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4 Íd., ibíd., p. 596, 10.
5 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 596, 8.
6 Íd., ibíd., p. 596, 12.
7 Íd., ibíd., p. 596, 6.
8 Íd., ibíd., p. 617, 195.
9 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 596, 6.
10 Íd., ibíd., p. 596, 6.
11 Íd., ibíd., p. 596, 9.
12 Íd., ibíd., p. 596, 6.
13 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 612, 147.
14 Íd., ibíd., p. 596, 6.
15 Íd., ibíd., p. 596, 7.
16 Íd., ibíd., p. 597, 14.
17 Íd., ibíd., p. 597, 15.
18 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 596, 7, 14.
19 Eso no quiere decir que Mariana sea crítico con todas las disposiciones de las Constituciones ignacianas. En absoluto. Respecto de la educación de los novicios exige atenerse a ellas y critica las nuevas prácticas, demasiado contemplativas, teóricas y especulativas, frente a la dimensión práctica y militantes que tenían las disposiciones originales. Cfr. todo el capítulo 5, 599-601, donde de nuevo vuelve a insistir sobre el problema de la especulación como deformación de la Compañía. Este asunto es más grave de lo que parece, como veremos.
20 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 596, 10.
21 Íd., ibíd., p. 596, 9.
22 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 614, 163.
23 Íd., ibíd., p. 597, 18.
24 Íd., ibíd., p. 597, 20.
25 Mostaccio, S., Early Modern Jesuits between Obedience and Conscience during the Generalate of Claudio Acquaviva, Routledge, 2016.
26 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 598, 24.
27 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 598, 24.
28 Íd., ibíd., p. 597, 19.
29 Íd., ibíd., p. 598, 24.
30 Íd., ibíd., p. 598, 26.
31 Íd., ibíd., p. 598, 27.
32 Íd., ibíd., p. 699, 33.
33 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 599, 34.
34 Íd., ibíd., p. 599, 37.
35 Íd., ibíd., p. 599, 37.
36 Íd., ibíd., p. 600, 45.
37 Íd., ibíd., p. 601, 47.
38 Íd., ibíd., p. 601, 48.
39 Íd., ibíd., p. 604, 76.
40 Íd., ibíd., p. 604, 81.
41 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 605, 90.
42 Íd., ibíd., p. 605, 90.
43 Íd., ibíd., cfr. p. 614, 165.
44 Íd., ibíd., p. 605, 92.
45 Íd., ibíd., p. 605, 93.
46 Íd., ibíd., p. 600, 96.
47 Íd., ibíd., p. 606, 97.
48 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 607, 106.
49 Íd., ibíd., p. 608, 115.
50 A lo que Mariana destina todo el capítulo XIV, dedicado a los premios y castigos, a la promoción de la igualdad mal entendida, a la falta de predicadores destacados y a la pérdida de relevancia de los letrados. Cf. Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 608-609.
51 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 606, 100.
52 Íd., ibíd., p. 607, 109.
53 Íd., ibíd., p. 607, 109.
54 «En la Compañía ni voz activa ni pasiva tienen los particulares en los cargos»; Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 607, 107.
55 Íd., ibíd., p. 607, 107.
56 Íd., ibíd., p. 607, 110.
57 Íd., ibíd., p. 612, 149.
58 Íd., ibíd., p. 608, 118.
59 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 609, 128.
60 Íd., ibíd., p. 596, 11.
61 Íd., ibíd., p. 610, 132.
62 «Por todas las historias se ve que siempre ha tenido por buen gobierno que haya a sus tiempos juntas de las cabezas de la república. Los buenos reyes y emperadores han favorecido siempre este gobierno, así bien como los no tales han echado por diferente camino. Yo no sé que jamás haya habido ciudad ni reino que se haya tenido por bien gobernado sin que en él haya concejo y ayuntamiento público de las cabezas, sus concesos ordinarios y sus Cortes a sus tiempos. Esto depende de la trabazón que tiene la monarquía con la aristocracia, que es el ayuda y consejo de los principales»; Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 610, 131.
63 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 613, 158.
64 Íd., ibíd., p. 613, 158.
65 Íd., ibíd., p. 611, 143.
66 Íd., ibíd., p. 611, 142.
67 Íd., ibíd., p. 611, 142.
68 Íd., ibíd., p. 611, 145.
69 Íd., ibíd., p. 614, 162.
70 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 110, 136.
71 Íd., ibíd., p. 615, 175.
72 Íd., ibíd., p. 612, 151.
73 Íd., ibíd., p. 613, 117.
74 Mariana, J. de, Discurso de las cosas de la Compañía, ob. cit., p. 617, 195.
JUAN DE MARIANA Y LA CIENCIA
Carlos M. Madrid Casado
El objetivo de esta ponencia es analizar el sintagma «Juan de Mariana y la ciencia», pero quizá, como cuestión preambular, debamos argumentar la pertinencia del enunciado titular, ya que en ciertos oídos puede sonar igual de anacrónico que «Juan de Mariana y la aviación» o «Juan de Mariana y la red de metro». En otras pala-bras, creemos que el tema que tenemos entre manos no es gratuito ni tangencial, y vamos a comenzar justificando su importancia.
I
Para ello, vamos a considerar las dos ideas que aparecen en el título y las diferentes posibilidades lógicas que se dan en el momento de hilvanarlas, de combinarlas: o bien no hay intersección (no hay ninguna relación entre el padre Mariana y la ciencia), o bien hay intersección, ya sea parcial (hay alguna relación entre el padre Mariana y la ciencia) o total (la idea del padre Mariana está contenida en la idea de ciencia, en el sentido de que el padre Mariana se reduciría a la condición de científico, descartada la reducción inversa; esto es, que la idea de ciencia estuviera contenida en la idea del padre Mariana, lo que parece absurdo).
Tenemos, por un lado, la idea que nos hagamos de Juan de Mariana (1536-1623 o 1624), una idea que precisamente el presente congreso internacional trata de analizar bajo el rótulo «La actualidad del padre Juan de Mariana». Me interesa señalar que ya la convocatoria del congreso delimita la figura de Juan de Mariana al describirlo como jesuita, teólogo, filósofo, historiador y economista. Una rapsodia o lista de lavandería que es lugar común en entradas biográficas o enciclopédicas, donde además se resalta que ejerció como profesor en Alcalá, Roma y París. Por de pronto, Jaime Balmes le describiría en el siglo XIX como consumado teólogo, latinista perfecto, literato brillante, estimable economista y político de elevada previsión.1
Por otro lado, tenemos la idea de ciencia. Desde las coordenadas del materialismo filosófico de Gustavo Bueno (1995), podemos distinguir cuatro modulaciones de «ciencia», a saber: (i) ciencia como saber hacer, cuyo escenario sería el taller (estamos hablando de la ciencia del herrero o del carpintero, de las técnicas); (ii) ciencia como sistema ordenado de proposiciones derivadas de principios, cuyo escenario sería la academia o escuela (hablamos tanto de la geometría euclídea como de la física aristotélica o la teología escolástica); (iii) ciencia como ciencia positiva, cuyo escenario es el laboratorio (la mecánica, la química, la biología, etc.); y (iv) ciencia como extensión de la ciencia positiva a la ciencia humana (la antropología, la lingüística, la economía, la historia, etc.).
II
De acuerdo con esta clasificación, la posibilidad de relacionar a Juan de Mariana con la ciencia pasaría, en una primera y apresurada interpretación, por conectar su figura con la cuarta acepción de ciencia, ensalzando su papel como historiador (ligado a la Historiae de rebus Hispaniae, 1592) y, en especial, como economista (en De rege et regis institutione ad Philipum III, 1598, y más expresamente en De monetae mutatione, 1609). Precisamente, esta es la apuesta que diversas instituciones vinculadas a la Escuela Austríaca de economía —como el Instituto Juan de Mariana o la Universidad Francisco Marroquín— hacen siguiendo a Hayek, a Rothbard y a una discípula del primero, Grice-Hutchinson, quienes señalaron el origen continental y católico del liberalismo clásico, cuyas raíces estarían antes en España que en Escocia, más en los jesuitas que en los protestantes.2 Los escolásticos y los arbitristas vinculados a una Escuela de Salamanca de fronteras borrosas habrían sido los primeros en intuir el orden económico tras el mundo moderno. No en vano, al recoger el Premio Nobel de Economía de 1974, Hayek mencionó en su discurso a Luis de Molina y a Juan de Lugo, entre otros escolásticos, por cuanto habrían formulado la teoría subjetiva del valor —opuesta a la teoría del valor-trabajo que harían suya Smith, Ricardo y Marx— al mantener que el trigo se estimaba más en las Indias que en España a pesar de que su naturaleza era la misma en ambos lugares, así como que el justo precio o pretium mathematicum solo Dios podía saberlo.
Los economistas austríacos o liberales suelen ponderar la genialidad de Mariana en el campo de la economía durante el Siglo de Oro poniendo de relieve ciertas lecciones entresacadas de las obras del jesuita que tendrían plena vigencia. Por ejemplo: su defensa del derecho natural, de la propiedad, de la libertad y de la soberanía del pueblo (que de Dios pasaría, a través del pueblo, al rey), vinculada a su alegato del tiranicidio (que conllevaría que su libro de 1598 fuese quemado públicamente en París en 1610, así como que, según una aventurada hipótesis, la figura femenina que personificó la Revolución francesa fuese llamada Marianne); pero también su denuncia del maquiavelismo, de la razón de Estado y de la corrupción política (verbigracia, en la adulteración del dinero). Algunos incluso vislumbran en su póstumo Discurso sobre las cosas de la Compañía de Jesús una crítica a la ingeniería social.
En concreto, analizando el Tratado y discurso sobre la moneda de vellón (traducción al español hecha de su propia mano del publicado en latín en Colonia, 1609), los economistas austríacos o liberales subrayan la defensa de la propiedad privada de los vasallos ante el rey que hace Mariana. El rey no puede imponer impuestos sin el consentimiento del pueblo, ni obtener ingresos extra rebajando el contenido metálico de la moneda (la gallina de los huevos de oro de la época, pues se daba moneda de cobre por plata —la moneda de vellón—, lo que aumentaba los precios, la inflación). Y Mariana recomendaría, dicen, limitar el gasto público, mejor dicho, que la casa real gastase menos (el matiz no es, como tendremos ocasión de ver, baladí). Para Mariana, el tirano es el rey que no respeta la propiedad, que cada día exige nuevos tributos y que prohíbe asambleas. Como es sabido, este tratado, que fue publicado originalmente junto a otros seis, fue perseguido por las autoridades españolas, por el duque de Lerma, valido de Felipe III, y provocó que Mariana diese con sus huesos en reclusión por un período de un año.
III
Sin embargo, la interpretación austríaca del padre Mariana como economista cae en un anacronismo insalvable, por cuanto la economía no era una ciencia de la época (dicho esto sin perjuicio de señalar que los liberales de la Escuela Austríaca comprenden la cientificidad de la economía de un modo peculiar). Quizá esto explique que, como apunta Beltrán,3 Mariana haya sido sucesivamente calificado como partidario de la teocracia (de un César con sotana, por su insistencia en que la Iglesia colabore en el Gobierno, que Iglesia y Estado formen un «cuerpo místico», así Pi y Margall, autor del discurso preliminar a las obras completas publicadas en 1854), de la colectivización agraria (por decir, con Duns Scoto y los franciscanos, que la propiedad era colectiva en el estado primitivo y más feliz de los hombres; así Joaquín Costa en su libro Colectivismo agrario en España de 1898) y, más modernamente, como socialdemócrata (por su amparo o socorro a los pobres) o como liberal (por la defensa de la propiedad privada, la democracia política —aunque prefiera la monarquía entre las seis formas aristotélicas de gobierno— y la moneda sana de valor estable, que resulta ventajosa para todas las clases sociales). Es de recibo apuntar que las bases del congreso ya alertaban de la sobredimensión económica de su figura al decir: «Nadie niega la pluralidad de problemas que aborda el padre Mariana, así como el papel destacado que tiene en todos ellos, aun cuando los desarrollos o cierres de las categorías en las que se mueve están muy lejos de constituirse en ciencias».
No es este el lugar para explicar, siquiera sucintamente, las líneas generales de la teoría del cierre categorial, es decir, de la filosofía de la ciencia propia del materialismo filosófico.4 Pero sí parece razonable exponer que para esta teoría de la ciencia las ciencias no tienen un objeto de estudio único, sino un campo operatorio formado por múltiples objetos y desbrozado por técnicas previas. De esto se colige que sin las operaciones de los sujetos no puede haber ciencia; pero también que sin la neutralización de estas operaciones, sin la eliminación de los aspectos subjetivos que implican, no puede haber verdades científicas. Y en las ciencias humanas y etológicas se da, como subrayan Bueno5 y Alvargonzález,6 un doble plano operatorio: el de las operaciones de los científicos del campo y el de las operaciones de los hombres o animales que son los sujetos temáticos del campo (de la misma manera que tenemos, por un lado, a los economistas o los teólogos y, por otro, a los consumidores o los fieles, con sus conductas operatorias). El sujeto operatorio es, en las ciencias humanas y etológicas, juez y parte. Las dificultades gnoseológicas de las ciencias humanas y, en particular, de la economía tienen que ver con este doble plano, con la tensión entre degollar la subjetividad para convertir en científica la disciplina y respetar su presencia para que no peligre su estatuto de ciencia «humana».
Para sistematizar esta precariedad crónica la teoría del cierre propone la distinción entre metodologías alfa y beta operatorias, para clasificar de la manera más neutra posible (con letras y números) el estatuto gnoseológico de una ciencia «humana».7 Cuando las operaciones se eliminan totalmente (como cuando explicamos la conducta de un animal humano o no humano recurriendo a las neuronas o a los genes), hablamos de una metodología alfa y de una ciencia «natural» (alfa-1). Cuando, por el contrario, esta eliminación no se produce en absoluto y las operaciones del sujeto gnoseológico se confunden con las del sujeto temático, estamos ante una metodología beta y una práctica prudencial, como la práctica económica de empresarios y gobiernos (beta-2). Y en los estados intermedios alfa-2 y beta-1 se da una neutralización relativa de las operaciones. Así, en alfa-2, la conducta del individuo se envuelve en estructuras estadísticas, ecológicas, sociales o culturales. Y, en beta-1, tenemos como ilustración la historia (fenoménica o biográfica), que reviste de fantasmas operatorios las reliquias y los relatos con que trabaja.
Sentado esto, cabe preguntar para justificar nuestra crítica a la valoración austríaca de las aportaciones económicas del padre Mariana: ¿qué tipo de cientificidad corresponde a la economía y cuándo se alcanza? ¿Se trata de una práctica prudencial (si se quiere, de una ciencia beta-operatoria, subordinada por tanto a presupuestos históricos, políticos, religiosos…) o pueden reconocerse en ella componentes verdaderamente científicos (alfa-operatorios)?
A nuestro entender, el estatuto científico de la economía oscila como un acordeón entre estados alfa-2, beta-1 y beta-2, lo que pone en cuestión la unidad y, por tanto, el cierre de la categoría económica, a pesar de que haya sido reconocida con la institución de un Premio Nobel desde 1968 (en plena Guerra Fría, lo que explica el sesgo de los premiados hacia posiciones capitalistas). Hay, por un lado, una economía formalista o matemática, que se traga amplios sectores de la economía clásica y neoclásica, y que sería asimilable a una ciencia alfa-2. Esta parte de la ciencia económica, ligada a la econometría (un término acuñado en 1930), se distinguiría por envolver la conducta económica en estructuras matemáticas abstractas, crecidas a partir de las ecuaciones diferenciales, los métodos estadísticos y la investigación operativa (programación matemática, teoría de la decisión, teoría de juegos, etc.). Pero, por otro lado, hay una economía en beta-1 y beta-2 que tiene que ver con la praxis (la praxeología del individuo de que hablan los economistas austríacos, una «economía doméstica») y con la política económica (esto es, con la «economía política», que mete en juego a los Estados, de la que hablan los economistas marxistas), sujetas ambas a presupuestos ideológicos y filosóficos (a la acción de ideas, no solo de conceptos).
El cierre de la economía clásica puede anclarse a finales del siglo XVIII y ligarse al nombre de Adam Smith, aunque Schumpeter sostuviese en su monumental Historia del análisis económico que el mérito de La riqueza de las naciones (1776) no residía en su originalidad, ya que no contenía ni un solo principio ni un solo método que no hubiese sido formulado antes por teólogos escolásticos o filósofos del derecho, sino en haber coordinado estos aportes dispersos y desarticulados. Este primer intento de cierre, un cierre parcial, se fijó en la rotación recurrente de bienes entre módulos productores y consumidores, a través del dinero, en el marco de un único Estado (de una nación política), porque el radio de acción económico ya no era la casa o el monasterio, el de la economía de raigambre aristotélica, sino otro mucho mayor, a otra escala.8 Pero, paradójicamente, este cierre tentativo primaba al mercado frente al Estado, que era segregado como un factor externo o exógeno (fundamentalismo de mercado).
El problema con esta cláusula metodológica de cierre, que barre la política de la economía, es que obvia el influjo económico de la dialéctica entre Estados e imperios (del equilibrio geopolítico o de las guerras). Contra la tesis liberal austríaca de que son los Estados los que corrompen el capitalismo, hay que observar que son los Estados quienes lo posibilitan al asegurar la recurrencia del mercado, porque es el Estado el que establece la moneda, protege los mercados, crea las infraestructuras, conforma mediante la educación a los futuros productores y consumidores, etc. En suma: «La diferencia entre un Estado liberal y un Estado socialista no es una diferencia entre economía libre y economía intervenida, más bien es una diferencia entre economías intervenidas según determinadas proporciones».9 Toda economía es economía política, pero hay muchas economías políticas, y esto nos pone ante la necesidad de intersectar la tabla contenida en el Ensayo sobre las categorías de la economía política con otras tablas, con las pertenecientes a otros Estados, lo que cuestiona el cierre de la categoría económica.10
Los economistas austríacos recelan de la aplicación de las matemáticas a la economía (de la economía como ciencia alfa-2, de la «alquimia estadística», por decirlo con Keynes), ya que el formalismo matemático sirve para calcular unos estados de equilibrio propios de los economistas neoclásicos más aparentes que reales. A causa de esto, consideran con Mises que la economía se resuelve en una praxeología (beta-operatoria), en una suerte de ciencia como saber hacer (acepción i), o a lo sumo en una ciencia en la que predominarían los juicios a priori y que no puede ser verificada ni refutada a través de los datos observables (acepción ii). No sería, por tanto, una ciencia positiva y humana en el sentido de las acepciones iii y iv expuestas arriba. Algunos liberales, como Juan Ramón Rallo, han tenido que salir a defender la teoría austríaca de la acusación de pseudociencia, ya que antepondría ciertos presupuestos nematológicos (la libertad humana, la propiedad privada, el mercado, etc.) a los hechos. Unos y otros, atacantes y defensores, están faltos de una teoría de la ciencia potente. Los críticos, por confundir el sombreado de curvas matemáticas con la economía. Pero tampoco hemos de regatear críticas a los componentes más metafísicos del liberalismo, como el individualismo metodológico, que confunde ética, moral y prudencia política, así como distorsiona la economía al soslayar que esta desborda al ego esférico, que entre Robinsón y el Imperio norteamericano hay un hiato insalvable.
Desde estas coordenadas, las teorías de Juan de Mariana solo a posteriori pueden leerse como teorías científico-económicas, porque la cristalización de la ciencia económica se produciría avanzado el siglo XVIII y tendría más que ver con la desenvoltura de ciertas técnicas ligadas a comerciantes, mercaderes, banqueros, contables, etc., en el contexto del surgimiento de los diferentes imperios del mundo atlántico, que con ciertas teorías desarrolladas por memorialistas, arbitristas y teólogos. En todo caso, sería la idea (filosófica) de economía política lo que tendría un precedente en los escolásticos españoles, y no por azar, sino porque habría sido en el marco del Imperio español donde habrían comenzado a observarse ciertas paradojas, inexplicables desde las doctrinas medievales sobre la economía doméstica (oeconomia a secas), relacionadas con la llegada de la plata y el alza de los precios tras el descubrimiento de América.11 La madre de la ciencia económica (como saber de primer grado) no sería, según esto, la teología, sino la técnica (ciertas técnicas y tecnologías); y lo que la teología escolástica habría ayudado a alumbrar es una especie de filosofía económica (como saber de segundo grado).
En otro punto, hay que advertir que la concepción de la economía del padre Mariana está aún más cerca de la economía doméstica de raigambre aristotélica que de la economía política moderna. Además, lo suyo sería más bien una suerte de teología económica (sin perjuicio de que la economía moderna sea una especie de economía teológica a la luz de la «inversión teológica» de la que hablaremos más abajo),12 dado que muchas de sus tesis son inseparables de la teología moral e incluyen teorías metafísicas en un campo en apariencia científico. Con respecto a la filosofía política, nos encontramos con la forja de una historia nacional, de España como «nación histórica» (lo que desde una perspectiva materialista no sería sino una pieza más del mapamundi filosófico —expresado por la gran escolástica española en latín en función del catolicismo— que el Imperio español empleaba para orientar sus planes y programas). Pero la célebre defensa del tiranicidio se sustenta en que el tirano, aparte de vulnerar la propiedad de sus súbditos, es —y aquí Mariana mezcla la economía y el derecho con la moral y la ética— vicioso, lujurioso y cruel. El jesuita oriundo de Talavera preconiza el tiranicidio si, y solo si, el príncipe se hace «intolerable por sus vicios y por sus delitos». El tirano se deja llevar por sus pasiones, «viola la castidad», «hace estragos en todas partes con sus uñas, dientes y cuernos» y «desafía con su arrogancia e impiedad al propio cielo».13
No es de extrañar que haya quienes, como Mario Méndez Bejarano, en su Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX (1929), sospechen que la defensa de la educación virtuosa del príncipe y del tiranicidio, llegado el caso, más que esconder una apología de la libertad, oculta un deseo de mermar el poder real para que la Iglesia obre sin obstáculos; y es que los liberales austríacos suelen olvidar que Mariana demanda que el clero tenga representación en las Cortes por derecho propio, que disfrute de jurisdicción señorial, que se respeten punto por punto los mandatos episcopales o que el monarca anteponga cierto pragmatismo político cuando se apreste al servicio de la fe católica. En el libro I, capítulo X, del De rege Mariana insta a que el príncipe no legisle en materia de religión y procure que queden intactos las inmunidades y los derechos de los sacerdotes. Y, más adelante, en el libro III, capítulo II, aconseja al príncipe que nombre a sacerdotes y teólogos mejor que a jurisconsultos como magistrados. Entre Iglesia y Estado solo debía haber lazos de amor.