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En el caso de Rigoberta Menchú el diálogo más fecundo lo realizan los críticos de cada comunidad con las otras comunidades, y de las comunidades indígenas con los críticos del mundo mestizo y latinoamericano hegemónico. Rigoberta se transforma en una interlocutora de muchas voces, de muchos reclamos, de las feministas, de la ecología, de los movimientos antirracistas, etcétera.
Al poder fecundarse mutuamente los pensadores críticos de la periferia, como fruto del diálogo intercultural; al poder organizar redes de discusión de sus problemas específicos, el proceso de autoafirmación se transforma en un arma de liberación. Debemos informarnos y aprender de los logros y fracasos del proceso de creación ante la globalización de la cultura europeo-estadunidense, cuya pretensión de universalidad hay que deconstruir desde la multifocalidad óptica de cada cultura.
ESTRATEGIA DE CRECIMIENTO LIBERADOR TRANS-MODERNO
Denominamos proyecto «trans-moderno» al intento liberador que sintetiza todo lo que hemos dicho. En primer lugar, indica la afirmación, como autovaloración, de los momentos culturales propios negados o simplemente despreciados que se encuentran en la exterioridad de la modernidad, que aún han quedado fuera de la consideración destructiva de esa pretendida cultura moderna universal. En segundo lugar, esos valores tradicionales ignorados por la modernidad deben ser el punto de arranque de una crítica interna, desde las posibilidades hermenéuticas propias de la misma cultura. En tercer lugar, esto supone un tiempo largo de resistencia, de maduración, de acumulación de fuerzas. Es el tiempo del cultivo creador de la propia tradición cultural ahora trans-moderna. Se trata de una estrategia de crecimiento y creatividad de una renovada cultura no sólo descolonizada sino novedosa.
El diálogo, entonces, entre los creadores críticos de sus propias culturas no es ya moderno ni posmoderno, sino estrictamente «trans-moderno», porque, como he indicado, la localización del esfuerzo creador no parte del interior de la modernidad, sino desde su exterioridad. Esa exterioridad, no es pura negatividad. Es positividad de una tradición distinta a la moderna. Su afirmación es novedad y desafío a la misma modernidad. Por ejemplo, en las culturas indígenas de América Latina hay una afirmación de la naturaleza completamente distinta y mucho más equilibrada, ecológica y hoy más necesaria que nunca, que el modo como la modernidad capitalista confronta dicha naturaleza como explotable, vendible y destructible. La muerte de la naturaleza es suicidio colectivo de la humanidad, y sin embargo la cultura moderna que se globaliza nada aprende del respeto a la naturaleza de otras culturas, aparentemente más «primitivas» o «atrasadas», según parámetros desarrollistas.
La afirmación y el desarrollo de la alteridad cultural de los pueblos poscoloniales debería desarrollar no un estilo cultural que tendiera a una unidad indiferenciada y vacía, sino a un pluriverso (con muchas universalidades: europea, islámica, vedanta, taoísta, latinoamericana, etcétera) multi-cultural en diálogo crítico intercultural.
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Iberoamérica en la historia universal 1
Conocemos «algo» cuando hemos comprendido su contenido intencional. «Comprender» significa justamente abarcar lo conocido; pero para «abarcar» es necesario todavía previamente situar lo que pretendemos conocer dentro de ciertos límites, es decir, debemos delimitarlo. Por ello, el horizonte dentro del cual un ser queda definido es ya un elemento constitutivo de su entidad noética.
Esta «delimitación» del contenido intencional es doble: por una parte, objetiva, ya que ese «algo» se sitúa dentro de ciertas condiciones que lo fijan concretamente, impidién-dole una absoluta universalidad, es decir, es un tal ente. Pero, sobre todo, el contenido de un ser está subjetiva e intencionalmente limitado dentro del mundo del que lo conoce. El mundo del sujeto cognoscente varía según las posibilidades que cada uno haya tenido de abarcar más y mayores horizontes, es decir, según la concreta posición que haya permitido a este hombre abrir su mundo, desquiciarlo, sacarlo de su limitación cotidiana, normal, habitual. En la medida en que el mundo de alguien permanece en continua disposición de crecimiento, de desbordar los límites, la finitud ambiente, las fronteras ya constituidas, en esa medida, ese sujeto realiza una tarea de más profunda y real comprensión de aquello que se encuentra teniendo un sentido en su mundo; de otro modo, todo recobra un sentido original, universal, entitativo.
Lo dicho puede aplicarse al ser en general, pero, de una manera aún más adecuada, al ser histórico. La temporalidad de lo cósmico adquiere en el hombre la particular connotación de historicidad. Ónticamente, dicha historicidad no puede dejar de tener relación con la conciencia que de dicha historicidad se tenga, pues el poder transcurrir en el tiempo es historia, sólo y ante una conciencia que juzga dicha temporalidad, al nivel de la autoconciencia o conciencia desí-mismo (Selbstbewusstsein), que constituye la temporalidad e historicidad, y por cuanto la «comprensión» es definición o delimitación, el conocimiento histórico —sea científico o vulgar— posee una estructura que le es propia, que le constituye, que le articula. Dicha estructura es la periodización. El acontecer objetivo histórico es continuo, pero en su misma «continuidad» es ininteligible. El entendimiento necesita discernir diversos momentos y descubrir en ellos contenidos intencionales. Es decir, se realiza cierta «discontinuidad» por medio de la división del movimiento histórico en diversas eras, épocas, etapas (Gestalten). Cada uno de esos momentos tiene límites que son siempre, en la ciencia histórica, un tanto artificiales. Pero es más, el mero hecho de la elección de tal o cual frontera o límite define ya, en cierto modo, el momento que se delimita, es decir, su contenido mismo.
En los estados modernos, la historia se ha transformado en el medio privilegiado de formar y conformar la conciencia nacional. Los gobiernos, las elites dirigentes tienen especial empeño en educar al pueblo según su modo de ver la historia. Ésta se transforma en el instrumento político que llega hasta la propia conciencia cultural de la masa —y aun de la «inteligencia»—. Los que ejercen el poder, entonces, tienen especial cuidado de que la periodización del acontecer histórico nacional sea realizada de tal grado que justifique el ejercicio del gobierno por el grupo presente como un cierto clímax o plenitud de un periodo que ellos realizan, conservan o pretenden cambiar.
La historia es «conciencializada» —hecha presente de manera efectiva en una conciencia— dentro de los cauces de la periodización. El primer límite del horizonte de la historia de un pueblo es, evidentemente, el punto de partida o el origen de todos los acontecimientos o circunstancias desde donde, en la visión del que estudia la historia, debe partirse para comprender lo que vendrá «después». Así, la historia de un movimiento revolucionario negará la continuidad de la tradición para exaltar su discontinuidad, y tomará como modelo otros movimientos revolucionarios que negaron las antítesis superadas —al menos para el revolucionario.
Por el contrario, los grupos tradicionalistas resaltarán la continuidad, y situarán el punto de partida allí donde la Gestalt (momento histórico) fue constituida, de la cual son beneficiarios y protectores —tiempos heroicos y épicos, en los que las elites crearon una estructura que, en el presente, los elementos tradicionalistas no pueden ya recrear—. Es dado aún discernir una tercera posición existencial, la de aquellos que sin negar el pasado y su continuidad, siendo fieles al futuro, poseen la razón y fuerza suficientes para reestructurar el presente —pero aquí no pretendemos hacer una fenomenología de dicha «posición» ante la historia.
I. En América —nos referimos a aquella América que no es anglosajona— la conciencia cultural de nuestros pueblos ha sido formada por una historia hecha, escrita y enseñada por diversos grupos que no sólo realizan la labor intelectual del investigador, como un fin en sí, sino que, comprometidos en la historia real y cotidiana, debían imprimir a la historia un sentido de saber práctico, útil, un instrumento ideológico-pragmático de acción —y en la mayoría de los casos, como es muy justificado, de acción política y econó-mica—. Puestos entonces a «hacer ciencia histórica» —o al menos «autoconciencia histórica»—, la primera tarea que les ocupó fue la de fijar los límites y, en especial, el punto de partida.
Es bien sabido que para la conciencia primitiva el punto de partida se sitúa en la intemporalidad del tiempo mítico — in illo tempore diría Mircea Eliade—, donde los arquetipos primarios regulan y justifican simbólica y míticamente la cotidianidad de los hechos profanos (divinizados en la medida que son repetición del acto divino). Así nacen las teogonías que explican el origen del cosmos y del fenómeno humano.
La conciencia mítica no ha desaparecido en el hombre moderno y, como bien lo ha mostrado Ernst Cassirer en El mito del estado, las sociedades contemporáneas «mitifican» sin tener conciencia de ello. «Mitificar» en la ciencia histórica es fijar límites otorgándoles un valor absoluto y, por ello mismo, desvalorizando «lo anterior», o simplemente negándolo. En esto, tanto el revolucionario como el tradicionalista se comportan del mismo modo; lo único que los diferencia es que el revolucionario absolutiza una fecha reciente o aun futura, mientras el tradicionalista la fija en un pasado menos próximo.
II. En las ciencias físico-naturales, uno de los fenómenos más importantes de nuestro tiempo es el de haber destruido los antiguos «límites intencionales» que encuadraban antes el mundo micro y macrofísico, biológico, etcétera. La «desmitificación» (Entmytologisierung) del primer límite astronómico se debió especialmente a Copérnico y Galileo que destronaron a la tierra de su centralidad cósmica —gracias a la previa desmitificación del universo realizada por la teología judeocristiana, como lo muestra Duhem—2, para después destronar igualmente al sol hasta reducirlo a un insignificante punto dentro de nuestra galaxia, que posee un diámetro de más de 100 mil años luz. La «desmitificación» biológica se debió a la teoría de la evolución —bien que rectificando las exageraciones darwinianas—, donde el hombre llega a ser «un» ser vivo en la biosfera creciente y cambiante. La «desmitificación» de la conciencia primitiva, o a-histórica, se origina con el pensamiento semita, en especial el hebreo, pero cobra toda su vigencia en el pensamiento europeo a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX; siendo Hegel, entre todos, el que con sus Vorlesungen sobre la Weltgeschichte3 inicia un proceso de universalización de la autovisión que el hombre moderno tiene de su propia temporalidad.
«Desmitificar» en historia es destruir los particularismos que impiden la auténtica comprensión de un fenómeno que sólo puede y debe ser comprendido teniendo en cuenta los horizontes que lo limitan, y que, en último término, no es otro que la historia universal —que pasando por la prehistoria y la paleontología se entronca con la temporalidad cósmica—. Querer explicar la historia de un pueblo partiendo o tomando como punto de partida algunos hechos relevantes —aunque sean muy heroicos y que despierten toda la sentimentalidad de generaciones— que se sitúan al comienzo del siglo XIX o del XVI, es simplemente «mitificar», pero no «historiar». Por ello mismo, la conciencia cultural —que se forma sólo ante la historia— queda como debilitada, primitiva, sin los recursos necesarios para enfrentar vitalmente la dura presencialidad de lo real.
III. En América —no hablamos de la anglosajona— hay muchos que fijan su «punto de partida» en algunas reestructuraciones que han tenido mayor o menor éxito; sean las de México, Bolivia o Cuba. Explican la evolución y el sentido de nuestra historia aumentando desmesuradamente dichos acontecimientos, y negando el periodo anterior; es decir, el liberal capitalista o de la oligarquía más o menos positivista, no en tanto positivista, pero sí en cuanto oligarquías. Las figuras que han tomado parte o que han originado dichas revoluciones —por otra parte no criticables, sino más bien dignas de honor— son elevadas al nivel del «mito», y se transforman en bandera de estos movimientos. No queremos negar la importancia de la reestructuración en América —tanto de un punto de vista político, económico, cultural, etcétera—. Sólo queremos indicar el «modo» que dichos movimientos utilizan para explicar su propia existencia dentro del proceso histórico —si es que emplean alguno—. Se desolidarizan, en primer lugar, de todo lo pasado, y, con ello, se tornan «inocentes» —un estado análogo a la impecabilidad paradisiaca— de todo el mal e injusticia presente y pasada. Pero al mismo tiempo, por su mesianismo coesencial, se muestran como los portadores esperanzados de todo el bien futuro. Absolutizan o exaltan el tiempo de la agonía inicial, del caos desde el cual emanará el orden, elemento esencial en el temperamento dionisiaco: la revolución es la muerte de donde procede la vida —como la semilla del culto agrario.
IV. Otros, en cambio, luchando contra revolucionarios han edificado su construcción sobre el confuso límite que abarca la primera parte del siglo XIX, desde 1808 a 1850, aproximadamente, tiempo en el que se produce la ruptura política y cultural con el pasado colonial. Allí encuentran su origen los liberales criollos, el capitalismo nacional, el político oligárquico (que produjo el tan necesario movimiento de universalización y secularización en el siglo XIX) y el intelectual positivista que da espaldas al pasado hispánico.
Su tiempo «mítico» no puede ser sino el de la independencia, negando el tiempo colonial, y con ello a España y el cristianismo. En ese espacio mítico, en ese panteón se eleva el culto a hombres heroicos que han sido configurados con perfiles de una tal perfección que cuando el científico historiador se atreve a tocarles —mostrando los relieves auténticos de su personalidad— es juzgado casi de sacrílego. El proceso es análogo: se absolutiza un momento original; siendo aquí la etapa agónica o épica, la época de la emancipación. Todo esto es una exigencia para dar un sentido a cada nación en sí misma, naciendo así un aislacionismo de las diversas repúblicas americanas, enclaustradas en sus propias «historias» más o menos desarticuladas con las otras comunidades de la historia universal, las «historias» que los estudiantes reciben muchas veces en las aulas pareciera más un anecdotario que una «historia» con sentido. Es que, al haber elegido un límite demasiado próximo, impide la auténtica comprensión4.
V. Hay otros que amplían el horizonte hasta el siglo XVI. Casi todos los que han realizado este esfuerzo han encontrado después suma dificultad en saber integrar el siglo XIX y, sobre todo, el presente revolucionario; pues el mero tradicionalista no alcanza a poseer la actitud histórica indispensable para gustar e investigar la totalidad de un proceso que no puede alcanzar sentido sino en el futuro. Llamaremos «colonialistas» o «hispanistas» a todos aquellos que han sabido buscar los orígenes de la civilización hispano-americana más allá del siglo XIX. Para ellos la época épica significará la proeza de Cristóbal Colón, de Hernán Cortés o Pizarro. No se hablará ya de un Castro, ni de un Rivadavia, sino de Isabel y Fernando o de Carlos y Felipe. ¡Es el siglo de oro! —en lo que tiene de oro objetivo, que es mucho—, y de «mítico» (pues no se alcanza muchas veces a discernir en su misma plenitud los fundamentos de su decadencia, por otra parte necesaria en todo lo humano). Así como el liberal del siglo XIX negaba a España, el hispanista negará la Europa protestante, anglicana o francesa. Así como el revolucionario negará el capitalismo, o el liberal el cristianismo, así el hispanista negará el renacimiento, que desembocará en el mecanicismo industrial —aceptando y aún dirigiendo, principalmente gracias a Salamanca y Coimbra, el renacimiento filosófico y teológico, hasta cuando fue desplazado al fin del siglo XVII —. El «hispanista» —en oposición a la posición «europeísta» que pretende considerar todo el fenómeno del continente— no puede explicar la decadencia de América hispana desde el siglo XVIII y, sobre todo, no comprende la evolución tan diversa de América anglosajona, ni puede justificar las causas de su rápida expansión, en aquello que tiene de positivo. «Mitificando» el siglo XVI desrealiza América y la torna incomprensible en el presente, y permanece como sobrepasado o ahogado en dicho presente que le consterna, o, al menos, le manifiesta la inmensa distancia de las «dos» Américas —en lo que se refiere a instrumentos de civilización y nivel de vida—. En tres sentidos hay que desbordar el siglo XVI español para comprender la historia de Iberoamérica5. En España, hay que internarse en la edad media, descubriendo las influencias islámicas. En Europa, hay que ir al temprano renacimiento de los estados pontificios, pero sobre todo al triángulo que forman Génova-Venecia-Florencia6, que explican ya desde los siglos X y XI la civilización técnica universal que crece en nuestros días. En América misma no deben dejarse de lado las grandes culturas —tanto la azteca como la inca—, y sus tiempos clásicos —el área mayoide y preazteca y el Tihuanaco—, que determinarán las estructuras de la conquista, la colonización y la vida americana hispánica. Pero aun las culturas secundarias, como la chibcha, o las más primitivas significarán siempre el fundamento sobre el que se depositarán muchos de los comportamientos actuales del mundo rural o del urbano popular. El historiador podría conformarse con esto, mientras que el filósofo —que busca los fundamentos últimos de los elementos que constituyen la estructura del mundo latinoamericano— deberá aún retroceder hasta la alta edad media, la comunidad primitiva cristiana en choque contra el imperio, el pueblo de Israel dentro del contexto del mundo semita —desde los acadios hasta el islam—. En fin, explicar la estructura intencional (el núcleo ético-mítico) de un grupo exige un permanente abrir el horizonte del pasado hacia un pasado aún más remoto que lo fundamente. Es decir, explicar la historia de un pueblo es imposible sin una historia universal que muestre su contexto, sus proporciones, su sentido —y esto en el pasado, presente y próximo futuro—. Ese permanente «abrir» impide la «mitificación» y sitúa al pensador como ser histórico ante el hecho histórico, es decir siempre «continuo», y, en definitiva, ilimitado. En esto estriba la dificultad y la exigencia del conocimiento histórico.