7 mejores cuentos de Alejandro Dumas

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Título
El Autor
Deseo y posesión
La Dama Negra
Historia de un muerto contada por él mismo
Las tumbas de Saint Denis
Los caballeros templários
Un alma por nacer
Lo que es ignorar la lengua del país
About the Publisher



El Autor

Alexandre Dumas, padre, (nacido el 24 de julio de 1802, Villers-Cotterêts, Aisne, Francia, fallecido el 5 de diciembre de 1870, Puys, cerca de Dieppe), uno de los autores franceses más prolíficos y populares del siglo XIX. Sin alcanzar nunca un mérito literario indiscutible, Dumas logró ganarse una gran reputación, primero como dramaturgo y luego como novelista histórico, especialmente en obras como El conde de Montecristo y Los tres mosqueteros. Sus memorias, que, con una mezcla de franqueza, mendicidad y jactancia, relatan los acontecimientos de su extraordinaria vida, también proporcionan una visión única de la vida literaria francesa durante el período romántico. Fue el padre (padre) del dramaturgo y novelista Alexandre Dumas, llamado Dumas fils.
El padre de Dumas, Thomas-Alexandre Davy de La Pailleterie -nacido fuera del matrimonio del marqués de La Pailleterie y Marie Cessette Dumas, una esclava negra de Santo Domingo- fue un soldado común bajo el antiguo régimen que adoptó el nombre de Dumas en 1786. Más tarde se convirtió en general del ejército de Napoleón. Sin embargo, la familia pasó por momentos difíciles, especialmente después de la muerte del general Dumas en 1806, y el joven Alexandre se fue a París para intentar ganarse la vida como abogado. Consiguió un puesto en la casa del duque de Orleans, el futuro rey Luis Felipe, pero probó suerte en el teatro. Se puso en contacto con el actor François-Joseph Talma y con los jóvenes poetas que iban a dirigir el movimiento romántico.
Las obras de Dumas, cuando se las juzga desde un punto de vista moderno, son crudas, descaradas y melodramáticas, pero fueron recibidas con éxtasis a finales de la década de 1820 y principios de la de 1830. Henri III et sa cour (1829) retrató el Renacimiento francés con colores chillones; Napoleón Bonaparte (1831) contribuyó a hacer una leyenda del emperador recientemente muerto; y en Antonio (1831) Dumas trajo al escenario un drama contemporáneo de adulterio y honor.
Aunque continuó escribiendo obras de teatro, Dumas se centró en la novela histórica, trabajando a menudo con colaboradores (especialmente Auguste Maquet). Las consideraciones de probabilidad o precisión histórica generalmente se ignoraban, y la psicología de los personajes era rudimentaria. El principal interés de Dumas fue la creación de una historia emocionante, ambientada en un colorido trasfondo histórico, generalmente del siglo XVI o XVII.
Cuando el éxito llegó, Dumas se entregó a sus gustos extravagantes y, en consecuencia, se vio obligado a escribir cada vez más rápido para poder pagar a sus acreedores. Trató de ganar dinero con el periodismo y los libros de viajes, pero con poco éxito.
El manuscrito inacabado de una novela perdida hace tiempo, Le Chevalier de Sainte-Hermine (El último caballero), fue descubierto en la Bibliothèque Nationale de París a finales de los años ochenta y publicado por primera vez en 2005.



Deseo y posesión

Las charadas ya no están de moda. ¡Qué tiempos tan buenos para los poetas eran aquellos en que Le Mercure proponía cada mes, cada quince días y, al final, cada semana una charada, un enigma o un logogrifo a sus lectores!
Pues bien, voy a revivir esa moda.
Dígame pues, querido lector o hermosa lectora -las charadas están hechas, sobre todo, para la mente perspicaz de las lectoras-, dígame de qué lengua proviene la alegoría siguiente.
¿Es sánscrito, egipcio, chino, fenicio, griego, etrusco, rumano, galo, godo, árabe, italiano, inglés, alemán, español, francés o vasco?
¿Se remonta a la Antigüedad, y está firmada por Anacreonte? ¿Es gótica, y está firmada por Carlos de Orleáns? ¿Es moderna, y está firmada por Goethe, Thomas Moore o Lamartine? ¿O no será, más bien, de Saadi, el poeta de las perlas, rosas y ruiseñores? ¿O bien...?
Pero no soy yo quien lo ha de adivinar, es usted.
Así que, querido lector, adivine.
He aquí la alegoría en cuestión.
Una mariposa reunía en sus alas de ópalo la más dulce armonía de colores: blanco, rosa y azul.
Como un rayo de sol iba revoloteando de flor en flor, y, cual flor voladora, subía y bajaba, jugando por encima de la verde pradera.
Un niño que intentaba dar sus primeros pasos por el césped tornasolado la vio y, de repente, se sintió invadido por el deseo de atrapar aquel insecto de vivos colores.
Pero la mariposa estaba acostumbrada a este tipo de deseos. Había visto cómo generaciones enteras se quedaban sin fuerzas persiguiéndola. Revoloteó delante del niño y fue a posarse a dos pasos de él; y, cuando el niño, ralentizando sus pasos y conteniendo la respiración, extendía la mano para cogerla, la mariposa alzaba el vuelo y recomenzaba su viaje desigual y deslumbrante.
El niño no se cansaba; el niño lo intentaba una y otra vez.
Tras cada tentativa abortada, el deseo de poseerla, en vez de apagarse, crecía en su corazón, y, con paso cada vez más rápido, con la mirada cada vez más ardiente, el niño salía corriendo detrás de la linda mariposa.
El pobre niño había corrido sin mirar atrás; de manera que, cuando hubo corrido un buen rato, ya estaba muy lejos de su madre.
Del valle fresco y florido, la mariposa pasó a una llanura árida y poblada de zarzas.
El niño la siguió hasta esa llanura.
Y, aunque la distancia ya era larga y la carrera rápida, el niño, que no se sentía cansado, no paraba de perseguir a la mariposa, que se posaba cada diez pasos, en un matorral, en un arbusto o en una sencilla flor silvestre y sin nombre, y siempre alzaba el vuelo en el momento en que el muchacho creía tenerla ya.
Porque, mientras la perseguía, el niño se había transformado en muchacho.
Y, con el invencible deseo de la juventud, y con su indefinible necesidad de posesión, no dejaba de perseguir al brillante espejismo.
Y, de vez en cuando, la mariposa se detenía como para burlarse del muchacho, introducía voluptuosamente su trompa en el cáliz de las flores y batía amorosamente las alas.
Pero, en el momento en que el muchacho se aproximaba, jadeando de esperanza, la mariposa se abandonaba a la brisa, y la brisa se la llevaba, ligera como un perfume
Y así pasaron, en esa persecución insensata, minutos y más minutos, horas y más horas, días y más días, años y más años, y el insecto y el hombre llegaron a la cima de una montaña que no era otra cosa que el punto culminante de la vida.
Persiguiendo a la mariposa, el adolescente se había hecho hombre.
Allí, el hombre se detuvo un instante para considerar si sería mejor volver atrás, pues la vertiente de la montaña que le quedaba por bajar le parecía muy árida.
Abajo, en la falda de la montaña, al contrario del otro lado donde, en encantadores parterres, ricos vergeles y verdes parques, crecían flores perfumadas, plantas raras y árboles cargados de fruta; en la falda de la montaña, decíamos, se extendía un gran espacio cuadrado cercado por muros, al cual se entraba por una puerta abierta ininterrumpidamente, y donde no crecían más que piedras, unas tendidas en el suelo, las otras erguidas.
Pero la mariposa se puso a revolotear, más deslumbrante que nunca, ante los ojos del hombre, y tomó la dirección del recinto cerrado, siguiendo la pendiente de la montaña.
Y, ¡cosa extraña!, aunque aquella carrera tan larga tenía que haber fatigado al viejo, porque, por su pelo canoso, se podía reconocer como tal al insensato corredor, su paso, a medida que avanzaba, se hacía más rápido; solo se podía explicar por el declive de la montaña.
Y la mariposa se mantenía siempre a la misma distancia; sólo que, como las flores habían desaparecido, el insecto se posaba en cardos espinosos, o en desnudas ramas de árboles.
El viejo, jadeando, no paraba de perseguirla.
Al final, la mariposa pasó por encima de los muros del triste recinto, y el viejo la siguió, entrando por la puerta.
Pero apenas había dado unos pasos cuando, mirando a la mariposa, que parecía fundirse en la atmósfera grisácea, chocó con una piedra y cayó.
Tres veces intentó levantarse, y tres veces volvió a caer.
Y, no pudiendo correr ya más detrás de su quimera, se contentó con tenderle los brazos.
Entonces la mariposa pareció apiadarse de él y, aunque había perdido sus colores más vivos, se puso a revolotear por encima de su cabeza.
Tal vez no eran las alas del insecto las que habían perdido sus vivos colores; tal vez eran los ojos del viejo los que se habían debilitado.
Los círculos descritos por la mariposa se fueron haciendo más y más estrechos, y al final se fue a posar sobre la pálida frente del moribundo.
En un último esfuerzo, este levantó el brazo, y con la mano tocó, por fin, la punta de las alas de aquella mariposa, objeto de tantos deseos y tantas fatigas; pero, ¡qué desilusión!, se dio cuenta de que aquello que había estado persiguiendo no era una mariposa, sino un rayo de sol.
Y su brazo cayó frío y sin fuerzas, y su último suspiro hizo estremecer la atmósfera que pesaba sobre aquel camposanto...
Y, pese a todo, poeta, persigue, persigue tu desenfrenado deseo de ideal; procura alcanzar, atravesando infinitos dolores, ese fantasma de mil colores que huye incesantemente delante de ti, aunque se te rompa el corazón, aunque se te apague la vida, aunque exhales el último suspiro en el momento en que lo roces con la mano.



La Dama Negra

Hacía ya doscientos años que el castillo no era sino un montón de piedras derruidas; en mitad de aquellas piedras había crecido un magnífico arce que en numerosas ocasiones los campesinos de los alrededores habían intentado derribar sin lograrlo, pues su madera era muy dura y nudosa. Finalmente, un joven llamado Wilhelm vino a su vez a intentar la aventura como los demás, y después de haberse desprendido de su chaqueta, asiendo un hacha que había mandado afilar a propósito, golpeó el tronco del árbol con todas sus fuerzas, pero el árbol repelió el hacha como si hubiera sido de acero. Wilhelm no se desanimó y propinó un segundo golpe, el hacha rebotó de nuevo; por fin, levantó el brazo, y reuniendo todas sus fuerzas, dio un tercer golpe, pero como al propinar ese tercer golpe oyó algo semejante a un suspiro, levantó los ojos y vio delante de él a una mujer entre veintiocho y treinta años, vestida de negro y que habría sido perfectamente bella si su palidez no hubiera dado a toda su persona un aspecto cadavérico que indicaba que desde hacía mucho tiempo aquella mujer ya no pertenecía a este mundo.
-¿Qué quieres hacer con este árbol? -preguntó la Dama Negra.
-Señora, -respondió Wilhelm mirándola sorprendido, pues no la había visto llegar y no podía adivinar de dónde salía-; señora, quiero hacer una mesa y unas sillas, pues me caso en la próxima fiesta de san Martín con Roschen, mi prometida, que amo desde hace tres años.
-Prométeme que harás una cuna para tu primer hijo -dijo la Dama Negra-, y levantaré el hechizo que defiende este árbol del hacha del leñador.
-Se lo prometo, señora -dijo Wilhelm.
-¡Muy bien! ¡pues golpea ahora! -dijo la dama.
Wilhelm levantó su hacha, y del primer golpe hizo en el tronco una incisión profunda; tras el segundo golpe, el árbol tembló de la copa a las raíces; tras el tercero, cayó completamente separado de su base y rodó por el suelo. Wilhelm levantó la cabeza para darle las gracias a la Dama Negra, pero ésta había desaparecido.
Wilhelm cumplió la promesa que había hecho, y aunque se burlaron bastante de él al ver que construía una cuna para su primer hijo antes de que se hubiera realizado el matrimonio, no por eso puso menos ardor y atención en su trabajo hasta el punto que, antes de que hubieran transcurrido ocho días, ya había acabado una encantadora cuna.
Poco después se desposó con Roschen y nueve meses después, Roschen dio a luz a un hermoso niño que colocaron en su cuna de arce. Aquella misma noche, cuando el niño lloraba y su madre, desde su cama, lo mecía, la puerta de la habitación se abrió y la Dama Negra apareció en el dintel, llevando en la mano una rama de arce seca; Roschen quiso gritar, pero la Dama Negra puso un dedo sobre sus labios, y Roschen, por temor a irritar a la aparecida, permaneció muda e inmóvil, con los ojos clavados en ella. La Dama Negra se acercó entonces a la cuna con paso lento y que no producía ruido alguno. Cuando llegó junto al niño, unió las manos, rezó un momento en voz baja, besó al bebé en la frente y dijo a la pobre madre aterrorizada:
-Roschen, coge esta rama seca que procede del mismo arce del que está hecha la cuna de tu hijo, guárdala con cuidado, y tan pronto como tu hijo haya alcanzado los dieciséis años, introdúcela en agua pura; luego cuando le hayan salido hojas y flores, dásela a tu hijo y pídele que vaya a tocar con ella la torre del lado de Oriente: eso le traerá a él felicidad y a mí la liberación.
Luego, tras haber pronunciado estas frases, dejando la rama seca en las manos de Roschen, la Dama Negra desapareció.
El niño creció y se convirtió en un hermoso joven; un buen genio parecía protegerlo en todo cuanto hacía; de vez en cuando, Roschen le echaba una mirada a la rama del arce que había colocado por debajo del crucifijo, junto al boj bendecido el Domingo de Ramos. Y como la rama estaba cada día más seca, ella sacudía la cabeza dudando que una rama tan seca pudiera llegar a tener hojas y flores. No obstante, el mismo día en que su hijo cumplió los dieciséis años, no dejó de obedecer las órdenes expresas de la Dama Negra y, cogiendo la rama de debajo del crucifijo, fue a colocarla en medio de un manantial que brotaba en el jardín. Al día siguiente fue a ver la rama y le pareció que la savia empezaba a circular por debajo de la corteza; dos días después vio que se le formaban brotes; al día siguiente esos brotes se abrieron, luego crecieron las hojas, aparecieron las flores, y al cabo de ocho días de haber estado en el manantial, la rama estaba como si acabaran de cortarla del arce vecino.
Entonces Roschen buscó a su hijo, lo condujo al manantial, y le contó lo que había sucedido el día de su nacimiento. El joven, aventurero como un caballero andante, cogió de inmediato la rama e inclinándose ante su madre le pidió su bendición, pues quería iniciar su aventura en aquel mismo instante. Roschen lo bendijo y el joven se dirigió de inmediato hacia las ruinas.
Era ese momento del día en el que el sol, al ocultarse en el horizonte, hace subir la sombra de los lugares profundos a los más elevados. El joven, pese a ser valiente, no estaba exento de esa inquietud que experimenta el hombre más animoso en el momento en el que se enfrenta a un acontecimiento sobrenatural e inesperado; cuando puso el pie en las ruinas, su corazón latía con tanta intensidad que tuvo que detenerse un instante para respirar. El sol se había ocultado por completo y la oscuridad empezaba a alcanzar el pie de las murallas cuya cima estaba aún dorada por los últimos rayos de luz. El joven avanzó con la rama de arce en la mano hacia la torre del Oriente, y al oriente de la torre encontró una puerta; llamó tres veces, y a la tercera la puerta se abrió y apareció la Dama Negra en el dintel. El joven dio un paso hacia atrás pero la aparecida tendió una mano hacia él y con voz dulce y rostro sonriente:
-No temas, joven -dijo- pues hoy es un día feliz para ti y para mí.
-Pero ¿quién es usted, señora, y qué puedo hacer por usted?
-Soy la dama de este castillo -prosiguió el fantasma- y como ves, nuestra suerte es similar; él no es sino una ruina y yo no soy sino una sombra. De joven, estuve comprometida con el joven conde de Windeck, que vivía a unas leguas de aquí, en el castillo cuyos restos llevan aún su nombre. Después de haberme dicho que me amaba, y haberse asegurado de que yo compartía su amor, me abandonó por otra mujer que convirtió en su esposa; pero su felicidad no duró mucho. El conde de Windeck era ambicioso; entró en la Liga contra el emperador y murió en un combate en el que su partido fue derrotado; entonces, los partidariosdel emperador se desperdigaron por las montañas, pillando e incendiando los castillos de sus enemigos. El castillo de Windeck fue pillado e incendiado como los demás, y la joven condesa huyó con su hijo en los brazos; agotada por la fatiga, cogió una rama de arce para usarla de cayado. Había visto desde lejos las torres de mi castillo y, como ignoraba lo que había habido entre su marido y yo, venía a pedirme hospitalidad; pero si ella no me conocía, yo sí la conocía a ella; la había visto pasar en silla de mano, embriagada de amor, ardiente en el placer, seguida de lejos por muchos jóvenes guapos que, como si fueran eco de mi ingrato enamorado, le decían que era hermosa. Al verla, en lugar de apiadarme de ella como debía hacerlo una cristiana, todo mi odio se despertó. La vi con gusto, abrumada por el peso de su tierno fardo subir con los pies descalzos y malheridos por el sendero rocoso que conducía a la entrada de mi castillo. Pronto se detuvo sobre la colina que domina aquel lago de agua oscura que ahí ves; haciendo un esfuerzo, hundiendo su cayado en tierra para apoyarse en él, tendió hacia mí sus brazos en los que estaba su hijo y, moribunda, se dejó caer exhausta abrazando a su pobre hijito sobre su pecho. Entonces, sí, lo sé muy bien, yo habría debido descender de mi balcón, ir a su encuentro, levantarla con mis manos, sostenerla sobre mi hombro, conducirla a este castillo y convertirla en mi hermana. Eso habría sido hermoso y caritativo a los ojos de Dios; sí, lo sé, pero yo me sentía celosa del conde, incluso después de su muerte. Quise vengarme en su pobre esposa inocente de lo que yo había sufrido. Llamé a mis criados y les ordené que la echaran como si fuera una vagabunda. Desgraciadamente, me obedecieron: los vi acercarse a ella, insultarla, y negarle hasta el trozo de tierra en la que reposaba un instante sus miembros fatigados. Entonces, se levantó como una loca, y cogiendo a su hijo en brazos, la vi correr con el cabello al viento hacia la roca que domina el lago, subir a la cima y luego, profiriendo una terrible maldición contra mí, precipitarse al agua, ella y su bebé. Lancé un grito. Me arrepentí al instante, pero era demasiado tarde. La maldición de mi víctima había llegado hasta el trono de Dios. Había pedido venganza y la venganza debería realizarse.
Al día siguiente, un pescador que había arrojado sus redes al lago sacó a la madre y al hijo aún abrazados. Como, según la declaración de mis criados, había atentado contra su propia vida, el capellán del castillo se negó a enterrarla en tierra consagrada y fue depositada en el lugar en el que había hundido su cayado de arce; muy pronto, aquel cayado, que aún estaba verde, echó raíces y, a la primavera siguiente, dio flores y frutos.
Por lo que a mí respecta, devorada por el arrepentimiento, sin tranquilidad durante mis días ni reposo durante mis noches, pasaba el tiempo rezando de rodillas en la capilla, o deambulando en torno al castillo. Poco a poco sentí que mi salud se deterioraba y fui consciente de que padecía una enfermedad mortal. Muy pronto, una languidez insuperable se adueñó de mí y me obligó a permanecer en cama. Hicieron venir a los mejores médicos de Alemania pero, al verme, todos movían la cabeza y decían: «No podemos hacer nada, la mano de Dios está sobre ella.» Tenían razón, yo estaba condenada. Y el día del tercer aniversario de la muerte de la condesa, yo morí a mi vez. Por sugerencia mía, me vistieron con el vestido negro que había usado en vida con el fin de llevar, incluso después de mi muerte, luto por mi crimen; y como, pese a ser muy culpable, me habían visto morir como una santa, me depositaron en la cripta funeraria de mi familia y sellaron sobre mí la losa de mi tumba.
La misma noche del día en el que allí me depositaron, en medio de mi sueño mortal, me pareció oír sonar la hora en el reloj de la capilla. Conté las campanadas y oí doce. Tras la última, me pareció que una voz me decía al oído:
-Mujer, levántate.
Reconocí la voz de Dios y exclamé:
-¡Señor! ¡Señor! ¿no estoy muerta pues, y aunque creía haberme dormido en vuestra misericordia para siempre, vais a devolverme a la vida?
-¡No! -dijo la misma voz- no temas, sólo se vive una vez; sí, estás muerta, pero antes de implorar mi misericordia, es necesario que des satisfacción a mi justicia.
-¡Dios mío, Señor! -exclamé temblando- ¿qué vais a ordenar sobre mí?
-Errarás, pobre alma en pena -respondió la voz- hasta que el arce que da sombra a la tumba de la condesa sea lo suficientemente grueso como para proporcionar tableros para la cuna del niño que te liberará. Levántate pues de tu tumba y cumple mi designio.
Entonces, con la punta de un dedo levanté la losa de mi sepulcro, y salí, pálida, fría, inanimada, y deambulé alrededor de mi castillo hasta que se oyó el primer canto del gallo; entonces, como impulsada por un brazo irresistible, entré en esta torre cuya puerta se abrió sola ante mí, y me tendí en mi tumba, cuya tapa se cerró sola. La segunda noche fue igual, y todas las noches que siguieron a la segunda.