- -
- 100%
- +
El apóstol Juan relata un incidente interesante que ocurrió durante su estadía en la isla de Patmos. Recibió la visita de un ángel del Señor y Juan se dispuso a adorarlo. Dice el discípulo amado: “Yo me postré a sus pies para adorarlo, pero él me dijo: ‘¡No hagas eso! Yo soy consiervo tuyo, y de tus hermanos que retienen el testimonio de Jesús. Adora a Dios’ ” (Apoc. 19:10). Después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, el señor Jesús recibió la visita del tentador, quien en un momento le ofreció todos los reinos del mundo si lo adoraba. Jesús le respondió: “Vete, Satanás, porque escrito está: ‘Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás’ ” (Mat. 4:10). Así pues, es claro que el hecho de que Jesús aceptara adoración es una evidencia clara de su divinidad.
Sus requerimientos: La misión de los profetas y los apóstoles fue ayudar a la gente a elevar su mirada a Dios para que pusieran su fe exclusivamente en él. Eran solo instrumentos que con frecuencia confesaban sus limitaciones; el apóstol Pablo exclamó en cierta oportunidad: “Tenemos este tesoro en vasos de barro” (2 Cor. 4:7). Por otro lado, Jesús, sin tener jamás que confesar alguna limitación, instó a sus oyentes a creer en él de la misma manera que creían en Dios: “No se turbe vuestro corazón. Ustedes creen en Dios; crean también en mí” (Juan 14:1). A las entristecidas hermanas de Lázaro, les dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (11:25).
Sus afirmaciones: Aunque los evangelios no registran ninguna ocasión en que Jesús haya dicho: “Yo soy Dios”, él hizo afirmaciones que serían totalmente inadmisibles si provinieran de alguien que no fuera Dios. La Biblia habla de “los mandamientos de Dios” (Apoc. 14:12), y Jesús se refirió a ellos como “mis mandamientos” (Juan 14:15). Habla de “los ángeles de Dios” (Luc. 15:10) y del “reino de Dios” (Rom. 14:17), y Jesús dijo: “El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y ellos recogerán de su reino [...]” (Mat. 13:41). Los ángeles de Dios y el Reino de Dios son los ángeles de Jesús y el Reino de Jesús.
Su relación única con el Padre: Los judíos quedaron atónitos cierto día cuando escucharon a Jesús decir: “El Padre y yo somos uno” (Juan 10:30). La blasfemia fue tan grande, según ellos, que Jesús se había hecho merecedor de la muerte, y ahí mismo comenzaron a recoger piedras para arrojarlas contra el irreverente profeta. Cuando Jesús les preguntó cuál era la causa de tal enojo, le respondieron: “No te apedreamos por ninguna buena obra, sino por la blasfemia; porque tú eres hombre, pero te haces Dios” (vers. 33). Lo notable es que Jesús no se disculpó, no les dijo: “Me entendieron mal; yo no quise decir eso”. Lo único fuera de lugar fue la reacción de ellos. En otra ocasión, Jesús afirmó que el que guardara su palabra no vería la muerte (8:51). Otra vez los judíos se ofendieron y señalaron a Abraham, el venerado padre de la nación judía, el amigo de Dios, quien al igual que los profetas había muerto, y le preguntaron si él se creía mayor que Abraham. Jesús les contestó: “Abraham, el padre de ustedes, se alegró al saber que vería mi día. Y lo vio, y se alegró” (vers. 56). La respuesta de Jesús los dejó aún más ofuscados; él no tenía aún cincuenta años, observaron, y el patriarca había vivido hacía un par de milenios, a lo que Jesús respondió: “De cierto, de cierto les digo: Antes de que Abraham fuera, yo soy” (vers. 58).
Es interesante notar que el idioma griego usa dos verbos diferentes en este versículo: antes de que Abraham fuera; es decir, antes de que él viniera a la existencia (el verbo es ginomai, que significa llegar a ser). Pero cuando Jesús dice: “Yo soy”, el verbo es eimi, que significa ser. En otras palabras: “Antes de que Abraham existiera, yo ya era”. La misma combinación de verbos se encuentra en la Septuaginta, una traducción del hebreo al griego: “Antes que naciesen [ginomai] los montes y formases la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres [eimi] Dios” (Salm. 90:2). Habla de la eternidad de Dios en contraste con el mundo natural, que fue creado. Este texto nos ayuda a entender las palabras de Jesús: “Antes que Abraham fuera, yo soy”. Leon Morris, un destacado erudito del Nuevo Testamento, comenta al respecto: “Juan comenzó su Evangelio al hablar de la preexistencia de la Palabra. Esta afirmación no va más allá de eso, no podría; sin embargo, resalta el significado de [su] preexistencia en la forma más notable” (The Gospel According to John, p. 473).
Juan 8:58 no es un texto fácil de interpretar; prueba de ello es la diversidad de interpretaciones que se han ofrecido. Una regla elemental de hermenéutica al estudiar un texto es tratar de descubrir lo que entendió la gente en el contexto original. Obviamente, para los judíos, lo que dijo Jesús era una blasfemia porque intentaron otra vez apedrearlo, pero Jesús “salió del templo” (Juan 8:59). La Traducción del Nuevo Mundo, de los Testigos de Jehová, quienes niegan la eternidad de Jesús, traduce este texto así: “Antes que Abraham fuese, yo he sido”, como si fuera un pretérito perfecto, para lo cual no hay ninguna justificación gramatical, porque el tiempo del verbo en el original es presente, y debe ser traducido “Yo soy”.
Su poder de hacer milagros: Si bien es cierto, el Señor Jesús en su misión terrenal no hacía milagros en beneficio propio, tenía el poder de hacerlos, y hay mucha evidencia en los evangelios de que en ciertos momentos los hizo. Dio vista a los ciegos, sanó a personas flageladas por la lepra, resucitó muertos, calmó tormentas. Con respecto al primer milagro de Jesús que registra la Escritura, cuando transformó el agua en vino en las bodas de Caná, dice el apóstol: “Este principio de señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron en él” (Juan 2:11). En ese milagro, el Señor manifestó su gloria y lo hizo por sus discípulos, quienes creyeron en él.
En otra oportunidad, mientras enseñaba en una casa, algunos hombres trajeron a su presencia a un paralítico con la esperanza de que lo sanara. El Señor Jesús, movido por la misericordia y percibiendo cuál era la necesidad real del enfermo, le dijo: “Hijo, los pecados te son perdonados” (Mar. 2:5). Estas palabras de Jesús irritaron a ciertos escribas que estaban en la audiencia y que cavilaban en sus corazones: “¿Qué es lo que dice este? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar pecados? ¡Nadie sino Dios!” (vers. 7). El relato dice:
“Enseguida Jesús se dio cuenta de lo que estaban pensando, así que les preguntó: ‘¿Qué es lo que cavilan en su corazón? ¿Qué es más fácil? ¿Que le diga al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o que le diga: Levántate, toma tu camilla y anda? Pues para que ustedes sepan que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados’, este le dice al paralítico: ‘Levántate, toma tu camilla, y vete a tu casa’ ”. Enseguida el paralítico se levantó (vers. 8-12).
Su vida inmaculada: La vida pura y sencilla del Hijo de Dios contrastaba incómodamente con el formalismo y la hipocresía del ambiente que lo rodeaba. Lucía como un blanco lirio en el fango. Comenta Elena de White: “No fue simplemente la ausencia de gloria externa en la vida de Jesús lo que indujo a los judíos a rechazarlo. Era él la personificación de la pureza, y ellos eran impuros. Moraba entre los hombres como ejemplo de integridad inmaculada” (El Deseado de todas las gentes, p. 210).
La humanidad de Jesús
Así como la Escritura afirma en forma definitiva la divinidad de Jesús, de igual manera afirma su verdadera humanidad, porque él era verdaderamente hombre. “También él era de carne y hueso” (Heb. 2:14), como el resto de los hombres. Era “semejante a sus hermanos en todo”, excepto en el pecado.
Su vida terrenal fue genuinamente humana. Fue concebido en forma sobrenatural por obra del Espíritu Santo, pero nació como nacen todos los niños. Nació cuando se cumplieron los días del embarazo de María (Luc. 2:6). Además, Jesús creció de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Lucas menciona dos veces que el niño crecía (vers. 40, 52) y que durante su niñez estaba sujeto a sus padres (vers. 51). Asistía regularmente a los servicios religiosos (4:16); oraba en privado, a veces durante noches enteras (6: 12); y comía con quienes lo invitaban (Mat. 9:10). A veces hacía preguntas, no en forma retórica, como suele hacer un maestro como parte de su metodología pedagógica, sino como deseando obtener información. “¿Desde cuándo le sucede esto?” (Mar. 9:21), le preguntó al padre de un joven que estaba enfermo. No había algo “anormal” en Jesús: comía como los otros hombres, lloraba a veces y amaba. Aún los discípulos que tuvieron el privilegio de convivir con él y acompañarlo en su ministerio fueron impresionados más por lo que hacía que por su apariencia personal; se parecía a un hombre común.
Los evangelios lo presentan, además, como poseyendo toda la gama de emociones y necesidades de un hombre normal. “Jesús tuvo compasión de él” (Mar. 1:41); “Jesús los miró con enojo” (3:5); “Jesús se indignó” (10:14); “En ese momento, Jesús se regocijó” (Luc. 10:21); “Siento en el alma una tristeza de muerte” (Mat. 26:38); “Cuando Jesús volvió a la ciudad por la mañana, tuvo hambre” (21:18); “Jesús estaba cansado del camino” (Juan 4:6); “Tengo sed” (19:28). Su vida terrenal fue genuinamente humana. Era verdaderamente hombre.
No tenemos información alguna en la Biblia de su aspecto físico. Evidentemente, no había nada en él que llamara la atención; se había despojado de su gloria al venir a vivir entre los hombres. Como dijera el filósofo Kierkegaard hace 150 años, si alguien se cruzaba con Jesús en la calle, nunca iba a decir: “Ahí va el Dios encarnado”. Era un hombre entre los hombres. Contrariamente a ciertas impresiones que algunos han tratado de proyectar acerca de Jesús: débil y pálido, los evangelios dan la idea de que Jesús era fuerte y saludable, y llevaba un programa de trabajo que pocos podrían soportar. Caminaba largas distancias bajo todo tipo de climas. Entre Capernaúm y Jerusalén había por lo menos 120 kilómetros, y Jesús recorrió esa distancia varias veces. Solía pasar la noche orando y temprano por la mañana salía a cumplir su misión. No hay ninguna evidencia en los evangelios de que haya estado enfermo. El profeta Isaías se había referido proféticamente al Mesías diciendo: “No tendrá una apariencia atractiva, ni una hermosura impresionante. Lo veremos, pero sin atractivo alguno para que más lo deseemos” (Isa. 53:2).
Estas palabras no significan que la persona de Cristo fuera repulsiva. Ante los ojos de los judíos, Cristo no tenía belleza para que ellos lo desearan. Buscaban un Mesías que viniera con ostentación externa y gloria terrenal; que hiciera grandes cosas para la nación judía; que la ensalzara sobre toda otra nación de la Tierra. Pero Cristo vino con su divinidad oculta por la vestimenta de la humanidad: modesto, humilde, pobre (Comentario bíblico adventista, t. 7A, p. 1.169).
La Trinidad
La doctrina bíblica de la Trinidad ha sido con frecuencia cuestionada, incluso desde el mismo comienzo de la iglesia. A veces se usa como argumento para negar esta doctrina el hecho de que la palabra “Trinidad” no se encuentra en las Escrituras. Es verdad que no se encuentra, pero eso no necesariamente la niega. La palabra “encarnación” tampoco se encuentra en el Nuevo Testamento, pero se usa para referirse a una verdad claramente revelada: “Dios mismo era la Palabra. […] Y la Palabra se hizo carne” (Juan 1:1, 14); es decir, se encarnó. Tampoco se encuentra en la Escritura la palabra “milenio”, pero simplemente se usa para designar un período de mil años del que sí habla la Biblia (Apoc. 20).
Más significativo, sin embargo, es el hecho que se trata de un misterio que va mucho más allá de la capacidad humana para comprenderlo. Al acercarnos a este tema, debemos recordar la experiencia de Moisés al acercarse a la zarza ardiente; la orden fue: “Quítate el calzado de tus pies, porque el lugar donde ahora estás es tierra santa” (Éxo. 3:5). Además, Dios no ha revelado en detalle todo lo que tiene que ver con su persona. Hay cosas que por alguna razón Dios ha mantenido en secreto mientras que hay otras que han sido reveladas (Deut. 29:29). Un estudio serio de la Escritura debe limitarse a lo que está revelado, porque todo intento de ir más allá de eso será sencillamente especulación.
El Antiguo Testamento dice categóricamente que hay un solo Dios: “Oye, Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor es uno” (Deut. 6:4). El rey David expresó: “¡Cuán grande eres, Señor y Dios! ¡No hay nadie como tú! Tal y como lo hemos sabido, ¡no hay más Dios que tú!” (2 Sam. 7:22). Pero el Nuevo Testamento dice, también en forma categórica, que el Señor Jesús es Dios. El apóstol Pablo también dice que “Dios sí es uno” (Gál. 3:20), pero al mismo tiempo afirma también en forma categórica que Jesús es Dios. Notemos. “El misterio de la piedad es grande: Dios fue manifestado en carne” (1 Tim. 3:16).
La Deidad es un misterio, pero la Biblia sí dice que, en la encarnación, “Dios fue manifestado en carne”. En otro lugar afirma que “en él [Cristo] habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:9). Todo esto pareciera paradójico, contradictorio, hasta que leemos más cuidadosamente el Antiguo Testamento.
La Deidad en el Antiguo Testamento
Algo que llama la atención es el hecho de que en el Antiguo Testamento la Deidad es presentada a veces en forma plural. En el relato de la Creación, se lee: “Dijo Dios: ‘¡Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza!’ ” (Gén. 1:26). Luego del pecado de Adán y Eva, Dios dijo: “Ahora el hombre es como uno de nosotros” (3:22). En ocasión de la construcción de la torre de Babel, el Señor dijo: “Descendamos allá y confundamos su lengua” (11:7). Mucho más adelante en la historia, cuando Isaías recibió un llamamiento divino, Dios hizo la pregunta: “¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?” (Isa. 6:8).
El uso del plural, especialmente en Génesis 1:26, “hagamos”, ha sido interpretado de diversas maneras. Pero evidentemente la que mejor corresponde con el resto de la Escritura es que se trata de un plural de plenitud, lo que sugiere una complejidad en la Deidad. Aunque no está dicho en forma específica, el plural sugiere o insinúa la idea de una pluralidad en la Deidad. “Este plural presupone que existe dentro del Ser divino una distinción de personalidades, una pluralidad dentro de la Deidad” (Gerhard Hasel, “The Meaning of Let Us in Gn. 1:26”, en Andrews University Seminary Studies, vol. XIII, primavera de 1975, núm. 1). Se trata, entonces, de una unidad compuesta; Dios es uno, pero hay tres Personas que lo componen.
Es difícil para la mente humana captar un concepto que no admite comparación con algo conocido. Algunos, tratando de ayudar en la comprensión de este misterio, han sugerido la idea de un triángulo: aunque está compuesto por tres lados, es un solo triángulo. O la conocida fórmula H2O. El agua está compuesta por tres partículas: dos de hidrógeno y una de oxígeno, pero es agua.
Hay quienes creen ver en el Antiguo Testamento, también en forma insinuada, una idea de pluralidad en el Ser divino en el uso repetido tres veces de la palabra “santo”. En el texto ya mencionado, en la visión de Isaías, se lee: “¡Santo, santo, santo, es el Señor de los ejércitos! ¡Toda la tierra está llena de su gloria!” (Isa. 6:3).
Es posible también ver insinuada la doctrina de la Trinidad en el evento del Éxodo, en la experiencia del pueblo de Israel al ser liberados de la esclavitud en Egipto. Aunque no es posible ni tampoco prudente tratar de determinar precisamente la función de cada una de las personas de la Deidad, se puede notar lo siguiente: cuando Dios oyó el clamor de los hijos de Israel, se acordó de su pacto y llamó a Moisés para encargarle la misión libertadora. Cuando Moisés le preguntó a Dios en nombre de quién debía presentarse en Egipto, Dios le dijo que les dijera a sus hermanos: “A los hijos de Israel tú les dirás: ‘YO SOY me ha enviado a ustedes’ ” (Éxo. 3:14). Esto sugiere la presencia del Padre, del Dios del pacto, de la primera persona de la Trinidad. La segunda, el Hijo, se identifica claramente con el cordero que fue seleccionado con cuidado y anticipación, que fue inmolado, y su sangre sirvió de amparo y protección para los primogénitos que estaban condenados a muerte. Finalmente, en la columna de nube y de fuego que apareció para guiar a los redimidos de la esclavitud en su viaje a la Tierra Prometida, puede verse representada la obra del Espíritu Santo. Dice al respecto la Escritura: “Durante el día, la columna de nube no se apartó de ellos para guiarlos en su camino; durante la noche, tampoco se apartó de ellos la columna de fuego para alumbrarles el camino que debían seguir. Les enviaste tu buen espíritu para instruirles” (Neh. 9:19). En este contexto, son notables las palabras de Jesús: “El Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, los consolará y les enseñará todas las cosas, y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Juan 14:26).
Uno podría preguntarse: ¿por qué esta doctrina, tan básica en el cristianismo, está apenas insinuada en el Antiguo Testamento, cuando en el Nuevo se presenta con mucha más claridad? No debemos olvidar que el Antiguo Testamento, con la excepción del libro de Génesis, tiene que ver directamente con el pueblo de Israel, su esclavitud, liberación y vida posterior. Los israelitas vivieron por varios siglos en Egipto, sin duda el pueblo más politeísta de la antigüedad. Los eruditos calculan que los egipcios tenían aproximadamente ochenta dioses. El rey mismo era considerado un dios. El título “faraón”, que significa “casa grande”, se usaba originalmente para describir la casa del faraón, pero eventualmente fue aplicado al rey mismo.
Los egipcios consideraban sagrados los siguientes animales: el león, el buey, el macho cabrío, el lobo, el perro, el gato, el ibis, el halcón, el hipopótamo, el cocodrilo, la cobra, el delfín, diferentes variedades de peces, animales pequeños incluyendo la rana, el escarabajo, la langosta y otros insectos (ver John J. Davis, Moses and the Gods of Egypt, p. 87). Dios tuvo que tener esto en cuenta al relacionarse con los ex esclavos; ellos tenían que sacar de sus mentes la idea de una multitud de dioses como los que habían conocido en Egipto. Las plagas en sí mismas fueron un juicio contra los dioses de Egipto: “Esa noche yo, el Señor, pasaré por la tierra de Egipto y heriré de muerte a todo primogénito egipcio, tanto de sus hombres como de sus animales, y también dictaré sentencia contra todos los dioses de Egipto” (Éxo. 12:12).
La Trinidad en el Nuevo Testamento
Si bien, como ya mencioné, en el Antiguo Testamento no se encuentra evidencia clara en cuanto a una trinidad en la Deidad, sí hay evidencia que insinúa una pluralidad, una unidad compuesta especialmente expresada en el uso del plural para referirse a Dios, un plural de plenitud.
En cambio, al llegar al Nuevo Testamento, la evidencia es mucho más específica y abundante, como puede notarse en lo que ocurrió en torno al bautismo del Señor Jesús. Dice el Evangelio:
“Después de ser bautizado, Jesús salió del agua. Entonces los cielos se abrieron y él vio al Espíritu de Dios, que descendía como paloma y se posaba sobre él. Desde los cielos se oyó entonces una voz, que decía: ‘Este es mi Hijo amado, en quien me complazco’ ” (Mat. 3:16, 17).
Jesús, en quien habita toda la plenitud de la Deidad, estaba siendo bautizado en el Jordán; el Espíritu descendió sobre él al tiempo que se oyó una voz del cielo que habló de Jesús como su Hijo amado. El apóstol Pedro introduce su primera carta con una mención de las tres Personas de la Deidad:
“Pedro, apóstol de Jesucristo, saludo a los que se hallan expatriados y dispersos en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, y que fueron elegidos, según el propósito de Dios Padre y mediante la santificación del Espíritu, para obedecer a Jesucristo y ser limpiados con su sangre (1 Ped. 1:1, 2).
El apóstol Pablo concluye su segunda carta a los Corintios con una mención similar: “Que la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos ustedes” (2 Cor. 13:14). Se pueden mencionar, además, las palabras de Jesús al entregar la Gran Comisión a sus discípulos en momentos de su partida: “Vayan y hagan discípulos en todas las naciones, y bautícenlos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mat. 28:19). Es notable que, al mencionar a las tres Personas de la Deidad, no dice que el bautismo debe ser en “los nombres”, sino en el nombre, singular. Dios es uno en tres Personas.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.