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Después de leer el libro de Edson, comencé a escribir textos de un párrafo, a veces solo uno por día, a veces más.
Y también provenían de fuentes diversas y operaban de diferentes maneras. En uno, “En una casa sitiada”, usé el paisaje del lugar donde vivía en aquel momento. Tomé características reales, pero las combiné de manera tal que la pieza terminada sonara como una fábula o un cuento maravilloso:
En una casa sitiada vivían un hombre y una mujer. Desde la cocina, donde se habían refugiado muertos de miedo, el hombre y la mujer oyeron estallidos distantes. “El viento”, dijo la mujer. “Los cazadores”, dijo el hombre. “La lluvia”, dijo la mujer. “El ejército”, dijo el hombre. La mujer quería volver al hogar, pero ya estaba en su hogar, ahí, en medio del campo, en una casa sitiada.
Otro, “La madre”, era totalmente inventado, pero se basaba en emociones reales:
La niña escribió un cuento. “Pero sería mucho mejor que escribieras una novela”, dijo la madre. La niña construyó una casa de muñecas. “Pero sería mucho mejor que fuera una casa de verdad”, dijo la madre. La niña fabricó un almohadón para su padre. “Pero ¿no habría sido más útil un edredón?”, preguntó la madre. La niña hizo una pequeña zanja en el jardín. “Pero sería mucho mejor que hicieras una zanja enorme”, dijo la madre. La niña cavó una zanja enorme y se acostó a dormir adentro. “Pero sería mucho mejor que durmieras para siempre”, dijo la madre.
Algunos de los textos quedaron sin terminar, torpes. Algunos llegaron a tener una página o dos, o más. Estos microrrelatos, tomados en su conjunto, tenían un tono diferente a los anteriores: más audaces, más seguros y más aventureros; se me hizo más placentero escribirlos y salieron más fácil. Mientras que hasta ese momento por lo general sentía que la escritura era una tarea agotadora, de pronto comencé a disfrutarla.
Uno de los relatos más largos de esa época es “El señor Knockly”, que comenzaba así: “Anoche mi tía murió en un incendio”. Recién mucho después me di cuenta de que un cuento de Edgar Allan Poe, “El hombre de la multitud”, seguramente había influido en el mío: en ambos, la trama principal desarrolla la obsesiva persecución del narrador a un hombre por las calles de una ciudad. Y con el tiempo observé que ciertas formas, incluso los poemas y canciones tradicionales, se nos quedan grabadas cuando las escuchamos o leemos y que la obra de madurez a veces regresa a esas matrices preestablecidas.
No me dediqué a leer todos los libros de Russell Edson después. Me bastó con uno (como, a menudo, basta con escribir una sola página) para cambiar de camino. Ya no sentía que tenía que escribir de acuerdo con las formas tradicionales bien establecidas. Aunque nunca abandoné el cuento tradicional y lo retomé de vez en cuando, me fui apartando para experimentar otras formas. En algunas ocasiones, las formas se me aparecían y, en otras, se inspiraban de lleno en un texto ajeno.
Por ejemplo, más o menos doce años después de leer por primera vez a Russell Edson, me puse a leer un poema del poeta estadounidense Bob Perelman mientras viajaba en un tren que recorría la costa de California. Me quedé sorprendida: ¡incluía reglas gramaticales en el poema! ¿Estaba permitido hacer algo así?
Así comienza ese poema, “Seduced by Analogy”, incluido en el libro To the Reader:
Con poder, querer y decidir, use infinitivos.
No quiero morir. Con parecer,
ser y estar, use participios o adjetivos.
Parecer vivo, igualmente, siempre está mal.
Los trenes, o cualquier medio de transporte público para el caso, suelen ser un buen lugar para pensar y escribir. Después de leer ese poema, me di cuenta de que se podía enseñar francés en un cuento. Se podía escribir la historia en inglés, pero incorporando palabras en francés y reflexiones sobre la lengua. Y empecé a escribir “Primera lección de francés: Le Meurtre” allí mismo, en el tren, sin más plan que ese:
Vean las vaches que suben la colina a paso lento, cabeza contra grupa, cabeza contra grupa. Aprendan lo que es una vache. Las vaches se ordeñan por la mañana y se vuelven a ordeñar por la tarde, mientras se les tira de la cola llena de estiércol y tienen la cabeza apoyada en una valla. Al aprender un idioma extranjero, empiecen siempre por los nombres de los animales de granja. Recuerden que un animal es un animal, pero cuando hay más de uno son animaux y terminan en a u x. No pronuncien la x. Estos animaux viven en una ferme.
Y la lección continúa e incluye un breve glosario al final.
Es decir que un buen poema casi siempre ofrece algo sorprendente sobre la lengua y el pensamiento, por más que no se alcance a comprender por completo.
El contemporáneo estadounidense Charles Bernstein es otro poeta interesante y uno de los primeros, así llamados, Poetas del Lenguaje. Bernstein es de los que se aventuran en todo tipo de nuevos territorios formales: ha llegado a escribir el libreto de una ópera basada en la obra y la vida del crítico Walter Benjamin.
Uno de sus poemas organizados en secciones, “Safe Methods of Business”, incluye una carta de queja por una multa de estacionamiento. Un fragmento dice:
La citación me acusa de estacionar sobre la senda peatonal en la
esquina noreste de la calle 82 y Broadway en la noche del
17 de agosto de 1984. El espacio en cuestión está
al este de la senda peatonal de la calle 82 como lo indican
las líneas amarillas pintadas al otro lado de la calle. Este espacio
ha sido un espacio de estacionamiento legal durante los más de diez años
que he vivido en la cuadra. Siempre se estacionan autos en ese espacio,
hasta el día de hoy (sin multa en muchos casos
de acuerdo con lo que observé ayer y hoy). Al parecer, actualmente se están pintando
de blanco nuevas sendas peatonales en las calles 82 y
83. Al momento, el proceso no está terminado.
Cuando las nuevas sendas estén listas, quizás eliminen
varios espacios. Sin embargo, por lo que vi cuando me hicieron
la multa, no pisaba las líneas amarillas
así que estaba claramente en mi derecho a estacionar en el espacio.
Leo el poema de Charles Bernstein como un poema, de facto, en parte porque tiene saltos de línea, en parte porque es una sección (completa, tiene veintiséis versos) de un poema largo que se parece más a un poema, y en parte porque está incluido en un poemario y rodeado de otros poemas. No obstante, ¿cómo funciona como poema? Ciertamente, no sigue las mismas reglas que el poema de Bob Perelman ya citado. Sirve para demostrar que hay otros factores, aparte del estilo, la forma y el lenguaje, en particular el contexto de lectura, que pueden determinar cómo recibimos un poema… y eso, por sí solo, puede abrir nuevas posibilidades para un escritor.
Creo que esta forma atípica de “poema” se alojó en algún lugar de mi cerebro, porque años después descubrí que la carta de queja era productiva para las historias y escribí “Carta a una funeraria” para objetar el uso de la palabra cremanencias. En un principio, la carta era real y sincera, y luego se dejó llevar por su propio lenguaje, se volvió demasiado literaria y ya no podía mandarla.
Cuando la terminé, me di cuenta de que me quería quejar de otro montón de cosas y escribí tres más: “Carta al gerente de hotel”, donde señalaba que la palabra “scrod”, nombre de ese famoso pescado de Boston, estaba mal escrita en el menú del restaurante; “Carta a una fábrica de caramelos de menta”, una queja porque las costosas mentas que acababa de comprar solo traían dos tercios de la cantidad prometida en la lata; y “Carta a un vendedor de arvejas congeladas”, donde me quejaba por la imagen que ilustraba el paquete.
Ciertas influencias se revelan mucho más adelante, aunque algunas con bastante conciencia. Una vez, hace varios años, estaba leyendo Entrevistas breves con hombres repulsivos de David Foster Wallace. Me costaba leerlo, porque los hombres son repulsivos de verdad. Pero la forma que emplea es poderosa: en cada entrevista, se ofrecen las respuestas, pero las preguntas quedan en blanco. No terminé el libro, pero no olvidé la forma. Y al cabo de un tiempo, cuando tuve la interesante experiencia de que me convocaran como jurado y me dieron ganas de escribir al respecto, sentí que era la forma perfecta. Extraje el contenido del cuento, que se llamó “Selección del jurado”, casi por completo de mi experiencia personal, pero se transformó en ficción gracias a la ilusión del interrogador o examinador.
He aquí el comienzo:
P.
R. Miembro del jurado.
P.
R. La noche anterior nos peleamos.
P.
R. La familia.
P.
R. Los cuatro. Bueno, hay uno que ya no vive en casa. Pero esa noche estaba. Tenía planes de irse a la mañana siguiente, la misma mañana que a mí me tocaba ir al juzgado.
P.
R. Nos peleábamos los cuatro, todos con todos. Estoy tratando de recordar cómo fue. Cuatro personas se pueden pelear en muchísimas combinaciones: uno contra uno, dos contra uno, tres contra uno, dos contra dos, etcétera. Estoy seguro de que nos peleamos en todas las combinaciones posibles.
P.
R. Ahora no me acuerdo. Qué raro. Sobre todo, considerando lo acalorada que fue.
La forma es divertida porque se pueden hacer muchas cosas con las preguntas en blanco. A veces, resulta obvio cuál fue la pregunta. Por ejemplo, sabemos que al examinador le cuesta entender el nombre Sojourner Truth (la activista por los derechos de la mujer que se escapó de su esclavista), porque el interrogado lo repite varias veces; pero en otros momentos de la historia no podemos adivinarla. Termino el cuento con la respuesta: “¡Sí!”, y nunca sabrán cuál fue la pregunta.
Hace unos cuantos años, durante el largo período que dediqué a traducir al inglés Por el camino de Swann de Proust, como no quería dejar de escribir pero tampoco tenía tiempo, ensayé otra forma que me intrigaba: tal vez porque me pasaba los días traduciendo oraciones muy largas y complejas (aunque la tarea me absorbía y hasta me resultaba emocionante), quería ver qué tan breve podía ser un texto sin perder todo sentido.
Puede que también me haya influido una postal expuesta en mi cartelera durante años. Tenía impreso un poema de tres líneas, una traducción del cheremis, del poeta finlandés Anselm Hollo:
no debería haber empezado a tejer estos mitones rojos.
ya están terminados,
pero también mi vida.
Aunque es muy corto, me sorprende cada vez que lo leo: algo que, en mi opinión, debería lograr todo buen texto.
Puede que, además, algunas entradas de los diarios de Kafka, que leí a los veinte, sembraran en mí la idea décadas antes. Por ejemplo, he aquí una de las entradas, de principio a fin:
La imagen de la insatisfacción que representa una calle en la que todo el mundo levanta los pies del sitio en que se encuentra para irse de él.
En unas pocas palabras, Kafka presenta una mirada diferente de algo muy común. Me pregunté si yo era capaz de escribir un texto así de corto (el título y una línea o dos) que no perdiera el poder de conmover, o al menos de desconcertar o distraer, sin que fuera del todo frívolo. También quería que la pieza estuviera claramente dentro del territorio de la prosa.
Aquí hay una, “Sola”, que evoca el ritmo del poema de Hollo:
Nadie me llama últimamente. No puedo escuchar los mensajes del contestador automático porque estuve aquí todo el tiempo. Si salgo, quizás llame alguien mientras no estoy. Así que, cuando vuelva, puedo escuchar los mensajes del contestador automático.
Hay dos que son más cortos:
MANO
Detrás de la mano que sostiene el libro que estoy leyendo, veo otra mano, libre y apenas fuera de foco: mi mano extra.
ENTRADA DE ÍNDICE
Cristiana, No soy
Dice la leyenda que Hemingway hizo una vez lo que llamó un cuento de una sola línea: “En venta: zapatos de bebé, sin usar”. En Internet, circula una variante efímera: “En venta: cuna de bebé sin usar”. Pero los escritores que cultivan las formas más breves suelen ser poetas. Está Samuel Menashe, quien escribía poemas de cuatro versos y cuya obra, muy interesante, suele pasarse por alto:
(SIN TÍTULO)
Compadécete de nosotros
por el mar
en las arenas
tan fugaz.
Otra poeta que es una experta en lo concreto y lo breve es Lorine Niedecker, una de las poetas menos conocidas del llamado grupo objetivista que vino una generación después de Ezra Pound. Aquí está uno de sus poemas cortos y concisos, sin título, sobre un objeto que regresa, o podría regresar, para perseguir a la poeta, un objeto dueño de una vida y voluntad propias.
¡El dueño del museo!
¡Ojalá se hubiera llevado la escupidera de papá!
Voy a sacar la escupidera de casa
y enterrarla y ponerle una piedra encima.
Porque sin la piedra encima
seguramente volvería.
También hay un poeta anárquico e intrigante que vive cerca de Woodstock, Nueva York, conocido solo como Sparrow. Hace algunos años llegó a la fama (al menos en algunos círculos reducidos) por armar, él solo, un piquete de varios días en la recepción de la revista The New Yorker, acusándola de publicar poesía sosa y predecible, en lugar de poesía excéntrica y poco convencional como, en particular, la suya. Y, de hecho, la revista le compró tres poemas y publicó al menos uno de ellos. (A veces vale la pena ser persistente y protestar).
Sparrow ha escrito muchos poemas muy pequeños, como el siguiente (“Poem”):
Este poema reemplaza
todos mis poemas anteriores.
Los que a mí me llaman la atención no son los líricos. Me gustan los que aportan una nueva mirada, como Kafka en algunas entradas de su diario, como yo en mi texto “Mano”.
Aquí hay otro pequeño poema de Sparrow llamado “Perfection Wasted”:
Lo malo de morir
es que ya no se puede
ser gracioso ni encantador.
Cuando lo leí, pensé que era un poema original de Sparrow, pero en realidad es una “traducción” de un soneto de John Updike que se publicó en The New Yorker. Lo encontré en una serie, “Translations from the New Yorker”. Estaba en un libro llamado America: A Prophecy: A Sparrow Reader.
Otra de sus traducciones es “Garter Snake”. Voy a citar primero la traducción de Sparrow y luego un extracto del original:
Una serpiente avanzó entre el pasto
y la observé.
Parecía una S.
Cuando se detuvo, se quedó muy quieta.
Con su movimiento, el pasto apenas se meció.
El original, de Eric Ormsby, tiene muchas más palabras, cosa que, supongo, Sparrow trató de evitar. Así empieza el original:
El majestuoso ondear de la culebra
en procesión sinuosa por el pasto
atrajo mi mirada. Quieta, alzó la cabeza
sobre la hierba, y la elegante curva
de su esbelto cuerpo formó la letra S
de “serpiente”, imagino, como si esa
majestad diminuta un signo fuera.
Más adelante, donde la traducción de Sparrow dice “Con su movimiento, el pasto apenas se meció”, el original reza:
[…] le dio al pasto, de piedritas regado,
y a la hondonada gris donde ondulando iba
centellas ágiles de exuberancia
y se movía igual que el gozo imprevisto
platea toda atención de la mente.
Y así termina el poema. Es posible que la versión de Sparrow, más sencilla, no funcione como poema, y que algunos lectores prefieran la riqueza del original. Pero las traducciones de Sparrow plantean varias preguntas atinadas acerca de la escritura y sobre la forma, que es lo he estado explorando hasta aquí.
Claro está, la pregunta más apremiante nos llevaría directo al ámbito de la teoría de la traducción y todas sus problemáticas, si decidiéramos ahondar en ella: ¿es posible decir lo mismo de maneras radicalmente distintas? Si se escribe con tantas diferencias, ¿se está diciendo lo mismo en realidad?
2007, 2012
COMENTARIO SOBRE UN CUENTO MUY BREVE
(“EN UNA CASA SITIADA”)
Primera versión:
[EN UNA CASA SITIADA]
En una casa sitiada vivían un hombre y una mujer, con dos perros y dos gatos. También había ratones, pero se los ignoraba. Cerca de Desde la cocina [donde se habían refugiado muertos de miedo], el hombre y la mujer oyeron estallidos distantes. “El viento”, dijo la mujer. “Los cazadores”, dijo el hombre. “El humo”, dijo la mujer. “El ejército”, dijo el hombre. La mujer quería volver al hogar, pero ya estaba en su hogar, ahí, en medio del campo, en una casa sitiada, en una casa que le pertenecía a alguien más.
Versión final:
EN UNA CASA SITIADA
En una casa sitiada vivían un hombre y una mujer. Desde la cocina, donde se habían refugiado muertos de miedo, el hombre y la mujer oyeron estallidos distantes. “El viento”, dijo la mujer. “Los cazadores”, dijo el hombre. “La lluvia”, dijo la mujer. “El ejército”, dijo el hombre. La mujer quería volver al hogar, pero ya estaba en su hogar, ahí, en medio del campo, en una casa sitiada.
En aquellos días (era el otoño de 1973, yo tenía veintiséis y vivía en la campiña francesa), me obligaba a quedarme sentada en el escritorio durante una cierta cantidad de horas, escribiendo en mi cuaderno todo lo que me venía a la mente (muchas veces descripciones de lo que veía o escuchaba, pensamientos o recuerdos), como una estrategia para aproximarme a algo parecido a un cuento.
“En una casa sitiada” surgió directamente de mi situación y de las descripciones que anoté en el cuaderno. De hecho, había cazadores y unidades militares en el campo que rodeaba la casa. Así que el párrafo que precede al primer borrador de este relato dice:
Los disparos de los cazadores esta mañana (mientras todavía estaba acostada, tratando de ordenar mis pensamientos): un estallido, una explosión y luego un eco o una vibración, como nubes de humo que barren las colinas y regresan. Y todo está en silencio y en paz hasta el siguiente disparo sordo.
En cuanto a los cambios que hice del primer borrador al último, saqué los dos gatos y los dos perros, y también los ratones. Los animales formaban parte de mi situación en la vida real, pero creo haber tenido la impresión de que atentaban contra lo ominoso de la historia, la “domesticaban” y, sin duda, la parte de los ratones era conversacional y distraía, se alejaba del meollo. La inclusión de “donde se refugiaron muertos de miedo” agrega dramatismo explícito, mientras que si hubiera dicho simplemente “de la cocina”, habría sido mucho menos dramático, ante todo porque la cocina se asocia a algo cómodo (hasta que llega el momento de refugiarse en ella). El cambio de “humo” a “lluvia” sirve para reemplazar lo inaudible por lo audible. Terminar la historia con la frase “en una casa sitiada”, más aún si se hace eco del título (aunque el título vino después), tiene más impacto que “en una casa que le pertenecía a alguien más”, desenlace bastante anticlimático e irrelevante; además, es confuso y agrega información nueva que no viene al caso. Último cambio: cuando llegué a la versión final, por fin sabía escribir sitiada.
2014
DEL MATERIAL NARRATIVO EN CRUDO AL TEXTO TERMINADO:
FORMAS E INFLUENCIAS II
Para comenzar esta exposición sobre las formas y las influencias, voy a volver a algunas de mis primeras influencias por dos razones. La primera es dar ejemplos del tipo de ficción tradicional que probé escribir cuando recién empezaba. La segunda es describir cómo surgieron dos cuentos muy diferentes a partir de la misma experiencia, uno en mis inicios y el otro unos cuarenta años después. La experiencia que los inspiró tuvo lugar el verano en que cumplí dieciocho, justo después de terminar la escuela secundaria.
Mis padres vivían en Buenos Aires en esa época. Mi padre daba clases en esa ciudad y en La Plata desde el invierno. Viajé a la Argentina para reunirme con ellos en junio y durante dos meses compartimos un amplio piso en la avenida del Libertador, que le habían subalquilado a un ejecutivo de una discográfica británica.
Pasaba los días entre ensayos de violín y clases de baile, trabajando de voluntaria en un orfanato católico y aprendiendo español por mis propios medios, yendo a conciertos con mi madre y saliendo a caminar sola, y también escribiendo en mi diario. Sé, por lo que registré en esas páginas, que durante las caminatas observaba las gallinas enjauladas en los mercados y conversaba en un español poco fluido con carniceros y guardias de embajadas, y al volver a casa anotaba las descripciones de los parques de la ciudad llenos de niebla por la noche y de las “cabezas grises” sobre las tazas de té que alcanzaba a ver cuando me asomaba por las ventanas de las residencias. Me interesaba todo lo que me resultara exótico: una niña gitana que vendía limones en la vereda, los carros de reparto tirados por caballos con ruedas que brillaban a la luz del sol, un gaucho asando cabras enteras en la ventana de un restaurante, pero extrañaba a mis amigos y no siempre sabía qué hacer con mi tiempo.
Los recuerdos de esa época, aunque escasos y fragmentados, siguieron vivos en mi memoria, y un año después, cuando ya había terminado el primer año de la facultad, escribí un relato breve ambientado en la ciudad tal como la recordaba, donde describía el tipo de vida que me imaginaba allí.
Escribí “Caminos” durante el verano de 1966, cuando estaba por cumplir los diecinueve, para un taller de ficción de verano de la Universidad de Columbia. Los talleres de ficción eran mucho menos comunes en aquellos días, y ese fue el único al que me inscribí, aunque cuando cursaba el último año hice un taller de escritura creativa. No existía nada similar a una especialización en escritura creativa en Barnard ni en la mayoría de las universidades. En ese momento, lo lógico para quienes querían “ser escritores” era especializarse en literatura inglesa y, ya con el título, buscar trabajo en una editorial. Creí que yo seguiría esos pasos: qué consejo o ayuda me dieron ya no recuerdo.
Estaba a punto de decir que elegí un camino bastante diferente en los años posteriores a la universidad, pero, de hecho, es cierto que después de trabajar como empleada temporal durante un breve período, fui asistente editorial en W. W. Norton & Co. y trabajé allí unos meses, para ahorrar tanto dinero como me fuera posible. Después me fui a vivir a Francia y no volví al mundo editorial.
Aquí están los primeros párrafos de “Caminos”, que bastan para mostrar lo tradicional que era mi estilo:
Esta tarde el viento soplaba en ráfagas a lo largo de la calle. Las mejillas de las mujeres se encendían de rubor y se les despeinaba el pelo, los hombres se cubrían los hombros con sus bufandas tejidas de flecos. Hoy fue domingo: los puestos de frutas estaban tapiados, las rejas bajas en la entrada de todos los negocios. A medida que caía la noche, solo breves destellos del crepúsculo asomaban en cada cuadra. En la esquina, hay una confitería1 con las puertas de vidrio cerradas y adentro los hombres cabizbajos miraban el té, bufanda arrugada al cuello, mientras movían las manos o acunaban las tazas bajo la luz fría y blanca. Aquí y allá por la calle, en los puestos ubicados entre tienda y tienda, florecían sobre las bandejas golosinas dispuestas en fila. Encima, colgaban tiras de boletos para la lotería nacional. El puestero estaba sentado en un taburete detrás del mostrador, leyendo un periódico doblado. En la esquina opuesta a la confitería, un letrero de neón relucía en la fachada de una parrilla, donde se vendían bistecs grillados.