumentando los estándares en acceso a la información, acceso a la justicia y participación en materia ambiental, además de reconocer el rol fundamental que juegan las y los defensores ambientales. Se reconoce así el valor de la comunidad en la toma de decisiones sobre el medio ambiente, democratizándolas.
El fenómeno de crecimiento del movimiento es también una realidad en Chile. Solo durante 2019 hubo decenas de marchas por el clima, en las que jóvenes y familias de todas las regiones del país se manifestaron para exigir políticas climáticas acordes a la gravedad del asunto. Aunque los resultados no han sido de la profundidad esperada, consiguieron que el gobierno de Sebastián Piñera comprometiera la carbono neutralidad para el 2050, además de un plan de cierre de las termoeléctricas a carbón para el 2040 y una serie de medidas que son parte de la Contribución Determinada a Nivel Nacional10, la que a su vez constituye un avance considerable en relación con la contribución anteriormente presentada a la comunidad internacional. Y si bien la cuestión climática es una de las claves para mantener condiciones de vida adecuadas en el país, hay muchas otras condiciones ambientales con características netamente locales, que deben ser abordadas para una adecuada protección ambiental. La más urgente en nuestro caso es la relacionada con la protección del agua, como veremos más adelante.
Pero la aspiración a una Constitución Ecológica no se agota en reconocer nuestra dependencia de las condiciones ambientales, sino que requiere también reconocer un valor a la naturaleza en sí misma, que está más allá del uso que podamos darle como humanos. Un valor por la vida que no se agota en la vida humana, sino que se extiende a otras vidas y sobre todo a las condiciones de posibilidad de todas las vidas, como es un medio ambiente sano y equilibrado.
A veces parece que esta idea es más difícil de consensuar, porque, a pesar de que ese reconocimiento puede tener formas muy diferentes, la tendencia de las instituciones hasta ahora no ha sido la de reconocer ese valor de manera explícita. Pero, sin embargo, es algo que tenemos con nosotros y no solo por la fascinación individual que cualquier persona puede sentir por la belleza, inmensidad y complejidad de la naturaleza.
Existen instituciones que se han basado en este valor intrínseco desde hace mucho tiempo, a pesar de que muchas veces no sea evidente ni siquiera para quienes definen esas instituciones. Es el caso de muchos acuerdos internacionales para la protección de diferentes especies, como las aves, las ballenas y luego todas las que se encuentren en ciertas condiciones de riesgo. Es el caso también de acuerdos como la Convención de Washington, para la protección del paisaje y la belleza escénica en América, tratado al que le debemos la existencia de Parques Nacionales, entre otras áreas protegidas. Últimamente, además, algunos países han reconocido derechos a la naturaleza, ya sea en constituciones, leyes o fallos judiciales.
Pero incluso instituciones religiosas han reconocido este valor, siendo especialmente importante para nuestra cultura occidental judeocristiana lo que el papa Francisco I expresa al respecto en la Encíclica Laudato Si’, de 2015. Entre otras cosas enuncia:
Pero no basta pensar en las distintas especies solo como eventuales “recursos” explotables, olvidando que tienen un valor en sí mismas. Cada año desaparecen miles de especies vegetales y animales que ya no podremos conocer, que nuestros hijos ya no podrán ver, perdidas para siempre. La inmensa mayoría se extingue por razones que tienen que ver con alguna acción humana. Por nuestra causa, miles de especies ya no darán gloria a Dios con su existencia ni podrán comunicarnos su propio mensaje. No tenemos derecho.11
Hacer posible que nuestra sociedad se respete a sí misma en el largo plazo y también respete las demás vidas requiere de modificaciones sustantivas en nuestro modo de vida. Una Constitución Ecológica debería al menos aumentar las probabilidades de que ello ocurra, incorporando instituciones específicas para eso, como sería el reconocimiento de derechos de la naturaleza o la consagración del principio de justicia intergeneracional, entre otras.
A lo largo de los capítulos que vienen detallaré las distintas normas que podrían ser parte de esta Constitución Ecológica, explicando en parte las razones para considerarlas como un elemento importante dentro de la nueva Constitución, y también las maneras en que cada una de esas normas podría operar, mirando las consecuencias que podrían tener.
Hay que considerar, de todas formas, que se requerirá que cada una de las normas sea operativa para el subsistema de la Constitución Ecológica y para el sistema jurídico nacional, por lo que muchas de las propuestas que acá se detallan tienen que ser adecuadas sobre la marcha de la deliberación constitucional. Por lo mismo, no se sugiere un articulado en especial, sino que el contenido fundamental de las diferentes instituciones.
Lo más importante es no perder de vista que la Constitución Ecológica, siendo parte del sistema jurídico, será aquella parte que permita a este sistema comunicarse con la naturaleza y con el gran sistema que ella constituye. Por lo mismo, debe capturar en parte lógicas ecosistémicas y sociales, junto con las propias del Derecho.
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