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Título
El Autor
El pasaporte amarillo
Caballería maleante
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El Autor

Joaquín Dicenta Benedicto fue periodista, dramaturgo del neorromanticismo, poeta y narrador naturalista español, padre del dramaturgo y poeta del mismo nombre y del actor Manuel Dicenta.
Hijo de un teniente coronel del ejército, nació por pura casualidad en Calatayud cuando su familia se trasladaba de Alicante a Vitoria. En la Tercera Guerra Carlista cayó herido en la cabeza su padre, que a consecuencia del daño cerebral perdió la razón, y la familia volvió a Alicante, donde todavía vivió algunos años el padre enfermo hasta que murió, pues su mujer no quiso hacerlo internar. En esta ciudad pasó su infancia el futuro escritor; allí estudió la educación secundaria junto a Rafael Altamira y Carlos Arniches, aunque otros afirman que en realidad estudió en Madrid con los escolapios de Getafe. El caso es que ingresó en la Academia de Artillería de Segovia, pero fue expulsado de la misma 1878, a causa de su vida bohemia y su afición al alcohol y a las mujeres. Malvivió entonces en los arrabales y ambientes marginales de Madrid, frecuentando aquel tabernáculo de los bajos fondos llamado "La Estufa", intentando estudiar derecho e introduciéndose en los círculos republicanos y demócratas, y experimentó el influjo del socialismo utópico y del Krausismo, y en concreto de Francisco Giner de los Ríos. En Madrid, asimismo, conoció al que sería su gran amigo, el desdichado poeta y periodista Manuel Paso, que fallecería alcoholizado en plena juventud. Colaboró en el periódico El Liberal y publicó sus primeros poemas en la revista Edén.
Estrenó su primer drama en 1888, gracias a la protección de Manuel Tamayo, y escribió numerosas novelas, cuentos y piezas de teatro en prosa y verso. También escribió poesía, aún por recopilar y estudiar, y en su poema Prometeo de 1885 declaró ya su ateísmo. Tras un breve y frustrado matrimonio, la sociedad le marginó a causa de haberse unido a una mujer gitana, la bailaora andaluza Amparo de Triana, que abandonó la profesión para vivir con el altivo, independiente y pendenciero poeta. Su suerte cambió con el éxito internacional de su drama Juan José que, habiendo sido rechazado por la compañía de Ceferino Palencia y María Tubau, llegaría a ser una de las obras más representadas en España antes de la guerra civil. Así, el 11 de noviembre de 1895 recibió un homenaje de los literatos y periodistas madrileños. En 1889, Dicenta fundó con Ruperto Chapí la Sociedad de Autores, entidad precursora de la Sociedad General de Autores y Editores.
También fue concejal del Ayuntamiento de Madrid, cuando en mayo de 1909 resultó uno de los dos concejales republicanos elegidos por el distrito de Latina junto con José María de la Torre Murillo, además de ser el candidato con más votos recibidos en toda la ciudad
Dicenta participó tanto en la creación y fundación como en la redacción de la mayoría de los periódicos y revistas de su época, entre el final del siglo xix y el inicio del xx. Su firma se ha considerado como una de las más conocidas por los lectores y reconocidas por sus colegas, fueran «radicales, conservadores, generalistas o literarios»; de forma paralela, su provocadora obra periodística se cuenta entre las más denunciadas, provocadoras y generadoras de enemigos. Dicenta dirigió dos de las publicaciones más importantes de la época, el diario republicano El País y la revista Germinal.
Su condición de víctima de una vitalidad excesiva, una voluptuosa vida amorosa y una pasión por el riesgo y la lucha casi enfermiza, crearon la leyenda de su personalidad nocturna y aventurera, y la realidad de su ideología y su obra.
El poeta y diplomático Rubén Darío describe así su amistad: “Con Joaquín Dicenta fuimos compañeros de gran intimidad, apolíneos y nocturnos. Fuera de mis desvelos y expansiones de noctámbulo, presencié fiestas religiosas palatinas; teníamos inenarrables tenidas culinarias, de ambrosías y sobre todo de néctares, con el gran don Ramón María del Valle-Inclán”. Azorín y Miguel de Unamuno le censuraron su vida disipada y su afición por frecuentar «los bajos fondos y a los hampones», aunque el primero de ellos —su paisano José Martínez Ruiz— lo definiera como representante de “la pasión popular, el ímpetu, el lirismo romántico y libre”.
También tuvo declarados adversarios como Julio Camba, que tituló ‘Una calamidad nacional’ el artículo que le dedicaba en La Anarquía literaria, en julio de 1905, donde explicaba que “Escribía crónicas brillantes y sustanciosas en El Liberal y competía con Mariano de Cavia en las borracheras”.
Por el contrario, fue elogiado por Ramiro de Maeztu y Pedro de Répide. Eduardo Zamacois dejaría escrito que “La vida de Dicenta es vendaval desatado; el demonio seductor de lo imprevisto guía sus pasos; todo le seduce; sobre sus noches y sus días, el desorden tiene encendida eternamente su lámpara roja”. Precisamente, en el día del estreno de su mayor éxito popular, el drama Juan José, cuenta Zamaois que "Llegó sangrando: alguien le había atizado un par de bastonazos en la cabeza", y añade que a Dicenta le gustaban las peleas. "En su biografía hay puñaladas, un rapto, un suicidio". La definición final de Zamacois: "vanidoso, informal, ilógico, esquivo y cordial. Era la juventud". Otra de sus anécdotas más citadas y ocurrida en una de tantas francachelas nocturnas, cuenta que le cortó a Valle las melenas, y el esperpéntico gallego quedó tan trasquilado que hubo de afeitarse el cráneo (como muestran algunas fotos de la época).
También ha quedado noticia de que organizaba tertulias «todos los sábados en su casa del número 37 de la calle Mendizábal». Reunión de la que habla Zamacois en un artículo en El Diván, mencionando como asiduos contertulios a Valle-Inclán, Ernesto Bark, Antonio Palomero, Ricardo Fuente y Rafael Delorne.
A finales de 1916, volvió gravemente enfermo a Alicante y murió poco después; como ateo confeso, fue enterrado en el cementerio civil de San Blas de esa ciudad levantina, aunque luego fueron trasladados sus restos al cementerio alicantino de Nuestra Señora del Remedio, muy cerca de su buen amigo Antonio Rico Cabot.



El pasaporte amarillo

I
La Judería es, en esta noche, museo de alabastros. Cayó en ella la nieve, y congelándose después; ha realizado el prodigio. Gracias a la nieve parece el barrio miserable, iluminado por la luna, un capricho arquitectónico de gnomos. Los cristales del hielo relumbran como piedras preciosas.
Por encima de esos cristales resbala, con homicida cuchicheo, el viento de la estepa. Refugiado en el quicio de un portalón, próximo a la casa de Isaac, aúlla un perro la muerte.
La familia del anciano judío se agrupa en torno del hogar.
Previamente se mojaron los troncos para que ardiesen muy despacio; las mujeres espolvorean con ceniza las ascuas, a fin de que duren más tiempo. Apenas llamea la leña humedecida, y sus llamas son anémicas, intermitentes. Cuando se desprenden del tronco y flotan por la chimenea, parecen fuegos fatuos. El humo que asciende a la campana dibuja sobre sus paredes frases jeroglíficas.
-Por todos se queja -murmura tristemente el viejo, oyendo a un leño chasquear. ¡Suerte cruel la de nuestra raza -prosigue- en esta Rusia, donde Jehová dispuso que naciéramos!
Isaac deja ir contra el pecho su cabeza de blancas y despeinadas barbas, de pelo que se eriza, a mechones, bajo un casquete renegrido; sus labios se contraen, irónicos, contra unas encías desprovistas de dientes; su gran nariz tiembla por las fosas y sus ojillos relampaguean entre las arrugas de los párpados.
-¡El Padre!... -exclama, tras una pausa que nadie se atreve a interrumpir-. Con tal nombre designan, designamos al zar sus súbditos. ¡Padre quien nos expolia, por mano de sus agentes administrativos, y por mano de sus agentes policíacos, esgrime sobre nuestras carnes el knout!...
-¡Chist! -modula la esposa-. Seguro es que atranqué bien la puerta y que no estamos en casa más que tú, las nietas y yo; pero ciertas palabras, ni a solas deben pronunciarse. En Rusia tiene la soledad oídos.
-Verdad hablas, Raquel -contesta el anciano, mientras su mujer acaricia a las nietas.
-¡Ay! -continúa Isaac-. Si esta vida de miserias y de perpetuo sobresalto fuera únicamente para ti y para mí, no me quejara yo. Viejos somos y la muerte no tardará en ahorrarnos martirios. Tal vez ese perro que aúlla anuncia nuestro fin. Venga cuando Jehová ordene. Pero ellas -añade, poniendo su mirada en las mozas-, son jóvenes y son mujeres. ¿Qué será de ellas al dejar nosotros de ser?
-A la voluntad del Señor queda -responde la más joven de las hermanas-. Él, que nos trajo al mundo, marcará nuestro derrotero. Como supo la abuela compartir contigo escasez e injusticias, sabré yo compartirlas con mi prometido Nathán, cuando me haga su esposa. Siempre, aun en la más horrible existencia, en el más duro sino, hay horas felices. Pocas nos aguardan, llevas razón, abuelo; pero estando juntos yo y Nathán, con las pocas tendremos suficiente. Esas pocas horas felices nos darán resignación para sufrir las muchas horas malas.
-¡Resignación!... -replica la otra hermana, con ironía desdeñosa-. Resignándose y esperando en el verdadero Mesías, que no tiene prisa por llegar, vive nuestra raza va para dos mil años. ¡Ya es esperanza, y ya es paciencia!
-Sobradas serán para ti, que llevas en el corazón el espíritu de la rebeldía.
-Como son cortas para ti, que llevas el de la servidumbre.
Las dos hermanas callan, mirándose hito a hito.
La menor, Sara, es rubia, de ojos berilianos, frente baja y labios sensuales. Falta en ellos el pliegue enérgico de la voluntad, como falta la sangre en su piel de blancura lechosa.
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Débora es morena, de pálido y nervioso cutis; sus pupilas brillan, con firmeza indomable, entre el pestanal, recio y corto; sus labios son finos; alta su frente, dibujada en forma de torre.
-¡Esperar siempre! ¡Siempre resignarse!- dice Isaac, reanudando la conversación. Ochenta años de vida sumo. Al cabo de ellos, ¿qué me aguarda? Si mi existencia se prolonga, aumento de penalidades, que la vejez lo trae; después dé la muerte... ¿Hallaré pago a los sufrimientos de aquí con las dichas del más allá?...
-En blasfemia incurres, si lo dudas -interrumpe Raquel- porque desconfías del Altísimo. A más de ello, no es tan malo nuestro presente. Ruin condición la de los judíos en Rusia; como a casta infame se nos mira; pero nosotros, comparándonos con muchos con vecinos, no debemos quejarnos. Al fin y a la postre tenemos lo preciso a nuestro sostén. Tu comercio, dentro de su modestia, proporciona el yantar, el vestir y el acojo de la familia toda. Nathán es honrado y es hábil; pocos lo ganan en astucia para embaucar compradores. Sara y él nos ayudarán, acreciendo los ahorros hurtados por tu ingenio a las codicias de la Administración.
-No es fácil que descubran el escondite -responde Isaac, mientras sus pupilas chispean-. Bien huroneaban los agentes en el embargo último que hicieron. Huroneo perdido. Mis rublos, y los que legara a estas niñas Josefo, están salvos de inquisiciones. Si muero antes que tú, Raquel, hallarás intacta la porción que en los ahorros te corresponde, como hallarán intacta mis nietas la herencia de su padre.
-De ella quisiera hablar -interrumpe Débora.
-Habla.
-Todos sabéis que, desde muy niña, tuve aficiones al estudio.
-Orgullo eres de nuestra casa y de los maestros a quienes debes tu cultura. El rabino Ezequiel, hombre de gran ciencia, se hace lenguas de ti y afirma que para una mujer de tus méritos no hay en esta ciudad ambiente.
-A eso voy, abuelo; Ezequiel habla bien, no cuando habla de mi sabiduría, cuando asegura que mis aspiraciones no hallan ambiente en la ciudad. Tengo hambre de aprender, de conseguir el último grado en los estudios de mi predilección. Para ello necesito vivir, en una capital universitaria, Petersburgo, Kiew... la que, sea.
-¿Pretendes, hermana, separarte de los abuelos y de mí?
-Para instruirme, para hacerme digna de las esperanzas que pusieron en mí los maestros, para tornar después a vosotros y ayudaros con mi labor. ¿Es la empresa tan ruin?
-Grande y generosa como tú -responde la abuela, cogiendo entre sus manos el rostro de Débora y besando su frente.
-Muchas son -añade el abuelo- tu inteligencia y tu energía. No obstante...
-Concluye.
-Eres mujer. Es muy difícil a mujeres conseguir lo que tú deseas.
-Otras lo consiguieron. No me juzgo con menos voluntad y menos aptitudes que ellas. Para llegar donde ellas, iré a una ciudad universitaria; allí ensancharé y terminaré mis estudios. No es cara la vida en esas poblaciones; yo no me asusto de estar sola. Sólo me precisa dinero. De ahí que recurra a ti suplicándote que me auxilies con un algo de los ahorros que me dejó mi padre en herencia.
-No necesitas suplicar; mandar puedes. Eres, si no por la ley, por mi gusto, dueña de tus acciones. No hallarás en mí obstáculo al logro de tus nobles propósitos. El obstáculo existe en otra ley, distinta a la de la mayoría de edad.
-¿Qué ley?
-La ley de Residencia impide a las hembras judías trasladarse solas a ciudad y barrio distintos de aquellos donde con sus deudos residen.
-Hay forma de evitarla.
-¡Débora!
-La hay y la emplearé.
-¡Hermana!
-¡El pasaporte amarillo! La cédula de...
-Sí.
-¿Olvidas que el pasaporte amarillo sólo se da a las prostitutas; que no más quienes ejercen tan cruel y vergonzosa profesión pueden utilizarlo?
-No lo olvido; pero la cédula de infamia me permitirá ir libremente por todo el imperio. Lo que a otras desdichadas sirve para comerciar con su carne, me servirá para engrandecer y dignificar mi inteligencia. No seré la primer virgen de mi raza que utilizó el afrentoso pasaporte en bien de su cultura.
-Hija mía... Cuando exhibas el papel envilecedor, por envilecida te darán. Si tú propia vas por el mundo mostrando un padrón de deshonra, ¿quién verá tu honradez?
-Dios, que entra en las almas.
-Oye.
-Mi resolución es inquebrantable.
-Dueña eres de ti -replica Isaac, tras una pausa-. Mi deber es decirte los peligros a que te expones.
-Lo sé, y no los temo. Digna de vosotros tornaré a este hogar, cuando torne. Espero en la voluntad de Dios y en la mía. Con ellas triunfaré.
Puesta en pie, erguido el busto, echada atrás la valiente cabeza y desafiando con los ojos el porvenir, es la virgen reencarnación de su par en nombre, «la mujer fuerte de la Biblia».
-Sea como tú quieres y como decrete el Señor -dice solemnemente Isaac, imponiendo sus manos sobre los cabellos de Débora.
El can, refugiado en el quicio del portalón, sigue aullando la muerte.
II
Terminadas las vacaciones, regresó Débora a la población universitaria donde fijara su residencia estudiantil.
Vivía en uno de los barrios extremos. Allí alquiló un pisito, amueblado con gran modestia.
Componíase de tres habitaciones. La más grande, es decir, la menos pequeña, servía de sala para recibir, de comedor y estudio. Junto a ella estaba la cocina, dedicada por Débora, que comía fuera de casa, en un económico fondín, a cuarto de aseo: un tocadorcito, un baño y el limpio chorrear de una fuente justificaban el nuevo destino de la pieza.
La alcoba era un primor con sus blancos y replanchados lienzos, con su cama, de exiguas proporciones, justamente capaz al solo reposo de un cuerpo. Siempre se veía algún libro sobre la mesita de noche.
En una arquilla, próxima a la ventana, guardaba sus papeles la joven. Entre éstos amarilleaba la cédula afrentosa. Cuando ponla en ella los ojos o, sin querer, la rozaban sus dedos, contraíase angustiosamente el rostro de Débora. Las ocasiones en que era forzada a presentarse en la Comisaria, para visar su pasaporte, le significaban un martirio.
Y gracias a tocarle en suerte, durante el primer curso, un funcionario bondadoso y discreto, se libró en tales visitas de interrogaciones vergonzosas; pero no evitaba las sonrisas mortificantes, los cuchicheos despectivos, las miradas lúbricas y el torpe requebrar de los empleados inferiores.
Débora vivía a lo estudiante, como casi todas sus compañeras. Iba por la mañana a la Universidad, donde tomaba apuntes, oyendo las explicaciones del profesor; paseando con sus amigas, aguardaba la hora de comer, y, luego de hacerlo, se metía en su casa para repasar las lecciones o para escribir a su familia, labor grata, cumplida por la joven sin pérdida alguna de correo.
Los domingos abrían en esta existencia monótona un alegre paréntesis.
Hacia excursiones al campo, acompañada de estudiantes, hembras y varones, cuando era el tiempo bonancible; cuando no, distraía sus horas en cualquier teatro o espectáculo honesto.
-Nunca faltaba a tales excursiones o divertimientos Miguel, y eso que no era él estudiante, sino tenedor de libros en un afamado comercio.
Conociéronse Miguel y Débora en la fonda donde ella se abonara a comer. Parroquiano más viejo el tenedor de libros, tenía costumbre de asentar en una mesa próxima al mostrador; escogió Débora la inmediata, que, por hallarse cerca de una puertecilla contigua al portal, permitía a la joven entrar por él directamente, a salvo de curioseos importunos.
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