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Índice
Portada
Portadilla
Créditos
Introducción
I PARTE
El milagro del acto de fe
A ejemplo de Abrahán
Aquel que se revela y se oculta
Vencidos después de la prueba
II PARTE
El poder de la fe y del rechazo
Rico de sí mismo
Difícil umbral
III PARTE
La mesa de la Palabra
El silencio hacia la Eucaristía
IV PARTE
Cristo y la Iglesia
La construcción de Dios
La fuente que mana unidad
Biografía del autor
Notas

Imprimatur:
Arzobispado de Madrid
Madrid, 13 de marzo de 2019
© SAN PABLO 2020 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)
Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723
E-mail: secretaria.edit@sanpablo.es - www.sanpablo.es
© Boleslaw Szewc 2020
Título original: Mocą wiary. Rozważania o Eucharystii 5
Traducido por: Ana María Carrizosa de Narváez
Distribución: SAN PABLO. División Comercial
Resina, 1. 28021 Madrid
Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050
E-mail: ventas@sanpablo.es
ISBN: 9788428561969
Depósito legal: M. 165-2020
Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)
Printed in Spain. Impreso en España
Los textos citados de las Sagradas Escrituras han sido tomados de la Biblia de Jerusalén de Desclée de Brouwer, Bilbao 1976.
SEÑOR OBISPO WACŁAW TOMASZ DEPO,
ARZOBISPO METROPOLITANO DE CZ STOCHOWA,
MIEMBRO DE LA COMISIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE POLONIA
Inclinándonos con fe sobre el nuevo libro del profesor padre Tadeusz Dajczer, titulado El poder de la fe. Meditaciones sobre la Eucaristía V, hagámonos una pregunta esencial: ¿Qué es la Eucaristía? Sobre ella se han escrito incontables trabajos y presentaciones pero, a pesar de los más grandes esfuerzos, no hay forma de expresar su carácter extraordinario y su riqueza religiosa. Lo anterior se debe a que es un misterio eternamente vivo e invaluable para el hombre creyente. Por lo tanto, nos corresponde cuidar de que haya una teología eucarística verdadera y plena, y de «vivir del poder de la fe». Este cuidado nos protegerá de entrar en el vacío de un verbalismo carente del sacrum y en el libertinaje al celebrar el culto. «¿Cómo no retornar siempre, de nuevo, a este misterio que encierra toda la vida de la Iglesia? –nos preguntó san Juan Pablo II en una carta a los sacerdotes dirigida desde el Cenáculo el 23 de marzo de 2000–. Seamos entonces fieles a la “tarea” del Cenáculo. Que la Eucaristía sea para nosotros una “escuela de vida”». Esta tarea, señalada por Juan Pablo II, adquirió una importancia especial en el Año Sacerdotal (2009/2010) inaugurado por el papa Benedicto XVI. Ese año fue, con seguridad, profundamente eucarístico.
Entonces, al introducirnos en el contenido de las meditaciones del padre y profesor, apoyadas en la revelación, el Magisterio de la Iglesia y los dichos de santos, confirmamos que la presencia eucarística de Cristo no es un simple recuerdo sino la «actualización» viva y real de la presencia del Señor entre nosotros. Es la garantía de que el Espíritu Santo se ha quedado para siempre, incesantemente, entregado en la Liturgia eucarística, para que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo: Él es el mismo Espíritu Santo que descendió sobre María y los Apóstoles (He 2,14) y los envió a todas las naciones para anunciar la palabra de Dios y hacer discípulos reuniendo al Pueblo de Dios en la «fracción del pan» (cf He 2,42). «Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19). Este acto eucarístico de transformar el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, realizado por los sacerdotes, hará presente en cada generación de cristianos, en cada rincón de la tierra hasta la parusía, la obra realizada por Cristo. Dondequiera que se celebre la Eucaristía se hará presente de forma incruenta el sacrificio cruento del Calvario, allí también se hará sentir el mismo Cristo, Redentor del mundo.
Finalmente, expreso mi gratitud al trabajo del padre y profesor y a él mismo, que en un nuevo tomo de meditaciones eucarísticas se concentra en las cuestiones de la fe, desde aquella que es una gracia y acepta las verdades reveladas –que la razón no siempre acoge con facilidad–, a la fe vivida como una acogida de Cristo como su Dios y Señor para que Él dirija nuestra vida. Con alegría recibimos esta publicación preparada por la Editorial Fidei, que con ello contribuye a que se recuerde y realice el «testamento de Juan Pablo II», pronunciado en el parque de Blonia (Cracovia) el 10 de junio de 1979: «Debéis ser fuertes con la fuerza de la fe, de la esperanza y de la caridad, consciente y madura, responsable, que nos ayuda a entablar el gran diálogo con el hombre y con el mundo en esta etapa de nuestra historia: diálogo con el hombre y con el mundo, radicado en el diálogo con Dios mismo –con el Padre por medio del Hijo en el Espíritu Santo–, diálogo de la salvación» (Juan Pablo II, Homilía, 1979).
Teniendo en cuenta todo el patrimonio creativo del padre y profesor –que testimonia de su fe–, agradecemos a Dios que nos permita vivir cada día con el poder de la Eucaristía.
Częstochowa, el 8 de diciembre de 2018,
fiesta de la Inmaculada Concepción
de la Santísima Virgen María
† WACŁAW TOMASZ DEPO
* * *
[El autor utiliza con frecuencia en el texto la primera persona, su intención no es exteriorizar confidencias personales ni instruir o aleccionar al lector, sino respetarlo].
El milagro del acto de fe
Descubro a Dios en la Eucaristía en la medida en que creo. «Sin fe es imposible agradarle, pues el que se acerca a Dios ha de creer que existe» (Heb 11,6). ¡Pero con cuánto tiempo y con cuánta dificultad comprenderé qué es la fe!
La fe surge en la historia de la humanidad como un fenómeno completamente nuevo con la persona de Abrahán. Por eso puede ser que para nosotros lo más fácil sea comprender aquella intentando conocer la situación del padre de nuestra fe. Abrahán es un personaje extraordinario, parece como si todo él fuera fe, Dios lo fue formando como al que creería, primero, y como aquel que durante toda su vida iría creciendo en la fe. Esto lo hizo de tal manera que, sin comprender la fe, es imposible comprender a Abrahán.
Eran los inicios del segundo siglo antes de Cristo. En ese contexto, las Sagradas Escrituras narran la travesía de Abram1. Procedía de Ur de los caldeos (Gén 11,28) y de Jarán de Mesopotamia (Gén 11,28), de una tribu nómada politeísta. Téraj, el padre de Abrahán, era el jefe de esa tribu. Abrahán viajó junto con Téraj, su esposa Sara y el nieto de Téraj, Lot, para llegar a Jarán, donde dispusieron sus tiendas de campaña en el desierto. Abrahán, quien después de la muerte de su padre asumió el liderato de la tribu, creyó que se quedaría ahí de manera permanente. Luego tuvo el encuentro con Dios y ante la llamada especial que este le hizo, abandonó Jarán y se dirigió a la tierra de Canaán.
Por su parte, el Antiguo Testamento muestra no solo la historia de Abrahán, sino también la del hombre llamado de manera especial por Dios y después probado para convertirse en el extraordinariamente privilegiado antepasado del pueblo elegido. Las promesas divinas que le hicieron a él pasaron a su descendencia, tanto en una dimensión biológica como espiritual. El Nuevo Testamento lo presenta ante todo como el AMIGO DE DIOS, como el que caminaba en presencia del Altísimo cuyo nombre invocaba, como el padre de los creyentes y, en consecuencia, como padre de todas las naciones. Jesucristo fue su descendiente, tanto biológico como espiritual.
Además, al observar a Abrahán podemos comprender qué es, en el sentido bíblico, la fe. A través de esta, Abrahán salió del país que iba a recibir como herencia, no sabía adónde se dirigía, después de dejar a un lado la comunidad de tribus semíticas aliadas, partió de la casa de su padre; la dirección que debía seguir le sería indicada durante el viaje. Siguiendo la Voz fue capaz de cortar con el vínculo que lo unía con la cultura y la civilización en donde creció. En este sentido, Abrahán partió con cierta incertidumbre, vacío y oscuridad, su único apoyo fue esa Voz que le comunicó una promesa inimaginable.
La fe en la vida de Abrahán fue ante todo un dejar el mundo por Aquel que lo llamó. Podemos suponer que esto exigió de él renuncias: a su cultura y su civilización, a la casa de sus antepasados, a su tierra. Las personas de aquellos tiempos –como dice la antropología cultural– no poseían tierra sino que esta las poseía a ellas. Gracias a esa visión se puede entender mejor que Abrahán, al seguir la Voz, tenía que haber sido «desarraigado» tanto de la realidad secular como de la religiosa.
De igual forma, en las religiones de aquellas culturas los dioses no tenían carácter personal, no se dirigían al hombre, se manifestaban solo en los ritmos de la naturaleza: en la salida y el ocaso del sol, en los cambios de las estaciones del año, en el movimiento del mar, en las fases lunares. Lo sacro estaba ligado con la naturaleza que reproducía mitología en sus ritmos. Igualmente, en la cultura todo era una reproducción cíclica de acontecimientos que habían tenido lugar en tiempos antiguos y en actos ejemplares realizados por héroes mitológicos.
Así era el mundo de aquel tiempo. Todo el mundo. En aquel mundo todo era cercano. Incluso los antepasados, quienes a pesar de que ya se habían ido permanecían a su lado –porque la muerte, en las tradiciones mitológicas, nunca era definitiva–. A ese mundo también pertenecían los personajes de la mitología y los dioses, juntos conformaban el cosmos, una unidad sacra que abarcaba todo el mundo, tanto natural como sobrenatural.
Al cosmos pertenecían los árboles del borde del camino y también –como en las civilizaciones urbanas– las construcciones, pero además las aves que volaban y los animales que se cazaban. En todas partes el hombre hacía de lo que lo rodeaba un cosmos: un mundo cercano, sacro, con el que creaba un parentesco en el que dominaba la ley de la continuidad. Salía de su casa y tanto la naturaleza como la cultura –entendida como obra de manos humanas y sistema de significados–, todo, «le hablaba» del sacrum. Podemos suponer que al igual que en otras culturas, también en la de Abrahán el sumergimiento del hombre en el sacrum era casi total.
Entonces, el sacrum no era trascendente. Lo divino constituía parte del cosmos, igual que el hombre. Además, más allá de ese cosmos, independientemente de su largo y ancho, se extendía otra región: el no-cosmos, el caos, un terreno foráneo, lejano, enemigo. Con frecuencia, para ampliar el cosmos era necesario conquistar aquel terreno eliminando a las personas y animales que lo habitaban (a veces, de manera total).
En el cosmos el hombre se sentía bien. Allí todo estaba determinado de antemano, era previsible, e incluso lo que constituía una excepción, lo que no tenía carácter de ley ni de orden, también tenía un sentido que estaba especificado en la tradición mítica. Cuando, por ejemplo, la tierra temblaba, para el hombre era evidente que los dioses, quienes sostenían esa tierra, no habían recibido una cantidad suficiente de alimento y sacrificios sangrientos.
Por otro lado, puede decirse que, desde el punto de vista psicológico, por entonces el hombre tenía un apoyo, por eso se sentía seguro. Cuando Dios le ordenó a Abrahán: Vete de tu patria, eso significaba que no se trataba de una simple partida sino que Dios, con esas palabras, sacudió a Abrahán y, por lo tanto, el mundo en el que vivía. Las palabras: Vete de tu patria quieren decir: Vete de ese mundo de cosmos en el que todo para ti es claro, comprensible; del mundo en el que te sientes bien, en el que todo es cercano y sacro, y recibirás algo significativamente mayor.
Es decir, la sola forma en la que Dios se dirigió a Abrahán tuvo que haber sido una potente sacudida para él, pues los dioses nunca se comunicaban con el hombre de manera personal, ellos «hablaban» solo con la voz de los fenómenos cíclicos de la naturaleza, y ese «discurso» era totalmente comprensible para el hombre.
En cambio, Abrahán escuchó palabras que no concordaban con ningún fenómeno conocido para él, sobrepasaron por completo su mentalidad, eran fuertes como una piedra y, al mismo tiempo, tiernas y afectuosas, de esas que solo pueden ser pronunciadas por el Poder y el Amor supremos. Gracias a ellas nació de manera gradual en Abrahán la imagen de un Dios personal que quería algo, pero que aún era desconocido para él; eran palabras que lo conducían a un mundo totalmente nuevo y en las que se podía apoyar: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gén 12,1-3).
Entonces, Dios se reveló a Abrahán como alguien diferente, como un Dios que lo conocía y que le cambió el nombre, le declaró su voluntad, se manifestó de manera sorpresiva, sorprendente y asombrosa. A través de las palabras del Señor, Abrahán se introdujo en la mayor aventura de su vida y, al mismo tiempo, se convirtió en la piedra que, implicando a otros, se transformó en una avalancha y, sencillamente, creó otro mundo.
Además, en el contacto con Dios siempre hay dos autores en el drama: Dios y el hombre. El llamamiento que Dios le hizo a Abrahán es el primer elemento del drama. La respuesta de Abrahán es el segundo elemento, él correspondió con la obediencia de la fe. Y así, en el lugar donde dominaba de forma universal la tradición del mito, surgió por primera vez en la historia del mundo el fenómeno de la fe. Abrahán, al seguir el mandato de Dios, parece que dice con toda su persona: Dios, te creo y por eso creo en lo que me das.
En el contexto de la fe de Abrahán, de la fe bíblica, puedo ver cómo es mi respuesta de fe a la actuación divina, a la comunicación que Dios hace de sí mismo en mi vida.
Dios se me entrega en la Iglesia, en sus sacramentos. A través de estos, el Espíritu Santo santifica las almas. «Como el fuego transforma en sí todo lo que toca, así el Espíritu Santo transforma en vida divina todo lo que se somete a su poder»2. Los signos sacramentales que podemos advertir, cada uno a su manera, significan y realizan la santificación del hombre3.
Todos los sacramentos de la Iglesia necesitan de la fe como disposición, sin embargo, como dice la Constitución para la sagrada Liturgia: «Los sacramentos… no solo suponen la fe, sino que, a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y de cosas; por esto se llaman sacramentos de la “fe”»4.
El sacramento de la Eucaristía es el sacramento de la fe par excellence. El misterio de la Eucaristía es, de alguna manera, el criterio de nuestra fe y fidelidad a Dios, porque ningún otro misterio de la fe constituye desafío tan grande para nuestra vida, con frecuencia penetrada de conveniencias. Jesucristo exige de nosotros una impecable fe viva en la transubstanciación del vino en su Sangre y del pan en su Cuerpo. Esto ya es visible en su discurso eucarístico en Cafarnaún, donde incluso a los Apóstoles les exigió que confesaran su fe en la Eucaristía o se fueran.
Sin embargo, la fe no es algo que poseo, no es estática, se asemeja a las gotas de mercurio que, cuando quiero reunirlas, siempre se vuelven a separar. La fe es un proceso, pero sobre todo una relación entre dos personas: Dios, que da la gracia de la fe, y el hombre, que puede acoger esa gracia, pero que también puede rechazarla o cerrarse a ella. La gracia de la fe y la disposición del hombre siempre se tocan. Por eso, al ver mi falta de fe debería pedir constantemente al Señor que me multiplique esa fe, igual que hacían los Apóstoles.
Entonces, si realmente creyera en lo que sucede sobre el altar desde el momento de la consagración, con seguridad me abarcarían un asombro y una alegría tan grandes que me sería muy difícil seguir viviendo como hasta ahora.
Por su parte, san Gregorio Magno nos enseña que durante la Eucaristía el cielo y la tierra se vuelven una sola cosa: «¿Qué fiel puede, por tanto, dudar que, en el mismo momento de la inmolación, los cielos se abren a la voz del sacerdote; que, en este misterio de Jesucristo, los coros angélicos están allí presentes, que los seres superiores comparten con los inferiores sus prerrogativas, que los seres terrestres están unidos con los celestiales y que lo visible solo forma una cosa con lo invisible?»5. Al respecto, escribe el cardenal Ratzinger: «la Liturgia cristiana nunca es la iniciativa de un grupo determinado, de un círculo particular o, incluso, de una Iglesia local concreta. No participamos solamente del encuentro con un grupo mayor o menor: el resplandor de ese grupo significa el universo, y una característica singular de la Liturgia es precisamente esa, que (…) la tierra y el cielo se encuentran. En esto se encierra la grandeza del culto divino»6.
A ejemplo de Abrahán
Abrahán es el padre de nuestra fe: «¡Creyó Abrahán en Dios y le fue reputado como justicia!» (Rom 4,3; cf Gén 15,6). Gracias a esta fe inamovible se convirtió en «padre de todos los creyentes» (Rom 4,11.18; cf Gén 15,5) y en «padre de muchedumbre de pueblos» (Gén 17,5).
Todos somos hijos espirituales de la fe de Abrahán, que se convirtió, al mismo tiempo, en esperanza y amor. De su propia fe surgió la fe bíblica, que alcanzó su plenitud en la revelación del Nuevo Testamento. A través de la fe podré tocar a Dios y relacionarme con Él tal como se vincularon con Él en la tierra palestina. ¿No es esto asombroso? Pero cuando no tengo fe, tampoco tengo esperanza ni amor.
Además, se debe mencionar que la fe siempre está enlazada con algún DESARRAIGO. Al abandonar la tierra de Jarán, Abrahán abandonó su mundo, el que hasta ese momento era todo para él, y partió hacia lo desconocido siguiendo a un Dios sobre el que nunca había sabido. «Por la fe vivió como “forastero” y “peregrino” en la Tierra Prometida (cf Gén 23,4)»1.
No sabe uno qué es más admirable: si la gran apertura de Abrahán a la gracia expresada en las palabras de Dios o la potencia misma de la gracia, que no permitió ningún titubeo o miedo, que era simplemente un poder y un amor tan inmensos que los siguió hasta el final. Al estar desarraigado no sufrió heridas de Dios. Este milagro del primer acto de fe en la historia del mundo le quitó a Abrahán todo y, al mismo tiempo, le dio todo.
En el caso de Abrahán, por primera vez en la historia de la humanidad surgió Dios, con quien el hombre puede entablar un diálogo a pesar de no entenderlo, y le cree. Sin embargo, como la fe no existe sola, en ella nacen la esperanza y el amor. Así crece la amistad con el Creador. El hecho de que el hombre pueda encontrase con Él es un descubrimiento asombroso. El hombre puede amarlo y ese es un hallazgo insólito en la historia de la humanidad que trajo la historia bíblica.
Desde Abrahán comienza una religión nueva porque él dejó a un lado la religión del mito para madurar hacia la religión de la historia, una religión que, al ser revelada, se convirtió en la historia de la salvación. En él realizó Dios una transformación extraordinaria. Nadie en el mundo, excepto Abrahán, podía darse cuenta de que al decirle Dios: «Vete de tu patria» (cf Gén 12,1), comenzaba una ETAPA COMPLETAMENTE NUEVA EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD, algo que el hombre de aquellos tiempos ni siquiera podía imaginar. De esta forma, Abrahán fue aprendiendo una nueva relación con Dios, quien habla con él y a quien todavía no conoce pero que le promete tanto de manera tan abrupta.
Entonces, para comprender qué es la fe, tenemos que entender a Abrahán, quien dejó todo atrás y se convirtió en peregrino. La fe es oscuridad. «Él es padre de todos nosotros» (Rom 4,16). «Salió sin saber adónde iba» (Heb 11,8). Marchó en la oscuridad, dejó su propia patria, su tierra, su morada, su cultura, su historia, su mentalidad, su lengua. Fuera de Dios es un hombre que ya nada tiene, la fe se convirtió para él en pobreza. Podemos discernir en su fe algo de la experiencia del desierto, en el sentido de que en el desierto ya no hay «morada» y no puede uno enraizarse.
Por eso es más fácil para nosotros comprender que la fe bíblica no es solamente un: creo en Ti, Dios mío, sino un: Te creo a Ti. Te creo a Ti en las oscuridades, como Abrahán. A veces en lo absurdo de una situación en la que me puedes introducir. Porque confío en Ti. Y si creo de esa manera, entonces mi fe se forma a ejemplo de la fe bíblica.
Es precisamente esa fe la que Cristo exigió de quienes lo escuchaban al hablar en Cafarnaún sobre la Eucaristía. Humanamente parecía que anunciaba cosas ilógicas, como alimentarse de su propio cuerpo. Pero Jesús exigió de sus discípulos y de las multitudes que le prestaban atención, que le creyeran incluso si lo que decía les parecía absurdo. Les pidió que confiaran igual que Abrahán cuando experimentó a Dios, el mismo que se le reveló y se le ocultó; como el padre de los creyentes, quien gradualmente maduró hacia lo que Dios esperó de él. Aquel que prometió a Abrahán tanto, pero algo que él no pudo ver en vida.
El padre de los creyentes no entendió a su Dios. El hecho de que la promesa de Dios no se realizara en su vida, en sentido literal, podría haberle parecido extraño. Sin embargo, permaneció fiel (las palabras «fe» y «fidelidad» tienen un núcleo común). Abrahán continúa en fidelidad a Dios, a quien cree. No se rebela porque la Tierra Prometida a la que llegó no está abierta para él en lo más mínimo, está habitada, en ella tiene solamente un desecho que compró para la tumba de su esposa Sara y para él, solo un desecho. Y esa fue toda su Tierra Prometida.
En su interior, Abrahán iba transformándose a través de la influencia del mandato de Dios de guiar a su pueblo. El Señor se le reveló y se le ocultó al exigirle la ofrenda de su hijo, la cual, desde un punto de vista simplemente externo, no era, en el mundo de las religiones de aquel entonces, algo aislado, sino que era comprensible. A la luz de la mitología, el hijo primogénito era considerado propiedad de la divinidad de la fertilidad, que agotaba su energía en el esfuerzo de mantener la vida en el mundo y proporcionarle abundancia, la ofrenda de sangre joven le devolvía esa energía. Para ese mundo, ese tipo de ofrenda era un rito que repetía un gesto ejemplar y, a la luz del mito, era totalmente inteligible.
No obstante, en el caso de Abrahán la situación era diferente, Dios le exigió que le ofreciera en sacrificio al «hijo de la promesa», para él esto constituía una injerencia irrepetible de Dios en la historia, una injerencia que no comprendía y que le parecía absurda; sin embargo, la acepta, responde con obediencia y fidelidad a pesar de la oscuridad. «Así, el padre de los creyentes se hace semejante al Padre que no perdonará a su propio Hijo, sino que lo entregará por nosotros (cf Gén 8,32)»2. Precisamente en ese tipo de respuesta a la revelación de Dios en la historia, nace la fe desde el punto de vista cristiano.