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Las cosas no eran muy diferentes para el incipiente conjunto de asalariados que trabajaban en las urbes:
El asalariado urbano se extendía de igual modo […] En vísperas de la Revolución Francesa, los asalariados representaban un 48 por 100 de los habitantes de Troyes, un 50 por 100 en Nantes y un 60 por 100 en Elbeuf. La pobreza de esta categoría es difícilmente discutible. En Elbeuf, hacia 1790, los asalariados representaban únicamente el 8 por ciento de los propietarios y controlaban juntos apenas el 4 por 100 de la riqueza total. Por la misma época, cerca de la mitad de la población de Toulouse no poseía nada al casarse, excepto muebles y otros bienes hogareños de poco valor. Sus herencias indican que la vida matrimonial de las clases bajas, rara vez o nunca, les permitía mejorar su situación material. Por el contrario, la mayoría de los asalariados sólo dejaban deudas, y aquellos que sorprendían a sus herederos con un excedente, disponían en conjunto menos del 1 por 100 de la riqueza.30
Sin embargo, el asalariado urbano no poseía la capacidad organizativa que adquiriría medio siglo después. En su gran mayoría, la población francesa estaba compuesta por hombres y mujeres ligados al mundo rural pero carentes de toda propiedad, un sector que, además de ver su existencia constantemente amenazada por las turbulencias económicas, se encontraba relegado de la esfera política. No resulta difícil comprender que, al detonar la Revolución de 1789, sus reivindicaciones libertarias se centraran en la regulación de las ingentes e ilegítimas diferencias de propiedad existentes en la época, pero también que vieran en la ampliación de derechos políticos la herramienta necesaria para llevar a cabo ese objetivo.
La aparición del jacobinismo radical en la escena política de Francia debe entenderse en ese contexto peculiar. Antes de que la Asamblea Constituyente instaurara el sufragio censitario, el diputado Maximilien Robespierre se opuso frontalmente a la división entre ciudadanos activos y pasivos con las siguientes palabras:
Todos los ciudadanos, sean quienes sean, tienen derecho a aspirar a todos los grados de representación. No hay nada más conforme a vuestra Declaración de derechos, ante la cual todo privilegio, toda distinción, toda excepción debe desaparecer. La Constitución establece que la soberanía reside en el pueblo, en todos los individuos del pueblo. Cada individuo tiene, pues, el derecho de contribuir a la ley por la cual él está obligado, y a la administración de la cosa pública, que es suya.31 Si no, no es verdad que los hombres son iguales en derechos, que todo hombre es ciudadano […] cada ciudadano tiene el derecho de contribuir a la ley, y a partir de ahí, el de ser elector o elegible, sin distinción de fortuna.32
Como Robespierre, los revolucionarios radicales del siglo XVIII denunciaban la falsa igualdad jurídica que se les quería imponer a través de la distinción entre ciudadanos activos y pasivos. Hacia 1790 Marat, fundador del influyente periódico L´amie de peuple, afirmaba: “Ya vemos perfectamente, a través de vuestras falsas máximas de libertad y de vuestras grandes palabras de igualdad, que, a vuestros ojos, no somos sino la canalla”.33 Frente a este simulacro de libertad e igualdad, el jacobinismo defendía la extensión total de los derechos políticos, pero, al mismo tiempo, hacía descansar esta exigencia en un programa destinado a abatir las inmensas desigualdades materiales existentes en la Francia de la época.34
Ahora bien, a pesar de plantearse la lucha contra las formas de dependencia material como su objetivo central, el proyecto jacobino no buscaba la abolición de la propiedad privada.35 En su famosa alocución del 24 de abril de 1793, Robespierre propuso importantes modificaciones a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. Desde su perspectiva, la Declaración… aprobada durante el periodo girondino no garantizaba el acceso a la propiedad como un derecho para todos los ciudadanos, más bien había sido diseñada para favorecer a los grandes propietarios:
En définissant la liberté, le premier de biens de l´homme, le plus sacré des droits qu´il tient de la nature, vous avez dit avec raison qu´elle avait pour bornes le droits d´autrui: pourquoi n´avez-vous pas appliqué ce principe à la propriété, qui est une institution sociale? […] Vous avez multiplié les articles pour assurer la plus grande liberté à l´exercice de la propriété, et vous n´avez pas dit un seul mot pour en déterminer le caractère légitime; de manière que votre déclaration paraît faite, non pour les hommes, mais pour les riches, les accapareurs, pour les agioteurs et pour les tyrans.36
Ante lo cual, el francés se limitaba a proponer un par de adiciones para limitar la ampliación de la propiedad en los casos en que ésta interfiriera con los derechos de terceros:
II. Le droit de propriété est borné, comme tous les autres, par l´obligation de respecter les droits d´autrui.
III. Il ne peut préjudicier ni à la sûreté, ni à la liberté, ni à l’existence, ni à la propriété de nos semblables.37
Con estas reformas Robespierre no intentaba “nivelar” las condiciones materiales de toda la ciudadanía, sino combatir la extrema desproporción de las riquezas38 para asegurar que incluso la “canalla” pudiera vivir dignamente:
Il ne fallait pas une révolution, sans doute, pour apprendre à l´univers que l´extrême disproportion des fortunes est la source de bien des maux et de bien de crimes ; mais nous n´en sommes pas moins convaincus que l´égalité de biens est une chimère […] ils s´agit bien plus de rendre la pauvreté honorable.39
“Volver honorable la pobreza”: así podría resumirse el objetivo del jacobinismo radical. Semejante frase condensaba las aspiraciones de todo un proyecto político, a saber: el de una República capaz de combatir esa peculiar forma de desigualdad que volvía dependientes serviles a los menos favorecidos. Y es que, a pesar de que el Antiguo Régimen había sido abolido formalmente, a finales del siglo XVIII las clases subalternas seguían acorraladas en un infinito círculo vicioso: como no eran propietarias debían someter su voluntad a un tercero para subsistir, con lo cual veían cancelado su acceso a la vida política; sin embargo, como tampoco eran activas políticamente estaban imposibilitadas para influir en las decisiones del poder. Así, por dondequiera que se mirara su búsqueda para revertir las circunstancias que los mantenían en la miseria se encontraba neutralizada dentro del marco jurídico posrevolucionario. Para acabar con este círculo vicioso, el jacobinismo radical defendía la implementación de disposiciones económicas40 destinadas a garantizar la existencia material de los desposeídos.41 Semejantes disposiciones iban desde la implementación de un impuesto progresivo42 hasta el respaldo a las demandas del movimiento campesino, el cual luchaba por anular los excesivos cobros de los grandes propietarios rentistas a quienes se les pagaba por trabajar tierras consideradas como propiedad comunal tan sólo unas décadas atrás.
Sin embargo, la posición que mejor expresa el objetivo político del jacobinismo radical es la defendida por Robespierre ante la legislación comercial vigente en 1792. Durante el periodo girondino, la Asamblea Constituyente aprobó una ley que permitía la libertad ilimitada en el comercio de granos;43 sin embargo, los efectos de estas medidas fueron tan nocivos que en el otoño de 1792 tuvieron lugar varios motines contra los acaparadores de trigo.44 El 2 de diciembre de ese mismo año Robespierre criticaba los planteamientos económicos adoptados por el ala girondina con el siguiente argumento:
Los autores de la teoría [de la libertad indefinida de comercio] no han considerado los artículos de primera necesidad más que como una mercancía ordinaria, y no han establecido diferencia alguna entre el comercio del trigo, por ejemplo, y el del añil. Han disertado más sobre el comercio de granos que sobre la subsistencia del pueblo. Y al omitir este dato en sus cálculos, han hecho una falsa aplicación de principios evidentes para la mayoría; esta mezcla de verdades y falsedades ha dado un aspecto engañoso a un sistema erróneo.45
Más adelante afirmaba:
El sentido común, por ejemplo, indica que […] los artículos que no son de primera necesidad para la vida pueden ser abandonados a las especulaciones más ilimitadas del comerciante. La escasez momentánea que pueda sobrevenir siempre es un inconveniente soportable. Es suficiente que, en general, la libertad indefinida de ese negocio redunde en el mayor beneficio del estado y de los individuos. Pero la vida de los hombres no puede ser sometida a la misma suerte. No es indispensable que yo pueda comprar tejidos brillantes, pero es preciso que sea bastante rico para comprar pan para mí y para mis hijos. El comerciante puede guardar en sus almacenes, las mercancías que el lujo y la vanidad codician, hasta que encuentre el momento de venderlas al precio más alto posible. Pero ningún hombre tiene el derecho a amontonar el trigo al lado de su semejante que muere de hambre.46
No obstante, la defensa de las restricciones a las grandes propiedades y al comercio de los bienes de subsistencia no respondía a una supuesta prioridad de lo colectivo sobre lo individual, sino a las circunstancias particulares de un mundo en el que la implementación de cierta visión de la libertad —entendida como libertad indefinida de comercio— y cierta concepción de la propiedad —entendida como propiedad ilimitada— terminaban perpetuando la dependencia material de buena parte de la población.47 Como Emmanuel Sieyès o Benjamin Constant, Robespierre defendía la libertad de los individuos y la igualdad de derechos sobre los privilegios minoritarios, pero, a diferencia de ellos, consideraba que la realización de estos ideales dependía de la capacidad de la sociedad para impedir que la subsistencia de los hombres estuviera supeditada a las necesidades de los grandes propietarios.
Esto último implicaba asumir que, como la propiedad, la libertad o la seguridad, la existencia misma era un derecho imprescriptible, un derecho sin el cual todos los demás carecían de razón de ser:
¿Cuál es el primer objetivo de la sociedad? Es mantener los derechos imprescriptibles del hombre. ¿Cuál es el primero de estos derechos? El derecho a la existencia.
La primera ley social es pues la que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios de existir. Todos los demás están supeditados a éste.48 La propiedad no ha sido garantizada para otra cosa que para cimentarlo. Se tienen propiedades, en primer lugar, para vivir. No es cierto que la propiedad pueda oponerse jamás a la subsistencia de los hombres.49
Ahora bien, al sortear los obstáculos económicos que perpetuaban la dependencia material de los desposeídos, el derecho a la existencia también garantizaba su acceso a la esfera política. Así, el núcleo del proyecto jacobino-fraternal yacía en la correlación de ambos elementos: no se podía ser ciudadano libre con derechos políticos sin enfrentar las causas de la dependencia material, pero tampoco se podían enfrentar esas causas sin extender los derechos políticos a las clases desposeídas.
La incorporación de la palabra fraternidad a los principios de libertad e igualdad intentaba evidenciar la distancia existente entre el proyecto popular republicano y la supuesta libertad (moderna) instaurada desde 1789. Una libertad que, como ya hemos dicho, les había sido otorgada a todos los ciudadanos por igual a pesar de clausurar el acceso a la vida política de un importante sector de los mismos. Para evidenciar esta circunstancia, Robespierre echó mano de una metáfora anclada en el mundo familiar:50 la relación de los pobres respecto a los propietarios podía compararse con la situación de heteronomía que vivían los hijos respecto a sus padres. Una verdadera revolución popular, por el contrario, debía procurar relaciones de isonomía parecidas a las existentes entre hermanos (en latín frater).
De este modo, cuando a finales del siglo XVIII el jacobinismo radical hablaba sobre una República fraternal no hacía alusión a una utopía romántica, sino a una comunidad política capaz de incluir a las clases subalternas en el ámbito público cortando los lazos de su dependencia patriarcal.51 Ahora bien, la inclusión igualitaria de todos los ciudadanos en la esfera política —y con ella, la abolición de la división artificial entre una libertad de los antiguos y una libertad de los modernos— era la única vía por la cual la soberanía podía dejar de pertenecer a una minoría favorecida por su acceso a la propiedad para residir efectivamente en el pueblo en su conjunto. No era ninguna casualidad que en pleno periodo revolucionario la única corriente identificada con la democracia fuera el jacobinismo radical,52 pero tampoco que los participantes del movimiento democrático en la Inglaterra monárquica de principios del siglo XIX fueran considerados como una versión inglesa del jacobinismo.53
Así, el proyecto fraternal de los jacobinos robespierristas era inseparable del principio democrático54 que hacía descansar la autoridad del gobierno en el pueblo.55 Sin embargo, este vínculo no se fundaba en una especie de prioridad de la voluntad popular sobre el orden institucional56 —como ha interpretado buena parte de la tradición liberal—,57 sino en la inclusión de quienes hasta entonces habían sido excluidos de la esfera política en condiciones de igualdad jurídica e independencia civil. Fraternidad y democracia eran, por tanto, principios inseparables entre sí y opuestos a la interpretación restrictiva de la modernidad política encumbrada por el naciente liberalismo.58
II. Fraternidad en 1848
En los años que siguieron al 9 de termidor, el recuerdo del jacobinismo radical quedó reducido a una sola palabra: Terror. Tuvieron que pasar más de tres décadas para que el proyecto republicano-fraternal comenzara a remontar59 los estigmas de la desprestigiada figura de Robespierre.60 Durante la Revolución de 1830 aparecieron cientos de asociaciones republicanas por toda Francia. Entre las más relevantes se encontraba la famosa Société des droits de l´homme et du citoyen, integrada por viejos jacobinos, jóvenes republicanos y trabajadores urbanos.61 Así, desde los albores de la década de 1830 el republicanismo de corte jacobino comenzó a entablar relaciones de afinidad con el incipiente movimiento obrero. Semejante vinculación se intensificaría ante los constantes embates represivos62 sufridos por los trabajadores a manos del gobierno monárquico de Luis Felipe.63
En la antesala de la Revolución de 1848, la relación entre el neojacobinismo republicano y el movimiento obrero era tan estrecha que resultaba difícil distinguir a uno de otro. De hecho, buena parte de los principales referentes del movimiento obrero en esos años —gente como Blanqui, Blanc o Cabet— reivindicaban abiertamente la corriente democrática fraternal de la primera República.64 Desde luego, aquello que los ligaba a esta corriente no era una morbosa atracción por el Terror, sino la idea de que una verdadera República sólo era posible si se atendían las causas que perpetuaban la dependencia material de las grandes mayorías. De ahí que los republicanos radicales de 1840 no dudaran en criticar el despropósito de quienes osaban llamar libre65 a un régimen social que, además de no reconocer los derechos políticos del grueso de la población, mantenía a los trabajadores en una situación de miseria perpetua. Así, por ejemplo, Louis Blanc criticaba airadamente esa forma de libertad —defendida tanto por monárquicos liberales como por algunos republicanos moderados— que pasaba por alto las terribles condiciones materiales de los trabajadores:
Oui, la liberté ! Voilà ce qui est à conquérir; mais la liberté vraie, la liberté pour tous, cette liberté qu´on chercherait en vain partout où ne se trouvent pas l´égalité et la fraternité […] La liberté de l´état sauvage n´était, en fait, qu´une abominable oppression, parce que elle se combinait avec l´inégalité de forces, parce qu´elle faisait de l´homme faible la victime de l´homme vigoureux […] Or, nous avons, dans le régime sociale actuel, au lieu de l´inégalité de forces musculaires, l´inégalité de moyens de développement; au lieu de la lutte corps à corps, la lutte de capitale à capitale […] au lieu de l´homme impotent, le pauvre, Où donc est la liberté?66
De la misma manera que el jacobinismo radical había rechazado la falsa libertad (moderna) promovida por una minoría deseosa de mantener sus privilegios de propiedad (privada ilimitada), Blanc desdeñaba esa “libertad sin igualdad y fraternidad” que enmascaraba la sujeción a la que diariamente estaban sometidos los trabajadores en la monarquía orleanista. Sin embargo, a diferencia del jacobinismo de la primera República,67 los socialistas de 1840 eran testigos de un acelerado proceso de industrialización, un proceso que redefinía la composición urbana de una manera tan profunda como insospechada.68 Y es que las ciudades del siglo XIX fueron testigos de la aparición de un verdadero ejército de hombres y mujeres obligados a empeñar su propia existencia para no engrosar las filas de la mendicidad y el vagabundeo.69 Las novelas del siglo XIX nos otorgan un retrato inmejorable del asombro provocado por la aparición de estos inquietantes individuos: desde el acercamiento ingenuo de Dickens en Tiempos difíciles hasta la descarnada descripción de Zola en Germinal, pasando por la idealización romántica de Victor Hugo o el desprecio de Flaubert en La educación sentimental, ningún retrato importante de las ciudades modernas pasa por alto a estos ineludibles personajes.
De ahí que, en lugar de centrar su atención en la limitación de la propiedad agraria, el republicanismo decimonónico se concentrara en los efectos generados por el proceso industrial sobre esa creciente masa de individuos desposeídos.70 Ahora bien, como lo expresaban los propios afectados, la incorporación de la máquina al lugar de trabajo y el crecimiento de una competencia sin límites jurídicos se presentaban como las principales amenazas para su subsistencia. En efecto, mientras que la incorporación de la máquina los hacía menos relevantes en el proceso productivo, la competencia ilimitada impulsaba a los patrones a bajar los salarios y aumentar la jornada laboral.71
En buena medida, La organización del trabajo de Louis Blanc debe su éxito a su capacidad para expresar las vivencias diarias de los trabajadores industriales. Uno de los capítulos más célebres del libro denuncia “el imperio de la competencia ilimitada” con estas palabras:
Mais qui donc serait assez aveugle pour ne point voir que, sous l´empire de la concurrence illimitée, la baisse continue des salaires est un fait nécessairement général […]. La population at-elle des limites qu´il ne lui soit jamais donné de franchir ? Nous est il loisible de dire à l´industrie abandonnée aux caprices de l´égoïsme individuel, à cette industrie, mer si féconde en naufrages: Tu n´iras pas plus loin?72
Más adelante, con una retórica habitual entre los obreros de la época, agregaba:
Une machine est inventée; ordonnez qu´on la brise, et criez anathème à la science; car, si vous ne le faites, les mille ouvriers que la machine nouvelle chasse de leur atelier iront frapper à la porte de l´atelier voisin et faire baisser les salaires de leurs compagnons. Baisse systématique des salaires, aboutissant à la suppression d´un certain nombre d ´ouvriers, voilà l´inévitable effet de la concurrence illimitée.73
Así, además de ser excluidos de la esfera política, día con día los obreros veían amenazada su propia existencia en el lugar de trabajo. Precisamente fue ante esta realidad que, en la década de 1830, la palabra explotación comenzó a ser utilizada por los trabajadores para denunciar el trato que recibían en el taller y la fábrica. Lejos de ser reconocidos como seres humanos, los obreros se sentían “explotados” como si fueran “factores de producción deshumanizados”.74 Denuncias como ésta abundaban en los periódicos obreros del momento:
Algunos periodistas encerrados en su aristocracia pequeño burguesa insisten en no ver en la clase obrera otra cosa que máquinas que producen sólo para sus necesidades […] Pero no estamos ya en la época en que los obreros eran siervos, en que un patrono podía vender o matar a su gusto […]. Cesa, entonces, oh noble burgués, de echarnos de tu corazón porque somos hombres y no máquinas. Nuestra industria, que has explotado tanto tiempo, nos pertenece tanto como a ti.75
A pesar de estar revestidos de cierta ingenuidad, estas palabras contenían el germen de una demanda que habría de convertirse en el pilar de la Revolución de febrero. La exigencia de considerar a los obreros como seres humanos esencialmente iguales a sus patrones, suponía un combate frontal contra las dos formas de dependencia en las que los colocaba el proceso de industrialización capitalista. En efecto, el “imperio de la competencia ilimitada” los llevaba a aceptar condiciones salariales absolutamente precarias,76 mientras que la ausencia de controles en el taller y la fábrica los hacía doblegarse ante la voluntad casi irrestricta de los patrones.77 Sin embargo, esta doble dependencia no respondía a la falta de “humanidad” de la nueva burguesía industrial, más bien era la consecuencia inevitable de una forma de organización social sostenida en la existencia de una nueva realidad: el mercado de trabajo. Una realidad que, como mostrará Karl Polanyi muchos años después, se volvía tanto más perniciosa cuanto carecía de cualquier limitación jurídico-política.78
La organización laboral fue la única forma coherente de resistencia que el incipiente movimiento obrero encontró ante este panorama. Ciertamente no existía un consenso respecto a las modalidades que las asociaciones de trabajo debían adoptar, tampoco existía un acuerdo sobre el grado de participación que debía tener el Estado o sobre las condiciones de la competencia mutua,79 sin embargo, una cosa resultaba clara: sin ellas era imposible enfrentar la doble dependencia que se les imponía a los trabajadores en el naciente mercado de trabajo. Ahora bien, en las décadas previas el fourierismo y el saintsimonismo habían evidenciado que la asociación otorgaba una dignidad y una fuerza imposibles de alcanzar de forma individual; sin embargo, sólo la tradición republicana logró vincular esa experiencia con un programa político coherente, un programa que, fiel a la tradición ilustrada, se encontraba arropado por el lenguaje del derecho natural.80
Así, en lugar de apelar a la benevolencia del “noble burgués”, el movimiento obrero81 comenzó a exigir un “derecho natural” como el derecho de asociación para enfrentar los estragos del “imperio de la competencia ilimitada”. Después de las huelgas de 1833, por ejemplo, la monarquía de Luis Felipe impidió la organización de los trabajadores, como respuesta los mutualistas pidieron el respeto de su libertad y la garantía de sus derechos naturales:
Considerando como tesis general que la asociación es un derecho natural de todos los hombres, que es la fuente de todo progreso.
Considerando, en particular, que la asociación de trabajadores es una necesidad de nuestra época, que es una condición de existencia […]
En consecuencia, los mutualistas protestan contra la ley liberticida de asociaciones y declaran que nunca inclinarán la cabeza bajo ese yugo arbitrario y que sus reuniones no se suspenderán nunca. Basados en el derecho más inviolable, es decir, a vivir trabajando resistirán con toda la energía que caracteriza a los hombres libres.82
Las constantes represiones de la década de 1830 dejaron bastante claro que el régimen de la monarquía orleanista era incompatible con el derecho de organización de los trabajadores. Muy pronto, los obreros comprendieron que no habría ninguna transformación en sus condiciones materiales de vida sin que se transformaran los cimientos de la institucionalidad política. Así, la soberanía popular volvía a estar en el centro del tablero político.83 Sin embargo, su defensa no se presentaba como una alternativa ante un régimen sostenido en la libertad de los individuos, sino como su condición de posibilidad. De forma enteramente distinta a lo planteado por Constant, la mal llamada “libertad de los antiguos” se presentaba como la única vía para permitir que “la libertad de los modernos” se ampliara a las clases populares. Y es que, como los hechos no dejaban de constatar, el mantenimiento de un régimen que constantemente arrebataba los derechos políticos a la clase trabajadora les negaba cualquier instrumento para combatir esas formas de dependencia que restringían su libertad (antigua y moderna) en el mundo del trabajo. En uno de los muchos panfletos escritos en la época un tal Marc Dufraisse afirmaba: