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Por decirlo rápidamente: si Mariana puso coto a la potestad real, no lo hizo por defender una libertad individual irreconocible en la época, sino por defender cierto equilibro entre las «dos sociedades perfectas», cada una en su género (Estado o república —como escribe Mariana— e Iglesia), en unos tiempos convulsos marcados por la Reforma y el hecho, común con las sociedades islamizadas, de que la reina de Inglaterra era ya simultáneamente la papisa de la Iglesia anglicana. Aún más: la crítica a la política de Mariana, que tanto gusta a sus lectores liberales, deriva —como ha anotado Braun14— más que de un convencimiento propio, de un agustinismo mitológico de partida que considera depravada y corrupta la naturaleza humana, mancillada por el pecado original: la Ciudad de Dios vs. la Ciudad terrenal; Alejandro y César como «fieros predadores». Solo en el sepulcro se recobraría el descanso que al nacer perdimos.
IV
Tanto la economía como la historia y, en general, las ciencias humanas y etológicas no cristalizan hasta avanzado el siglo XVII o el siglo XIX. De modo que la única manera de poder relacionar a Juan de Mariana con la ciencia de su época, la de los siglos XVI y XVIII, pasa por conectar su figura con otra modulación de ciencia. Podemos descartar la tercera acepción, ya que no dejó obras cosmográficas o de historia natural, a diferencia de sus contemporáneos, el padre García de Céspedes o el padre Acosta. (Su único contacto con la ciencia positiva de la época sería — exceptuando la anécdota de que su alumno, el cardenal Belarmino, fue el director del proceso a Galileo— el tratado De ponderibus et mensuris, publicado en Toledo en 1599, donde Mariana daba noticia de los pesos y medidas de griegos, romanos, hebreos y castellanos, comparándolos en veintidós tablas —algo similar haría en otro tratado con las cronologías y calendarios—, así como el encarecimiento que en el libro II, capítulo VIII, del De rege hace al príncipe para que aprenda las ciencias matemáticas, la geometría para conocer cómo se construyen las máquinas de guerra, la aritmética para contar ejércitos o recabar tributos, y la astronomía para saber navegar y admirar el poder del Criador). Pero también podemos descartar la primera acepción, pues tampoco se destacó como ingeniero o ensayador (como hiciera el padre Alonso Barba).
Por consiguiente, únicamente nos resta la segunda modulación de ciencia, es decir, la única posibilidad para conectar al padre Mariana con la ciencia pasa obligatoriamente por la teología. Y es que la teología era en la época, guste o no, la primera de las ciencias; y, según vamos a ver, a través de ella lograremos recuperar la conexión de Mariana con la ciencia moderna (modulaciones iii y iv). Porque detrás de la revolución científica está la inversión teológica que caracteriza a la modernidad, en otras palabras, el proceso por el cual los conceptos teológicos pasaron de usarse para hablar de Dios a emplearse para hablar del mundo.15 Y porque, yendo al grano, la polémica teológica sobre el auxiliis en que participó el padre Mariana anuncia la dialéctica entre metodología alfay beta-operatorias que se da en las ciencias humanas. En efecto, como ha estudiado Alvargonzález,16 la disputa escolástica sobre la concordia entre la omnisciencia o presciencia divina y la libertad humana, que puede sonar a cascado o saber a rancio, anticipa el debate actual sobre la compatibilidad entre el determinismo de la ciencia y la libertad de los sujetos. En la discusión sobre las ciencias divinas asoma el debate posterior sobre las ciencias humanas. Veámoslo.
En la cima del siglo, año 1588, el jesuita Luis de Molina publicó en Lisboa la Concordia. Esta obra, que buscaba acomodar el libre arbitrio con la gracia, la presciencia, la providencia y la predestinación divinas, y que conocerá múltiples ediciones (Lyon, 1593; Venecia, 1594; Venecia, 1602; Amberes, 1609), reavivó con fiereza la controversia sobre el auxiliis que había estallado en Salamanca en 1582, enfrentando a jesuitas molinistas y dominicos bañecianos (los tomistas partidarios del padre Báñez, que censurará la Concordia de Molina en su Apología de los hermanos dominicos, 1595). Estos últimos tildaron a los primeros de herejes, de semipelagianos, porque Pelagio negaba la necesidad de la gracia, diciendo que para salvarse bastaban las fuerzas del libre albedrío y sus obras; y los primeros a los segundos, recíprocamente, de criptoluteranos o calvinistas, porque Lutero y Calvino decían que no había en el hombre libertad alguna, pues solo hacemos aquello que Dios quiere. Toda una generación de jesuitas (Molina, Suárez, etc.) defenderán, siguiendo el ideal ignaciano, el congruismo, la concordia, el valor de la libertad en el campo teológico (Molina, 1588) y en el campo político (Suárez, 1612). Sin embargo, nuestro protagonista, Juan de Mariana, así como otro hermano de orden, el padre Henríquez, se opusieron a la doctrina molinista, aunque no de forma tan violenta como Báñez (por esta oposición se le ha querido acomodar a veces a una posición tomista que tampoco le cuadra, así el padre Garzón).17
Hacia 1590, las protestas de los fieles perros del Señor, Báñez y Lemos llevaron a la Facultad de Teología de la Universidad de Salamanca a intentar bloquear la circulación de la Concordia, denunciando la obra ante el Consejo de la Inquisición en España, ya que la Inquisición española —a diferencia de la portuguesa— había condenado el premolinismo del padre Prudencio de Montemayor y de fray Luis de León. Los ánimos estaban tan encendidos porque los dominicos trataban de contrarrestar el poder que los jesuitas iban adquiriendo. No se oía el nombre de Molina en las aulas salmaticenses sin que los alumnos comenzasen a patear.18
Para el jesuita Luis de Molina y su obra se iniciaba una desagradable pesadilla de la que no despertaría hasta 1607, varios años después de su muerte, ocurrida en 1600 (una persecución del desacuerdo que no es exclusiva de la Iglesia católica, pues también la padecieron Averroes —musulmán—, Espinosa —judío—, Tomás Moro —anglicano— o Miguel Servet, que encuentra en Calvino al verdugo que lo manda a la hoguera). Hubo de superar sucesivamente tres barreras: la censura, cuyo fin era prevenir; el Índice, disuadir; y la Inquisición, castigar. Ante el control que los dominicos ejercían en España, los jesuitas elevaron el conflicto a Roma. Y, en 1594, Clemente VIII ordenó que todos los documentos relevantes se remitiesen al Vaticano. En 1602, con el conquense Molina ya con una paletada de tierra sobre la cabeza (por decirlo con Pascal), comenzaron las congregaciones de auxiliis, maratonianas reuniones —hasta 89— que llevaron a la tumba al papa y solo cesaron cuando Paulo V dictaminó salomónicamente que ambos bandos contendientes podían seguir defendiendo sus respectivas posiciones bajo prohibición de insultarse mutuamente. La noticia fue aclamada al grito unánime de «Molina victor» y celebrada exultantemente por los jesuitas con festejos públicos, fuegos artificiales y corridas de toros.
La aguda polémica suscitada, pese a su carácter escolástico, no es superficial, pues el tema del tiempo era el libre albedrío y la predestinación, como dos nociones opuestas, y donde Molina, pese a su condición de teólogo, actuó arropado de filósofo, intentando conciliar el dogma, la revelación y la razón natural. De hecho, Molina parte de esta última, ya que da por sentado el libre arbitrio, recurriendo incluso al plástico argumento ad baculum para probarlo ante quienes lo niegan haciendo oídos sordos a cualquier razonamiento, como el enloquecido fraile agustino Lutero en su De servo arbitrio, donde afirmaba fatalmente que intentar establecer conjuntamente la libertad del hombre y la presciencia de Dios era como pretender que un número fuese diez y al mismo tiempo nueve. Sin embargo, el molinismo poseía para los tomistas resabios de herejía pelagiana, al mantener que el concurso divino en la acción del hombre era necesario pero no suficiente, como que el hacha esté afilada es una condición necesaria para que corte, pero no suficiente si el leñador no la mueve. Molina ilustraba el auxilio divino en la acción humana recurriendo a la concausalidad y al símil de dos hombres que empujan una misma embarcación. A lo que Báñez replicaba que el concurso divino, la premoción física, no era simultánea, sino previa, porque Dios no era causa segunda, sino primera. Los dominicos sostenían con ferocidad que Dios era la causa de las acciones libres del hombre, una solución sofística que a Molina le recordaba la libertad del jumento conducido del ronzal.19
La solución ofrecida por Molina pasaba por armonizar el libre albedrío con la providencia o la predestinación introduciendo una tercera ciencia divina, entre la ciencia «de simple inteligencia», natural o necesaria, de esencias (por la que Dios conoce los posibles, los mundos posibles y las verdades de razón, por decirlo con Leibniz), y la ciencia «de visión» o libre, de existencias (por la que Dios conoce el futuro, este mundo contingente y las verdades de hecho). Pero, entre lo puramente posible y lo realmente futuro, se encuentran los futuribles o futuros condicionados, contingentes, que Dios conocería mediante una ciencia intermedia, la llamada «ciencia media». La concordia entre la libertad humana y la omnipotencia de Dios como causa primera tiene su explicación en que Dios lo conoce todo, pero por la ciencia media sabe lo que el libre albedrío elegiría en cada circunstancia concreta, lo que cada criatura haría, de manera que Dios dispone las circunstancias adecuadas para que el libre albedrío, por propia autodeterminación, elija lo que, en definitiva, Dios pretendía. Una solución ontoteológica incapaz de resolver una contradicción interna de principio, pero que supuso uno de los grandes hitos del pensamiento católico por explicarse a sí mismo.
Mientras que los dominicos privilegiaban a Dios y su omnisciencia en el antagonismo hombre-Dios, los jesuitas privilegiaban al hombre y su libertad (pero para salvar el dilema introducían una tercera ciencia divina intermedia). Mientras que Báñez defendía la primacía de los atributos divinos y con ello se deslizaba hacia posiciones voluntaristas (Dios como misterio insondable), Molina abogaba por la primacía del entendimiento humano y se situaba en posiciones racionalistas.20 En su lectura cuarta sobre la libertad, Gustavo Bueno21 sostiene que los escolásticos plantearon la antinomia de la libertad en su versión teológica, donde la libertad humana aparece comprimida por un poder angular. Báñez, mucho antes que Kant, envuelve la libertad humana en una causalidad eficiente o cósmica (la premoción física de la causa primera o primer motor), de la que solo puede liberarse con una petición de principio: Dios es causa de nuestra actividad libre, incausada. Molina, por su parte, la envuelve en una causalidad final (Dios ya no empuja, sino que atrae), por lo que la ciencia divina involucrada no es la ciencia «libre» o de visión, sino una ciencia media que concede libertad al hombre, limitando a Dios.
Nuestro protagonista, Juan de Mariana, fue de los pocos jesuitas, junto al padre Enrique Henríquez, que mostró oposición a la doctrina de su hermano de orden. En el Discurso de las cosas de la Compañía (capítulo V), Mariana se quejaba de la libertad de opinar que se daba entre los suyos, ya que de ella resultaban muchas revueltas, sobre todo con los padres dominicos, y se refería a Luis de Molina y la polémica sobre la gracia. Pero donde Mariana trató el tema fue en el tratado séptimo de sus Septem tractatus (Colonia, 1609), titulado De morte et inmortalitate, una suerte de diálogo filosófico que debió de escribir hacia 1604, de resonancia ciceroniana y estructura de disputatio o dialogismós. Las dos voces que aparecen, aparte de la del autor, se convencen con relativa facilidad (sobre el desprecio de la muerte, que no es amarga, sino dulce, en el libro I; y sobre la inmortalidad del alma, sin la cual el mundo se convertiría en un inmenso rebaño de Epicuro, con todos revolcándonos en toda clase de deleites voluptuosos, en el libro II), excepto en los capítulos VI-IX del libro III, donde se habla de hondas cuestiones, de la providencia divina, de la predestinación, de la gracia suficiente y eficaz, del tomismo y el molinismo, en el marco de una finca de los alrededores de Toledo donde el autor permanece retirado cuando es visitado por varios amigos.
Mariana mantiene que nuestra libertad en nada queda menoscabada por la providencia y la presciencia, ya que Dios no es que conozca el porvenir, sino que lo ve por estar fuera del tiempo y del espacio. A sus ojos es presente lo que para nosotros es ya pasado, ya futuro. Pero que, por una cualidad propia de su ser, Dios vea ya hoy lo que he de hacer mañana, en nada violenta el libre albedrío. Decir que haremos esto y no lo otro porque Dios lo ve es tan absurdo como decir que existe el Sol porque lo vemos nosotros. Mariana unía de esta manera el tremendo misterio de la previsión divina con la libertad creada. No fue ni molinista ni bañeciano. Ni ciencia media ni premoción física. Para Mariana la clave era que en Dios no hay pasado ni futuro, solo el nunc inmutable de la eternidad. Y como la acción libre no pierde la denominación de libre por ser pasada, así la vista infalible de Dios —la ciencia «libre» o de visión— la observa desde fuera del tiempo.
Pero ¿qué tiene que ver esta sesuda discusión de escuela en que participó el padre Mariana con la ciencia moderna? La respuesta está en Bueno,22 quien comparó los diferentes estados operatorios de las ciencias humanas con la teoría escolástica de las ciencias divinas, porque «la perspectiva teológica puede tener una gran utilidad para medir el alcance y naturaleza de nuestras discusiones gnoseológicas, así como, recíprocamente, la perspectiva gnoseológica constituirá la mejor manera de reanalizar unas discusiones teológicas sobre la ciencia divina que, abandonadas a sí mismas, podrían parecer discusiones puramente bizantinas o metafísicas». La ciencia de simple inteligencia sería la ciencia estricta, las ciencias formales y naturales en estado alfa-1 y las ciencias etológicas y humanas en estado alfa-2. La ciencia de visión sería coordinable con la ciencia como saber práctico operatorio, en beta-2. Y la ciencia media correspondería al estado intermedio beta-1, porque, como abunda Bueno,23 esta ciencia media tiene que ser una ciencia humana que anticipe el resultado de las operaciones del sujeto bajo estudio, pero que permanezca a su escala, en el plano beta. La ciencia media que Molina ponía en Dios sería asimilable a la «ciencia del juego» que, por ejemplo, el maestro experimentado exhibe ante el jugador inexperto en una partida de ajedrez, ya que se muestra imbuido de una especie de ciencia de los futuros condicionados que le permite anticipar las jugadas del rival hasta conducirle inexorablemente al jaque mate.
Además, como recoge Alvargonzález,24 las ciencias divinas sacaron a la luz el doble plano operatorio que caracteriza a las ciencias humanas, al preguntarse: ¿Dios conoce lo que hará el hombre porque el hombre así lo va a elegir (plano beta) o el hombre tiene que elegir así porque Dios lo conoce (plano alfa)? Esto es, al plantearse el conflicto entre la capacidad operatoria de los sujetos a los que las ciencias humanas estudian (plano beta) y la pretensión de estas ciencias de dar cuenta de esas operaciones y, en el límite, predecirlas (plano alfa). Esta comparación se torna menos sorprendente si atendemos a que Báñez recordaba explícitamente que las ciencias divinas que distinguían en Dios se distinguían por analogía con las cosas habidas.25 Con otras palabras, los escolásticos levantaron la ciencia de simple inteligencia a partir de ciencias que conocían, como la geometría, la aritmética o la silogística; la ciencia de visión a partir de la historia, como la elaborada por el padre Mariana (Dios, cuando contempla al hombre, lo hace desde la consumación de los siglos, como el historiador que reconstruye los resultados de las operaciones humanas una vez que Roma ha caído o ha terminado la Reconquista); y la ciencia media, según sugiere Alvargonzález,26 a partir de las técnicas de persuasión o de modificación de conducta de los consejeros espirituales (el confesor, con sus feligreses, obraría como Dios con la humanidad toda, buscando conducirla dulcemente hacia el bien, o como el maestro de ajedrez hacia el mate).
V
Ante el callejón sin salida al que llegó la ontoteología escolástica, solo cabían dos posibilidades: o bien replegarse hacia un fideísmo voluntarista que prescindiese de una reflexión racional sobre la creencia, o bien desembocar en la inversión teológica. Una inversión teológica, en la que participó Juan de Mariana, que condujo a la revolución científica y era necesaria para hablar de los contenidos del mundo con la racionalidad que se suponía propia de los pensamientos de Dios (y es que la teología cristiana incorporó en el racionalismo de cuño helénico un componente operacionalista ligado al Dios creador, pero que más tarde pudo transferirse al hombre en cuanto encarnación de ese dios). Concluida la revolución científica, con su inversión teológica, la ciencia moderna heredó el carácter omnipotente de la ciencia divina, como prueba el fundamentalismo científico que nos circunda.
He aquí, en definitiva, la importancia de Juan de Mariana para la ciencia: su participación como teólogo en ciertos debates que prefiguran la modernidad, porque las discusiones entre Molina y Báñez sobre las ciencias divinas (y que referidas a Dios son, desde luego, absurdas, porque Dios no solo no existe, sino que no puede existir) alcanzan un sentido muy rico a la luz de las discusiones que suscitan las ciencias humanas del presente. Vale.
BIBLIOGRAFÍA CITADA
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1 Beltrán, L., «Estudio introductorio» al Juan de Mariana, Tratado y discurso de la moneda de vellón, Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1987.
2 Huerta de Soto, J., «Juan de Mariana and the Spanish Scholastics», en Randall G. Holcombe (ed.), Fifteen Great Austrian Economists, Alabama, Ludwig von Mises Institute, Auburn, 1999, pp. 1-11.
3 Beltrán, L., «Estudio introductorio», ob. cit.
4 Bueno, G., ¿Qué es la ciencia?, Pentalfa, Oviedo, 1995.
5 Bueno, G., «En torno al concepto de ciencias humanas», El Basilisco, 2 (1978), p. 35.
6 Alvargonzález, D., «Ciencias humanas y ciencias divinas», Daimon, 58 (2013), p. 111.
7 Bueno, G., «En torno al concepto de ciencias humanas», ob. cit.
8 Bueno, G., La vuelta a la caverna. Terrorismo, guerra y globalización, Barcelona, Ediciones B, 2004, pp. 187 y ss.
9 Bueno, G., La vuelta a la caverna, ob. cit., pp. 207-208.
10 Bueno, G., Ensayo sobre las categorías de la economía política, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1972, pp. 47 y ss.
11 Bueno, G., La vuelta a la caverna, ob. cit., p. 185.
12 Bueno, G., Ensayo sobre las categorías de la economía política, ob. cit., p. 18.
13 Jiménez Guijarro, P., Mariana (1535-1624), Madrid, Ediciones del Orto, 1997, pp. 84 y 88.
14 Braun, H. E., «Juan de Mariana, la antropología política del agustinismo católico y la razón de Estado», Criticón, 118 (2013), pp. 99-112.
15 Bueno, G., Ensayo sobre las categorías de la economía política, ob. cit., p. 133.
16 Alvargonzález, D., «Ciencias humanas y ciencias divinas», ob. cit.
17 Garzón, F., El padre Juan de Mariana y las escuelas liberales, Madrid, Biblioteca de la Ciencia Cristiana, 1889, p. 469.
18 Hevia Echevarría, J. A., «Introducción» a Luis de Molina, Concordia del libre arbitrio con los dones de la gracia y con la presciencia, providencia, predestinación y reprobación divinas, Oviedo, Pentalfa, 2007, p. 13.
19 Hevia Echevarría, J. A., «Introducción», ob. cit., p. 17.
20 Hevia Echevarría, J. A., «La polémica de auxiliis y la apología de Báñez», El Catoblepas, 13 (2003), p. 1, § 3.
21 Bueno, G., El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral, Oviedo, Pentalfa, 1996, pp. 275-278.
22 Bueno, G., «Sobre el alcance de una ciencia media (ciencia beta-1) entre las ciencias humanas estrictas (alfa-2) y los saberes prácticos positivos (beta-2)», Revista Meta, Congreso sobre «La filosofía de Gustavo Bueno», Madrid, Editorial Complutense, 1989, p. 173.
23 Bueno, G., El sentido de la vida, ob. cit., p. 304.
24 Alvargonzález, D., «Ciencias humanas y ciencias divinas», ob. cit.
25 Íd., ibíd., p. 118.
26 Íd., ibíd., p. 121.
¿E S LA HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA DEL PADRE MARIANA UNA VERDADERA HISTORIA SIN PERJUICIO DE REPRESENTAR UNA HISTORIA VERDADERA?
Íñigo Ongay de Felipe
DECLARACIÓN DE MOTIVOS
Nuestra intervención en este congreso tiene el sentido de una crítica gnoseológica llevada a cabo desde las coordenadas esenciales del materialismo filosófico de Gustavo Bueno de la obra del padre Mariana Historia general de España (Toledo 1601, con sucesivas ediciones en adelante: 1608, 1617, 1623, etc.). Cuando decimos que procedemos a enfrentarnos a esta obra desde el punto de vista que conviene a una «crítica gnoseológica», no estamos con ello anunciando precisamente ninguna suerte de intención francamente descalificadora por nuestra parte (y ello en el sentido, por ejemplo, de denunciar la gran obra de Mariana como si ella constituyese simplemente un conjunto de mitos oscurantistas o de imposturas o de apariencias falaces), pues, justamente por el contrario, tenderíamos más bien a dar por supuesta la «verdad» de la obra, sin perjuicio de que tal «verdad» (que presuponemos) requiera desde luego de una rigurosa clasificación sistemática. Y de ahí precisamente lo de crítica gnoseológica.
A su vez, este desbrozamiento gnoseológico del tipo de verdad que cabrá atribuir al relato de Mariana terminará por conducirnos, según se verá, a un tratamiento ahora ya ontológico del término mismo que hace las veces de referente de tal relato marianesco, y ello dado que la historia, pero también la historiografía, son ante todo nociones en sí mismas sincategoremáticos (y esta es, por cierto, una circunstancia que el padre Mariana habría visto con toda claridad). Un referente que, al menos en lo concerniente a la Historia general en lengua española y en tres volúmenes de 1601, es precisamente España; y lo es, además —lo que nos parece igualmente importante destacarlo aquí— en general. De hecho, esta condición general relativa al referente marca, si no nos equivocamos demasiado, la diferencia fundamental entre esta obra y su precedente latino (Historia de rebus Hispaniae, Toledo 1592, justamente diríamos, Historia de las cosas de España). Algo, adviértase, que ya nos permitiría, eo ipso, reinterpretar la relación misma entre ambos libros no como una mera relación de traducción (acaso eso sí, un tanto abreviada: lo que va de 20 volúmenes a 3) a la lengua española de un libro que hubiese salido adelante con anterioridad en latín, pero que por lo demás permaneciera intacto al propio proceso de ser traducido, cuanto como dos obras diferentes por su escala. La traducción sería en este sentido no ya necesariamente tanto una traición, pero sí desde luego un reprocesamiento de los mismos materiales que en el proceso quedarán de alguna manera transformados. Veámoslo.