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A principios del siglo IV, Arrio, un presbítero de Alejandría, sacudió a la iglesia con su doctrina decididamente antitrinitaria. Su punto de partida era un monoteísmo estricto, que no admitía ningún tipo de pluralidad en la Deidad. Para él, Cristo, el logos, es un ser creado, el primer ser creado. Solo el Padre posee los atributos divinos, que no pueden ser compartidos; si fuera posible compartirlos, dejaría de ser Dios. Argumentaba que si Jesús fuera igual al Padre, la Escritura debería haberlo llamado hermano, no hijo, porque el hijo es siempre posterior al padre. Para Arrio, el Padre era eterno, pero no Jesús. El arrianismo fue condenado en el concilio de Nicea en el año 325, pero nunca fue totalmente erradicado; su influencia es visible todavía hoy en ciertos rincones del cristianismo.
Cuando mencionamos “arrianismo”, lo primero que viene a la mente es la creencia de que Jesús es un ser creado, lo cual era central en ese esquema. Pero el interés ulterior de Arrio era más bien soteriológico; es decir, tenía que ver con la salvación. Tres pilares sostenían esta teología. En primer lugar, un estricto monoteísmo; una cerrada oposición a la idea de la Trinidad. Dios el Padre es la Fuente de la vida. Es trascendente, indivisible. Todo lo demás es creado. En segundo lugar, lógicamente para Arrio, Cristo es un ser creado. Es la primera y más grande de las criaturas, pero es una criatura. En tercer lugar, Cristo se constituyó en el gran Modelo para sus seguidores. Su vida de obediencia perfecta señaló el camino a la salvación para todo ser humano. Si Cristo, un ser creado, pudo obedecer perfectamente la Ley de Dios, el ser humano también puede lograrlo. Arrio, al igual que el ebionita que vimos más arriba, tenía muy poco que decir acerca de la gracia; ya que consideraba que la salvación era por obediencia, ejemplificada en la vida de Jesús. Al devaluar la persona de Cristo, naturalmente su obra fue afectada, y en esa proporción aumentó el papel que el hombre juega en su salvación.
En un detallado trabajo sobre el arrianismo, titulado Early Arrianism. A View of Salvation, de Robert Gregg y Dennis Groth, se lee lo siguiente:
“Concluimos que se entiende mejor el arrianismo cuando se lo percibe como un esquema de salvación. Preocupaciones soteriológicas dominan los textos e informan todos los aspectos mayores de la controversia. En el corazón de la soteriología arriana había un redentor, obediente a la voluntad de su creador, cuya vida virtuosa constituyó el modelo perfecto de lo que es una criatura y así señaló el camino de la salvación para todos los cristianos.
[…] Elegido y adoptado como hijo, esta criatura que avanzó en excelencia moral para con Dios, ejemplificó ese caminar en santidad y justicia que trae bendición a todos los hijos de Dios que hacen lo mismo. En este sentido, y con esta idea de salvación en mente, los arrianos predicaban acerca de su Cristo, y su predicación misma era un llamado a los creyentes a esperar y luchar para lograr igualdad con él” (pp. 10, 65; énfasis añadido).
5. Apolinario
Otro desafío a la enseñanza bíblica sobre la persona de Cristo surgió en el siglo IV, en la persona de Apolinario, obispo de Laodicea. La preocupación de este obispo era explicar cómo las dos naturalezas, divina y humana, podían haberse unido en Cristo. Si dos entidades perfectas se unen, habría como resultado dos, no una. Influenciado por la filosofía griega, basaba su teoría en una interpretación limitada de Juan 1:1 y 14, y entonces partía de una antropología tricótoma. Usaba 1 Tesalonicenses 5:23, donde el apóstol Pablo menciona “todo su ser, espíritu, alma y cuerpo”, como su texto base. En su interpretación, el cuerpo era la parte física; la mente [alma] era el principio vital, impersonal; y el Espíritu era el asiento de las facultades racionales, de la personalidad. Aplicando su filosofía a Cristo, concluyó que en Cristo el cuerpo y el alma eran humanos, pero que el logos tomó el lugar del espíritu. Como consecuencia, la humanidad de Cristo, en la cristología de Apolinario, era parcial y mutilada, era dos terceras partes humano, no era verdaderamente hombre. Naturalmente, la iglesia condenó esta posición en el año 381.
6. Nestorio
Patriarca de Alejandría, a principios del siglo V, trató de mantener completa la naturaleza humana de Cristo. Sostenía que en Cristo había dos sustancias distintivas, divinidad y humanidad, con características diferentes, completas en cada caso, aunque unidas en Cristo. En esencia, esta posición implicaba que Jesús tenía una doble personalidad; que era, en realidad, dos personas. Pronto la iglesia rechazó este concepto, y mantuvo firme la creencia de que en Cristo había una persona con dos naturalezas. Nestorio también rechazó el uso del término theotokos, que significa “madre de Dios”, atribuido a María, porque según él ninguna mujer puede ser la madre de Dios, que es eterno.
7. Eutiques
Este monje de Constantinopla, también del siglo V, fue el originador de lo que se conoce como monophysitismo (mono=uno, physis=naturaleza); es decir, que Jesús tenía solo una naturaleza. La iglesia estaba tratando de entender la relación entre las dos naturalezas en Jesús. Eutiques afirmó que después de la encarnación la naturaleza de Cristo era solamente divina, no humana. Abogaba por un tipo de fusión de las dos naturalezas, en la cual la humana era absorbida por la divina. La iglesia también rechazó este intento de explicar la encarnación. La resolución final en lo que tiene que ver con cristología fue lograda en el año 451 en el concilio de Calcedonia. En un lenguaje bastante filosófico, el Credo de Calcedonia reza así:
“Nosotros, entonces, siguiendo a los santos Padres, todos de común consentimiento, enseñamos a los hombres a confesar a Uno y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en deidad y también perfecto en humanidad; verdadero Dios y verdadero hombre, de cuerpo y alma racional; consustancial (coesencial) con el Padre de acuerdo a la deidad, y consustancial con nosotros de acuerdo a la humanidad; en todas las cosas como nosotros, sin pecado; engendrado del Padre antes de todas las edades, de acuerdo a la deidad; y en estos postreros días, para nosotros, y por nuestra salvación, nacido de la virgen María, de acuerdo a la humanidad; uno y el mismo, Cristo, Hijo, Señor, Unigénito, para ser reconocido en dos naturalezas, inconfundibles, incambiables, indivisibles, inseparables; por ningún medio la distinción de naturalezas desaparece por la unión, más bien es preservada la propiedad de cada naturaleza, y concurrentes en una Persona y una Sustancia, no partida ni dividida en dos personas, sino uno y el mismo Hijo, y Unigénito, Dios, la Palabra, el Señor Jesucristo; como los profetas desde el principio lo han declarado con respecto a él, y como el Señor Jesucristo mismo nos lo ha enseñado, y el Credo de los Santos Padres que nos ha sido dado. AMÉN”.
La resolución adoptada en este concilio ha sido considerada desde entonces como la ortodoxia en el cristianismo bíblico.
Capítulo 4
La encarnación
El estudio de la encarnación del Hijo de Dios va más allá de la comprensión humana, y no admite una explicación lógica. Es un misterio, como lo expresara el apóstol Pablo: “Indiscutiblemente, el misterio de la piedad es grande. Dios fue manifestado en carne” (1 Tim. 3:16, énfasis añadido). Es el milagro de los milagros. Nadie lo puede explicar. Lo creemos en virtud de la autoridad de la Escritura, porque está revelado. Cuando Pedro confesó su fe en Jesús como el Hijo de Dios, Jesús le respondió: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló ningún mortal, sino mi Padre que está en los cielos” (Mat. 16:17). Por eso, a pesar de que nunca podremos obtener una comprensión completa de este misterio, eso no nos limita para tratar de entender todo lo que está revelado.
La palabra encarnación no se encuentra en la Biblia pero se usa para señalar una verdad claramente contenida en la Escritura: que Dios se hizo hombre en la persona de su Hijo; que Emanuel, el niño que nació de la virgen María, era en realidad “Dios con nosotros” (Mat. 1:23). El discípulo amado comienza su Evangelio estableciendo la procedencia divina del Hijo de Dios: “En el principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba con Dios, y Dios mismo era la Palabra. […] Y la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:1, 14).
Esta doctrina no fue puesta en duda en la iglesia cristiana sino hasta mediados del siglo XVIII cuando el racionalismo comenzó a ocupar el centro del escenario teológico y como consecuencia la teología se tornó liberal. El siglo XIX es conocido como el siglo del liberalismo protestante, cuando la razón continuó ejerciendo su predominio. La diferencia fundamental entre “conservador” y “liberal” tiene que ver precisamente con la postura que se tome en cuanto a la Biblia: ¿es la Biblia la Palabra de Dios o es la palabra acerca de Dios? ¿Es inspirada por Dios o contiene en gran medida las reflexiones de los autores acerca de Dios?
Alta crítica
Fue en ese tiempo cuando se desarrolló lo que se conoce como la alta crítica: una metodología inspirada por el racionalismo de los siglos anteriores que niega la dimensión vertical de las Escrituras y tiene como una de sus presuposiciones principales que los milagros no corresponden a la historia humana. Pretende estudiar la Escritura con el mismo enfoque con el que se estudia cualquier otro libro, donde la razón tiene la última palabra. Algunos postulados básicos de esta metodología son:
Correlación. Ningún evento puede ser entendido a menos que sea visto en su contexto histórico. Existe un continuo no interrumpido de causa y efecto. No se puede aceptar una causa divina para un evento. Un milagro sería un evento cuya causa no está dentro de la historia. Es un principio que no admite lo sobrenatural.
Analogía. El presente y el pasado son análogos. El presente es la clave para entender el pasado. Nada ocurrió en el pasado que no ocurra en el presente. Este principio excluye todo lo que es único y particular, como, por ejemplo, la encarnación y la resurrección del Señor Jesús.
Crítica. Por medio de este principio se trata de descubrir lo que quiso decir el autor bíblico, pero además, si es posible, justificar su creencia. Los escritores bíblicos vivieron en un mundo precientífico, por lo que no tenían los elementos de juicio con que cuentan los eruditos de hoy. Sus escritos, por lo tanto, no deben ser aceptados sin una cuidadosa evaluación.
No hay que confundir la alta crítica con lo que se conoce como la baja crítica, o crítica textual. La baja crítica trata básicamente sobre asuntos lingüísticos, textuales, así como la historia de la transmisión de texto. Trata de rescatar el texto de los autógrafos, es decir, de los escritos originales, o acercarse lo más posible a ellos. No se posee hoy ninguno de los originales de los escritos bíblicos, y la baja crítica trata de restablecer lo más posible el texto a su condición original.
La teoría kenótica
En el siglo XIX ganó popularidad en Alemania una nueva forma de explicar la encarnación, conocida como la teoría kenótica, que trata de descubrir las limitaciones que Jesús aceptó al venir a esta Tierra. Esta teoría fue desarrollada por personas cristianas que creían en la encarnación pero querían hacerla comprensible para el pensar del momento, fuertemente influenciados por la nueva ciencia de la alta crítica. Tres factores motivaron la formulación de esta teología:
Un factor bíblico. Al venir a la tierra, el logos de alguna manera tomó sobre sí limitaciones. La Escritura dice que Jesús, aun cuando era igual a Dios, “se despojó a sí mismo y tomó forma de siervo” (Fil. 2:7). La palabra “despojó” también puede traducirse como “vació”; en realidad, así lo traducen la mayoría de las versiones en inglés: “He emptied Himself”. De ahí la pregunta: ¿de qué se vació? En otro contexto, la Escritura afirma que Jesús “siendo rico se hizo pobre” (2 Cor. 8:9). ¿En qué consistió su empobrecimiento? ¿En qué sentido dejó de ser rico?
Un factor lógico. ¿Cómo pueden lo infinito y lo finito coexistir en una persona? ¿Cómo puede una persona ser omnipotente, omnipresente y estar al mismo tiempo restringida a un lugar?
Un factor crítico. Este factor surgió como resultado del uso de la metodología crítica recientemente desarrollada. Jesús citaba con frecuencia el Antiguo Testamento y atribuía citas a ciertos autores, por ejemplo a Moisés. Pero la ciencia de la crítica histórica lo estaba cuestionando. Ponía en duda no solo las afirmaciones de estos autores, sino también a los autores mismos y aun la historicidad de los eventos. Parecía haber conflicto entre las conclusiones de los eruditos bíblicos y el dogma de la omnisciencia de Cristo.
Así, Gottfried Thomasius (1802-1875), teólogo luterano, introdujo en Alemania el concepto de la cristología kenótica. Basó su teoría en un análisis de los atributos divinos, los cuales, según él, pueden ser clasificados como inmanentes y relacionales (o espirituales y naturales). Los atributos inmanentes se refieren a lo que Dios tiene y es en sí mismo, independientemente de lo que hace en relación con la creación: Dios es poder, verdad, amor, santidad, justicia. Estos atributos son los que definen a Dios; no sería Dios si no los tuviera. Los atributos relacionales tienen que ver con la relación de Dios con la creación, pero no son esenciales para lo que define a Dios. Sería lo que es aunque nunca hubiera creado nada. Estos atributos son: omnipotencia, omnipresencia, omnisapiencia. Lo que el logos hizo al encarnarse, según este autor, fue abandonar los atributos relacionales mientras que retuvo los atributos inmanentes, por lo que Jesús era poder, amor, santidad, justicia, pero no poseía omnipotencia, omnisapiencia ni omnipresencia.
Es necesario distinguir entre el motivo kenótico, que es bíblico, y la teoría kenótica, que es una explicación humana, un intento de explicar el misterio de la encarnación. Es verdad que Jesús se vació, que se anonadó, que se hizo pobre, pero no hay justificación bíblica para que no haya sido, aun en la carne, verdadero Dios. El apóstol Pablo nos amonesta: “Cuídense de que nadie los engañe mediante filosofías y huecas sutilezas, que siguen tradiciones humanas y principios de este mundo, pero que no van de acuerdo con Cristo. Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:8, 9).
Se despojó a sí mismo
Entonces, ¿de qué se despojó Jesús en su misión redentora? Su oración intercesora nos ayuda a contestar la pregunta. “Glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo existiera” (Juan 17:5). Se vació, dejó a un lado la gloria que tenía junto al Padre, vino como un simple ser humano, vino de incógnito para poder cumplir con su misión. En armonía con el Padre, decidió no actuar como Dios; vino sin desplegar su divinidad. Su divinidad estaba velada. No se despojó de ninguno de sus atributos divinos; su vaciamiento consistió en que no los usaría, viviría como hombre entre los hombres en el cumplimiento de su misión.
Sin embargo, a pesar de las limitaciones que aceptó al venir, había muchas evidencias innegables de su divinidad. Era más que un hombre. Si no hubiera habido en él algo diferente, los judíos habrían tenido razón para rechazarlo. En el próximo capítulo exploraremos algunas de las evidencias bíblicas de su divinidad.
Capítulo 5
Jesús, divino-humano
A pesar de que la encarnación del Señor Jesús es un misterio, el más profundo de los misterios, la Biblia nos da suficiente información para tener un conocimiento seguro de quién era él. Un incidente registrado en tres de los evangelios arroja luz sobre este misterio. Según lo relata Marcos:
“Ese mismo día, al caer la noche, Jesús les dijo a sus discípulos: ‘Pasemos al otro lado’. Despidió a la multitud, y partieron con él en la barca donde estaba. También otras barcas lo acompañaron. Pero se levantó una gran tempestad con vientos, y de tal manera las olas azotaban la barca, que esta estaba por inundarse. Jesús estaba en la popa, y dormía sobre una almohada. Lo despertaron y le dijeron: ‘¡Maestro! ¿Acaso no te importa que estamos por naufragar?’ Jesús se levantó y reprendió al viento, y dijo a las aguas: ‘¡Silencio! ¡A callar!’ Y el viento se calmó, y todo quedó en completa calma. A sus discípulos les dijo: ‘¿Por qué tienen tanto miedo? ¿Cómo es que no tienen fe?’ Ellos estaban muy asustados, y se decían unos a otros: ‘¿Quién es este, que hasta el viento y las aguas lo obedecen?’ (Mar. 4:35-41).
“¿Quién es este?” Evidentemente, más que un carpintero, más que un hombre. La tormenta lo encontró durmiendo, cansado por las actividades incesantes del día: propio de la humanidad; era humano como sus hermanos. Pero de pronto, con el poder de su palabra, calmó el tempestuoso mar, al punto de que “todo quedó en completa calma”. Reveló su poder. El Creador tenía poder sobre la naturaleza; era en verdad Emanuel, Dios con nosotros.
Aunque nunca podremos entender en toda su amplitud y profundidad quién de veras era Jesús, la Escritura afirma sin lugar a dudas que era divino y humano, era Dios en carne humana, porque “la Palabra se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14). La Escritura contiene abundante información con respecto a su divinidad. Hay una cantidad de textos que específicamente lo enseñan.
Textos específicos
Notamos ya que desde el mismo comienzo de la iglesia cristiana comenzaron a surgir filosofías que tendían a minimizar, de una manera u otra, la persona del Señor Jesús. Algunas negaban su divinidad; y otras, su humanidad. Los escritores del Nuevo Testamento estuvieron en guardia defendiendo la verdad bíblica. Un ejemplo lo tenemos en una de las cartas que escribió el apóstol Pablo:
“Cuídense de que nadie los engañe mediante filosofías y huecas sutilezas, que siguen tradiciones humanas y principios de este mundo, pero que no van de acuerdo con Cristo. Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y en él, que es la cabeza de toda autoridad y poder, ustedes reciben esa plenitud (Col. 2:8-10).
Además del pasaje mencionado, donde el apóstol establece que en Cristo habita “toda la plenitud de la Deidad”, hay una cantidad de otros textos que enfatizan lo mismo. Por ejemplo: “El cual [Jesucristo] es Dios sobre todas las cosas. ¡Bendito sea por siempre!” (Rom. 9:5); “Dios mismo era la Palabra. […] Y la Palabra se hizo carne” (Juan 1:1, 14); “Del Hijo dice: ‘Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre’ ” (Heb. 1:8); “Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (Juan 5:20); “A Dios nadie lo vio jamás; quien lo ha dado a conocer es el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre” (Juan 1:18); “Antes de que Abraham fuera, yo soy” (Juan 8:58); “Tomás respondió y le dijo: ‘¡Señor mío, y Dios mío!’ ” (Juan 20:28); “La gloriosa manifestación de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2:13).
Evidencia indirecta
Además de los textos que en forma directa atestiguan de la divinidad de Cristo, hay otros pasajes que si bien no lo mencionan en forma tan directa, también corroboran la misma verdad. El Evangelio de Juan registra, por ejemplo, un episodio entre Jesús y los judíos. Jesús había sanado a un paralítico junto al estanque de Betesda, donde solían congregarse los enfermos. El hecho de que Jesús le haya ordenado al hombre sanado que se levantara, tomara su lecho y se fuera molestó profundamente a los judíos porque el milagro fue hecho en sábado, y según sus tradiciones el hombre no debía estar llevando su lecho en ese día. Él respondió que lo hacía en obediencia a quien lo había sanado porque él mismo le había indicado que llevara su lecho. Dice el relato que “los judíos lo perseguían y procuraban matarle, porque hacía esto en el día de reposo” (Juan 5:16). La respuesta de Jesús fue: “Hasta ahora mi Padre trabaja, y yo también trabajo” (vers. 17). Los enfureció a lo sumo. “Por esto los judíos con más ganas procuraban matarlo, porque no solo quebrantaba el día de reposo sino que, además, decía que Dios mismo era su Padre, con lo cual se hacía igual a Dios” (vers. 18).
¿Por qué las palabras de Jesús “Hasta ahora mi Padre trabaja, y yo también trabajo” enfurecieron tanto a los judíos? ¿Por qué vieron que con esas palabras se hacía igual a Dios? Según las tradiciones que habían desarrollado, Dios era el único que podía trabajar en sábado, y además debía hacerlo, porque él mantenía en su lugar la complejidad del universo. Además, a veces llovía el día sábado, y Dios es quien manda la lluvia; niños nacían en sábado, y Dios es quien abre la matriz; personas morían en sábado, y Dios es quien da la vida y quien la quita. Por eso, cuando Jesús afirmó que él trabajaba por la misma razón que su Padre lo hacía, ellos vieron claramente que se hacía igual a Dios. Aunque la evidencia aquí es, en un sentido, indirecta, es sumamente clara. Jesús quiso que los judíos entendieran precisamente eso, su procedencia divina. Si lo hubieran entendido mal, él muy fácilmente podría haberlo aclarado; pero no, habían entendido bien. Mencionaremos, sin mucho comentario, otros pasajes que afirman lo mismo.
La autoridad de su persona: “Les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas” (Mat. 7:29). Los profetas, como mensajeros de Dios, hablaban con autoridad, pero con frecuencia expresaban la Fuente de su autoridad, al decir: “Vino a mí la palabra del Señor”, o “Así ha dicho el Señor”. Pero a diferencia de los profetas, la autoridad de Jesús era inmediata, no derivada. Él podía decir: “Han oído que se dijo a los antiguos […]. Pero yo les digo” (Mat. 5:21, 22). “Pero si bien sus modales eran amables y sencillos, impresionaba a los hombres con una sensación de poder escondido que no podía ocultarse totalmente” (E. G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 111).
Su autoridad sobre el sábado: La manera en que Jesús se relacionó con el sábado revela mucho cuando se trata de entender su identidad. La santidad y la permanencia del sábado como día de reposo están claramente establecidas en la Biblia. Al finalizar la semana de la Creación, “Dios bendijo el día séptimo, y lo santificó” (Gén. 2:3). También, en el Sinaí, cuando Dios dio la Ley al pueblo de Israel poco tiempo después de que salió de la esclavitud en Egipto, quedó para siempre registrado: “Te acordarás del día de reposo, y lo santificarás” (Éxo. 20:8). Es muy claro que el sábado fue instituido por Dios. Por lo tanto, solo Dios tiene la autoridad para abrogarlo o modificar sus obligaciones; solo él tiene autoridad sobre su creación. Cierto día, al ser criticado por los fariseos porque sus discípulos recogieron espigas en el día de sábado al pasar por un sembradío, Jesús se defendió con las palabras bien conocidas: “El día de reposo se hizo por causa del género humano, y no el género humano por causa del día de reposo. De modo que el Hijo del hombre es también Señor del día de reposo” (Mar. 2:27, 28). Es que en tiempos de Jesús el sábado había dejado de ser “santo y glorioso del Señor” (Isa. 58: 13), y se había convertido en una carga con innumerables reglamentos de cómo debía guardarse, qué podía hacerse y qué estaba prohibido.
Recibe adoración: Los evangelios registran ocasiones en que alguien adoró a Jesús, ante lo cual él guardó silencio, no lo impidió (ver, p. ej.: Mat. 28:9). La Escritura es clara al afirmar que solo Dios es digno de adoración. El libro de los Hechos registra, por ejemplo, la historia de Cornelio, el centurión romano, que instruido por una visión celestial, mandó a buscar a Pedro para que le hablase del evangelio. Cuando Pedro llegó a su casa, Cornelio no pudo contenerse y se postró a sus pies para adorarlo, pero Pedro no se lo permitió; lo reprendió cortésmente diciendo: “Levántate. Yo mismo soy un hombre, como tú” (Hech. 10:26). Durante su primer viaje misionero, el apóstol Pablo llegó a Listra acompañado por Bernabé; allí fue sanado un paralítico. Al ser testigos de esta maravilla, los habitantes de la ciudad se entusiasmaron y quisieron rendirles culto. La reacción de Pablo y de Bernabé fue inmediata y decidida: rasgaron sus ropas en señal de desaprobación y corrieron ante la multitud para detenerlos, diciendo: “Nosotros somos unos simples mortales, lo mismo que ustedes” (Hech. 14:15).