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En cualquier caso, aquí no nos interesan tanto las encrucijadas en las que se encuentran para justificar la necesidad y la legitimidad de las instituciones de garantía al menos para las libertades negativas (llegando a coquetear incluso con la idea de sostenerlo todo en donaciones privadas y fondos fiduciarios voluntarios; algo que realmente causa estupor). Lo que nos interesa es ver que todos los defensores del “Estado mínimo” defiendan un Estado que, precisamente, se limite nada más que a las funciones que Marx consideraba propias del Estado como herramienta de dominación de clase. En efecto, incluso Robert Nozick, que es probablemente el más radical de esta tradición, termina defendiendo la existencia del Estado siempre que se limite a las funciones de protección contra la violencia, el robo, el fraude y la violación de contratos.10 Es decir, exactamente los elementos que Marx demuestra que hay que sostener para garantizar la eficacia del sistema de explotación de clase. En definitiva, se trata simplemente de garantizar la propiedad (en la estructura de distribución en la que se encuentra de hecho, como si esa distribución fuese en sí misma un derecho fundamental) y, a partir de ahí, garantizar la libertad individual sin límites para establecer contratos.
Ahora bien, conviene recordar el mecanismo elemental que Marx localiza por el que, una vez establecida una estructura de propiedad capitalista, basta consagrar la libertad para garantizar la eficacia de la explotación de clase. En efecto, como explica Marx, la negociación laboral en el mercado capitalista se establece siempre sobre el trasfondo de una determinada masa necesaria de población desempleada (a la que Marx denomina “ejército industrial de reserva” y la economía convencional denomina “tasa natural de desempleo”), es decir, una masa estructuralmente necesaria de población desempleada que, sin embargo, depende a vida o muerte de la obtención de un salario. En estas coordenadas, resulta evidente que la absoluta “libertad individual de contrato” generaría unas condiciones de competencia en las que siempre hay gente dispuesta a trabajar un poco más barato con tal de, al menos, tener un empleo. Siempre. Con independencia de lo barato que se esté ya trabajando. Así pues, en las coordenadas de un mercado de trabajo capitalista la “libertad individual sin límites para establecer contratos”, si no se interviene sobre las condiciones de la propiedad, implica automáticamente el más eficaz mecanismo de explotación de clase.
6. Algunos ejemplos históricos
A título de ejemplo, puede resultar interesante comentar un par de casos históricos para ilustrar en qué sentido decimos que es exactamente ahí (en el problema de la clasificación jerárquica entre distintos tipos de libertad y en el estatuto jurídico de los derechos de propiedad, es decir, en la cuestión de esa distinción engañosa entre libertades positivas y negativas y esa confusión interesada entre derechos fundamentales y patrimoniales) donde se juega y siempre se ha jugado la confrontación fundamental del republicanismo (y por supuesto del socialismo) con el liberalismo.
En primer lugar, podemos localizar a la perfección ese eje de conflicto en el centro mismo de la Revolución francesa. En esa confrontación histórica, como es lógico, la mayor parte de la atención la ha acaparado el conflicto que enfrenta a las posiciones revolucionarias en general con las fuerzas reaccionarias. Sin embargo, es en el enfrentamiento interno de las fuerzas revolucionarias donde se jugaba la batalla que más actualidad tiene en nuestro contexto político actual. En efecto, desde el comienzo mismo de la revolución entran en pugna dos proyectos alternativos radicalmente incompatibles entre sí.11 El primero de ellos, encabezado por los seguidores de Turgot y de las ideas de los fisiócratas, representaba ante todo el proyecto liberal de una sociedad de mercado en el que la libre iniciativa (económica) individual tenía que ser resguardada con carácter prioritario frente a cualquier otra consideración. Y, en este sentido, los poderes públicos tenían la función prioritaria de preservar ese espacio con toda la violencia que resultase necesaria. Por otro lado, los jacobinos reclamaban la existencia de ciertas funciones políticas que la República no podía dejar de atender (por ejemplo, garantizar el “derecho a la existencia” de toda la población como condición indispensable para su participación ciudadana) incluso si esas funciones exigían realizar interferencias en el espacio privado de la actividad económica.
Este conflicto estalla de un modo transparente a propósito de la libertad de comercio de los bienes de primera necesidad, en particular de los precios del trigo. Ciertamente, la liberalización de los precios del grano era una larga reivindicación de los propietarios para poder subir los precios (tradicionalmente tasados por los poderes municipales) y aumentar con ello el margen de ganancias. Ya en dos ocasiones el Rey había intentado llevar a cabo esta medida liberalizadora, pero terminó desistiendo ante la explosión de motines de subsistencia. Así pues, es finalmente la Asamblea Constituyente (controlada por quienes Florence Gauthier denomina el “partido de los economistas”) la que el 29 de agosto de 1789 instaura el principio de la “libertad ilimitada del comercio de los granos” y, poco después, el 21 de octubre, decide militarizar Francia por medio de la “ley marcial” para evitar los motines y revueltas.
Con esta operación, ciertamente, se está lejos de evitar la “intervención” de los poderes públicos. Por el contrario, se trata de un nivel de “intervencionismo militar” realmente apabullante. Sin embargo, el perfil “liberal” de este planteamiento se cifra en un único punto: la intervención (empleando todos los medios y recursos que resulten necesarios) no puede tener más propósito que el de evitar interferencias (emanadas desde instancias de decisión colectiva) en la actividad individual y privada. En este sentido, ese concepto negativo de libertad exige que, frente a cualquier posible injerencia política (emanada de ninguna “voluntad unida”), se preserve sin interferencias el espacio de iniciativa individual de cada uno por separado, incluso si para asegurarlo hay que declarar una dictadura militar. Por su parte, el planteamiento jacobino es el inverso: hay determinados derechos fundamentales que también son derechos de los individuos (como por ejemplo el derecho a existir), que son derechos que remiten a la integridad personal (tanto como la ausencia de violencia) y que también requieren la gestión de recursos públicos (tanto como la ausencia de violencia). Así, hay determinadas exigencias que se plantean a la República que deben ser atendidas por los poderes públicos incluso si para ello hay que tomar medidas que interfieren en el espacio individual y privado del patrimonio y la actividad económica.
Este mismo conflicto puede encontrarse también de un modo nítido en el siglo XX, por ejemplo, en el Chile de Allende y la reacción armada de Pinochet. En efecto, tal como analiza minuciosamente Naomi Klein,12 la ideología que orienta la dictadura pinochetista está fundamentalmente determinada por el ultraliberalismo económico de Milton Friedman y los denominados “Chicago boys”. No es que no opere a la base de este planteamiento un concepto de libertad. Todo lo contrario. A la base de la legitimación ideológica hay operando un concepto negativo de libertad a partir del cual resulta intolerable la injerencia de decisiones políticas sobre el espacio del patrimonio y la libre actividad económica individual. Desde esta perspectiva, la nacionalización del cobre era considerada un atentado intolerable contra la “libertad” que exigía ser corregido así fuera a través de una sangrienta dictadura militar (y empleando para ello, por supuesto, todos los recursos materiales que fueran necesarios). A la inversa, una vez más, el planteamiento de Allende pasa por localizar en la gestión pública de recursos la única vía por la que garantizar a todos, por un lado, las condiciones materiales necesarias para el acceso a la ciudadanía tomando decisiones con soporte económico también relativas a sanidad, educación, infraestructuras o lo que se decida en cada caso.
7. Conclusión
Contra la confusión engañosa y la confusión interesada en la que se basa el núcleo de la ideología liberal en lo relativo a la cuestión del Estado, cabría defender lo siguiente como principios fundamentales de un Estado comunista:
1) En primer lugar, claro está, el reconocimiento de un sistema de derechos fundamentales que abarquen el conjunto de los aspectos sin los cuales no es posible una vida digna y de participación ciudadana. Y, en este sentido, no podrían dejar de formar parte de los derechos fundamentales cuestiones relativas tanto a las libertades civiles y los derechos de participación política (derechos de 1ª y 2ª generación) como, evidentemente, cuestiones relativas a derechos sociales.
2) En segundo lugar, como es evidente, que todos los derechos fundamentales estén protegidos por las correspondientes instituciones de garantía, y, por lo tanto, esto implica asegurar los medios materiales necesarios para asegurar de un modo efectivo,
a) tanto los derechos civiles (garantizando realmente principios tan elementales como, por ejemplo, el derecho a la defensa o a no ser víctima de la violencia machista, lo cual pasa antes que nada, por asegurar la gratuidad de la justicia o por neutralizar la dependencia material que une con frecuencia a las mujeres maltratadas con sus maltratadores);
b) como los derechos de participación política, muy especialmente los derechos de organización y libertad de expresión e información, lo cual pasa, por ejemplo, por impedir que los medios de comunicación se rijan por una lógica meramente empresarial en la que los dueños de un puñado de corporaciones pueden contratar y despedir libremente en función de consideraciones ideológicas, de tal modo que, a la postre, se termina entendiendo sólo el derecho a ser expresada la opinión de 6 o 7 magnates; la libertad de información debe en ese sentido tener un nivel de protección y garantías al menos análogo al de la libertad de cátedra de los profesores o la libertad de los jueces; y eso sólo es posible a través del carácter público de las instituciones.
c) y, por supuesto, instituciones de garantía encargadas de asegurar el cumplimiento efectivo de las prestaciones sociales que se haya decidido incluir entre los derechos fundamentales: sanidad, educación, vivienda digna, garantía mínima de ingresos, etc.
Y, evidentemente, hablar de las instituciones de garantía es hablar de la gestión de recursos necesarios para su ejecución.
3) Y, por último, debe no perderse de vista que si estamos hablando de derechos fundamentales (y de sus correspondientes instituciones de garantía) es evidente que hablamos de algo que debe quedar fuera del terreno de lo “políticamente decidible” y, por lo tanto, a resguardo de cualquier posible juego de eventuales mayorías y minorías. Es decir, que del mismo modo que ninguna mayoría (por muy mayoritaria que sea) puede decidir suprimir las garantías procesales, tampoco debe poder decidir no proteger a una víctima de la violencia machista (poniendo en operación los medios, y los recursos, que resulten necesarios); igual que en cualquier ordenamiento de derecho ninguna mayoría puede decidir eliminar la libertad de expresión, tampoco hay derecho a que decida no garantizar de un modo efectivo, por ejemplo, los medios para la organización política y la información veraz; o, del mismo modo que no cabe decidir el exterminio de una minoría tampoco debe haber margen para decidir que no cubre necesidades sanitarias.13
A partir de aquí, cabría definir un Estado comunista como un Estado democrático en el que los derechos civiles, políticos y sociales básicos no dependan del impulso político (o no) de un eventual gobierno comunista, sino que se hallen consagrados como tales derechos fundamentales y amparados (con carácter incondicional) por las correspondientes instituciones de garantía.
Bibliografía
Berlin, Isaiah. Four essays on liberty, Oxford University Press, Oxford, 1969.
Engels, Friedrich. Carta a Bebel, 18-28 de marzo de 1875, en MEW, 34.
Klein, Naomi. La doctrina del shock, Paidós, Barcelona, 2007.
Lenin, Vladimir. El Estado y la revolución, en Obras escogidas, vol. VII, Progreso, Moscú, 1977.
Losurdo, Domenico. Stalin, Viejo Topo, Barcelona, 2010.
Marx, Karl (1875). Kritik des Gothaer Programms, en MEW, 19.
Nozick, Robert. Anarchy, state, and utopia, Basil Blackwell, Oxford, 1999.
Fraternidad y democracia en el origen de nuestra modernidad política
Ricardo Bernal Lugo
Introducción
En la Francia revolucionaria de 1792 la noción robespierrista de fraternidad funcionaba como una auténtica metáfora política. Contrario a lo que suele suponerse, la aspiración de una ciudadanía fraternal no era un mero ideal romántico, sino una afortunada figura retórica destinada a abanderar un programa político concreto, a saber: la defensa de la ley como instrumento para combatir la reproducción de las relaciones de dependencia patriarcal en la esfera política y en el ámbito civil.14 No obstante, los analistas contemporáneos acostumbran ignorar el papel que esta noción tuvo en la construcción del horizonte político moderno por considerarla una expresión estrictamente sentimental o una reivindicación más psicológica que política.15 Así, comparada con las nociones de libertad e igualdad, la fraternidad estaría desprovista de todo contenido político y, por lo mismo, no formaría parte de los cimientos de nuestras democracias modernas.
Semejante interpretación se encuentra vinculada a un tipo de narrativa bastante peculiar, una narrativa que, sin embargo, ha dominado nuestra cartografía política en los últimos años. Según una idea bastante extendida en el mundo académico, nuestra democracia moderna no sólo habría tomado sus principios básicos de la tradición liberal, sino que lo habría hecho en franca oposición a una especie de democracia popular identificada con el jacobinismo revolucionario. Así, las principales características del liberalismo (división de poderes, principio de representación popular, defensa de la libertad individual y la propiedad privada) se distinguirían plenamente de los fundamentos de una democracia radical (aclamación popular, prioridad de la voluntad del pueblo sobre los derechos civiles, subordinación de la propiedad privada a la igualdad material) afortunadamente ya superada. Aunque esta concepción de las cosas funciona bastante bien en el marco de una filosofía propensa a las idealizaciones normativas, dista mucho de atenerse a la realidad histórica. De hecho, el liberalismo de los siglos XVIII y XIX no contenía de forma larvada todas las virtudes de la democracia moderna, más bien al contrario, representaba una corriente expresamente antidemocrática incompatible con cualquier visión mínimamente progresista de la democracia contemporánea.16
Aunque campeones en la defensa de los derechos civiles, los liberales de los siglos XVIII y XIX se oponían a la intervención del derecho en la llamada “cuestión social” con el mismo fervor con el que rechazaban la universalización de los derechos políticos. La historia del liberalismo está plagada de afirmaciones de autores como Benjamin Constant, François Guizot o John Adams argumentando que, debido a su dependencia material, los miembros de las clases desposeídas se encontraban incapacitados para participar en la esfera pública de manera autónoma. En su gran mayoría, los pensadores liberales sostenían que el sistema jurídico moderno debía limitarse a garantizar la libertad civil de todos los hombres, restringiendo, en cambio, los derechos políticos a aquellos que no dependían de otro para subsistir. La aparición de la noción de fraternidad en el vocabulario político debe entenderse en ese contexto: apelando a dicha noción no se pretendían despertar los impulsos más solidarios de los seres humanos, más bien se intentaba evidenciar la insuficiencia de la libertad —exclusivamente civil— defendida por los sectores liberales de la época. Algo parecido ocurriría medio siglo después cuando los partidarios de la II República francesa reivindicaron la noción de fraternidad para enfrentarse a los ideólogos de la industrialización capitalista, quienes, embozados con las máscaras de la libertad industrial y la libertad de trabajo, reivindicaban la desregulación jurídica del mercado laboral.
I. Fraternidad en la primera República
La acepción específicamente política del concepto de fraternidad sólo resulta comprensible si se toman en cuenta tres factores esenciales en el contexto de la Revolución de 1789: a) la implementación del sufragio censitario fundado en la división entre ciudadanos activos y pasivos; b) el estatuto jurídico de la propiedad en la transición del Antiguo Régimen al primer gobierno revolucionario; y c) las condiciones de marginación y dependencia de los trabajadores provocadas por la ausencia de propiedad en la Francia dieciochesca.
a) Sufragio censitario
Seis días después de la toma de la Bastilla, Emmanuel Sieyès defendió la necesidad de establecer una distinción política entre ciudadanos pasivos y ciudadanos activos.17 El abate francés había presentado los argumentos que justificaban esta posición un mes antes en el Comité Constitucional de la Asamblea Nacional:
Todos los habitantes de un país deberían gozar en él de los derechos de los ciudadanos pasivos, todos tienen derecho a la protección de su persona, de su propiedad, de su libertad, etc. Pero no todos tienen el derecho de desempeñar un papel activo en la formación de las autoridades públicas; no todos son ciudadanos activos. Las mujeres (al menos en el momento actual), los niños, los extranjeros y aquellos otros que no contribuyen en nada al sostén del establecimiento público no deben estar autorizados a influir activamente sobre la vida pública. Todos tienen derecho a gozar de las ventajas de la sociedad, pero sólo aquellos que contribuyen al establecimiento público son verdaderos accionistas de la gran empresa social. Sólo ellos son ciudadanos activos, verdaderos miembros de la asociación.18
Esta distinción fue incorporada a la legislación francesa del 3 de septiembre de 1791, momento en el que la Asamblea Nacional estableció el sufragio censitario mediante un “decreto legal que definía a los ciudadanos activos como aquellos que pagaban un mínimo de tres días de salario como impuesto directo”.19 La justificación de esta medida se sostenía en un razonamiento peculiar, a saber: dado que los no-propietarios dependían de terceros para subsistir se consideraba que su voluntad estaba empeñada hacia ellos. Así, los desposeídos eran presentados como individuos sin independencia para decidir sobre lo que afectaba al ámbito público.20
De hecho, el objetivo central de la artificiosa distinción entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos elaborada por Benjamin Constant unos años después consistía en defender la legitimidad del sufragio censitario.21 Según el francés, como los asalariados carecían “de las rentas necesarias para vivir independientemente de toda voluntad ajena”, “los propietarios [eran] dueños de su existencia ya que [podían] negarles el trabajo”.22 Sin embargo, el hecho de que la condición de dependencia de los trabajadores impidiera su acceso a la vida política, no significaba que se atentara contra su libertad (moderna), pues ésta poco tenía que ver con los derechos de participación política.
Así, con el decreto del 3 de septiembre de 1791 la Revolución francesa asumía una peculiar interpretación de la modernidad, misma que la presentaba como un proyecto político en el que era posible llamar ciudadanos libres a individuos dependientes sin derechos políticos.
b) La propiedad en 1789
Como ha analizado William H. Sewell, durante el Antiguo Régimen existían al menos cuatro tipos de propiedad: la propiedad privada absoluta, la propiedad privada regulada para satisfacer el bien público, la propiedad de los cargos públicos y, finalmente, un conjunto de derechos que eran considerados semipropiedades, como las prerrogativas y las distinciones hereditarias.23 La noche del 4 de agosto de 1789 se redefinió el derecho de propiedad en Francia reduciendo su significado a “la posesión de cosas por individuos”, esta transformación se formalizó en la primera versión de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. En ella, la propiedad (recién limitada a su carácter de propiedad privada absoluta) se incorporaba al catálogo de derechos naturales del hombre junto a la libertad, la seguridad y la resistencia a la opresión.
Sin duda, cabía esperar que la Revolución de 1789 acabara con la propiedad de los cargos públicos y las prerrogativas, puesto que contradecían la aspiración ilustrada de una verdadera igualdad jurídica; sin embargo, la eliminación de la propiedad privada que tenía como restricción la satisfacción del bien público obedecía a una visión bastante peculiar de la organización social. A finales del siglo XVIII un conjunto de ideas habituales en el escenario intelectual de Gran Bretaña comenzaron a cobrar fuerza entre la burguesía ilustrada francesa,24 quizá la más importante de ellas consistía en afirmar que “incrementando la libertad y el bienestar privado de todos los ciudadanos, liberando a los ciudadanos para desarrollar y mantener sus personas y propiedades como su soberana razón individual juzgara mejor”,25 era posible obtener el mayor beneficio social posible, evitando así cualquier intento de coordinación colectiva por parte del Estado.26
Esta seductora hipótesis teórica tenía consecuencias prácticas notablemente dispares. En los hechos, el desarrollo de las grandes granjas para el monocultivo cerealero favorecía la expropiación del campesinado.27 De manera que la liberación de las restricciones a la propiedad se presentaba como el escenario perfecto para el ascenso de los grandes propietarios y la subordinación de los campesinos desposeídos. Además, en el contexto francés, la redefinición de la propiedad como propiedad privada ilimitada le abría de lleno el terreno a prácticas de acaparamiento y especulación en el mercado de los bienes de subsistencia, tal como efectivamente ocurrió en 1792 durante la llamada Guerra de los cereales. En esas circunstancias, la libertad irrestricta en el manejo de las grandes propiedades no sólo no garantizaba el bienestar de toda la sociedad, sino que amenazaba la subsistencia misma de los trabajadores del campo y su independencia respecto a los grandes propietarios.28
c) Pobreza y dependencia
Como hemos visto, los objetivos de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano encontraban sus propios obstáculos en una concepción de la propiedad que perpetuaba la desigualdad y la dependencia de los trabajadores. No se trataba, sin embargo, de cualquier forma de desigualdad, sino de una tan profunda que comprometía la subsistencia misma de los no propietarios. En efecto, tanto en el ámbito rural como en el urbano, la dependencia de los sectores más desfavorecidos respecto a los grandes propietarios ponía en juego la vida misma de los primeros. En Pobreza y capitalismo en la Europa preindustrial Catharina Lis y Hugo Soly ofrecen un panorama esclarecedor de esas circunstancias:
[los trabajadores rurales] no poseían tierras o tenían demasiado poca para mantener una familia, y sus insignificantes ingresos dependían de numerosas incertidumbres. Una mala cosecha ponía los precios de los alimentos en las nubes y disminuía la demanda de mano de obra agrícola, de modo que el presupuesto quedaba doblemente afectado. En la mayoría de los casos, una seria carestía ocasionaba el colapso de la manufactura textil, con el resultado de que todos aquellos que vivían de la industria doméstica se enfrentaban al subempleo o al desempleo total.29