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Se pavoneó con comicidad y una vendedora de pescado con cara de congrio le premió con un atrevido piropo.
—El cambio es notable —le dije—. Aunque no estoy seguro de que yo hubiese elegido esa indumentaria para venir al mercado.
—Lleva razón, quizás deba hacerme de unos pantalones como los suyos. Parecen… robustos —añadió tras pensarlo un momento.
—¿Estos? Son vaqueros. Según de qué tipo use, son lo más incómodo que hay, aunque tienen su ventaja. Robustos es una buena manera de describirlos.
El hombre se confesó:
—Siempre he tenido mis delirios por la buena ropa. En mi época era distinta, pero este traje parece de lo más distinguido ahora. Sin embargo, no quisiera llamar la atención en exceso.
—Oh, no se preocupe por eso. Se vista como se vista lo haría. Solo cuídese de que no le cobren el triple a la hora de comprar. Tiene facha de aristócrata y las comadres de aquí huelen el dinero.
—Vine sin intenciones de comprar. ¿Cómo lo llaman? ¡Hago turismo!
Un sujeto que hacía turismo en los mercados tenía que caerme bien.
—¿Le importa que lo acompañe, signore?
—Adelante. Creo que ya es mi turno.
Seleccioné un filete de corvina limpia de dos libras y no me resistí a preguntar por los precios del camarón. Se exhibían apelotonados en bandejas plásticas raídas, ordenados por tamaños. Para mí era un juego habitual retar a los vendedores por cobrar precios demasiado elevados y amenazarlos con comprarle a la competencia de al lado. No es que se consiga mucho, pero un descuento de cincuenta centavos en cada libra sumaba un dólar si compraba dos, y yo aprecio el valor de cada moneda más allá de presumir de ser un buen regateador. Terminé por comprar aquel camarón para una inspiración posterior, y con el hombretón nos fuimos a la parte trasera del recinto donde se vende comida preparada. Aquí el buen hombre recorrió los puestos con rendida fascinación, le brillaron los ojos a la vista de los jugos recién preparados, los cerdos horneados a los que, astutamente, llamamos hornado, los caldos de gallina y guisos varios, pero lo que más suscitó su perturbación fue el mote que yo iba a comprar, el que se amontonaba en cajoneras con grasientas cristaleras.
—Aquí le confieso que no sé qué es —exclamó sorprendido y agarró la pequeña bolsa de degustación que la vendedora le extendía.
—Pruebe uno primero sin mezclar con lo demás. Es el maíz de grano grueso, pelado y cocido durante mucho tiempo.
—¡El zea mays! —bramó el otro con un pasmo cándido—. Solo lo he visto una vez en mi vida y nunca lo había probado. Desde España me trajeron unos granos, pero no sabíamos qué hacer con ellos.
—El maíz es americano, tanto o más que la patata, mi amigo. Usted parece italiano. ¡En Italia también hay maíz!
—Ahora sí —aseguró él—. Antes no.
Devoró el contenido de su funda con elegante mesura, a cucharadas, saboreando con ritualidad la mezcla del mote con cebolla, otros granos y el culantro picado, al que en otras partes llaman cilantro. La porción contenía tropezones minúsculos de chicharrón de cerdo lo que, sin embargo, no le entusiasmó.
—Nosotros también comíamos grasa de cerdo en fritura. No es buena, obstruye las arterias.
Compré varias raciones del mote con chicharrón negándome a prescindir del elemento crujiente de esta mezcla criolla y haciendo caso omiso de su advertencia. Al fin y al cabo, yo también conocía los claroscuros de la alimentación, pero defendía la teoría de que los domingos eran para concederse uno una licencia, y que no era mi culpa que muchos de los alimentos malsanos que ingerimos simplemente son los más deliciosos.
Lo invité a un jugo de alfalfa, el cual sorbió con deleite de sumiller y le evocaba con cada trago recuerdos de su niñez, del todo pintorescos, o así me sonaban sus remembranzas. Entrados en confianza, me permití una sugerencia.
—Viéndolo ahora así, trajeado y garboso, quizás un buen corte de pelo completaría la estampa.
Dando chasquidos con la lengua para arrancarle a su paladar los últimos sabores del jugo, afirmó, de nuevo con ese tambaleo lateral de la cabeza, que también lo había pensado y que a ello dedicaría la mañana del lunes.
La hermandad de compartir mesa, aunque fuese una pringosa y sucia, brindando con nuestros batidos de alfalfa, nos condujo finalmente a las presentaciones. De esta manera me fui afirmando en mis sospechas iniciales de estar tratando con una especie de lunático. Su procedencia en sí no era llamativa; venía de Francia, aunque era italiano, florentino para ser exactos, y respondía al nombre de Piero di Caterina. La locura o excentricidad se manifestaba en su manera de referirse a su procedencia —de cuna notoria y existencia bastarda—. En aquellos días, yo aún no disertaba con él sobre sus rarezas, esto vendría después, conforme se fue consolidando la confianza, al menos la mía, porque él desde un principio nunca varió su trato abierto y candoroso. El acercamiento, ya más formal, me impulsó a sugerirle que sería bienvenido en casa para el almuerzo, y no terminé de verbalizar la invitación, cuando él ya inició a bailar la cabeza hacia los lados a ritmo más acelerado, visiblemente agradecido y feliz. Me cuidé de darle un preaviso a Misán, que en estas cosas exagera una sensibilidad extrema y no es saludable sorprenderla sin advertirle de la visita de un extraño.
Con el motor del coche encendido, don Piero, que por edad y garbo me inspiraba esta forma de trato, exhaló una repentina disculpa y pidió que aún le esperase unos minutos porque no deseaba presentarse en mi casa con las manos vacías. Lo vi entrar en una de las tiendas de abarrotes del exterior y salir de nuevo, sonriente, con dos botellas de tres litros de Coca-Cola.
—Este ha sido uno de mis descubrimientos más deliciosos. Espero que a usted y a la doña también les guste.
—¿Coca-Cola?
—Así lo llaman. ¿Verdad que es una exquisitez?
Hice un esfuerzo para no sonar burlón, pero el asombro se impuso.
—¿No hay Coca-Cola en Francia? Digo… ¡por supuesto que la hay!
Don Piero carraspeó.
—Es probable, pero yo no la conocía. Espero que vaya bien con el pescado.
—De maravilla —aseguré desconcertado pero respetuoso con esta nueva extravagancia de mi invitado.
Refinamiento y galantería son algo que a la mayoría de los hombres se nos escapa. Entendemos su importancia, en ocasiones incluso nos esforzamos en darles aplicación, pero, generalmente, cuando nos jugamos una conquista o cuando sufrimos los achaques de la mala conciencia y pretendemos recuperar puntos. Digo esto con humildad y autocrítica, y lo digo, porque ni bien llegamos a casa, don Piero nos embalsamó a Misán y a mí con sus elevadas artes de elegante caballerosidad. A mí me petrificó la envidia por sus maneras y a Misán el beso de mano y las lisonjas grandilocuentes con las que alabó su hermosura. Porque Misán es hermosa, de sensualidad gatuna, rostro tostado con pómulos altos, ojos de color cocoa y labios carnudos con textura de nube. Su planta es distinguida, troyana, de curvas rumbosas. A mí me vuelve loco cuando pierdo la vista por sus magníficos collados, cuando miro su rostro primoroso centellar en medio de las ondulaciones de su melena.
Don Piero hizo su aparición de manera impecable, porque a las mujeres que se saben bellas les agrada doblemente que se lo mencionen.
Mientras yo le explicaba al don los secretos de mi ceviche, a él se le iba agrandando la mirada, suplicando porque lo dejara ayudarme en la preparación. Misán se acomodó en una de las banquetas frente a la encimera que divide nuestra cocina del salón y fue picoteando del mote con chicharrón, maridándolo con una copa de vino de la variedad Malbec. Don Piero hizo una demostración cabal de su destreza con el cuchillo, limpió y fileteó con pericia de cirujano el lomo de corvina mientras no perdía ojo de lo que yo hacía con naranjas, limones, cebolla, tomates, el ramillete de culantro y las respectivas especies. Mientras faenábamos, nos hizo un interrogatorio amable, se interesó por cada una de nuestras vidas, las separadas y la compartida, y dio muestras de ser un buen escuchador, empático y perceptivo. Confieso que tardé en relajarme conforme fui cerciorándome de que Misán se encontraba a gusto, charlona y metida en su gracia natural.
—Hacía tanto que no cocinaba —exhaló nuestro visitante mientras le daba un último meneo al preparado del ceviche antes de ponerlo por media hora en refrigeración—. Son aromas extraños pero evocadores, especialmente el de estas hierbas que no conocía.
Misán me lanzó una mirada cómplice e interrogatoria, no pudiendo imaginar que en Europa no se conociera el cilantro. Hubo muchas de estas miradas entre nosotros. Don Piero nos sorprendió con su colosal curiosidad, preguntó por uso y utilidad de cuanto artefacto de cocina veía, y eso que en nuestra cocina tenemos más bien los utensilios y aparatos comunes a una cocina cualquiera de un hogar cualquiera. Especial seducción le causaron nuestros coladores de diversos tamaños, y alabó su practicidad cuando vio el buen uso que le di a uno colando el zumo de tres tomates de árbol para preparar una salsa fina de ají. Sin refrenarse, exploró todos los rincones de nuestros cajones y armarios, preguntaba sin freno por cada nuevo descubrimiento, y más que nunca nos afirmamos en nuestro presentimiento de que el hombre llevaba demasiado tiempo alejado de la modernidad. Quizás fuera un ermitaño que daba sus primeros pasos por la civilización. Ostentaba una chifladura ingenua cuando desconocía algo, contraria a su otra apariencia de hombre cabal y bien instruido.
La curiosidad aflora en las mujeres antes que en los hombres, por lo que, tras la enésima mirada de confusión de Misán, ella le preguntó sin tapujos.
—¿A qué se dedica, don Piero?, digo, ¿en qué trabaja?
—Ya no trabajo, bella donna, dejé de hacerlo hace mucho tiempo. Pero entre otras cosas, fui ingeniero. Construía la mayor parte del tiempo.
Nos lanzamos otra mirada para coincidir, que a ambos se nos hacía inverosímil imaginar a un ingeniero desconocer el uso de una simple licuadora.
Sentados a la mesa, don Piero logró desviar nuestra atención hacia las exquisiteces que, según él, probaba por primera vez. La salsa de ají, apenas picante, al gusto de Misán, le pareció extraordinaria y la iba vertiendo a cucharadas sobre el mote blanco. Convirtió la ceremonia de abrir una botella de Coca-Cola en una liturgia festiva; encontró placer en servirla en nuestras mejores copas de vino y, tras la formalidad de un brindis solemne, bebió de la suya un trago largo y parsimonioso.
—No me explico cómo consiguen este cosquilleo tan estimulante. Parecen ser las burbujas que revientan contra mi paladar y sobre la lengua.
—Es una bebida carbonatada. —Creí oportuno ilustrarlo—. Se produce por el dióxido de carbono.
Se sirvió una segunda copa. Lentamente vertió el líquido sobre el cristal, temeroso del estallido de burbujas que pudiesen restarle potencia a lo que él llamaba cosquilleo.
—¿Seguro que no desea probar este vino? —le preguntó Misán, enemiga declarada de todo refresco carbonatado y fiel consumidora de bebidas de frutas naturales y frescas, dentro de las que, con lógica apabullante, incluía a los buenos vinos.
—He bebido vino, aunque no sé si tan bueno como este. Adormece los sentidos y yo quiero tenerlos bien despiertos para saborear estos manjares.
Ya el ceviche produjo un clímax explosivo en su fascinación. Fue desgranando aquella sopa fría en minúsculas partículas que se llevaba a la boca. Una brizna de cebolla primero, luego un dadito de tomate, una lámina del pescado, y lo remataba con una cucharilla del caldo al ras. En ese orden lo fue comiendo, excitándose cada vez más con las arrebatadoras sensaciones que se le abrían en la boca. Así nos lo fue explicando, con palabras y gestos de extrema satisfacción.
Sin más, don Piero empezó a hablarnos sobre su residencia en la ciudad de Amboise, a orillas del río Loira, en la región central de Francia. Poco habló de sus orígenes florentinos, mencionó de paso la Toscana y la región de Lombardía, pero juzgaba su migración hacia la campiña francesa como un paso relevante y necesario en su vida para —alejarse de la fanfarronería italiana y descansar con el refinamiento galo—.
—Aunque no lo crean, este es mi primer viaje de turista. A la vejez me tocó en suerte visitar esta magnífica tierra. De tantas posibilidades en el mundo, llegué a parar justamente aquí. Hay tantas discrepancias con lo que yo conozco, que a momentos pierdo el aliento, deseoso de aprender y conocer.
Misán, que es oriunda de esta ciudad, orgullosamente quiteña y patriótica, sin duda con ascendencia de nobleza inca, no desaprovechó la circunstancia para lanzar una retahíla de recomendaciones turísticas, fervientes consejos de visitas obligatorias, y una compilación de datos de interés que nuestro visitante recibió con suma gratitud y visible mareo.
Yo soy más descastado a la hora de definir un lugar como mi patria. Mis orígenes son menos arraigados. Nací como resultado de la emigración de mis padres en Alemania, doble mestizo, de padre ecuatoriano y madre española, y los trasiegos de la vida me han llevado a residir en los tres países, por lo que me considero trinacional, o tripatrio, con el corazón hecho un mosaico de añoranzas y sentidos múltiples de pertenencia. Pero admito que Ecuador tiene esencias que me enganchan, que lo distinguen de otros lugares. Su controversia en culturas, historia, realidades y geografías, las prebendas que facilita el carácter latino, pero que a su vez pone muros a la hora de un desarrollo sostenible y definitivo, la espiritualidad ancestral, aunque en vías de extinción, hacen de Ecuador un cosmos singular, un huérfano adorable que dan ganas de defender, de mimar y sacar adelante. Y aquí me reencontré con Misán, lo que le añade una guinda onírica al placer de vivir aquí.
De manera espontánea me ofrecí a acompañar a don Piero por el centro histórico de la ciudad. Quedamos para esto en vernos el martes y, con el ocaso del día, a eso de las seis y media de la tarde, despedimos al visitante, que se alojaba en el cercano Hotel Quito e insistió en su deseo de hacer el camino dando un paseo.
Misán y yo nos quedamos tertuliando un largo rato con otra botella de vino que abrimos y bajo el sofoco aún de tan extraña visita del insólito personaje.
—Parece sacado de un cuento medieval —sentencié entre risas.
Misán permaneció reflexiva hasta en algún momento añadir con un suspiro:
—Un loco renacentista. ¡Pero adorable!
CAPÍTULO III SOLANUM TUBEROSUM
Aunque usamos los términos de «verano» e «invierno» en el mismo sentido que los países del hemisferio norte, Quito, por su ubicación sobre la franja ecuatorial mantiene una continuidad primaveral exasperante durante todo el año. Quizás se elevan las temperaturas un par de grados en el llamado verano, soplan vientos más recios y llueve menos, pero no se experimentan variaciones dramáticas entre ambas estaciones. Después de mis recientes doce años en Madrid no puedo desprenderme de la odiosa costumbre de comparar en muchos sentidos a ambas ciudades. Más por pasión que por verdad, aunque al parecer también por méritos de Carlos III que le dio en su día más de un retoque favorable a Madrid, hay un dicho que afirma que «de Madrid al cielo» ¡Pues no, imposible! Estamos mucho más cerca del cielo en Quito, a casi tres mil metros de altitud y esto nos otorga ventaja. La elevación de la ciudad y su ubicación encorsetada entre montañas y valles también influyen en el clima. Nunca sufrimos fríos tan rudos como aquellos que viven más cerca de los polos, y nunca padecemos olas de calor vehementes. Al igual que muchas naciones, nos creemos el ombligo del mundo, pero en nuestro caso esta definición se cumple a rajatabla. Por eso las condiciones climatológicas de nuestra urbe poseen un plus distintivo que se da porque en un mismo día, o en un intervalo de pocas horas, podemos soportar los más diversos fenómenos climatológicos, desde el sol abrigador y fulgente, pasando por cielos vaporosos y tristes, a lluvias torrenciales y tormentas, que luego terminan por purificar el cielo para dejarlo nuevamente en un azul lavanda.
Así nos ocurrió el martes. Cerca del mediodía circulábamos con dificultad rumbo al centro histórico acompañados por un tráfico desordenado y por un buen chaparrón de agua. Al recogerlo en el hotel había tenido mis serias dificultades en reconocerlo porque, fiel a su palabra, don Piero había pasado por las manos de algún hábil peluquero que, obrando el milagro, le había trasquilado las greñas. Ni bien lo vi, me recordó al actor Sean Connery en la película La roca. Su cabello en tupé se había ordenado hacia atrás, resplandecía con reflejos azulados gracias a un champú violáceo que yo mismo usaba, se empataba a la perfección con una barba pulcramente desmochada, y el bigote se había afinado para liberar gran parte de la nariz. Había seguido mis recomendaciones y vestía un pantalón vaquero claro, de pinzas, una camisa guayabera que dejaba al descubierto un manojito de pelo en el pecho y los brazos pecosos y peludos.
—Solo falta que me lleve a comprar uno de esos sombreros tan ligeros que usan aquí —había dicho en tono divertido y mofándose de mi sorpresa.
—Los mal llamados «sombreros de Panamá», que nunca se hicieron allí, sino aquí en nuestro país. «El sombrero de paja toquilla» —le había explicado yo.
—¡Uno de esos! —había confirmado él con su incesante bamboleo de cabeza.
Entramos al aparcamiento subterráneo del centro aún con lluvia, y salimos de él con el sol nuevamente abriéndose camino entre las nubes caprichosas. Cuando en una ciudad la lluvia ha apisonado la contaminación y mojado el asfalto, cuando el sol se abre paso y se refleja en la humedad, es cuando más me gusta, huele a urbe viva. No había plan trazado y nos dedicamos a deambular por el casco antiguo.
En esencia y en arquitectura esta zona de Quito es un testimonio preciso de nuestra herencia colonial, la que inició con los españoles después de vencer a los incas. Con la emancipación, la independencia, mejoró su esplendor y, con permiso de las demás capitales americanas, es la ciudad con el centro colonial mejor conservado de todas ellas, por algo la UNESCO la declaró «Patrimonio Cultural de la Humanidad» en 1978. No difiere en mucho de los paisajes urbanos de otras ciudades clásicas españolas. Las edificaciones son solemnes, de balcones y ventanales sugerentes, de poca altura, las plazas muy señoriales, amplias y prestigiosas, propias a las costumbres de una naciente edad moderna que se alejaba del medioevo.
—Me ha traído a un mundo tan diferente —exclamó don Piero mientras cruzábamos la Plaza de la Independencia, circundada por el Palacio de Gobierno, el Palacio Arzobispal, el Ayuntamiento y la Catedral.
—El norte de la ciudad es extraño con sus torres grandes de viviendas, construcciones lineales y modernas. Aquí, todo es más familiar, más recogido, se parece mucho a Italia. O Francia…
Quito fue fundada por los españoles en 1534 con el nombre de San Francisco de Quito sobre las cenizas de un asentamiento previo que había sido arrasado por un incendio ordenado por el general inca Rumiñahui. Este había sido hermano del gran inca Atahualpa, ambos hijos de Huayna-Cápac, y había regido en esta región. Había preferido incendiar el asentamiento que dejar que los españoles, comandados por Sebastián de Belalcázar, encontrasen riquezas con las que saciar su gula, pero es conocido por la historia que los barbados ibéricos habían terminado imponiéndose. La ciudad había iniciado su existencia de manera ordenada; se habían marcado los límites y la retícula de la futura urbe, y pronto se había abordado la tarea de construir los primeros monumentos, como la iglesia de San Francisco.
Hice un esfuerzo real por estrujarle a mi memoria algunos datos más que sabía y para ilustrar a mi amigo turista. Siguiendo la ortodoxia de las costumbres turísticas, imaginé que don Piero se volcaría con ganas en descubrir la monumentalidad de nuestro centro, sobre todo las iglesias, de las que tenemos unas cuantas y de extraordinaria importancia y bella factura. Le sugerí la clásica peregrinación por la calle de las Siete Cruces, que es como se conoce a la calle García Moreno por albergar en su ruta siete de las iglesias más ensalzadas de la ciudad. Sin embargo, el italiano me frenó con llaneza y una lógica apabullante.
—He visto demasiadas iglesias en mi vida, amico mio. No dudo de la belleza y de los atributos de las quiteñas, pero en el fondo se parecerán a cuantas haya visto antes en Italia o Francia. Dejemos eso para más adelante, lo que me tiene encandilado es esta plaza y toda esta gente.
Hice un veloz ejercicio mental para encontrar argumentos que desmontaran el equívoco de que nuestras iglesias fueran comparables con otras del montón. Pero, por mucho que excitara mis neuronas, mis limitaciones por falta de conocimientos se impusieron. De todas maneras, creí entender que el aparente desinterés de don Piero se debía a que realmente se sentía atraído por la estampa variopinta que dibujaba la Plaza Grande y no forcé ningún comentario más.
Nuestra similitud en gustos quedó manifiesta cuando el hombretón sugirió que nos acomodásemos sobre la escalinata que asciende a la Catedral porque desde aquel punto se abría la mejor perspectiva de la notable plaza. Un corrillo de estudiantes de bellas artes o arquitectura, difícil es distinguirlos, ocupaba el centro del graderío para dibujar bocetos de rincones del lugar.
—Son aprendices —comentó mi compañero—. Pero están practicando el dibujo sin antes haber aprendido a mirar.
A estas alturas de nuestra naciente amistad, saber a don Piero entendido en dibujo no debía sorprenderme y quise ahondar en el tema.
—Yo pinto y, sin ser un gran experto, le aseguro, don Piero, que la mejor manera de perfeccionarse uno en dibujo es dibujando.
Mi amigo alzó la mirada hacia Libertas, la diosa romana de la libertad que corona el Monumento a la Independencia, el elemento central de la plaza, una escultura sobre columna y con una infinidad de simbolismos.
—Dibujan lo que ven desde aquí, pero no estudian el monumento desde todos sus ángulos. Para dibujar una vista hay que haber estudiado también sus ángulos ocultos, las caras que no se verán en el dibujo, pero que están ahí.
Fue una elucidación demasiado metafísica cuya practicidad no lograba comprender. ¿No es el dibujo una representación bidimensional de una realidad tridimensional? Ahora que escribo estas líneas, la respuesta a la pregunta que me hice se me antoja muy cercana a la explicación dada por el italiano.
Nos quedamos unos minutos mirando los avances de los dibujantes. Don Piero gesticulaba y murmuraba aprobaciones o disconformidades, pero en voz baja, sin que le oyeran los aprendices. Cuando se cansó de mirar, nos sentamos; el sol había secado el graderío y abrigaba la plaza con su benevolencia serrana. La muchedumbre era dispar; unos correteaban afanosos en sus labores mientras muchos habían conquistado un sitio en los bancos para hacer lo mismo que nosotros, enfrascarse en tertulias con sus vecinos o dejar vagar la mirada para observar a los demás.
Cuando quedamos satisfechos de curiosear, cruzamos hacia el flanco opuesto de la plaza, donde en las galerías comerciales del Palacio Arzobispal se encuentran unas cuantas tiendas de artesanías. Las recorrimos todas hasta encontrar, no sin dificultad, un sombrero de paja toquilla a la medida de mi amigo, que no era otra que la XXL y que, según admitió la hábil vendedora, no era una talla ni comercial ni frecuente. Don Piero adoptó poses de envanecimiento frente al espejo. Se exhibió como una prima donna con atuendo nuevo, y a mí me quedó claro que mi amigo iba sobrado de ventolera y entusiasmo por sus guapezas. Hasta su caminar se irguió; desapareció la curvatura de la nuca y, tieso como un mástil, enarbolaba con suma petulancia su nuevo sombrero.
Yo le había hablado de la papa, llamada también patata, tubérculo humilde que ya mencioné con anterioridad, originario de Sudamérica, por mucho que le pese a otras naciones que se jactan de usarla como ingrediente local dentro de sus gastronomías. Con Misán nos habíamos quedado desconcertados cuando, al encontrar unas pocas papas en nuestra despensa, don Piero había repetido sus gestos de atolondramiento, confesando su desconocimiento al respecto de sus utilidades y sabores. Con todo un recital de atributos y recetas que yo le enumeré, explicándole la magnificencia de este producto, le había prometido que aquel día degustaríamos una de sus infinitas aplicaciones. Porque, si hay un plato tradicional de nuestra ciudad, inseparable de nuestra idiosincrasia alimenticia, como herencia emblemática de nuestros legados ancestrales, fruto modesto de la Pachamama, nuestra deidad incaica, la Madre Tierra, este es nuestro Locro Quiteño. Siendo una crema de papa aromatizada con cebolla blanca —la de verdeo, la alargada y de perfume sureño—, achiote y leche, que se sirve con queso fresco y aguacate, puede sostener con facilidad cualquier comparación con otras cremas de patatas que existan en el mundo. No es patriotismo; nuestro locro de papa, nuestro guiso de patata, extrae su exquisitez de sus orígenes y elaboraciones humildes, y no conozco a nadie a quien esta soberbia vianda haya dejado indiferente.






