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Pero, ¿qué es eso del transhumanismo o del posthumanismo para que suponga tal giro copernicano, tal punto de inflexión en la historia de la humanidad? ¿Cuáles son sus propuestas para auspiciar un cambio tan radical en la vida humana? ¿De qué progreso científico y desarrollo tecnológico se trata?
No es lo mismo decir transhumanismo que decir posthumanismo. El primero es una especie de puente hacia el segundo. El transhumanismo es ese tramo laboral y temporal que la ciencia y la técnica deben recorrer para dar paso al advenimiento del posthumanismo. El transhumanismo es lo provisional; el posthumanismo es lo definitivo, si es que cabe hablar de lo definitivo. Lo que sí será definitivo, según las promesas del transhumanismo, será la superación de eso que hasta ahora se ha llamado el humanismo, cristiano o no cristiano. El humanismo, incluso el más moderno e ilustrado, será superado por el posthumanismo.
Después del transhumanismo vendrá el posthumanismo. Como el propio nombre indica, el posthumanismo supone el paso de la humanidad hacia una etapa radicalmente nueva. Se puede hablar de la «nueva humanidad», de la «posthumanidad», pero siempre metafóricamente, puesto que la humanidad que conocemos habrá desaparecido. Será un nuevo estadio que apenas podemos imaginar, puesto que no tenemos experiencias que nos permitan imaginarlo y definirlo. En este sentido, se puede afirmar que ni siquiera es posible proyectarlo y diseñarlo. El progreso científico y el desarrollo tecnológico nos irán llevando de sorpresa en sorpresa. En buena lógica los transhumanistas más radicales consideran que incluso se dejará de hablar de la humanidad. Pues lo que aparecerá en el posthumanismo será otra cosa distinta a lo que actualmente entendemos por humanidad.
¿Podemos imaginar un cambio más radical que el que supone para una persona el hecho que su identidad (conciencia, conocimientos, experiencias, recuerdos...) sea copiada y cargada (uploading) en un mega ordenador, liberándola del sustrato biológico, algo así como mandar esa identidad a la nube? ¿Podemos imaginar siquiera cuál será la consciencia que el futuro sujeto puede tener de su identidad? ¿Es posible imaginarse qué género de humanidad o post-humanidad será esa? Es solo un ejemplo de los cambios radicales que el transhumanismo pronostica para la etapa definitiva del posthumanismo.
De entrada, el transhumanismo ve ese futuro muy positivamente, muy prometedor. De hecho, el símbolo utilizado para nombrar el fenómeno del transhumanismo es el signo más (+). El símbolo que se utiliza ya para abreviar los términos transhumanismo o posthumanismo es H+. El símbolo aparece en la portada del Manifiesto transhumanista.
Las aspiraciones del transhumanismo evocan el lema olímpico, pronunciado por el barón P. de Coubertin en las primeras olimpíadas modernas celebradas en Atenas e ideado por el fraile dominico Henri Didon: «Citius, altius, fortius» ( más rápido, más alto, más fuerte). El transhumanismo apunta a unas metas más rápidas, más altas, más fuertes. Más, más, más...; no cabe el menos, no cabe la marcha atrás. O quizá ya ni siquiera es posible el stop. Sucede con el progreso científicotécnico lo mismo que está sucediendo hoy en día con los récords deportivos o con toda clase de récords Guinness. No hay lugar para el stop, para establecer una meta, para declarar un final. E. Fromm llamó a esta carrera de las marcas y los récords la búsqueda del predominio de la cantidad sobre la calidad. El ideal de la cantidad parece haberse impuesto al ideal de la calidad. Por el contrario, Stuart Mill pedía que se perfeccionara «el Arte de la vida» y se abandonara o se dejara de estar absorbidos por «el Arte de ponerse a la delantera».
Quizá se está volviendo realidad el conocido cuento del «aprendiz de brujo». Un mago aconseja a un perezoso y atolondrado ayudante que cuide su castillo y su laboratorio. El muchacho, impulsado por la pereza y la curiosidad, pronuncia las palabras mágicas y da vida a la escoba y al balde, para que le ahorren el trabajo de barrer y fregar. La escoba y el balde comienzan a moverse. El aprendiz de brujo pierde el control de la situación. No encuentra la fórmula para parar a la escoba y al balde y se produce el gran desastre, ya el agua le llega hasta el cuello. Menos mal que el mago llegó a tiempo de parar el desastre y salvar la situación. La reprimenda fue fuerte, porque la irresponsabilidad había sido grande y el peligro, mortal. Esta fue la recomendación del mago maestro: «Antes de aprender magia y hechicería deberías aprender a ser responsable».
Ya no se trata de la confrontación entre la magia y la responsabilidad. La ciencia y la tecnología no entienden de magia y superstición. Se mueven con unos criterios muy prácticos y muy utilitarios. El verdadero problema que plantea el desarrollo científico y tecnológico actual es de otro tipo. Se trata, sobre todo, de confrontar y armonizar las posibilidades científico-técnicas y las exigencias de la ética. Se trata de armonizar posibilidad y conveniencia.
Un gran desafío para la humanidad en este momento es armonizar el progreso científico-técnico con las exigencias de la ética. Este es un problema que hoy tiene planteado la humanidad: si dispone de ética suficiente para gestionar y controlar las posibilidades científicas y técnicas, para manejar el progreso de forma que pueda garantizar una humanidad siempre mejor. Si la responsabilidad y la ética no son suficientes para mantener bajo control el progreso científico y tecnológico, el desastre puede ser muy grande, el agua nos llegará al cuello y es posible que no aparezca ningún mago maestro a tiempo para salvarnos. Porque ya no bastarán los gritos del aprendiz pidiendo auxilio. Ni bastará la voluntad de un maestro decidido a parar el progreso, a parar la escoba y el balde. Sencillamente ni los gritos de auxilio serán oídos, ni el maestro mago podrá parar el progreso.
Pero, ¿tan copernicano es este giro? Lo es ciertamente desde el punto de vista de las posibilidades de la ciencia y la técnica. ¿En tal punto de inflexión estamos? Depende, en buena medida, de la responsabilidad ética de científicos y técnicos. Pero para enfrentar tamaños desafíos no basta la responsabilidad de científicos y técnicos. Se necesita también la responsabilidad política de los líderes mundiales. Se necesita el concurso de pensadores, educadores, líderes políticos y económicos... y de toda persona que pueda ayudar a clarificar y sostener esa responsabilidad ética. Se necesita lúcido discernimiento, porque es preciso tomar decisiones de hondo calado teniendo en cuenta todos los aspectos de la vida humana.
Vistas las dimensiones de esta problemática, conviene hacer una reflexión previa sobre las actitudes a adoptar ante este «giro copernicano» que supone la propuesta del transhumanismo.
Conviene partir del supuesto de inocencia tanto en los defensores como en los críticos de dicha propuesta transhumanista. Unos y otros buscan lo mejor para la humanidad, una verdadera mejora de la humanidad. Asunto distinto es quién esté más acertado y en qué medida. En todo caso, no es poco adentrarse en la meditación sobre el transhumanismo partiendo del supuesto de inocencia o de buena voluntad.
El Manifiesto transhumanista insiste en este propósito bienintencionado de contribuir a la mejora de la humanidad. Promete luchar contra el envejecimiento y las limitaciones humanas, contra la psicología indeseable y el sufrimiento. Promete utilizar las nuevas tecnologías en provecho de la humanidad, para ampliar las capacidades mentales y físicas, para mejorar la vida de las personas. Augura potenciales beneficios para la humanidad. Advierte contra el peligro del mal uso de las nuevas tecnologías. Defiende el bienestar de toda conciencia y asume muchos principios del humanismo laico moderno. Todos estos propósitos hablan en favor de la recta intención de poner la ciencia y la técnica al servicio de la humanidad. Desde estos propósitos es normal que denuncien la «tecnofobia» de quienes se oponen sistemáticamente a todo progreso científico-técnico.
El supuesto de inocencia significa, en primer lugar, que los defensores del transhumanismo están verdaderamente interesados por la mejora de la humanidad, como repiten sin cesar al señalar el objetivo del transhumanismo. Se da por supuesto esta buena intención y buena voluntad en todos o en la casi totalidad de los investigadores y especialistas de las nuevas tecnologías. En general, solo pretenden inventar para mejorar, hacer nuevos descubrimientos para mejorar las condiciones de la vida humana. Este propósito tiene ya un gran valor ético y merece reconocimiento y gratitud.
Es cierto que algunas aplicaciones del progreso científicotécnico pueden ser discutibles de entrada. Todo desarrollo tecnológico padece cierta ambigüedad. Los mismos instrumentos que permiten identificar y eliminar nuevas enfermedades pueden ser utilizados por ejércitos o por terroristas para provocar enfermedades terroríficas. Por ejemplo, en el ámbito de la defensa, algunas investigaciones están destinadas a la destrucción del enemigo. Algunas de las tecnologías punta de la última generación se han desarrollado precisamente en el ámbito militar. El desarrollo de la nanotecnología puede permitir enviar moscas biónicas espías a cualquier rincón, cueva o campamento enemigo. O puede crear escáneres capaces de leer el pensamiento de la persona escaneada. Muchas de las aplicaciones de los nuevos descubrimientos científicos y de las nuevas tecnologías aireadas por el transhumanismo están destinadas a la defensa. DAPRA son las siglas para designar la Agencia de Proyectos avanzados de investigación para la defensa. Se trata de un organismo militar destinado a la defensa que tiene muy en cuenta y recurre a los nuevos descubrimientos de la ciencia y las nuevas posibilidades tecnológicas.
En este caso el uso de la ciencia y de la técnica tiene como propósito la defensa y la mejora humana de algunos, con el riesgo del deterioro de las condiciones de vida de otros o incluso con el riesgo de su destrucción. Es lo que está sucediendo en las permanentes guerras, declaradas y no declaradas, que continúan justificándose con el mito de la defensa y que siguen produciendo infinidad de víctimas y enorme sufrimiento.
Pero estas aplicaciones bélicas no son necesariamente responsabilidad de los científicos o los técnicos. La gran mayoría de los investigadores no esperan que sus descubrimientos sean utilizados para estos fines. Son más bien responsabilidad de quienes hacen uso de la ciencia y la técnica para un propósito belicista. Lo que está en juego aquí en un primer plano no es, pues, la ética de los científicos y técnicos, sino la responsabilidad ética de quienes usan la ciencia y la tecnología con propósitos bélicos. El uso del progreso científico y tecnológico con estos propósitos agranda el tradicional o eterno problema de la ética de la guerra. El asunto de la guerra ha sido desafío eterno y central para la ética.
No es cierto que la tecnología sea éticamente neutral, como pretenden algunos transhumanistas. Desde su propósito inicial tiene motivaciones y objetivos que la califican éticamente. Pero no se debe demonizar y condenar la ciencia y la técnica pensando en la catástrofe de Hiroshima o en las atrocidades de la guerra. No se debe demonizar el transhumanismo y a sus representantes pensando en los usos perversos que se pueden hacer de los avances científico-técnicos. No está justificada la tecnofobia simplemente porque la técnica puede ser mal utilizada.
El ser humano es un animal tecnológico por naturaleza y por necesidad. Su trabajo está relacionado con la tecnología, desde la más elemental hasta la más avanzada. Como decía Hegel, el trabajo permite al espíritu apropiarse del mundo y permite al ser humano liberarse de muchas esclavitudes. La tecnología es inteligencia práctica o aplicada. Por eso no es justificable la existencia y la actuación de grupos «ecoextremistas o anarquistas salvajes» dedicados a realizar atentados contra científicos y centros de investigación para impedir lo que ellos llaman la «híper-civilización». Dichos grupos suelen estar inspirados por numerosos mitos que pueblan el pasado de la humanidad: el Edén o el jardín de las delicias, el paraíso perdido, la inocencia original o la naturaleza pura, el buen salvaje... Amparados en esos mitos muestran un rechazo visceral a la civilización, al progreso, a la industria, a la ciudad...
Hay ocasiones en las cuales incluso el mejor uso de la ciencia puede dar lugar a resultados imprevistos y no deseados. Un ejemplo muy concreto puede ilustrarlo. Hace algunos años un periódico de Hong Kong ofrecía la siguiente noticia: El progreso de la oſtalmología había conseguido, mediante una intervención quirúrgica, que un ciego de nacimiento llegara a un grado razonable de visión. Pero lo sensacional de la noticia era esto: después de algunas semanas, el ciego que había comenzado a ver se suicidó y dejó una nota explicativa de su decisión. La nota decía así: «He decidido terminar con mi vida, porque este mundo que estoy viendo me ha decepcionado, no es el mundo que yo siempre había imaginado y soñado».
¿Acaso se debe atribuir la responsabilidad de este suicidio a quienes llevaron el progreso de la oſtalmología hasta ese nivel de desarrollo o incluso a quienes realizaron la intervención quirúrgica? Quizá la responsabilidad por tal suicidio hay que achacarla a quienes han o hemos contribuido a crear un mundo tan decepcionante. Incluso pueden tener parte de responsabilidad quienes alimentaron en aquel ciego unas expectativas desproporcionadas de felicidad a través de la educación o deseducación. Uno de los problemas de la educación en esta sociedad del bienestar e incluso en las sociedades del malestar es que se ha olvidado aquel principio tan elemental formulado por Stuart Mill: «No se debe esperar de la vida más de lo que puede dar».
Si pretendiéramos evitar todo uso perverso de los descubrimientos científicos y de las tecnologías, el recurso más eficaz sería eliminar la ciencia y la tecnología. Supondría una vuelta a la era de las cavernas. Hace apenas unos días tuvo lugar un accidente de tráfico en el que murieron tres personas. La investigación sobre las causas del accidente arrojó los siguientes resultados: La velocidad del vehículo en el momento del accidente era de 230 km por hora, una rueda reventó y el conductor perdió totalmente el control del vehículo. ¡Normal a esa velocidad! ¿Tuvo la culpa de este accidente el inventor de la rueda? Incluso podemos preguntarnos más: ¿Tuvo la culpa de ese accidente la compañía que fabricó un vehículo capaz de conseguir esa velocidad? Son miles y quizá millones los conductores que utilizan las mismas ruedas y la misma marca de vehículo y no corren el mismo riesgo. El principal problema, pues, no está en las ruedas ni en la potencia del vehículo, sino en la sensatez y la disciplina del conductor que lo utiliza.
Es cierto que en científicos y técnicos acechan siempre dos grandes tentaciones, aunque en verdad lo mismo sucede en otros ámbitos de la vida y en personas que no se consideran ni científicos ni técnicos.
En primer lugar, está la tentación de la insaciable curiosidad humana. Esta es una tentación incrustada en la misma naturaleza humana. Todos tenemos algo de aprendices de brujo. Unas personas controlan esa tendencia más y otras no la controlan tanto. Pero siempre está esa aspiración a conseguir más y más, de subir «más rápido, más alto, más fuerte». Es la natural curiosidad por lo nuevo, lo desconocido, lo misterioso. Esta debe ser una tentación enorme en los grandes científicos e investigadores, para quienes cada nuevo paso en la investigación supone una enorme puerta hacia nuevos misterios de la naturaleza. No debe ser nada fácil controlar esta curiosidad convertida en una verdadera pasión. En este sentido, es comprensible la curiosidad y la ansiedad que habitan e incitan ciertas propuestas del transhumanismo. Explican, pero no justifican algunos proyectos transhumanistas.
Además, la tentación de la curiosidad está hoy alimentada o, por lo menos, va acompañada de la competitividad. Aquí se dan la mano la política y la economía para azuzar la pasión por el progreso científico y tecnológico. A nadie se le oculta hoy que el primer y principal poder de las personas y de los pueblos es el conocimiento. Desde Bacon se viene repitiendo: «Conocer es poder». Quizá nunca se había visto tan clara la verdad de esta afirmación. Quien llega primero a la información y se apodera del conocimiento tiene todas las de ganar en política y en economía. Por eso la competencia hoy es brutal y, para algunas personas e instituciones, no conoce límites éticos. Manda en la geopolítica. Manda en la economía.
La presión ejercida hoy por la política y la economía sobre científicos y técnicos es enorme. La necesidad de ser punteros en ciencia y tecnología se antepone a las consideraciones éticas. Por consiguiente, en cierto sentido el problema ético está más de la parte de los líderes políticos y económicos que de la parte de los científicos y los técnicos. Esto no dispensa a científicos y técnicos de toda su responsabilidad.
Un ejemplo bastante claro de esa competencia lo tenemos en el ámbito de la salud. Una cosa tan sagrada como la salud de las personas se ha convertido para algunos en un inmenso mercado. La investigación biomédica es una poderosa herramienta comercial. Los intereses económicos pueden pervertir los valores más sagrados de cualquier profesión, aunque sea a costa del bienestar de los individuos y de los pueblos. En el ámbito de la farmacología y de las tecnologías sanitarias se han dado casos verdaderamente escandalosos. Están a veces de por medio gigantes tecnológicos y económicos como los llamados GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple), Microsoſt , Twitter... En este momento de la pandemia a causa del coronavirus se puede constatar un enorme movimiento inspirado por intereses económicos.
En segundo lugar, está la tentación de ignorar las consecuencias de los propios descubrimientos. Llevado de la insaciable curiosidad, del ansia de atravesar la siguiente frontera, de la necesidad compulsiva de progresar un paso más, de la necesidad de adelantarse al vecino, el científico puede olvidarse de calcular las consecuencias de sus descubrimientos. Aquí se juntan dos hechos contrastantes.
Por una parte, está la enorme dificultad para conocer todas las consecuencias de un nuevo descubrimiento y todos los posibles usos que se puedan hacer del mismo. ¿Quién puede adivinar el uso futuro que se puede hacer de los nuevos descubrimientos científicos y de las nuevas posibilidades tecnológicas? Si ya es difícil prever las consecuencias de cualquier acción humana elemental, ¿cuánto más difícil es prever las consecuencias de los nuevos descubrimientos científicos y tecnológicos? Alguien ha dicho que, si debiéramos estar seguros de las consecuencias de nuestras acciones, el mundo entero se paralizaría. Tiene toda la razón. Pero, al menos, es cuestión de responsabilidad ética prever el mayor número de consecuencias y sobre todo las consecuencias más trascendentales para la vida propia y ajena.
No es ninguna novedad afirmar la ambigüedad del progreso. Ya lo avisaba la figura de Glauco, el pescador de Beozia, al que alude Dante en la Divina Comedia. «Una vez consumida la hierba de la inmortalidad, se transformó en una especie de monstruo con la cola de pez y fue rechazado por la hermosa ninfa Escila, de la que estaba enamorado». Pero ese doble rostro del progreso no invita necesariamente al rechazo del mismo; invita más bien a la precaución y a la responsabilidad.
En este sentido, es muy importante prestar atención a lo que se ha llamado la ética preventiva o profiláctica. Durante mucho tiempo la ética se consideraba una herramienta adecuada para analizar los hechos ya consumados y sus consecuencias. Era una buena herramienta para «el examen de conciencia» a posteriori. Pero esa ética hoy no nos es suficiente. La magnitud del progreso científico y las posibilidades del progreso tecnológico son tan elevadas que pueden poner en riesgo la supervivencia de la misma especie humana. Por eso, no hay que esperar a que sucedan los acontecimientos para analizarlos éticamente. Sería demasiado tarde. Ya no habría sujeto para hacer «el examen de conciencia». Hay que adelantarse a los acontecimientos. Hoy es necesaria una ética preventiva o profiláctica para evitar las catástrofes antes de que sucedan.
Esta ética preventiva debe tomar muy en serio las advertencias hechas por pensadores muy reconocidos. U. Beck ha definido en este sentido la sociedad actual como la «sociedad del riesgo» y ha calificado este riesgo como «riesgo global o generalizado». Ya no se trata de algunos puntos negros en la autovía. Es toda la autovía la que está minada y supone un riesgo permanente. Y H. Jonas ha invocado el «principio de responsabilidad» para enfrentar la amenaza que suponen las posibilidades de la técnica moderna. J. Habermas ha ido más allá hasta hablar de la necesidad de una «ética de la especie» para enfrentar el riesgo de una virtual lesión a la misma dignidad humana.
La ética preventiva o profiláctica obligaría a suspender la investigación cuando hay seguridad de que algún descubrimiento puede tener efectos catastróficos para la especie humana. Está claro que este criterio no sirve para aquellos transhumanistas que aspiran a dejar atrás cualquier humanismo y a implantar el posthumanismo. Aquí comienza el disenso entre los mismos científicos. Pero incluso aquellos que no están dispuestos a frenar la investigación lo hacen por convicción y con la mejor intención. No hemos de pensar que los científicos buscan y disfrutan las consecuencias perversas de sus descubrimientos. La gran mayoría de ellos solo desean que esas consecuencias nunca tengan lugar y que nadie use sus descubrimientos para dañar a esta humanidad. De nuevo hay que partir del supuesto de inocencia para no demonizar la ciencia ni la técnica, para no demonizar de entrada a los defensores del transhumanismo y del posthumanismo. La tecnofobia por sistema es una patología.
Pero tampoco se debe demonizar a los críticos del transhumanismo por el simple hecho de que cuestionen algunas de sus propuestas. También aquí hay que partir del supuesto de inocencia. También los críticos del transhumanismo desean y procuran la mejora de la humanidad. También los defensores de una ética preventiva y profiláctica están interesados en las mejoras de la humanidad. Tienen derecho a denunciar una «tecnofilia» desproporcionada, una confianza absoluta en la ciencia y en la técnica. Hasta el mismo Manifiesto transhumanista advierte sobre este peligro: «Por otra parte –afirma–, también sería trágico que se extinguiera la vida inteligente a causa de algún desastre o guerra ocasionados por las tecnologías avanzadas».
La ciencia y la técnica, como cualquier actividad humana, necesitan control y disciplina para mantenerse al servicio de objetivos y propósitos legítimos, convenientes, beneficiosos para la humanidad. Más que nunca, dado su enorme poderío, hoy la ciencia y la técnica necesitan ser controladas y orientadas por la ética. Quienes ponen las exigencias éticas por encima de las posibilidades científicas y técnicas no deben ser demonizados. Están en su derecho. Les acredita la recta intención de buscar el bien de la humanidad y prevenir contra cualquier daño a la humanidad.
Entre los mismos científicos algunos de reconocida autoridad expresan mucha precaución sobre algunos proyectos de investigación y sobre un uso demasiado alegre de sus resultados. Se trata de personas que conocen bien los niveles actuales del progreso científico y tecnológico y precisamente por eso expresan esa precaución. No comparten el exagerado entusiasmo que manifiestan algunos representantes del transhumanismo en relación con algunas propuestas transhumanistas. No desautorizan de raíz todas las propuestas transhumanistas, pero sí recelan de algunas de ellas o porque las consideran inviables e imposibles de realizar o porque prevén que acarrearán consecuencias perversas para la humanidad.
Fuera del ámbito de las ciencias experimentales hay pensadores de notable autoridad que también se mantienen críticos frente a algunas propuestas del transhumanismo. Son pensadores del área de la antropología, de la psicología, de la sociología y las ciencias afines. Y también autores dedicados al estudio de la filosofía, de la teología, de las ciencias de la religión. Es decir, se trata preferentemente de personas dedicadas con ahínco a reflexionar sobre la identidad del ser humano, sobre el sentido y el destino de la existencia humana. Es decir, se trata de personas que se mueven en ese ámbito tan extraño para muchos científicos y técnicos como es el ámbito de la sabiduría, en el que el ser humano se juega el mundo del sentido. El salto de la ciencia a la sabiduría es para muchas personas un salto mortal, pero para otras es un verdadero salto vital. Nada vale la pena si no tiene sentido.






