La eutanasia en España

- -
- 100%
- +
Esta fragilidad, inherente a todo ser humano, resulta particularmente patente al principio y al final de la vida, así como en aquellos casos en los que la enfermedad o la discapacidad (física o mental) llama a la puerta en la vida de una persona. Como estas personas, al ser más vulnerables, no son por ese motivo menos dignas, requieren de una particular atención y cuidado por parte del conjunto de sociedad, empezando por los más cercanos, y en particular por el Estado. Es el momento de poner en práctica el principio de la responsabilidad, como le denominó Hans Jonas (Das Prinzip Verantwortung, 1979)[*].
Según el parecer de Jonas, cualquier individuo tiene derecho a determinar su propia vida, pero este derecho puede ser cumplido íntegramente solo por ese individuo. De ahí que la eutanasia plantea, a su juicio, un problema ético cuando otras personas participan en la decisión, en la medida en que ocupan el lugar del paciente en el cumplimiento de su propia voluntad. La dificultad surge cuando el foco pasa del sujeto que pide morir al ayudante que cumple este hecho: ¿de quién es el deber de realizar la intervención letal? Según Jonas, la práctica de la eutanasia activa y directa realizada por los médicos debería excluirse, incluso si entra en conflicto con el derecho del paciente a morir. De hecho, sería demasiado arriesgado si se asignara a la medicina la tarea adicional de donar la muerte. Esto terminaría en la distorsión total del papel tradicional que juega la medicina y tendría graves consecuencias: el paciente ya no consideraría al médico como un aliado de su salud vulnerable, sino como alguien que puede disponer de su salud, o de su propia vulnerabilidad, e incluso quitarle la vida cuando no atisba otro remedio.
LA AUSENCIA DE LA VULNERABILIDAD COMO PERSPECTIVA BÁSICA DE LOS ENFERMOS Y PERSONAS DISCAPACITADAS QUE PUEDEN ‘SOLICITAR’ EL DERECHO A MORIR SEGÚN LA VIGENTE LORE
Es evidente que el debate sobre la eutanasia en nuestro país se forjó sobre el principio de autonomía (cada uno es libre para decidir sobre su propia vida), olvidando lo más real de las situaciones de las personas, de las que sufren en particular, pero en realidad de todos, porque, de hecho, la vulnerabilidad es un aspecto constitutivo de la condición humana. Se dejó de lado, por tanto, la posibilidad de afrontar la elaboración de la ley de un modo más holístico, teniendo en cuenta no solo los derechos y deberes de las personas que sufren, sino, en particular, cómo afrontar desde un Estado social su gestión, y eso no se puede hacer simplemente desde la perspectiva exclusiva de la autonomía de las personas. Es imprescindible partir del reconocimiento de la vulnerabilidad propia (y común a todos) porque esta es una realidad radical de todo ser humano, el suelo más real. Si cada ser humano fuera autosuficiente, como un dios, al que no le afectase nada, se evitaría estrechar vínculos con los demás, y esta tendencia engendraría una perversión dañina de lo social.
La vulnerabilidad nos sitúa ante la importancia de la responsabilidad, la solidaridad, el altruismo y el reconocimiento de los otros. Como apunta P. Ricoeur, esta vulnerabilidad es consecuencia de la finitud, de la debilidad constitucional, de la falta de coincidencia con uno mismo, de nuestra desproporción (deseo de infinito/tristeza finitud). Y ahí es precisamente cuando surgen bienes y valores, reciprocidad, el intercambio de dones, la gratitud, la generosidad como experiencias de reconocimiento.
Y en esto reside precisamente la dignidad, una dignidad que parte de la vulnerabilidad como una realidad constitutiva de cada ser humano. Esta noción de dignidad implica la imposibilidad de ser menos digno por experimentar una mayor vulnerabilidad. Si en esta dignidad convergen todas las preocupaciones del ser humano en torno al concepto de sí mismo, de la Sociedad, el Estado o el Derecho, no cabe excluir a nadie por frágil condición. Es más, la dificultad de dotar de contenido a esta noción de dignidad, tan enarbolada y utilizada, ha hecho que en ciertas situaciones se haya quedado como un concepto vacío capaz de justificar posiciones antagónicas, o que, en otros casos, se haya convertido en un axioma de carácter indiscutible, pero sin que exista realmente una concreción de sus exigencias o necesidades reales.
La integración de la idea de vulnerabilidad común, tanto a nivel personal como social, provee de contenido y, por lo tanto, de exigencias concretas a la noción abstracta que de la dignidad y la autonomía ha ofrecido la modernidad. De este modo, la dignidad humana, entendida desde la vulnerabilidad, incluye el respeto hacia uno mismo y la autoestima, forjados desde el reconocimiento de los otros y también el cuidado de los demás, en particular de los más frágiles.
Colocar la vulnerabilidad propia como rasgo común de todo ser humano implica introducirla en el concepto de autonomía, modificando esta y comprendiéndola como autonomía expresiva y relacional, incluyendo de ese modo a todos los seres humanos, independientemente de las circunstancias en las que viva, y recogiendo la imprescindible cooperación y el reconocimiento de los otros para que pueda darse realmente esa libertad. Y desde ahí, la sola apelación al principio de autonomía nunca podrá justificar un derecho en el que lo que se solicita es no sufrir, es la compasión, es el cuidado y acompañamiento del otro y de los mejores medios asistenciales de un Estado que se denomina Social.
Desgraciadamente, la vigente LORE ha excluido esta perspectiva. De ahí que mi valoración al respecto no pueda ser más que negativa. Entró en vigor cuando todavía no existía el Manual de Buenas Prácticas, los servicios sanitarios no se habían adaptado para la nueva prestación y los decretos de desarrollo de las comunidades autónomas se estaban empezando a aprobar. Pero más allá de la inoportuna y precipitada entrada en vigor, la ley contiene varios defectos mayúsculos: discrimina a las personas por razón de su discapacidad, no garantiza la absoluta libertad del solicitante de la eutanasia, sacraliza las voluntades anticipadas sin dar relevancia a la voluntad del individuo en el momento presente, margina el papel de la enfermería, crea una burocracia que en realidad es muy poco garantista, y, lo más criticable, no ofrece una asistencia socio sanitaria integral al final de la vida para evitar que la verdadera razón que induzca a muchas personas a optar por la eutanasia sea la carencia de unos cuidados dignos que le animen a querer seguir viviendo sin dolor, convenientemente atendido y felizmente acompañado.
En realidad, con la LORE se deja al enfermo y a la persona discapacitada más solo e indefenso porque, a la falta de los cuidados que necesita y el Estado no proporciona, se le muestra la alternativa: solicitar que un profesional sanitario acabe con su vida, decisión que comprensiblemente puede tomarse cuando el sistema sanitario no es capaz de remitir el dolor que padece una persona. La Ley parte de una presunta libertad, la del derecho a morir, cuando en realidad la persona que puede llegar a pedir la eutanasia no quiere morir, sino dejar de sufrir, y se ve abocado a la muerte como la única vía para acabar con su sufrimiento. Lo que la persona realmente quiere es el derecho a no sufrir. Esta es la libertad fundamental que el Estado debería garantizar, en vez de generalizar un derecho a morir. España necesita afrontar las alternativas que permitan garantizar el derecho a no sufrir. Esta es la respuesta necesaria a la situación de crítica vulnerabilidad experimentada por enfermos y personas discapacitadas. No parece que ofrecer un “derecho a morir” fácil y de bajo coste cuando apenas se han desarrollado las alternativas que permiten reducir o anular el sufrimiento, sea lo que verdaderamente necesitan las personas más vulnerables, máxime cuando esta ley les manda un mensaje erróneo: «Como vuestras sufridas vidas valen menos o son poco útiles, entendemos que queráis acabar con ellas; nosotros estamos dispuestos a llevar a cabo vuestro deseo de morir y lo financiamos sin problemas; adelante: ahí tenéis otro derecho más».
La problemática de quienes sufren no es una cuestión fundamentalmente político-ideológica o jurídica, sino médica y asistencial, sobre todo en el marco de un Estado Social. De ahí que no se resuelva creando un supuesto derecho a morir, sino proporcionando los cuidados y las medidas asistenciales necesarias para reducir el dolor y permitir una vida digna a los enfermos y personas discapacitadas, sobre todo el marco de un Estado Social.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Ballesteros, J. & Fernández, E. (eds.), Biotecnología y Posthumanismo, Cizur Menor, Thomson Reuters-Aranzadi, 2007.
Buber, M., Yo y tú, Caparrós, Madrid 1993.
Cayuela, A., Vulnerables: pensar la fragilidad humana, Madrid, Encuentro, 2005.
Frankl, V., El hombre doliente, Herder, Barcelona, 1987.
García-Sánchez, E., Infinitos heridos. El rescate de los vulnerables, Madrid: Dykinson, 2021.
Gomá, J., Dignidad, Madrid: Galaxia Gutenberg, 2019.
Habermas, J., El futuro de la naturaleza humana. ¿hacia una eugenesia liberal?, Barcelona, Paidós, 2002.
Jonas, H., El principio de responsabilidad, Barcelona, Herder, 1995.
Kant., I., Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Tecnos, 2005.
MacIntyre, A., Animales racionales y dependientes. Por qué los humanos necesitamos las virtudes, Paidos, 2001.
Marcos, A., Pérez Marcos, M., Meditación de la naturaleza humana, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2018.
Masferrer, A. (ed.):
Manual de ética para la vida moderna, Madrid, EDAF, 2020.
Para una nueva cultura política, Madrid, Catarata, 2019.
Masferrer, A. & García-Sánchez, E. (eds.), Human Dignity of the Vulnerable in the Age of Rights: Interdisciplinary Perspectives, Dordrecht-Heidelberg-London-New York, Springer, 2016.
Ortega y Gasset, J., ¿Qué es filosofía? Lección X. Obras Completas, Madrid, Alianza Editorial, vol. VII, 2008.
Polo, L., Antropología trascendental, EUNSA, Pamplona, 1999.
Rousseau, J. J., Émile ou de L’education, en Oeuvres complètes IV, Editions Gallimard. Dijon, 1980, Libro IV.
Savulescu, J. — Bostrom, N. (eds.), Human Enhancement, Oxford, Oxford University Press, 2009.
Warwick, K., Kevin, I., Cyborg, University of Illinois Press, 2004.
[*] De hecho, esta conocida obra de Hans Jonas, publicada para advertir de los peligros de unos desarrollos tecnológicos que podían conducir a una crisis ecológica, dejando al descubierto la vulnerabilidad de la naturaleza y la biosfera, fue el resultado de un trabajo anterior en el que demostró cómo la vulnerabilidad afecta, en realidad, a toda vida orgánica (The Phenomenon of Life, 1966).
PARTE I.
PERSPECTIVA ÉTICA
1.
SENTIDO COMÚN, HUMANIDAD Y EUTANASIA
Aniceto Masferrer
EL 25 DE JUNIO DE 2021 entró en vigor la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia (LORE), que proporciona ayuda médica a morir a quien lo solicite bajo determinadas circunstancias. Con esta ley, pues, se legaliza y regula el “derecho a la eutanasia” en el conjunto del territorio español. Solo seis países en todo el mundo cuentan con una ley de contenido similar: Países Bajos (2002), Bélgica (2002), Luxemburgo (2009), Colombia (2014), Canadá (2016) y Nueva Zelanda (2020). Son pocos, y entre ellos no figuran los más desarrollados como Alemania, Francia, Italia o Estados Unidos, entre otros.
Un día antes de la aprobación de su texto definitivo (18 de diciembre de 2020) —con 198 votos a favor (PSOE, Podemos, BNG, ERC, Junts per Catalunya, Más País, Bildu, PNV, CUP, Ciudadanos), 138 en contra (PP, Vox, UPN) y dos abstenciones (CC y Teruel Existe)—, el entonces ministro de Sanidad la defendió en los siguientes términos: «Como sociedad, no podemos permanecer impasibles ante el sufrimiento intolerable que padecen muchas personas; España es una sociedad democrática lo suficientemente madura como para afrontar esta cuestión que impone sentido común y humanidad». Por su parte, la exministra de Sanidad dejó claro que, frente a esa realidad, el Estado «ni impone ni obliga», porque se atiene a la decisión autónoma del paciente.
Formo parte de esa mayoría de la sociedad española que no acaba de entender qué sentido común y qué humanidad puede haber detrás de esta ley. Ignoro si la idea de sentido común a que aludieron estos defensores de la eutanasia era de matriz cartesiana (que consideraba la cualidad mejor repartida del mundo porque permite distinguir a todos por igual entre lo racional —o aceptable— y lo irracional —o inaceptable—), o más bien volteriana (que entendía el sentido común como el menos común de los sentidos). Aunque seguramente, sin sospecharlo, coincidiría con Einstein, para quien no es más que un conjunto de prejuicios que otros nos inculcan. Sea como fuere, es bueno interrogarse y profundizar en las propias convicciones para ver si, en efecto, son propias o más bien ajenas, es decir, inoculadas por otros sin que las hayamos sometido a espíritu crítico alguno, del mismo modo que debemos intentar entender las convicciones de los demás para poder comprenderlos y dialogar, sin caer en la descalificación de quien piensa distinto. Criticar lo que no se entiende carece de sentido e imposibilita el diálogo sereno y constructivo.
El sentido común de la ley eutanásica que hoy entra en vigor refleja un principio fundamental de la modernidad: la libertad entendida como absoluta autonomía de la voluntad. John S. Mill, en su obra Sobre la libertad (1859), al referirse a «una esfera de acción en la que la sociedad, como distinta al individuo, no tiene más que un interés indirecto, si es que tiene alguno», señala que esta consta de tres principios. Junto al de libertad de conciencia —unido al de expresión— y al de libertad de asociación, menciona otro, el de ‘libertad humana’. Así lo expresa el filósofo inglés: «En segundo lugar, el principio de la libertad humana requiere la libertad de gustos y de inclinaciones, la libertad de organizar nuestra vida siguiendo nuestro modo de ser, de hacer lo que nos plazca, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nuestros semejantes nos lo impidan, en tanto que no les perjudiquemos, e incluso, aunque ellos pudieran encontrar nuestra conducta tonta, mala o falsa».
Desde esta perspectiva se entiende perfectamente que, ante el dolor insufrible de alguien para el que su vida ya no tiene sentido, lo propio, lo adecuado y lo razonable sea dejar —parafraseando a Mill— que siga su «modo de ser, de hacer lo que le plazca, sujeto a las consecuencias de sus actos, sin que sus semejantes se lo impidan». Es más, en ese caso, no solo habría que permitirle decidir libremente, sino que lo verdaderamente ético —o moral— sería auxiliarle para que pudiera llevar a cabo su decisión, como afirmó el ministro: «No podemos permanecer impasibles ante el sufrimiento intolerable que padecen muchas personas». Así se justifica que la presente ley venga exigida por el “sentido común” (dejarme hacer lo que quiero), y por un sentido de humanidad (que nadie me obligue a vivir).
Frente a esta idea de sentido común que acabo de describir sucintamente, quiero recoger y plantear aquí cuatro reflexiones críticas que explican mi más firme rechazo a esta ley:
1.ª La libertad es una realidad rica y profunda que incluye una variedad de dimensiones que van más allá de —o no son tan solo reducibles a— la autonomía de la voluntad, entendida como mera posibilidad de elección; lo contrario supondría confundir la vida lograda con el disfrute de mayores espacios de autonomía o autodeterminación, lo cual es falso: se puede tener una vida plena con escasos márgenes de autonomía, y viceversa: una vida vacía con amplios espacios de autonomía.
2.ª La vida suele perder el sentido cuando uno no ama y, sobre todo, cuando uno no se siente aceptado, acompañado y amado por los demás, en particular por los de su familia. En ocasiones, incluso en el mejor de los casos, suele darse entre la gente enferma —como sucede en los mayores— un intenso sentimiento de pesar por considerarse una carga para la vida familiar; con la eutanasia, a ese sentimiento de pesar se añadirá otro de culpabilidad porque, quien teniendo la posibilidad de terminar con su vida, no decide hacerlo, gravando así la vida de los más cercanos y de la sociedad en general, se considerará un egoísta insolidario.
3.ª Aunque se suela utilizar el sufrimiento como justificación para presentar como razonable —e incluso humanitario— ayudar al enfermo que lo solicita a terminar con su vida, lo cierto es que, a día de hoy, los avances de la medicina paliativa, suficientes para eliminar el dolor del enfermo casi por completo, hacen innecesario recurrir a la eutanasia; quizá ahí se constata el falaz argumento de que el Estado «ni impone ni obliga»: con esa ley, en realidad, el Estado se permite calificar algunas vidas como no dignas de ser vividas, proporcionando ayuda para terminar con ellas a quien convencido de ello lo solicita; además, no solo es que el enfermo decide (tal como se presenta), sino que se pone sobre sus hombros la carga de esa decisión —con el sentimiento de culpabilidad añadido al que he aludido—, ayudando a eliminar a quien sufre, pero sin promover la medicina paliativa que podría quitarle el dolor.
4.ª La humanidad, que no es un sentimiento sino el imperio de la justicia, no consiste en auxiliar a la persona que quiere terminar con su vida, sino en dar a cada uno lo suyo (como señaló el jurista romano Ulpiano), es decir, en dar a cada uno aquello que necesita para que su vida tenga —o siga teniendo— sentido. Una sociedad no es más humana y madura por estar preparada para auxiliar al que desea morir, sino por su capacidad de dar a todos, sin excluir a nadie, aquello que necesitan para mantener la decisión de vivir. Algunos ven la eutanasia como una conquista; yo, en cambio, como un fracaso de la sociedad y un fraude del poder público, incompatible con un Estado de Derecho comprometido con la defensa de los derechos fundamentales —irrenunciables— de todos, y en particular de los más frágiles, de enfermos terminales que padecen una situación de desvalimiento físico y mental, en ocasiones agravada sobre todo por la soledad y la falta de atención. Resulta incongruente que un gobernante justifique la opción eutanásica afirmando que el Estado «ni impone ni obliga», cuando en otros ámbitos sí lo hace (con acierto), imponiendo sanciones penales y administrativas a quienes pretenden renunciar a determinados derechos fundamentales (relación de trabajo esclava, tráfico de órganos, omisión del deber de usar cinturón o casco en la conducción de vehículos, etc.).
El actual Gobierno ha logrado aprobar una ley que constituye una herramienta idónea de transformación de la sociedad. Si los ciudadanos no hacemos nada para revertir ese proceso, si desde la sociedad civil no logramos combatir su vigencia, acreditando jurídicamente su manifiesta inconstitucionalidad, el derecho a la vida volverá a experimentar un retroceso y una devaluación radical, abocando a nuestro país hacia una pendiente resbaladiza de progresiva deshumanización. Espero que esto no suceda, y que no tengamos que comprobar los efectos letales (en sentido literal) y devastadores de esa ley, ni constatar que hay amores (o desamores) que matan, mientras el Estado se pone de perfil, dejando a su suerte a aquellas personas más vulnerables en el momento más difícil de sus vidas. No creo que merezca aplauso alguno la aprobación de una ley que concede el derecho a morir a alguien que, abatido por el dolor —y quizá la soledad—, ha perdido la ilusión de vivir. Sí merecería ser aplaudida —y sonoramente— la normativa que lograra mantener en todos —porque toda vida humana es valiosa, única e irrenunciable—, la voluntad de seguir viviendo.
2.
LA EUTANASIA: ¿DE QUÉ SE TRATA?
Ana M.ª Marcos del Cano
LA APROBACIÓN DE LA Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de la eutanasia ha hecho irrumpir de nuevo en el marco político-social, sanitario y jurídico, el clamor de una situación personalísima, y colectiva al tiempo, sobre el denominado “derecho a morir”.
Permítanme unas reflexiones de carácter ético, jurídico y, no menos, de honda preocupación del futuro de una dimensión humana sustantiva, cual es la responsabilidad y la inderogable dignidad de la propia vida. Me centraré en esta ley (en adelante, LORE) y más allá de ella, pues la muerte es una cuestión que nos atañe a todos. He reflexionado mucho sobre este tema, pues fue el objeto de mi tesis doctoral, y siempre he pensado que el Derecho se quedaba corto a la hora de abordar esta situación. Desde ahí y siendo necesaria su regulación, nunca vi la eutanasia como un “derecho exigible”. Como afirmaba Gustavo Bueno, la expresión derecho a morir es una contradictio in terminis, pues el derecho es “a algo bueno”, a la salvaguarda de los intereses y bienes de las personas, al despliegue de sus mejores posibilidades. Quizá sea, porque como Sócrates considero al Derecho como un bien, un factor de cohesión social, de atribución de libertades, de creación de civilización y de generación de posibilidades de vida mejor para la sociedad y para las personas. A la vez, el propio Derecho tiene una función pedagógica e instructiva, como ya advirtiera Aristóteles, que configura no solo el modo de actuar, —como regulador de conductas que es—, sino el pensamiento, la conciencia, la propia comprensión del ser humano, —capaz de integrar su potencial de proyección, creación y sentido—, y no menos la mutua interacción y relacionalidad que nos constituye como sociedad. De ahí que lo que se establezca por ley tenga una incidencia directa en la conciencia personal y social que regula. Y desde aquí, siempre me ha resultado difícil y complicado afirmar con rotundidad un “derecho a la eutanasia”.
Siendo esto así, no puedo sino conmoverme ante situaciones dramáticas, como la de Ángel Hernández que ayudó a morir a su esposa M.ª José Carrasco, pues ya no podía vivir más en esa situación de dependencia y sufrimiento. Y, a la vez, el “derecho” que ahora se otorga por nuestro Parlamento, se me sigue quedando corto para su situación y la de tantos otros/as. Cuánta realidad hay en ese caso que no se va a resolver con el “derecho a morir”. Como él mismo afirmaba, nueve años llevan esperando por una residencia que no llega. Cuánta dejación puede haber por parte de la sociedad, de la administración y del entorno, en el cuidado y atención de estas personas cuando más nos necesitan a todos/as. Qué fuerte que todo se quiera resolver zanjando la salida con un derecho, cuando hay dimensiones de realidad ahí mismo, que deben ser valoradas, como ese amor, esa entrega, esa fidelidad y ese cuidado mutuo, del que tanta necesidad tenemos en esta sociedad cada vez más individualista y eficiente, que deja fuera de su rueda lo que aparentemente no produce. La pregunta: ¿esas relaciones de entrega y de entrañabilidad y de fidelidad, no constituyen un emerger de valores, que deben ser un revulsivo para generar otras dimensiones de relacionalidad? ¿Qué solución aportamos a las generaciones venideras y a los que así se encuentren dentro de unos años, cuando la soledad de las personas que vivan en el 2050 será cada vez mayor? ¿No aumentarán exponencialmente las peticiones de eutanasia, como así está sucediendo en Holanda, en donde, según los datos de la Comisiones Regionales y de la Asociación Médica Holandesa, en el año 2019 más del 5 % de la población muere por eutanasia? Y en España, cuando todavía al 50 % de los enfermos terminales no les llegan los cuidados paliativos, cuando todavía no llegan los presupuestos para implementar los derechos que fijó la tan necesaria Ley de Dependencia de 2006, ¿va a ser el “derecho a morir” la solución a los “enfermos graves e incurables” y a las personas con “padecimiento grave, crónico e imposibilitante”? Y me permito hacer una observación respecto a las personas con discapacidad que tan señaladas quedan en esta ley, como así ha afirmado el Comité de Derechos Humanos de las personas con discapacidad de Naciones Unidas (2020), y es que lanza dos inequívocos mensajes: a las personas con discapacidad, especialmente con discapacidades graves, para que consideren la opción por la terminación de su vida; y a la sociedad en general, para que perciban a las personas con discapacidad como individuos cuya vida puede no merecer la protección de inviolabilidad establecida constitucionalmente para el resto de los ciudadanos.