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Pero, por supuesto, todo se complica, como siempre sucede en la historia de la lengua: la palabra inglesa “gubernator”, que significa “gobernante”, también estaba en uso desde 1520, aunque era poco común, al igual que “gubernatrix”, con la cual se designaba a la mujer gobernante. Desapareció “gubernator” y permaneció “governor”. No sé por qué el adjetivo no evolucionó igual que el sustantivo. ¿Por qué no se convirtió en “governatorial” o “governorial”? ¿Simplemente porque no se usaba con tanta frecuencia?
Siempre me ha gustado pronunciar “gubernatorial” como si su sonido más bien crudo, que tiene dos oclusivas sonoras, ocultara a su primo más elegante, más delicado y más sedoso, “govern”. En inglés, “gubernatorial” se acerca más al español y “governor”, al italiano. Durante la presidencia de Jimmy Carter, exgobernador de Georgia, en Estados Unidos se habló mucho de su asociación con el maní (conocido, en el habla coloquial, como “goober”) y su cultivo; por lo tanto, “goober-natorial”, tal como se aplicaba a la oficina del gobernador del estado de los maníes, era doblemente apropiado.
2011
ARTES VISUALES:
JOAN MITCHELL

Les Bluets (1973, 280,7 × 579,8 cm).
JOAN MITCHELL Y LES BLUETS, 1973
Según la biografía que Deirdre Bair escribió sobre Samuel Beckett, el dramaturgo veía en Joan Mitchell, al menos cuando recién se conocieron, una versión más joven de su gran amigo Bram van Velde. A sus ojos, Mitchell expresaba la misma búsqueda incesante del vacío que él hallaba en la obra de Van Velde. Era lacónica al hablar, y así como Beckett no podía ni quería discutir sus textos, ella se negaba a explicar o justificar sus obras. Además, Mitchell bebía en cantidades ingentes, igual que él. Y durante un tiempo, según el ensayo de Klaus Kertess, Joan Mitchell, fueron amigos íntimos.
Sin embargo, en opinión de Kertess, lo que buscaba Mitchell no era “el vacío”, sino una forma de reconciliar o quizás de comprender, en el pleno sentido de la palabra, las diversas dualidades o paradojas de su vida: la alegría y la rabia, lo inmenso y lo finito, el caos y el orden, la profunda intimidad de sus vínculos más cercanos y la felicidad de su vínculo con la naturaleza; su lugar, dentro de los paisajes franceses que había elegido pintar, en una tradición estadounidense caracterizada por “la soledad sombría, ligada a lo natural”; lo urbano versus los elementos naturales de sus paisajes; su resiliencia frente a una discapacidad física severa y su “miedo desmedido a la muerte”; la marcada invitación a lo físico presente en sus lienzos y sus brutales gestos de rechazo, como una forma de preservación, al encontrarse con otros, incluso con personas que conocía poco (algo que Kertess llama “ataques preventivos”). No obstante, quizás la paradoja predominante en su obra sea que, si bien buscó, hasta su muerte, superar los límites de lo que ya había hecho como artista, durante los cuarenta y tantos años de su carrera decidió no atravesar los límites que se había impuesto como pintora expresionista abstracta. Sin perder de vista el objetivo, con un poder de concentración inquebrantable, en momentos cuando el expresionismo abstracto cayó en desgracia, en momentos cuando, como dice Kertess, “la mano se iba alejando de la acción”, Mitchell “continuó por el camino elegido”.
La cuestión de por qué algunos artistas evolucionan y cambian dentro de límites bastante estrechos, mientras que otros pasan de una forma expresiva a otra es solo una de las muchas preguntas que plantea Kertess: los sustantivos se yuxtaponen de dos en dos y es necesario evaluarlos o reevaluarlos en el marco de la obra de Mitchell: orden y desorden, caos y claridad; colores oscuros en un lienzo rosado; paletas oscuras y estados de ánimo sombríos, el negro como un color alegre, el blanco como un color sombrío. Y otra pregunta que surge cuando se analiza la vida y obra de Mitchell: ¿por qué algunos artistas y escritores deben abandonar su tierra natal para pintar el paisaje de la infancia o escribir al respecto (Beckett, Joyce) mientras que otros no (William Carlos Williams, Charles Olson, Frank O’Hara, amigo cercano de Mitchell)? “Llevo mi paisaje conmigo” es una frase que Mitchell dijo más de una vez, aunque no, claro está, a modo de explicación.
Ni siquiera estoy segura de que Les Bluets (Los acianos) haya sido la pintura que vi ese día en particular, pero elijo afirmar que sí. Lo que vi en el estudio de Joan Mitchell hace más de cuarenta y cinco años fue un cuadro muy grande en blanco y azul, y es en esa obra que pienso ahora.
Para acercarme a la experiencia de contemplar la pintura, primero debo confirmar o revisar algunos de los recuerdos que guardo de las visitas a su casa de Vétheuil, de su personalidad fuerte (fui testigo de algunos de los “ataques preventivos” que menciona Kertess, pero también de su generosidad y su calidez), de mi vida en París. De pronto, recuerdo más, más de lo que necesito, sobre dónde vivía yo entonces y cuánto me dedicaba a la escritura: me esforzaba sin descanso para escribir más y mejor, y aunque experimentaba algunos momentos de placer, por lo general me perseguía la carga de la obligación, el miedo de que si no trabajaba hasta más no poder, algo me atraparía, tal vez la idea de que no tenía la necesidad de hacerlo.
Solía tomar el tren a las afueras de la ciudad, con sus espacios cerrados, su oscuridad, hasta el pueblo de Vétheuil, ubicado sesenta y nueve kilómetros al norte. Un portón azul al nivel de la calle se abría de par en par y había que subir a pie a la casa, hasta el terraplén donde estaba la puerta de entrada. La vista desde lo alto de la colina, si me daba la vuelta antes de entrar, revelaba un paisaje sistemático y ordenado: una alameda junto al sinuoso río y un pueblo en la ribera opuesta. Los jardines, las habitaciones de la casa y las comidas también eran muy ordenadas, aunque en ese entonces yo no me detenía a pensar en el valor del orden. Monet había vivido allí, aunque al pie de la colina, en lo que se había convertido en la casa de servicio del cocinero y el jardinero. Su primera esposa, Camille, fue enterrada en un cementerio que estaba pasando el jardín. (Entre las primeras influencias de Mitchell, se contaban Matisse y Van Gogh, pero no, según afirmaba ella, Monet).
En una de las visitas, fui hasta el estudio de Joan Mitchell con ganas de ver una de las pinturas. No sé si era la primera vez que entraba en su estudio. Me gustó muchísimo, con toda mi ingenuidad, y creí que la estaba contemplando como correspondía. Era lo que era: formas y colores, blanco y azul. Después, no recuerdo si Joan o alguien más, me dijo que retrataba el paisaje de Vétheuil, específicamente los acianos. No importa cuánto supiera yo sobre pintura hasta ese instante, esa explicación me tomó por sorpresa, diría que incluso me conmocionó. Al aparecer, antes desconocía que una pintura abstracta podía contener referencias a un tema concreto, objetivo e identificable. Ocurrieron dos cosas en simultáneo: de repente, la pintura trascendió sus propios contornos, abandonó el aislamiento, entabló una relación con los campos y las flores; y pasó de algo que creía entender a algo que de pronto dejé de entender, se transformó en un misterio, en un problema.
Más tarde, quizás intentara descifrarlo: tenía que haber indicios visuales en la imagen. ¿Todos los elementos de la obra eran indicios, o solo algunos? Si las áreas de azul más claras, dispersas o discontinuas representaban los acianos, ¿qué representaban entonces los bloques de azul más oscuro y el blanco opulento? (Kertess argumenta que, en la carrera de Mitchell, ese color operó de diferentes maneras en diferentes etapas: de “interactivo” a atmosférico, nutritivo, “peligroso”, “mortal”, “asfixiante” y, por último, “inquietante”). ¿O eran todos los elementos indicios, pero algunos de ellos, de temas privados e indescifrables? ¿Sería aquella una representación de la respuesta emocional a los acianos o al recuerdo de los acianos?
Me gusta entender las cosas y tiendo a hacerme preguntas o hacérselas a otro hasta que no queda nada por comprender. En aquel entonces, cuando yo me estaba formando día y noche en otro tipo de representación, y veía con más y más claridad el funcionamiento más sutil de mi propio lenguaje, me vi enfrentada a esa experiencia de opacidad.
Había tenido otras experiencias de tremenda incomprensión, de opacidad, la más extensa durante las primeras semanas que pasé, a los siete años, en un aula austriaca escuchando el idioma alemán antes de empezar a entenderlo. Años más tarde, al traducir a Maurice Blanchot al inglés, luché tanto por dar con el sentido de ciertas oraciones complejas que estoy segura de haber sentido la lucha fisiológica en mi cerebro: las pequeñas corrientes de electricidad chispeaban, viajaban, arremetían contra el problema, rebotaban, arremetían desde otro ángulo y fracasaban. Pero la experiencia de incomprensión frente a la pintura de Joan Mitchell me tomó desprevenida por su novedad: no había palabras, sino tres paneles de azul y blanco.
Con el paso del tiempo, fui encontrando respuestas a mis preguntas, pero no develaban todo, y al final ya no sentí la necesidad de develarlo todo, porque entendí que el poder de la pintura residía, en parte, en su capacidad de eludir la explicación. Poco a poco, logré aceptar los misterios que presentaban ciertos aspectos de la pintura y también lidiar con otros problemas sin solución, y fueron esa nueva tolerancia ante lo inexplicable e irresoluble y la satisfacción que me causaban las que marcaron un cambio en mi interior.
Incluso ahora, grabada en mi memoria por alguna misteriosa razón, la pintura formula una pregunta que, nuevamente, se resiste a ser contestada, aunque lo he intentado: no es ¿cómo funciona la pintura?, sino ¿cómo funciona el recuerdo de la pintura?
1996, 1997, 2017
LA TRADUCCIÓN DE JOHN ASHBERY DE LAS ILUMINACIONES DE RIMBAUD
Algunas asociaciones con el apellido Rimbaud resultan familiares: la fotografía del poeta francés a los diecisiete años, de marcado corte romántico y tomada unos meses después de que se instalara en París, ya como un artista decididamente bohemio, con los ojos claros, la mirada distante, el pelo revuelto y la ropa arrugada; la declaración sorprendente e interpretada hasta el cansancio Je est un autre (“Yo es otro” o “Yo es otra persona”); que produjo una obra magistral, innovadora e influyente cuando todavía era un adolescente; que abandonó la escritura alrededor de los veintiuno y nunca la retomó; que a partir de entonces llevó adelante diversas, y a veces misteriosas, empresas comerciales y místicas en sitios remotos, incluidos un período dedicado al tráfico de armas en África y, algo quizás aún más extraño, un intento de alistarse en la armada de Estados Unidos. Murió de cáncer en un hospital de Marsella, todavía joven, tras haber condensado lo que para otros habría sido una larga vida de revoluciones artísticas y aventuras exóticas en tan solo treinta y siete años.
Quien se familiariza en profundidad y en detalle con la leyenda no se decepciona: Rimbaud es uno de esos individuos excepcionales cuya mera existencia es difícil de explicar, con una trayectoria meteórica y logros que continúan deslumbrando.
Arthur Rimbaud nació en 1854 en Charleville, una ciudad en el noreste de Francia cerca de la frontera con Bélgica, hijo de una madre malhumorada y pudorosa en su devoción y un padre militar, casi ausente, que desapareció para siempre cuando Rimbaud tenía seis años. Se destacó en la escuela, porque era un lector voraz y memorioso, y porque ganó, una y otra vez, la mayoría de los premios de fin de año en todas las asignaturas. Sus primeros poemas no solo fueron escritos en francés, sino a veces en latín y griego, y entre ellos se cuenta una interpretación fantasiosa de una tarea de matemáticas y una oda de sesenta versos dedicada (y enviada) al joven hijo de Napoleón III.
Cuando tenía apenas quince años, Rimbaud había anunciado en una carta que tenía la intención de crear un tipo de poesía completamente nuevo, escrito en un lenguaje completamente nuevo, a través de un “racional trastorno de todos los sentidos”, y cuando, antes de cumplir los diecisiete, logró concretar su primer viaje exitoso a París, financiado por un poeta mayor que él, Paul Verlaine, llegó a la ciudad preparado para cambiar el mundo, o al menos la literatura. Se convirtió de inmediato en una figura llamativa: el joven rebelde, sucio e infestado de piojos, de a ratos cautivante, de manos y pies notablemente grandes, con la misión de escandalizar a las mentes convencionales y de desafiar los códigos morales no solo a través de sus versos sino también a través de su conducta ofensiva, destructiva y anárquica; el poeta de un talento y una versatilidad sorprendentes no solo capaz de abordar un tema sentimental de ocasión (el de los huérfanos que reciben regalos el día de Año Nuevo), sino también de escribir bellos versos escatológicos; el innovador con cara de niño cuyo desarrollo literario evolucionó de un poema a otro a la velocidad del rayo. (Este joven y decidido roué sin duda quedaría horrorizado al enterarse de que en su ciudad natal ahora hay un museo Rimbaud, ubicado en un antiguo molino de agua).
En París, se hizo amigo –y pronto también se convirtió en amante –de Verlaine (la homosexualidad pública era una parte importante de su proyecto de exploración personal y provocación a la sociedad), poeta que Rimbaud ya admiraba a la distancia. Valoraba, entre sus cualidades, la transgresión de las limitaciones formales tradicionales, como hacer desaparecer la cesura del verso alejandrino, cosa digna de conmoción. La tormentosa relación de Rimbaud y Verlaine, que siguió en Bélgica e Inglaterra y duró una insospechada cantidad de tiempo, fue muy productiva para los dos en términos literarios.
Por lo tanto, no es de sorprender que, durante 150 años, Rimbaud haya sido el sujeto perfecto para la santificación, la difamación, las exégesis antagónicas, la confusión y las memorias basadas en recuerdos muchas veces imprecisos, todo lo cual ha generado, por supuesto, una cantidad de páginas que multiplican varias veces las escasas cien que él dejó en forma de cartas; obras de juventud; poemas aislados que suman más de ochenta (entre ellos uno de cien versos, “El barco ebrio”, escrito cuando todavía tenía dieciséis); Una temporada en el infierno, un largo poema en prosa de autocondena compuesto por nueve secciones; además de Iluminaciones, una colección de poemas en su mayoría en prosa que fue su última obra.
Así como no se puede verificar con precisión la fecha de todos los poemas de esa obra final, tampoco su orden correcto ni las circunstancias que llevaron a su publicación. Según nos dice el poco confiable Verlaine, en 1875, cuando salió de la cárcel (le había disparado en el brazo a Rimbaud, en una habitación de hotel en Bruselas), el joven poeta le entregó un montón de páginas sueltas y le pidió que les buscara un editor. Tras pasar por varias manos, la serie apareció en la revista La Vogue diez años después, en 1886, al cuidado de Félix Fénéon (periodista, editor y autor de una extraña colección de columnas basadas en informes policiales, que New York Review Books publicó en 2007 como Novels in Three Lines, con traducción de Luc Sante).
Cuando se le preguntó muchos años más tarde, Fénéon no consiguió recordar si él había ordenado los poemas o si había conservado el orden que tenían, aunque como no los recibió de manos de Rimbaud, el orden no era necesariamente el del autor. La obra fue celebrada en ese momento con algunas críticas elogiosas, si bien no se vendieron muchos ejemplares.
En cuanto a lo formal, Iluminaciones (título que podría referirse a las ilustraciones grabadas, a las epifanías o revelaciones efímeras, o a las producciones del poeta vidente transformado en pura luz) consta de cuarenta y tres poemas que van desde unas pocas líneas hasta textos de varias secciones que ocupan dos o tres páginas; algunos están dispuestos en grandes bloques con alineación justificada, otros en párrafos tan breves que parecen formar estrofas de dos líneas en la página entera. (En un caso, una única coma, colocada al final del párrafo, lo convierte en una estrofa por arte de magia). Solo tres poemas tienen saltos de línea.
Aunque se desconozcan con certeza las fechas de composición, sin duda Iluminaciones es una obra escrita cuando ya había pasado la fase más provocadora y difamatoria de Rimbaud. No posee la obscenidad explícita, ni lúdica ni lírica, de épocas anteriores; en cambio, tiene una escala incandescente o extática más sutil de imágenes urbanas y pastorales congruentes e incongruentes, y referencias históricas y mitológicas a menudo basadas en una narrativa autobiográfica que casi es posible identificar. Una gran cantidad de imágenes (minerales, industriales, teatrales, naturales, de la realeza y de la infancia) se despliegan mediante saltos de asociación personal inmediata en lugar de seguir una lógica secuencial o narrativa, recurriendo así a las técnicas del surrealismo décadas antes de que existiera como movimiento. Los poemas cambian de tono y registro, de lo descriptivo a lo altamente retórico (“¡Oh, mundo!”), de las afirmaciones simples (“la mano del campo en el hombro”) a las más crípticas (“Él es el afecto y el presente ya que abrió la casa al invierno espumoso y al zumbido del verano”), pero siempre se parte de un mundo sensorial concreto al que luego se regresa. Los poemas más narrativos (falsas reminiscencias, exhortaciones, cuentos maravillosos modernos) están marcados por versos integrados exclusivamente por listas exclamativas de oraciones incompletas, que suenan a celebraciones de cierto asombro repetido y contribuyen a crear lo que John Ashbery, en su breve pero esclarecedor prefacio a la traducción, llama “el desorden cristalino de las Iluminaciones de Rimbaud, una suerte de colección desordenada de diapositivas de una linterna mágica (según sus palabras, cada una de ellas ‘un sueño intenso y rápido’)”.
Ashbery dijo que leyó a Rimbaud por primera vez cuando tenía dieciséis años y se tomó muy en serio la declaración del joven poeta de que “hay que ser absolutamente moderno”, si entendemos por modernidad absoluta la definición que da Ashbery en su prefacio: “el reconocimiento de la simultaneidad de todo lo que existe, la condición que alimenta la poesía a cada segundo”. Cuando la madre de Rimbaud le preguntó qué significaba Una temporada en el infierno (pregunta acerca de su poesía que sigue siendo formulada, y muchas veces sobre la de Ashbery también), él no dio más respuesta que “Significa lo que dice, literalmente y en todo sentido”.
Mientras que Rimbaud se adelantó varias décadas a los surrealistas, se dice que Ashbery los superó y cuestionó hasta sus reglas y su lógica. Sin embargo, si bien ya han transcurrido más de 150 años desde la primera declaración de independencia de Rimbaud, muchos lectores de nuestra época aún prefieren la coherencia en las imágenes, la uniformidad de tono, el mensaje secuencial legible y, en última instancia, lo que equivale a una narración en prosa con saltos de línea. Pero bastantes otros consideran el “desorden cristalino” revitalizante para el intelecto y las emociones, y dicen: “Sí, ¡por favor, interrumpe el ensueño que creaste para nosotros y que aparezca Popeye!”.
Además de su temprana asimilación de la obra de Rimbaud, John Ashbery aporta a esta traducción una larga y honda familiaridad con la vida, la lengua y la cultura francesa (ante todo, la cultura artística y literaria) y la experiencia de haber traducido la obra de muchos otros autores franceses a lo largo de los años: Pierre Reverdy, Raymond Roussel, Max Jacob, Pierre Martory (así como al menos una novela de detectives con la firma de Jonas Berry, su anagrama y doble literario). Estas traducciones son parte de una obra más vasta de Ashbery que ha servido para brindarnos (a los lectores anglófonos en gran parte monolingües) acceso a poetas de otra cultura, ya sea foránea o anterior. (Notable, por ejemplo, es Otras tradiciones, las seis conferencias profundamente analíticas, instructivas y cautivantes que Ashbery impartió en la cátedra Charles Eliot Norton y que nos abren los ojos a la obra de John Clare, Laura Riding y otros).
El criterio de Ashbery ha sido no apartarse del original; su traducción es meticulosamente fiel y al mismo tiempo flexible en su creatividad: sigue la línea de la oración, mantiene el orden de las ideas y las imágenes, e incluso reproduce la puntuación excéntrica o inconsistente. Se aleja de la traducción más próxima solo cuando hace falta, y hay lugar de sobra dentro de esta estrecha cercanía para dar en inglés con opciones léxicas más vibrantes y menos obvias. Uno de los encantos de la traducción, por ejemplo, es el vocabulario anglosajón conciso, un poco arcaico que despliega en ocasiones: “hued” [“tinte”] para teinte y “clad” [“ataviado”] para revêtus, “chattels” [“enseres”] para possessions; o el uso de un inglés más particular o más rico para un francés más general o más insípido: “posh” [“acomodado”] por riches, “hum of summer” [“zumbido del verano”] por rumeurs de l’été, “trembling” [“tembloroso”] por mouvante.
Incluso en un problema simple se revela su gran pericia en el manejo del inglés. En una sección de “Infancia”, aparece el siguiente retrato de la supuesta tranquilidad: “I rest my elbows on the table, the lamp lights up these newspapers that I’m a fool for rereading, these books of no interest” [“Apoyo los codos en la mesa, la lámpara ilumina los periódicos que soy un tonto en releer, estos libros sin interés”]. Por más sorprendente que parezca, las dos palabras sans intérêt (“sin interés”) se prestan a muchas soluciones, como se puede ver en una muestra rápida de traducciones previas. Sin embargo, las otras opciones son menos rítmicas que la francesa (“uninteresting”, “empty of interest” [“poco interesantes”, “desprovistos de interés”]) o pierden la sutileza del francés: “mediocre”, “boring”, “idiotic” [“mediocres”, “aburridos”, “idiotas”]. La decisión de Ashbery, “books of no interest”, es descriptiva y desdeñosa, como en francés; satisfactoria en el ritmo; y está ubicada, como en el original, al final de la oración.
Se necesita un tipo de sensibilidad lingüística para no alejarse del original y hacerlo con gracia, y otro para aportar cierta creatividad a las elecciones sin ser infiel. El ingenio de Ashbery se destaca en muchos momentos del libro, y un ejemplo particularmente hermoso ocurre en este mismo poema: traduce Qu’on me loue enfin ce tombeau, blanchi à la chaux por “Let someone finally rent me this tomb, whited with quicklime” [“Que me alquilen por fin esta tumba, blanqueada con cal”]. Aquí, el “whited with quicklime” [“blanqueada con cal”] (en lugar de “whitewashed” [“encalados”], la elección de todas las otras traducciones que encontré) explota a la vez las posibilidades de la asonancia e introduce el eco de los“whited sepulchre” [“sepulcros blanqueados”] del rey Jacobo sin traicionar el sentido del original.
Las traducciones de algunos de los poemas de este libro han aparecido antes en revistas literarias, una tras otra en los últimos dos años más o menos; es evidente que se hicieron a lo largo del tiempo, de mucho tiempo, como deben hacerse las traducciones, en particular las de poesía, y en particular las de esta poesía, dada su síntesis extrema, sus cambios de tono y estilo, su poder liberador en la historia del género. Tenemos la suerte de que John Ashbery haya dirigido su atención a un texto que conoce tan bien y lo haya hecho con semejante dedicación y capacidad creativa.
2011
EL JOVEN PYNCHON
Los libros de Thomas Pynchon que me vienen a la mente hoy son los menores, los primeros: La subasta del lote 49 y Un lento aprendizaje, la colección de cuentos que escribió cuando era muy joven, cuatro de ellos cuando todavía estaba en la universidad. Tengo curiosidad por ver cómo escribía, en particular en sus inicios, imbuido de raíz en las influencias y con esa sensación embriagadora de dominar la lengua que experimenta un universitario inteligente. Todos esos cuentos se publicaron en revistas (uno en The Kenyon Review y otro en The Saturday Evening Post), y sin duda era un escritor muy bueno para su edad. Las historias están bien organizadas; los personajes están presentes, aunque no del todo acabados ni muy empáticos; los detalles son creíbles; y el vocabulario rico, variado y bien utilizado. En su mayoría, los personajes son hombres y niños, con apariciones ocasionales de personajes secundarios femeninos como “estudiantes”, madres, “chicas” y “preciosuras de pelo castaño”. Las situaciones de varios de los cuentos se basan en la vida en el ejército y la armada, mientras que el último trata sobre una banda de chicos que hacen bromas en la escuela. El lenguaje tiene cierta crudeza informal: “de cuarta”, etc. También aparecen los tics de un escritor joven, como el uso excesivo de verbos explicativos en los diálogos (cosa que también se traslada a La subasta: “recordó Edipa”, “dijo Di Presso, mirándolo de reojo”, “concedió Di Presso”, “explicó Metzger”), y hay adjetivaciones y descripciones muy logradas (“Hablaba con un acento preciso y seco de Beacon Hill”), nombres extravagantes y diálogos sintéticos (“Se acercó a donde comía Picnic y le dijo: ‘Adivina qué’. ‘Me imaginaba’, dijo Picnic”).