La mojigata o el encuentro inesperado y otros cuentos

- -
- 100%
- +
—¡Infame! —exclamó llevando su mano al sable—. No hablarías así mi idioma, si no fueras un renegado de Mahoma; debo castigarte por tu crimen, ahora mismo vas a pagarlo con tu cabeza.
Por más que el marinero se defendió no le hizo ningún caso; gesticuló, jurabó, pero ni uno solo de sus movimientos pasó inadvertido, todos eran repetidos al instante y con energía por la turba areopagítica que venía tras él. Al fin, no sabiendo cómo salir del apuro, pensó en una prueba incontestable: desabotonó su calzón y puso a la vista del embajador la prueba palpable de que nunca en su vida había sido circuncidado. Este nuevo gesto fue imitado enseguida y, de golpe, hubo cuarenta o cincuenta magistrados provenzales con la bragueta bajada y el prepucio en ristre, para demostrar, como el marinero, que no había uno solo que no fuera tan cristiano como el propio San Cristóbal. Es fácil imaginar cómo se divirtieron con semejante pantomima las damas que presenciaban la ceremonia desde sus ventanas. Al fin, el ministro, convencido por razones tan poco equívocas de que el orador no era culpable, y viendo por lo demás que había ido a parar a una ciudad de “pantalones” se fue sin más ceremonias encogiéndose de hombros y sin duda diciendo para sí: “No me extraña que esta gente tenga siempre un patíbulo alzado, el rigorismo que siempre acompaña a la ineptitud debe de ser el único atributo de estos animales”.
Existió el propósito de hacer un cuadro sobre esta manera de recitar el catecismo, y un joven pintor tomó con ese fin unos apuntes del natural, pero el tribunal desterró al artista de la provincia y condenó el boceto a la hoguera, sin sospechar que se arrojaban al fuego ellos mismos, pues su retrato aparecía en el dibujo.
—Tenemos a mucha honra ser unos cretinos —explicaron los graves magistrados—; aunque no nos hubiera gustado, como nos gusta hace ya mucho tiempo que se lo demostramos a toda Francia, pero no queremos que ningún cuadro lo transmita a la posteridad; ella pasará por alto toda esta simpleza y no se acordará más que de Merindol y de Cabrières, y para el honor del gremio más vale que seamos unos asesinos que unos asnos.
¡Que me engañen siempre así!
Hay pocos seres en el mundo tan libertinos como el cardenal de..., cuyo nombre, teniendo en cuenta su todavía sana y vigorosa existencia, me permitirán que calle. Su eminencia tenía concertado un arreglo, en Roma, con una de esas mujeres cuya servicial profesión es la de proporcionar a los libertinos el material que necesitan como sustento de sus pasiones; todas las mañanas le llevaba una muchachita de trece o catorce años, todo lo más, pero con la que monseñor no gozaba más que de esa incongruente manera que hace, por lo general, las delicias de los italianos, gracias a lo cual la vestal salía de las manos de su ilustrísima poco más o menos tan virgen como llegó a ellas, y podía revenderse otra vez como doncella a algún libertino más decente. A aquella matrona, que conocía perfectamente las máximas del cardenal, no hallando un día a mano el material que se había comprometido a suministrar diariamente, se le ocurrió vestir de niña a un guapísimo niño del coro de la iglesia del jefe de los apóstoles; lo peinaron, le pusieron una cofia, unas enaguas y todos los atavíos necesarios para convencer al santo hombre de Dios. No le pudieron prestar, sin embargo, lo que le habría asegurado verdaderamente un parecido perfecto con el sexo al que tenía que suplantar, pero este detalle preocupaba poquísimo a la alcahueta... “En su vida ha puesto la mano en ese sitio —comentaba ésta a la compañera que la ayudaba en la superchería—; sin ninguna duda explorará única y exclusivamente aquello que hace a este niño igual a todas las niñas del universo; así, pues, no tenemos nada que temer...”.
Pero la comadre se equivocaba. Ignoraba, sin duda, que un cardenal italiano tiene un tacto demasiado delicado y un paladar demasiado exquisito como para equivocarse en cosas semejantes; compareció la víctima, el gran sacerdote la inmoló, pero a la tercera sacudida:
—¡Per Dio santo! —exclamó el hombre de Dios—. ¡Sono ingannato, quésto bambino è ragazzo, mai non fu putana!
Y lo comprobó... No viendo nada, sin embargo, excesivamente enojoso en esta aventura para un habitante de la ciudad santa, su eminencia siguió su camino diciendo tal vez como aquel campesino al que le sirvieron trufas en lugar de patatas: “¡Que me engañen siempre así!”. Pero cuando la operación terminó:
—Señora —dijo a la dueña—, no la culpo por su error.
—Perdone, usted monseñor.
—No, no, repito, no la culpo por ello, pero si esto vuelve a suceder, no deje de advertírmelo, porque... lo que no vea al principio lo descubriré más adelante.
Aventura incomprensible pero atestiguada por toda una provincia
Todavía no hace cien años, en varios lugares de Francia perduraba aún la absurda creencia de que, entregando el alma al diablo, con ciertas ceremonias tan crueles como fanáticas, se conseguía de ese espíritu infernal todo lo que se deseara, y no ha pasado un siglo desde que la aventura que, relacionada con esto, vamos a narrar tuvo lugar en una de nuestras provincias meridionales, donde todavía está atestiguada hoy día por los registros de dos ciudades y respaldada por testimonios muy apropiados para convencer a los incrédulos. El lector puede creerla o no, hablamos solamente después de haberla verificado; por supuesto, no le garantizamos el suceso, pero le certificamos que más de cien mil almas lo creyeron y que más de cincuenta mil pueden corroborar en nuestros días la autenticidad con que está consignada en registros solventes. Nos dará permiso para disfrazar la provincia y los nombres.
El barón de Vaujour combinaba desde su más tierna juventud el más desenfrenado libertinaje con el cultivo de todas las ciencias, muy en especial el de aquellas que inducen al hombre al error y lo hacen perder un tiempo precioso que podría emplear de alguna otra manera infinitamente mejor; era alquimista, astrólogo, brujo, nigromante, astrónomo bastante notable, por cierto, y físico mediocre. A la edad de veinticinco años, el barón, dueño ya de su patrimonio y de sus actos, descubrió en sus libros —según afirmó— que inmolando un niño al diablo, empleando determinadas palabras y haciendo ciertas contorsiones durante la execrable ceremonia, se conseguía que el demonio se apareciera y se obtenía de él todo lo que se deseaba, siempre que se le prometiera el alma. Entonces se decidió a perpetrar esa monstruosidad, con el único propósito de vivir felizmente su duodécimo lustro, de que nunca le faltara dinero y de conservar, asimismo, en el más alto grado de potencia sus facultades prolíficas hasta esa edad. Cometida la infamia y firmado el pacto, ocurrió lo siguiente: hasta la edad de sesenta años, el barón, quien disponía tan sólo de quince mil libras de renta, había gastado regularmente doscientas mil y jamás debió un céntimo. En lo que respecta a sus proezas amorosas, hasta esa misma edad fue capaz de gozar a una mujer quince o veinte veces en una noche, y a los cuarenta y cinco ganó cien luises en una apuesta con unos amigos suyos que habían afirmado que no podría satisfacer a veinticinco mujeres, una después de otra; lo hizo y entregó los cien luises a las mujeres. En otra cena, tras la que se inició un juego de azar, el barón advirtió al empezar que no podía participar, pues no tenía un céntimo. Le ofrecieron dinero, pero lo rechazó; mientras jugaban, dio dos o tres vueltas por la sala, volvió, se hizo hacer un sitio y apostó diez mil luises a una carta, luises que fue sacando en diez o doce fajos de su bolsillo; el envite no fue aceptado, el barón preguntó el motivo y uno de sus amigos le contestó bromeando que la carta no iba lo bastante bien servida, así el barón añadió otros diez mil. Todo esto está registrado en dos ayuntamientos respetables y lo hemos podido leer.
Cuando cumplió cincuenta años, el barón decidió casarse; lo hizo con una encantadora joven de su provincia con la que siempre había vivido en los mejores términos, sin que las infidelidades tan propias de su temperamento provocaran nunca el menor roce. Tuvo siete hijos de esa esposa, y desde hacía algún tiempo los encantos de su mujer habían ido volviéndolo más sedentario; habitualmente vivía con su familia en el castillo, donde en su juventud había hecho la espantosa promesa que hemos mencionado, invitando a hombres de letras, apreciando su trato y cultivando su amistad. Sin embargo, a medida que se aproximaba al término de los sesenta años, se acordaba de su desdichado pacto y como ignoraba si el diablo iba a contentarse con retirarle sus favores o le quitaría entonces la vida, su humor cambió por completo, se ponía triste y meditabundo y ya casi no salía de casa.
El día señalado, a la hora exacta en que el barón cumplía sesenta años, un criado le anunció a un desconocido que había oído hablar de sus conocimientos y solicitaba el honor de entrevistarse con él; el barón, quien en ese momento no estaba pensando en aquello que no había dejado de preocuparle desde hacía varios años, contestó que lo hiciera pasar a su gabinete. Subió allí y encontró a un forastero que, por su manera de hablar, le pareció que era de París, un hombre bien vestido, con una figura hermosísima y que enseguida se puso a discutir con él sobre las ciencias más elevadas; el barón le contestó a todo y la conversación se animó. El señor de Vaujour propuso a su huésped ir a dar un pequeño paseo, él aceptó y nuestros dos filósofos salieron del castillo; era época de faenas agrícolas y todos los labradores estaban en el campo; algunos, al ver gesticular a solas al señor de Vaujour, pensaron que se había vuelto loco y corrieron a avisar a la señora, pero nadie contestó en el castillo. Aquella buena gente volvió a su sitio y siguió observando a su señor, quien, creyendo que estaba conversando con alguien animadamente, agitaba las manos como es habitual en esos casos; por fin, nuestros dos sabios llegaron a una especie de paseo cerrado al otro extremo y del que no se podía salir más que dando media vuelta. Treinta campesinos pudieron verlo, treinta fueron interrogados y treinta contestaron que el señor de Vaujour había entrado solo, sin dejar de gesticular en aquella especie de alameda cubierta.
Al cabo de una hora, la persona con la que creía estar, le dijo:
—Y bien, barón, ¿no me reconoces?, ¿has olvidado acaso la promesa de tu juventud?, ¿has olvidado cómo yo la he cumplido?
El barón se estremeció.
—No temas —le dijo el espíritu—, no soy dueño de tu vida, pero sí de retirarte todos mis favores y arrebatarte todo lo que te es querido; vuelve a tu casa y verás en qué estado la encontrarás, en ello reconocerás el justo castigo a tu imprudencia y a tus crímenes... A mí me gustan los crímenes, barón, incluso los deseo, pero mi destino me obliga a castigarlos; vuelve a tu casa, repito, y conviértete, aún te queda un lustro de vida, morirás dentro de cinco años, pero sin que la esperanza de estar un día con Dios te haya sido negada... Adiós.
Y el barón, que sólo entonces se dio cuenta de que estaba solo y que no había visto que nadie se despidiera de él, regresó a toda prisa sobre sus pasos y preguntó a los campesinos que encontró si no lo habían visto entrar a la alameda con un hombre de tales y cuales características; le contestaron que había entrado solo, que asustados al verlo gesticular de aquella manera incluso habían ido a avisar a la señora, pero que no había nadie en el castillo.
—¿Que no hay nadie? —exclamó el barón terriblemente turbado—. ¡Pero si he dejado dentro a diez criados, a siete niños y a mi mujer!
—Pues no hay nadie, señor —le contestaron.
Cada vez más asustado corrió hacia su casa, llamó, nadie le contestó, forzó una puerta, entró, y la sangre que inundó los escalones le anunció la catástrofe que se había abatido sobre él; abrió una gran sala y descubrió a su mujer, a sus siete hijos y a sus diez sirvientes desparramados por el suelo en diferentes posturas, en medio de un mar de sangre, todos decapitados. Se desmayó, varios campesinos cuyas declaraciones constan, entraron y tuvieron ocasión de contemplar el mismo espectáculo; ayudaron a su señor, quien poco a poco volvió en sí, les rogó que facilitaran los últimos auxilios a la desdichada familia y sin pérdida de tiempo se encaminó hacia la Gran Cartuja, donde falleció al cabo de cinco años en el ejercicio de la más elevada piedad.
No emitimos ningún juicio sobre este incomprensible suceso. Existe, no se puede negar, pero es incomprensible.
Hay que andar con cuidado y no creer, sin duda, en quimeras, pero cuando algo es atestiguado por todo mundo y pertenece como éste a un género tan singular, hay que bajar la cabeza, cerrar los ojos y decir: así como no entiendo cómo los orbes flotan en el espacio, también pueden existir cosas sobre la Tierra que no acierte a comprender.
El preceptor filósofo
De todas las ciencias que se inculcan a un niño cuando se trabaja en su educación, los misterios del cristianismo, aun siendo sin duda una de las materias más sublimes de esta formación, no son, sin embargo, los que se introducen con mayor facilidad en su joven espíritu. Persuadir, por ejemplo, a un muchacho de catorce o quince años de que Dios padre y Dios hijo no son sino uno, que el hijo es consustancial a su padre, y que el padre lo es al hijo, etc., todo esto, por necesario que sea, no obstante para la felicidad de la vida, es más difícil de hacer comprender que el álgebra, y cuando se quiere tener éxito, uno se ve obligado a emplear ciertas equivalencias físicas, ciertas explicaciones materiales que, por desproporcionadas que sean, facilitan, sin embargo, a un muchacho la comprensión de la misteriosa materia.
Nadie estaba tan plenamente convencido de este método como el padre Du Parquet, preceptor del condesito de Nerceuil, quien tenía unos quince años de edad y el rostro más hermoso que fuera posible contemplar.
—Padre —decía día tras día el joven conde a su preceptor—, de verdad que la consustancialidad está por encima de mis fuerzas, me es absolutamente imposible concebir que dos personas puedan convertirse en una sola: acláreme ese misterio, se lo suplico, o póngalo al menos a mi alcance.
El virtuoso eclesiástico, deseoso de tener éxito en su educación, contento de facilitar a su discípulo todo aquello que un día pudiera hacer de él un hombre de provecho, ideó un procedimiento bastante satisfactorio para allanar las dificultades que hacían cavilar al conde, y este procedimiento, tomado de la naturaleza necesariamente, tenía que resultar bien. Hizo venir a su casa a una jovencita de trece a catorce años, y tras asesorarla convenientemente la unió a su joven discípulo.
—Y bien —le preguntó—, amigo mío, ¿entiendes ahora el misterio de la consustancialidad? ¿Comprendes ya con menos dificultad que es posible que dos personas se conviertan en una sola?
—Oh, Dios mío, claro que sí, padre —respondió el encantador energúmeno—; ahora lo entiendo todo con una facilidad sorprendente. No me extraña que ese misterio constituya, según se dice, toda la alegría de los seres celestiales, pues es agradabilísimo divertirse haciendo de dos uno solo.
Algunos días más tarde el joven conde rogó a su preceptor que le diera otra lección, pues pretendía que había aún algo en el misterio que no comprendía bien y que no podría explicarse más que celebrándolo una vez más en la forma en que ya lo había hecho. El complaciente clérigo, a quien esta escena divertía probablemente tanto como a su alumno, hizo volver a la muchachita y la lección empezó de nuevo, pero esta vez el clérigo, singularmente emocionado por el delicioso panorama que ofrecía a sus ojos el guapo muchacho de Nerceuil consustanciándose con su compañera, no pudo resistirse a intervenir en la explicación de la parábola evangélica, y las bellezas que con ese motivo recorrían sus manos acabaron por inflamarlo totalmente.
—Me parece que esto va demasiado de prisa —exclamó Du Parquet, agarrando al condesito por la cintura—, excesiva elasticidad en los movimientos, por lo que resulta que no siendo tan íntima la conjunción no refleja adecuadamente la imagen del misterio que hay que demostrar aquí... Si nos ponemos exactamente de esta forma —prosiguió el pícaro, obsequiando a su joven discípulo con lo mismo que éste ofrecía a la muchacha.
—¡Ah! Dios mío, ¡que me hace daño, padre! —exclamó el muchacho—. Y además esta ceremonia me parece inútil. ¿Qué otra cosa me puedes enseñar sobre el misterio?
—¡Oh, diablos! —contestó el eclesiástico, balbuceando de placer—. ¿Pero no ves, amigo mío, que te lo enseño todo de una vez? Esto es la Trinidad, hijo mío... Hoy te estoy explicando la Trinidad, cinco o seis lecciones más y serás doctor de la Sorbona.
La mojigata o el encuentro inesperado
El señor de Sernenval, de unos cuarenta años de edad, con doce o quince mil libras de renta que gastaba tranquilamente en París, sin ejercer ya la carrera de comercio que antaño había estudiado y satisfecho con toda distinción con el título honorífico de burgués de París con miras a conseguir un cargo de regidor, había contraído matrimonio pocos años antes con la hija de uno de sus antiguos colegas, la cual tenía por aquel entonces alrededor de veinticuatro años. Ninguna otra tan fresca, lozana y entrada en carnes como la señora de Sernenval: no estaba formada como las Gracias, pero resultaba tan apetecible como la mismísima madre del amor; no tenía el porte de una reina, pero exhalaba en conjunto tanta voluptuosidad, con unos ojos tan dulces y tan lánguidos, una boca tan hermosa, unos senos tan firmes, tan bien torneados y todo lo demás tan a propósito para despertar el deseo, que había muy pocas mujeres hermosas en París a las que no se le hubiera preferido. Pero la señora de Sernenval, dotada de tantos atractivos, adolecía de un defecto capital en su espíritu... una mojigatería insoportable, una devoción crispante y un tipo de pudor tan ridículo y tan excesivo que a su marido le era imposible convencerla para que se dejara ver cuando estaba en compañía de sus amistades. Llevando su santurronería al extremo, era muy raro que la señora de Sernenval accediera a pasar con su marido una noche completa e, incluso, en ocasiones en que se dignaba a concedérsela, lo hacía siempre con las mayores reservas y con un camisón que no se quitaba jamás. Un dispositivo artísticamente trabajado en el pórtico del templo del himeneo sólo permitía la entrada con la expresa condición de que no hubiera ningún contacto deshonesto ni la menor relación carnal; la señora de Sernenval hubiera montado en cólera si hubiera intentado franquear las barreras que su modestia fijaba y si su marido hubiera tratado de hacerlo habría corrido de seguro el peligro de no recobrar jamás el favor de esta sensata y virtuosa mujer. El señor de Sernenval se reía de todas estas mojigangas, pero como adoraba a su mujer tenía a bien respetar sus limitaciones; a pesar de ello, a veces trataba de sermonearla y le demostraba con toda claridad que no era pasándose la vida en las iglesias o en compañía de los curas como una mujer honesta cumple realmente con sus deberes, que primero están los de la casa, necesariamente desatendidos por una devota, y que haría más honor a los designios del Eterno viviendo en el mundo de una manera honrada que yendo a enterrarse en los claustros y que corría mucho más peligro con los “sementales de María” que con esos leales amigos, cuyo trato ridículamente evitaba.
—Tengo que conocerte y amarte tanto como lo hago —añadía a lo anterior el señor de Sernenval— para no estar seriamente preocupado por ti durante todas esas prácticas religiosas. ¿Quién me asegura que en ocasiones no te abandonas más bien sobre el blando lecho de los levíticos que al pie de los altares del Dios? No hay nada tan peligroso como esos bribones de curas; hablándoles de Dios es como seducen siempre a nuestras mujeres y a nuestras hijas, y siempre es en su nombre en el que nos deshonran o nos engañan. Créeme, querida amiga, uno puede ser honesto en cualquier sitio; no es ni en la celda del bonzo ni en el nicho del ídolo donde la virtud erige su templo, sino en el corazón de una mujer prudente y las honestas amistades que te ofrezco nada tienen que no se avenga al culto que le profesas... En el mundo pasas por una de sus más fieles sacerdotisas: yo también lo creo, pero ¿qué pruebas tengo de que merezcas realmente esa reputación? Mucho más lo creería si te viera hacer frente a alevosos ataques; la virtud de aquella esposa que no corre nunca el riesgo de que sea seducida no es la que sale mejor parada, sino la de esa otra que tan segura se siente de sí misma que, sin temor alguno, se expone a cualquier cosa.
La señora de Sernenval nada respondía a todo esto, pues evidentemente la argumentación no admitía réplica alguna, pero se ponía a llorar, recurso común a las mujeres débiles, seducidas o falsas, y su marido no se atrevía a seguir adelante con la lección.
Así estaban las cosas cuando un antiguo amigo de Sernenval, un tal Desportes, llegó desde Nancy para verlo y para resolver al mismo tiempo ciertos negocios que tenía en la capital. Desportes era un vividor, de la edad de su amigo, poco más o menos, y no menospreciaba ninguno de los placeres que la naturaleza bienhechora concede al hombre para que olvide las desdichas con que lo abruma; no ponía la menor objeción a la oferta que le hacía Sernenval para alojarse en su casa, se alegró de verlo, y al mismo tiempo se extrañó de la severidad de su mujer, quien, desde el momento que supo la presencia de este extraño en la casa, se negó a dejarse ver en absoluto y ni siquiera bajaba a las comidas. Desportes creía que estaba molestando y quería buscar alojamiento fuera, pero Sernenval se lo prohibió y le confesó al fin las ridiculeces de su tierna esposa.
—Perdonémosla —le dijo el crédulo marido—, ella compensa esos defectos con tan innumerables virtudes que ha conseguido mi indulgencia, y me atrevo a pedir también la tuya.
—Encantado —contestó Desportes—, puesto que no hay nada personal contra mí, todo se lo tolero, y los defectos de la esposa de aquel a quien estimo nunca han de ser a mis ojos sino respetables virtudes.
Sernenval abrazó a su amigo y ya no se ocuparon más que de placeres.
Si la estupidez de dos o tres cernícalos que desde hace cincuenta años dirigen en París el gremio de las mujeres públicas, y en particular la de un pícaro español que ganaba cien mil escudos al año en el reinado anterior con el tipo de inquisición de que vamos a hablar, si el zafio rigorismo de esas gentes, no hubiera concebido la ridícula idea de que obligar a esas criaturas a rendir una cuenta minuciosa de aquella parte de su cuerpo que más solaza al individuo que las corteja, constituye una de las mejores maneras de gobernar el Estado, uno de los resortes más seguros del Gobierno y, en fin, uno de los pilares de la virtud, o de que entre un hombre que admira unos pechos, por poner un ejemplo, y aquel otro que contempla la curva de una cadera, existe sin lugar a dudas la misma diferencia que entre un hombre honrado y un bribón, y que el que cae dentro de uno u otro de estos apartados, depende de la moda, tiene que ser por necesidad el peor enemigo del Estado, sin todas estas zafias vulgaridades, repito, no hay duda de que dos laudables burgueses, uno con una esposa timorata y soltero el otro, podrían ir a pasar una o dos horas, con toda legitimidad, a casa de una de esas damiselas, pero con estas absurdas infamias congelan el deseo de los ciudadanos, a Sernenval ni le pasó por la cabeza hacer a Desportes la menor sugerencia sobre esta clase de disipación. Éste, dándose cuenta de ello y sin sospechar los motivos, preguntó a su amigo por qué le había propuesto todos los placeres de la capital y ni tan siquiera le había hablado de éstos. Sernenval echó la culpa a la impertinente inquisición, pero Desportes se rió de ella y declaró a su amigo que a pesar de las listas de los alcahuetes, los informes de los comisarios, las declaraciones de los alguaciles y todas las demás modalidades de picaresca establecidas por el patrón sobre este sector de los placeres del pueblerino de Lutecia, que, por encima de todo, quería ir a cenar con unas rameras.
—Escucha —le contestó Sernenval—, me parece muy bien, incluso te serviré de introductor como prueba de mi filosófica manera de pensar sobre esta materia, pero por una delicadeza, que espero no vayas a censurar, por los sentimientos que al fin y al cabo debo a mi mujer, y que no puedo traicionar, me permitirás que no participe en tus placeres; yo te los procuraré, pero no pasaré de ahí.