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Al peso de esta suposición, Caderousse se quedó como aturdido.
-¡Oh! -dijo después de un instante, cogiendo su sombrero, que se puso sobre el pañuelo encarnado que tenía a la cabeza-, pronto lo sabremos.
-¿Cómo?
-Hoy es la feria de Beaucaire, habrá plateros de París, voy a mostrárselo. Guarda tú la casa, mujer, que dentro de dos horas estoy de vuelta.
Y salió Caderousse precipitadamente de la posada, tomando el camino opuesto al que seguía el desconocido.
-¡Cincuenta mil francos! -murmuró la Carconte al verse sola-, es dinero… , pero no es ningún tesoro.
Capítulo 5 Los registros de cárceles
Al día siguiente de aquel en que se desarrolló en la posada del camino de Bellegarde a Beaucaire la escena que acabamos de narrar, un hombre de treinta y dos años con frac azul, pantalón de Nankin, chaleco blanco y aire y acento muy inglés, se presentó en casa del alcalde de Marsella.
-Caballero -le dijo-, yo soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma. Diez años ha que estamos en relaciones con la de Morrel e hijos, de Marsella, y hasta le tenemos confiados unos cien mil francos sobre poco más o menos. Lo que se dice de que amenaza ruina tal casa, nos pone actualmente en suma inquietud, por lo cual vengo de Roma a pediros noticias sobre este asunto.
-Caballero -respondió el alcalde-, sé efectivamente que de cuatro o cinco años acá parece que persigue la desgracia al señor Morrel. Ha perdido cuatro o cinco barcos, y ha sufrido tres o cuatro quiebras, pero no me corresponde a mí, aunque soy su acreedor por unos diez mil francos, referiros la situación de su casa. He aquí todo lo que puedo deciros, caballero. Si queréis saber más, id al señor de Boville, inspector de cárceles, que vive en la calle de Noailles, número 15. Según creo, tiene colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel, y si realmente hay ocasión de que temamos, como su cantidad es mayor que la mía, serán también más exactas sus noticias probablemente.
Al parecer apreció mucho el inglés esta delicadeza del alcalde y saludándole se encaminó a la calle indicada, con ese paso peculiar de los hijos de la Gran Bretaña.
E1 señor de Boville se encontraba en su despacho. Al verle, hizo el inglés un movimiento de sorpresa, como si no fuera la primera vez que viese a la persona que venía a visitarle. En cuanto al señor de Boville, estaba tan desesperado, que evidentemente el pensamiento que ahora le absorbía todas sus facultades no dejaba a su memoria ni a su imaginación ocasión para retroceder a tiempos pasados.
Con la flema de los de su raza, abordó el inglés la cuestión casi en los mismos términos en que acababa de hablar al alcalde.
-¡Oh, caballero! -exclamó el señor de Boville-, no pueden ser más fundados vuestros temores, por desdicha. Aquí me tenéis sumido en la desesperación. Yo tenía colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel; doscientos mil francos que eran la dote de mi hija, y pensaba casarla dentro de quince días, puesto que de esa cantidad, cien mil francos eran reembolsados el 15 de este mes, y los otros cien el 15 del próximo. Ya tenía avisado al señor Morrel que deseaba que fuera exacto en el reembolso, y he aquí que viene él mismo a decirme hace una media hora, que si su barco, El Faraón, no ha vuelto para el 15, no le será posible pagarme.
-Pero eso parece tan sólo un aplazamiento -observó el inglés.
-¡Decid mejor que parece una quiebra! -exclamó desesperado el señor de Boville.
El inglés reflexionó un instante y luego dijo:
-¿Tantos temores os inspira ese crédito?
-Lo considero perdido.
-Pues yo os lo compro.
-¡Vos!
-Sí, yo.
-Pero ¿con un descuento enorme, sin duda?
-No, a la par; por doscientos mil francos. Nuestra casa -añadió el inglés sonriendo-, no hace negocios de esa clase.
-¿Y pagáis… ?
-Al contado.
Y sacó el inglés de su bolsillo un fajo de billetes de banco, que podrían importar el doble de la suma que temía perder el señor de Boville. Un destello de alegría iluminó el semblante de éste, pero haciendo un esfuerzo añadió:
-Es mi deber advertiros, caballero que es muy probable que no recobréis ni el seis por ciento de esa suma.
-Eso no es cuenta mía, sino de la casa de Thomson y French, en cuyo nombre estoy actuando -respondió el inglés-. Acaso tenga ella empeño en apresurar la ruina de otra casa rival; lo que sé, caballero, es que estoy pronto a pagaros el endoso que vais a hacerme, y que sólo os exigiré un mínimo corretaje.
-¡Cómo, caballero!, nada más justo -exclamó el señor de Bovine-. El derecho de comisión suele ser un uno y medio por ciento, ¿queréis el dos? ¿Queréis el tres? ¿Queréis el cinco? ¿Queréis más? Decidme si queréis más.
-Caballero -repuso sonriendo el inglés-, yo, como mis principales, no hago negocios de esa clase; mi corretaje es de otra epsecie.
-Hablad, pues.
-¿Sois inspector de cárceles?
-Hace más de catorce años.
-¿Tenéis libros de entradas y salidas?
-Sin duda alguna.
-¿En esos libros deben constar las notas relativas a los presos?
-Cada preso tiene las suyas.
-Pues oíd, caballero: me eduqué en Roma por un abate, un pobre diablo, que desapareció de la noche a la mañana. Después supe que estuvo preso en el castillo de If, y quisiera enterarme de los detalles de su muerte.
-¿Cómo se llamaba?
-El abate Faria.
-¡Ah! le recuerdo muy bien -exclamó el señor de Boville-, estaba loco.
-Eso decían.
-¡Oh!, sí que lo estaba.
-Es posible. ¿Y cuál era su manía?
-Se imaginaba tener noticia de un tesoro inmenso, y ofrecía al gobierno sumas incalculables si accedían a ponerle en libertad.
-¡Pobre diablo! ¿De modo que ha muerto?
-Hace cinco o seis meses; en febrero último.
-Buena memoria tenéis, caballero, pues así recordáis las fechas.
-Recuerdo ésta, porque la muerte del abate fue seguida de un extraño suceso.
-¿Se puede saber qué suceso fue ése? -preguntó el inglés con tal expresión de curiosidad que hubiera sorprendido a un observador el hallarla en su rostro flemático.
-¡Oh!, sí, caballero. Figuraos que el calabozo del abate distaba cuarenta y cinco o cincuenta pasos del de un antiguo agente bonapartista, uno de aquellos que más habían contribuido a la vuelta del usurpador en 1815, hombre muy audaz y muy peligroso…
-¿De veras? -inquirió el inglés.
-Sí -respondió el señor de Boville-. Yo mismo tuve ocasión de verle en 1816 ó 1817; por cierto que sólo con un piquete de soldados me atreví a bajar a su calabozo. ¡Qué impresión tan profunda me causó aquel hombre! Jamás olvidaré su rostro.
El inglés se sonrió imperceptiblemente. Luego preguntó:
-¿Decíais, caballero, que los dos calabozos… ?
-Sólo distaban cincuenta pies uno del otro; pero, según parece, el tal Edmundo Dantés…
-¿De modo que aquel hombre peligroso se llamaba… ?
-Edmundo Dantés. Pues parece que el tal Edmundo Dantés se había procurado herramientas, o las había construido él mismo, pues se descubrió una galería subterránea, por donde los dos presos se comunicaban.
-Ese subterráneo tendría un objeto, sin duda, ¿el de escaparse?
-Justamente; pero, por desdicha de los presos, el abate Faria fue acometido de una catalepsia y murió.
-Comprendo. Eso debió frustrar los proyectos de fuga.
-Para el muerto, sí, mas no para el vivo -repuso el señor de Boville-. En esta desgracia halló, por el contrario, Dantés un medio de apresurar su fuga. Se imaginó, sin duda, que los presos que mueren en el castillo de If se entierran en un cementerio como los comunes, y trasladó al difunto a su calabozo, ocupó su lugar en el saco en que se le había metido, esperando la hora del entierro.
-Era un medio que indicaba valor -repuso el inglés.
-¡Oh!, ya os dije, caballero, que era un hombre muy peligroso. Por fortuna, él mismo libró al gobierno de los temores que le inspiraba.
-¿Cómo?
-¿No lo comprendéis?
-No.
-El castillo de If no tiene cementerio, sino que sencillamente arrojan los muertos al mar, atándoles a los pies una bala de a treinta y seis.
-¿Y qué..? -añadió el inglés, como si no acabara de entender.
-Que le arrojaron al mar con una bala de a treinta y seis.
-¿De veras? -exclamó el inglés.
-Sí, caballero. Ya os podéis figurar cuánta debió de ser la sorpresa del fugitivo al sentirse precipitado desde aquella altura. Cualquier cosa daría por haber visto su cara en aquel momento.
-No habría sido fácil.
-No importa -contestó el señor de Boville, a quien la idea de recobrar sus doscientos mil francos ponía de buen humor-. No importa; me la estoy imaginando.
Y se echó a reír.
-Yo también -añadió el inglés.
Y también se echó a reír, pero como ríen los ingleses, de dientes a fuera.
-Según eso -añadió el inglés, que fue el primero en recobrar su sangre fría-, según eso, ¿el fugitivo se ahogó?
-¡Toma!
-De suerte que el gobernador del castillo de If se libró al mismo tiempo del preso furioso y del preso loco.
-Exacto.
-¿Ese suceso debe constar por algún documento?
-Sí, sí, por un acta de defunción. Ya comprenderéis que a la familia de Dantés, caso de que la tenga, podría interesarle averiguar si estaba muerto o vivo.
-De modo que si le heredan, pueden gozarlo tranquilamente. Está muerto y bien muerto.
-¡Vaya! Hasta se les expedirá certificación el día que la quieran.
-Desde luego -respondió el inglés-. Pero volvamos a los registros.
-Es verdad. Esta historia nos ha hecho divagar un tanto. Dispensadme.
-¿Por qué? ¿Por la historia? Al contrario, me ha parecido curiosísima.
-Y lo es, en efecto. ¿De modo que deseáis, caballero, examinar todo lo relativo a vuestro pobre abate, que era la dulzura personificada?
-Tendré mucho gusto.
-Pasemos a mi despacho y os complaceré.
Ambos pasaron al despacho del señor de Boville. En él todo respiraba orden y arreglo. Cada libro tenía su número, cada nota ocupaba su lugar. El inspector hizo que el inglés se sentase en su propio sillón, poniéndole delante el libro y las notas referentes al castillo de If, y dejándole en completa libertad de examinarlas, y él se sentó en un rincón a leer un periódico.
El inglés encontró en seguida lo que buscaba, pero sin duda le habría interesado mucho la historia que le contó el señor de Boville, pues habiendo recorrido muy por encima el registro de Faria, prosiguió hojeando hasta dar con el de Edmundo Dantés. Allí también cada documento lo halló en su sitio. La denuncia, el interrogatorio, la solicitud de Morrel y el informe de Villefort. Dobló con cuidado la denuncia, la guardó en el bolsillo, llegó al interrogatorio, y viendo que no se nombraba siquiera al señor Noirtier, examinó la solicitud de 10 de abril de 1815, en que por consejos del sustituto, Morrel exageraba, con la mejor intención, pues reinaba entonces Napoleón, los servicios de Dantés a la causa imperial, corroborados por la certificación de Villefort. Ahora lo comprendió todo claramente. Guardando Villefort la solicitud de Morrel había hecho de ella un arma poderosa bajo la segunda Restauración.
Ya no tuvo, pues, ninguna sorpresa al hallar esta nota en el registro, al margen de su nombre: Edmundo Dantés: Bonapartista acérrimo. Ha tomado una parte muy activa en la vuelta de Napoleón. Téngasele muy vigilado y bajo la más rigurosa incomunicación.
Debajo de estas líneas había escrito, con diferente clase de letra:
«Vista la nota anterior, nada se puede hacer por él.» Sólo comparando la letra del margen con la de la recomendación puesta a la solicitud de Morrel, pudo convencerse de que las dos eran iguales, es decir, ambas de Villefort.
Respecto a la última nota, comprendió el inglés que habría sido escrita por algún inspector, a quien Edmundo inspirara un interés pasajero, interés que se desvaneció ante lo terminante y expresivo de la nota marginal.
Ya hemos dicho que, por discreción, el inspector se había puesto a leer aparte La Bandera Blanca, por no molestar al discípulo del abate Faria, y por esto no pudo verle doblar y guardarse la denuncia, escrita por Danglars bajo el emparrado de la Reserva, con un sello del correo de Marsella del 27 de febrero, a las seis de la tarde.
Sin embargo, hemos de añadir que aunque lo hubiera visto, daba tan poca importancia a aquel papel, y tanta a sus doscientos mil francos, que no se hubiera opuesto a que se lo llevara.
-Gracias -dijo el inglés, cerrando el libro de repente-. Ya he terminado y ahora debo cumplir mi promesa. Hacedme un simple endoso de vuestro crédito, declarando haber recibido el importe, y voy a contaros el dinero.
Y cediendo su sillón al señor de Boville, que se apresuró a hacer el endoso y el recibo, el inglés empezó a contar billetes de banco en el otro extremo de la mesa.
Capítulo 6 Morrell e hijos
El que hubiera abandonado Marsella algunos años antes, conociendo a fondo la casa de Morrel, y hubiese vuelto en la época a que hemos llegado con nuestros lectores, la habría encontrado muy cambiada.
En vez de ese aroma de vida, de felicidad y de holgura que exhalan, por decirlo así, las casas en estado próspero, en lugar de aquellos alegres rostros que se veían detrás de los visillos de los cristales, en vez de aquellos corredores atareados que cruzaban por los pasillos con la pluma detrás de la oreja, en vez de aquel patio lleno de fardos, retumbando a los gritos y a las carcajadas de los mozos, hallara a primera vista un no sé qué de triste, un no sé qué de muerto.
En aquellas oficinas sólo quedaban dos de los numerosos empleados. Uno era un joven de veintitrés o veinticuatro años, llamado Manuel Raymond, que enamorado de la hija de Morrel, permanecía en el escritorio, a pesar de todos los esfuerzos que hacía en contrario su familia. El otro era un viejo empleado en la caja; llamábase por apodo Cocles, apodo que le habían dado los jóvenes que en otro tiempo henchían aquella casa poco menos que desierta, y apodo en fin, que había sustituido tan por completo a su propio nombre, que según todas las probabilidades no habría vuelto ahora la cabeza si le llamaran por aquél.
Cocles permanecía al servicio del señor Morrel, habiéndose verificado en la situación de aquel hombre un cambio muy singular. Había ascendido a cajero y descendido a criado. No por esto dejaba de ser siempre el mismo Cocles, bueno, leal, sufrido, pero inflexible en cuanto a la aritmética, en lo cual se las tenía tiesas hasta con el mismo señor Morrel, aunque no conociese otra teoría que su tabla de Pitágoras, que se sabía de memoria, ya de corrido, ya salteado, y a pesar de cuantas artimañas se emplearan para hacerle cometer un error.
Cocles era el único que se mostraba impertérrito en medio de la general desgracia que pesaba sobre la casa de Morrel, pero no se juzgue mal de esta impasibilidad, que no era falta de cariño, sino todo lo contrario, una convicción invencible.
Así como las ratas, que según dicen, van abandonando poco a poco el buque sentenciado de antemano por las borrascas a irse a pique, así como estos animales egoístas cuando leva el ancla ya lo han abandonado del todo, así la turba de agentes y corredores que vivía de la casa del armador, habían ido poco a poco desertando del despacho y de los almacenes como ya se ha dicho, pero Cocles los vio marcharse sin pensar siquiera en la causa. Todo en él, repetimos, se reducía a cuestión de números, y como en los veinte años que llevaba en el escritorio de Morrel había visto siempre efectuarse los pagos con tanta exactitud, no comprendía que pudiera faltar aquella exactitud, ni suspenderse aquellos pagos, como el molinero que posee un molino en un río muy caudaloso no comprende que pueda secarse el río. Hasta la fecha, en efecto, nada había podido destruir la creencia de Cocles. Los pagos del fin del mes anterior se efectuaron con rigurosa puntualidad. Cocles había rectificado una equivocación de ochenta sueldos cometida por el naviero contra su bolsillo, y el mismo día se los había devuelto. Morrel, con una sonrisa melancólica, los tomó y los echó en un cajón casi vacío, diciéndole:
-Bien, Cocles: sois el non plus ultra de los cajeros.
Y Cocles se marchó reventando de orgullo, porque un elogio del señor Morrel, el non plus ultra de los hombres honrados de Marsella, lo apreciaba más que una gratificación de cincuenta escudos.
Pero desde ese fin de mes tan glorioso, había pasado el señor Morrel horas muy crueles. Para atender a aquellos pagos agotó todos sus recursos, y hasta había hecho personalmente un viaje a la feria de Seaucaire a vender algunas alhajas de su mujer y de su hija y una parte de su plata, temeroso de que el recurrir en Marsella a tales extremos hiciera dar por segura su ruina. Con tal sacrificio pudo salir del apuro la casa de Morrel, pero la caja quedó completamente exhausta.
Con su habitual egoísmo, el crédito iba alejándose de ella por los rumores que circulaban, y para hacer frente a los cien mil francos del señor de Boville a mediados del mes actual, y a otros cien mil que iban a vencer el 15 del mes siguientes, no contaba en verdad el señor Morrel sino con la vuelta delFaraón, cuya salida había anunciado un buque que acababa de llegar, y que había salido al propio tiempo que él.
Pero la llegada de este buque, procedente, como El Faraón, de Calcuta, fue quince días atrás, mientras que del Faraón no se tenía noticia alguna.
Este era el estado de la casa de Morrel a hijos, cuando en la misma mañana en que hemos dicho ajustó con el señor de Boville su importantísimo negocio el agente de Thomson y French, de Roma, se presentó en casa del señor Morrel.
Manuel salió a recibirle, y como toda cara nueva le asustaba, porque en cada cara nueva veía un nuevo acreedor que inquieto por la fortuna de la casa venía a sondear al comerciante, Manuel, repetimos, quiso evitar esta visita al señor Morrel, e hizo mil preguntas al recién venido, el cual le manifestó que nada podía decir al señor Manuel, pues necesitaba entenderse con el señor Morrel en persona.
Llamó el joven suspirando a Cocles, que apareció al punto, recibiendo la orden de llevar al extranjero al gabinete del naviero. Cocles salió y el extranjero le siguió.
En la escalera tropezaron con una joven muy linda, de dieciséis a diecisiete años, que miró al extranjero con visible inquietud. Cocles no reparó en esta mirada, pero sí, al parecer, el extranjero.
-El señor Morrel está en su despacho, señorita Julia, ¿no es verdad? -le preguntó el cajero.
-Sí… , creo que sí -respondió la joven vacilando-. Cercioraos antes, Cocles, y si está, anunciad a este caballero.
-Será inútil anunciarme, señorita; el señor Morrel no conoce mi nombre -respondió el inglés-. Este caballero sólo tiene que decir que soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma, con la cual está en relaciones la de vuestro padre.
La joven se puso pálida y siguió bajando, mientras Cocles y el extranjero seguían subiendo. Ella entró en el despacho de Manuel, y Cocles, con una llave que poseía para entrar a todas horas en el de su amo, abrió una puerta situada en un rincón del rellano del piso segundo, condujo al extranjero a una antesala, abrió otra puerta, que volvió a cerrar detrás de sí, y dejando un instante a solas al comisionado de la casa de Thomson y French, regresó al punto, haciéndole señas de que podía entrar.
Halló el inglés al señor Morrel sentado delante de una mesa, palideciendo al contemplar las columnas de números de su pasivo.
Al ver al extranjero, cerró el señor Morrel el libro de caja y se levantó para acercar una silla; luego que le vio sentado, se volvió él también a sentar.
Catorce años habían cambiado al digno negociante a quien conocimos de edad de treinta y seis al principio de esta historia. Ahora frisaba en los cincuenta; sus cabellos habían encanecido, su frente, poblada de melancólicas arrugas, y su mirada, en otro tiempo tan firme, era a la sazón irresoluta y vaga, como si temiera a cada momento verse obligado a bajarla ante una idea o ante un hombre.
El inglés lo contempló con un sentimiento de curiosidad mezclado de interés.
-Caballero -le dijo Morrel, a quien parecía molestar el examen de que estaba siendo objeto-. Caballero, ¿deseáis hablarme?
-Sí, señor. Sabéis de parte de quién vengo, ¿no es verdad?
-De parte de la casa Thomson y French, según me ha dicho mi cajero.
-Os ha dicho la verdad. En todo este mes y el próximo necesita la casa de Thomson y French pagar en Francia unos cuatrocientos mil francos, y conociendo vuestra probidad, ha reunido todo el papel que corría vuestro, encargándome que lo hiciera efectivo a medida que venciera.
Morrel exhaló un profundo suspiro y se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor.
-¿Entonces tenéis pagarés míos? -preguntóle al inglés.
-Sí, caballero, pagarés que importan una suma considerable.
-¿Cuánto? -preguntó Morrel con acento que en vano quería que pareciese firme.
-Ahí los tenéis -respondió el inglés sacando un legajo de su bolsillo-. Aquí tenéis un endoso de doscientos mil francos hecho a nuestra casa por el señor de Boville, inspector de cárceles. ¿Reconocéis deber esta cantidad al señor de Boville?
-Sí, caballero. Son unos fondos que colocó en mi casa al cuatro y medio por ciento hará pronto cinco años.
-¿Y debéis reembolsársela… ?
-La mitad el 15 de este mes, y la otra mitad el 15 del próximo.
-Muy bien. Ved ahora valores importantes: treinta y dos mil quinientos francos, pagaderos a fin de este mes. Son pagarés vuestros que nos han traspasado sus tenedores.
-Los reconozco -dijo Morrel, poniéndose colorado de vergüenza al pensar que por primera vez en su vida no podría hacer honor a su firma-. ¿Es esto todo?
-No, caballero, que tengo aún unos cincuenta y cinco mil francos, traspasados a nuestra casa por las de Pascal y Wild y Turner de Marsella. Importan estas sumas doscientos ochenta y siete mil quinientos francos.
Era indescriptible lo que estaba sufriendo en aquellos momentos el pobre Morrel.
-¡Doscientos ochenta y siete mil quinientos francos! -repitió maquinalmente.
-Sí, señor -repuso el comisionista-. Ahora, pues -prosiguió después de una breve pausa-, no debo ocultaros, señor Morrel, que aun reconociendo vuestra probidad sin tacha hasta el presente, dícese por Marsella que no estáis en disposición de hacer frente a vuestros créditos.
A esta salida casi brutal, palideció Morrel.
-Caballero -dijo-, hasta el presente, y hace ya veinticuatro años que recibí la casa de manos de mi padre, que a su vez la había regentado treinta y cinco, hasta el presente ni una firma de Morrel e hijos se ha desairado en mi caja.
-Ya lo sé -respondió el inglés-, pero habladme de hombre honrado a hombre honrado: ¿pagaréis éstas con la misma exactitud?
Morrel se estremeció, mirando al que le hablaba así con una firmeza que antes no había tenido.
-A preguntas hechas con tal franqueza hay que responder necesariamente de la misma manera. Caballero, pagaré si mi buque llega sano y salvo, como espero, pues con su llegada recobraré el crédito que me han quitado las desgracias de que he sido víctima, pero si me faltase El Faraón, si me faltase mi último recurso…
Las lágrimas se agolparon a los ojos del desdichado armador.
-¿De modo que si os faltase ese último recurso… ? -le preguntó su interlocutor.
-Pues bien -repuso Morrel-, mucho me cuesta decirlo… , pero acostumbrado ya a la desgracia, necesito acostumbrarme también a la vergüenza… Pues bien… , me parece que me vería en la precisión de suspender los pagos…
-¿No contáis con amigos que puedan ayudaros en esta ocasión?
Morrel se sonrió con tristeza.
-Bien sabéis, caballero -contestó-, que en el comercio no hay amigos, sino socios.