Escritos varios (1927-1974). Edición crítico-histórica

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En la edición crítico-histórica de Es Cristo que pasa se explica la historia de la redacción de las homilías que allí se recogen, ofreciendo diversos datos sobre el modo de trabajo de san Josemaría, que son de aplicación a las homilías que ahora nos ocupan. En líneas generales, proceden de un primer núcleo de predicación oral, o de consideraciones expuestas durante tertulias, charlas, u otros encuentros pastorales, que fueron recogidas primero por taquígrafos o por medio de registradores y sucesivamente reordenadas, documentadas y enriquecidas, pasando por revisiones sucesivas del autor hasta llegar a la versión definitiva publicada. Conviene también señalar que a medida que se iban sucediendo las versiones, las anteriores se destruían[5]. Este sistema, que coloca el acento en la versión final, trae consigo un límite para el historiador: elimina en gran parte las posibilidades de reconstruir la historia redaccional del texto.
La elaboración de nuestras tres homilías se desarrolla contemporáneamente a la de las recogidas en Es Cristo que pasa y sigue un proceso similar. Naturalmente, al no tener como eje de referencia el calendario litúrgico, no se incluyeron en esa colección. Hay además otra diferencia significativa respecto a las homilías de Es Cristo que pasa: en nuestro caso, sin descartar el uso de algunos textos ya existentes en forma oral o escrita, prevalece como intención primordial, y ya desde el principio, la decisión de preparar escritos para ser publicados, sin apuntar a predicarlos, aunque manteniendo el estilo proprio de la homilética. También en este caso, como explica Antonio Aranda respecto a Es Cristo que pasa, posiblemente haya influido la buena acogida que tuvo en su momento la publicación de la “homilía del campus”, Amar al mundo apasionadamente, pronunciada durante la celebración eucarística en la Universidad de Navarra, el 8 de octubre de 1967[6].
El uso del género “homilía no predicada” puede quizá llamar la atención, pero se trata en realidad de un instrumento que cuenta con una larga tradición a sus espaldas. Basta recordar, por ejemplo, cómo san Agustín se refiere a sus sermones, los cuales «unos (fueron) dictados y otros pronunciados directamente por mí»[7]. Según José Oroz, el santo «predicó muchísimos sermones, parte de los cuales se nos han conservado tan solo gracias a los notarii. Compuso otros muchos que no pronunció nunca, sino que dictó a los copistas. Más aún, podemos admitir, apoyados en unas palabras suyas, como cosa probable, que llegó a dictar algunos sermones para uso de los sacerdotes de Hipona y de otras diócesis»[8]. En la Introducción general a la monumental Opera omnia de san Agustín dirigida por Agostino Trapè, Franco Monteverde describe el Comentario al Evangelio de San Juan diciendo que consiste en «124 discursos, en parte pronunciados, en parte dictados»[9]. Estos son los discursos presentados luego como “homilías” en el volumen XXIV. Sobre las célebres Enarrationes sobre los salmos, el obispo de Hipona afirma: «Psalmos omnes [...] partim sermocinando in populis, partim dictando exposui»[10]. Más en particular sobre los salmos 1-31, Angelo Corticelli opina que los respectivos comentarios «no fueron ni predicados, ni escritos para ser expuestos en público»[11].
No es esta la sede para profundizar en este tema[12]; basta con estas referencias al santo e ilustre obispo africano, distinguido por su profunda y abundante predicación, para captar la existencia y la importancia de este recurso literario, que imprime especial animación pastoral a un texto, escrito sin la intención de componer un manual de enseñanza académica. El género homilético, en efecto, no busca —al menos, como primer objetivo— exponer en modo sistemático y estructurado el pensamiento del autor, sino que apunta a mover interiormente al oyente (o al lector, en nuestro caso) hacia el amor de Dios, suscitando en él fervor y conversión. Esta peculiar conformación literaria da también razón de la asignación de una fecha; como se sigue de lo ya dicho, esta no está ceñida a un evento determinado, sino que pretende ofrecer al lector un marco existencial, dentro de un contexto cronológico más general[13]. En suma, si bien nuestras tres homilías no fueron materialmente pronunciadas en las fechas indicadas, fueron compuestas en el arco de esos años (1972-1973), y fueron fechadas remitiendo a una festividad, o a unas próximas ordenaciones, que adquieren valor simbólico.
Pasemos ahora al segundo aspecto anunciado más arriba: ¿cuál es el objetivo común de estas homilías? Ciertamente, está claro que el autor no pretende exponer un tratado de eclesiología o sobre el sacerdocio, como ya anticipamos. Tampoco sería exacto decir que, como idea primaria, se intenta manifestar lo más original de su pensamiento sobre estos temas. San Josemaría fue, antes de nada, un pastor, muy consciente de su obligación ante Dios tanto de dirigir a su grey hacia las buenas pasturas como de apartarla de los peligros que pudieran acecharla. Y en el período de tiempo en el que nos movemos, el fundador del Opus Dei sentía la urgencia de poner en guardia, a quien le leyera, ante planteamientos muy difundidos en esos años, que percibía claramente como nocivos.
Diversamente de las homilías recogidas en Es Cristo que pasa, que constituyen una meditación que sigue el hilo del año litúrgico, y de las de Amigos de Dios, estructuradas según un panorama de virtudes humanas y cristianas básicas, nuestras tres homilías buscan directamente asegurar, de modo vigoroso, algunos aspectos de la doctrina católica que se ven amenazados. En las introducciones particulares describiremos estos aspectos concretos, relacionados muy directamente con la vida de la Iglesia; en este momento inicial lo que interesa es saber que hay que abordar la lectura del texto teniendo en cuenta su contexto. Quien esté interesado en conocer cuáles eran los puntos específicos más característicos del autor sobre Iglesia y sacerdocio tendrá que alargar en mucho el radio de la bibliografía. Sin pretensiones de desarrollo, mencionaremos más adelante estos puntos específicos y sus respectivas fuentes.
Esta realidad influye en el tono expositivo. También aquí estas tres homilías se distancian algo de las de Es Cristo que pasa y Amigos de Dios. Pues, mientras en estas dos obras predomina una exposición lineal y distendida, ahora percibimos una clara llamada a la defensa y un cierto tremor de corazón. No se trata de alarmismos ni de desesperanzas, sino de “golpes fuertes de timón”, si se me permite la expresión, por parte de quien detecta mucha niebla a diestra y siniestra, pero no deja de ver la luz del sol filtrándose en el horizonte.
Estas características generales de las homilías nos llevan a procurar evitar interrumpir el flujo lógico de ideas del autor con notas aclaratorias a pie de página. Se ha optado, por lo tanto, por anteponer al texto de las homilías sobre la Iglesia una introducción particular, repitiendo esto mismo para la tercera, sobre el sacerdocio. Eventuales notas se encontrarán en número muy reducido. El texto de las homilías ha sido controlado palabra por palabra a partir de la última versión vista por su autor, que coincide con los folletos de la Colección Mundo Cristiano, arriba mencionados[14].
HOMILÍAS SOBRE LA IGLESIA
INTRODUCCIÓN
Los títulos que san Josemaría puso a las dos homilías sobre la Iglesia son significativos. El de la primera, El fin sobrenatural de la Iglesia, invita a considerar a la Iglesia en toda su riqueza, evitando reducirla a dimensiones meramente intrahistóricas y menos aún organizativas, para verla proyectada hacia el misterio de Dios, más concretamente del amor divino que se comunica a los hombres llamándoles a participar de su vida. El de la segunda homilía, Lealtad a la Iglesia, presuponiendo ese gran horizonte, dirige la mirada hacia el cristiano, al que invita a ser consciente del gran don de la vida divina, dada a conocer y comunicada en la fe y en los sacramentos; y en consecuencia a ser leal, a vivir de acuerdo con ese don.
Para captar en profundidad las motivaciones que llevaron al autor a buscar esos fines es necesario contextualizar adecuadamente estas dos homilías, teniendo presente el marco teológico del autor (primera parte) y el marco histórico-eclesial (segunda parte). Finalmente, como tercera y cuarta parte de esta introducción, ofreceremos una breve glosa del contenido de las dos homilías, que pueda servir de guía al lector.
Marco teológico
Sería vano el intento de individuar una “eclesiología de san Josemaría”, en el sentido de una obra sistemática o un pensamiento desarrollado siguiendo una rigurosa metodología científica. El fundador del Opus Dei no fue profesor de eclesiología ni teólogo de profesión. Esto constituye a la vez un desafío y un valor agregado: nos exige el esfuerzo de presentar fielmente y ordenadamente un conjunto de ideas que originalmente no se presentan constituyendo un sistema unitario, y a la vez, capitaliza la fuerza proveniente de un pensamiento no nacido a partir de una teoría de laboratorio, sino de la experiencia espiritual y de la realidad pastoral, unificado por la luz sobrenatural que san Josemaría recibió el 2 de octubre de 1928. Más que “hacer eclesiología”, el fundador “hizo Iglesia”, al desarrollar su reflexión conjuntamente con su actividad fundadora. Como él mismo explica a propósito de su enseñanza acerca de los laicos, esta «trae consigo una visión más honda de la Iglesia, como comunidad formada por todos los fieles, de modo que todos somos solidarios de una misma misión»[15]. En consecuencia, puede y debe hablarse de un modo suyo específico de contemplar la Iglesia, de una visión de la Iglesia, que glosaremos a continuación colocando en diálogo textos y afirmaciones de san Josemaría con los desarrollos de la eclesiología contemporánea.
Conviene tener presente que la formación eclesiológica recibida por san Josemaría, en el colegio y luego en el seminario, fue la que surgía de la “eclesiología societaria” dominante en aquella época. Ciertamente, los comienzos del siglo xx presentan los albores de la corriente de renovación eclesiológica, que encontrará su apogeo institucional en el Concilio Vaticano II, al ser en grandísima parte asumida por la constitución dogmática Lumen gentium. Pero es también un hecho que esa renovación no había aún impregnado la enseñanza sobre la Iglesia impartida en la catequesis de la iniciación cristiana, ni tampoco en el curso institucional de eclesiología de los seminarios españoles, que se ocupaban de la eclesiología en el contexto de la teología fundamental.
Según las investigaciones realizadas sobre la formación recibida en el seminario en Zaragoza[16], san Josemaría estudió —con clases y bibliografía en riguroso latín— el tratado de Ecclesia Christi siguiendo el manual de Camillo Mazzella (jesuita, profesor de la Universidad Gregoriana, creado luego cardenal por León XIII), titulado De religione et Ecclesia[17]. En este texto la exposición procede según el enfoque societario y apologético de aquellos años[18].
Sucede, sin embargo, que la luz fundacional recibida por san Josemaría el 2 de octubre de 1928, y sus sucesivas focalizaciones, se encontraban en gran sintonía con la maduración de la eclesiología entonces en desarrollo. La concepción de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, que llega a su esplendor al ser asumida por el magisterio de Pío XII en la encíclica Mystici Corporis de 1943, magnetiza de hecho la atención de san Josemaría y enriquece su visión eclesiológica más allá de lo que ofrecía la idea de Iglesia societas perfecta. Algo similar sucede luego con las ideas madres de la Lumen gentium: misterio, comunión y sacramento son conceptos que imprimen en la eclesiología un componente sobrenatural muy amado por el fundador del Opus Dei[19], y la llamada universal a la santidad, sobre la cual gira el entero cuerpo doctrinal de la constitución, es justamente el núcleo del carisma que había recibido en octubre de 1928.
Estamos por tanto ante un pensamiento en el que lo aprendido se enriquece con lecturas posteriores y, muy especialmente, con el carisma fundacional y la sucesiva experiencia pastoral. Recordemos que el libro Amar a la Iglesia es una composición realizada después de su muerte recogiendo homilías ya publicadas y, por tanto, sin aspirar a ser unitario, y sin pretender ofrecer una visión doctrinal completa sobre el tema. Para intentar hacerlo habría que acceder a otros textos de gran contenido eclesiológico, de entre los que destaca, a mi juicio, la homilía El gran Desconocido, fechada el 25 de mayo de 1969, solemnidad de Pentecostés. En definitiva, para introducirse en su pensamiento sobre la Iglesia no basta la lectura de estas dos homilías, sino que hay que acudir a otros lugares[20].
Intentaremos, no obstante, exponer de modo sintético algunos de los aspectos y elementos que caracterizan la visión de san Josemaría sobre la Iglesia, entrando, como antes decíamos, en diálogo con la renovación de la eclesiología propia de nuestro tiempo.
1. Ecclesia de Trinitate
En lo esencial, la Iglesia en la tierra no es más que el despliegue en el tiempo de la misión invisible del Hijo y del Espíritu Santo, según el designo originario de Dios Padre. Este modo de contemplarla, muy presente en la patrística, fue decididamente retomado en el Vaticano II (cfr. LG, nn. 2-4; AG, nn. 2-4). Como se lee en un conocido comentario, «todas las enseñanzas del Concilio sobre el misterio de la Iglesia llevan “el sello de la Trinidad”. La naturaleza íntima de la Iglesia tiene en el misterio trinitario sus orígenes eternos, su forma ejemplar y su finalidad»[21]. Este planteamiento impregna profundamente también el modo de concebir la Iglesia de san Josemaría. Y así, al comenzar la homilía El fin sobrenatural de la Iglesia, fechada el 28 de mayo 1972, fiesta de la Santísima Trinidad, después de citar el texto de san Cipriano sobre la unidad trinitaria participada en la unidad eclesial, comenta: «No os extrañe, por eso, que en esta fiesta de la Santísima Trinidad la homilía pueda tratar de la Iglesia; porque la Iglesia se enraíza en el misterio fundamental de nuestra fe católica: el de Dios uno en esencia y trino en personas» (FSI, n. 1). Algo más adelante, en esta misma homilía, habla de «esa realidad mística —clara, innegable, aunque no la percibamos con los sentidos— que es el Cuerpo de Cristo, el mismo Señor Nuestro, la acción del Espíritu Santo, la presencia amorosa del Padre» (FSI, n. 18).
2. La Iglesia, comunión de los santos
Consecuencia derivada de la “eclesiología trinitaria” es la posición privilegiada de la comunión de los santos en su modo de contemplar la Iglesia. La participación en la vida trinitaria operada por la gracia sobrenatural consiste en la incorporación al tramado de relaciones de esa comunión de Personas en la que consiste el misterio de la Trinidad. En este sentido, la insistencia con la que san Josemaría se refiere a la Iglesia como comunión de los santos no hace más que secundar la dirección implícita en el símbolo de la fe, en cuya estructura trinitaria la Iglesia es mencionada inmediatamente después del Espíritu Santo y es seguida, como una especificación, por la comunión de los santos. Al entrar en comunión con la Trinidad se entra también en comunión con los demás que participan en ella.
Esta manera de entender la relación de los hombres con Dios, en la que consiste la Iglesia, queda a mi juicio más correctamente expresada con las palabras “comunión de los santos” que con el solo vocablo “comunión”, pues este último se presta más fácilmente a una interpretación en clave exclusivamente horizontal. La santidad es la participación en la vida trinitaria, y es en ella donde entramos en comunión con los otros “santos”, tanto los de la tierra como los del cielo. Podemos decir, parafraseando un documento del magisterio[22], que la dimensión vertical de la comunión (con Dios) fundamenta su dimensión horizontal (con los hombres). Asimismo, como se lee más adelante en este mismo documento, «la común participación visible en los bienes de la salvación (las cosas santas), especialmente en la Eucaristía, es raíz de la comunión invisible entre los participantes (los santos)»[23]. Encuentra aquí toda su fuerza la lógica subyacente en el orden de un grupo de capítulos de Camino, la primera obra publicada por san Josemaría, come señala certeramente Pedro Rodríguez[24]. Me refiero a los titulados «La Iglesia» (nn. 517-527), «Santa Misa» (nn. 528-543), «Comunión de los santos» (nn. 544-550): porque es en la Iglesia-comunión donde participamos en la comunión eucarística que nos constituye en comunión de santos. Difícilmente puede evitarse aquí la referencia al célebre texto paulino de 1Cor 10,17: «Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan».
Evidentemente, quien ha recibido de Dios la misión de proclamar la llamada universal a la santidad en medio del mundo, como es el caso del fundador del Opus Dei, ha tenido una especial sensibilidad para percibir en profundidad lo que significa la Iglesia como comunión de santos. Lo expresó, además, moviéndose en dos direcciones: pertenecemos a la Iglesia santa para buscar la santidad, y buscamos la santidad sabiéndonos parte de la Iglesia, en comunión con los demás.
3. Imágenes de la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios
La Iglesia entendida como Cuerpo de Cristo es la imagen más frecuentemente usada por san Josemaría[25]. Frecuencia no quiere decir exclusividad, y así encontramos también con abundancia la presentación de Iglesia Pueblo de Dios que refleja incluso el aspecto más genuino de su aportación a la eclesiología, como veremos más adelante. Otras imágenes usadas abundantemente en su predicación son las de Iglesia Templo e Iglesia Madre. Recordemos que también la constitución dogmática Lumen gentium usa muchas imágenes, pues ninguna es capaz de expresar el entero misterio de la Iglesia y todas sus dimensiones, sino que cada una pone a la luz un aspecto particular.
El resalto de la imagen de la Iglesia entendida como Cuerpo de Cristo imprime una decidida acentuación cristológica, subrayando la idea de la presencia de Cristo en los cristianos y en la Iglesia. Para el fundador del Opus Dei, «la Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros, Dios que viene hacia la humanidad para salvarla»[26]. Es el mysterium lunae, como se parafrasea en Lumen gentium, n. 1 de la mano de los padres antiguos, porque no tiene luz propia, sino que refleja la luz del único sol, Cristo mismo. Por lo demás, la Iglesia Cuerpo de Cristo es, sin lugar a dudas, la imagen más explícitamente neotestamentaria, y típicamente (y exclusivamente) paulina. Así como no se entiende un cuerpo vivo sin su cabeza, es imposible concebir la Iglesia separadamente de Cristo. Los cristianos somos sus miembros porque recibimos de la Cabeza el influjo vital de la gracia, por la cual somos “hijos en el Hijo”.
No es esta la sede oportuna para desarrollar las virtualidades y significados de esta imagen, ni en sí misma, ni en san Josemaría. Lo que ahora interesa resaltar es que, en los escritos del fundador del Opus Dei, el acceso al misterio de la Iglesia se realiza preferentemente a través de esta puerta. Esto le permite contemplarla también como Pueblo de Dios, pero manteniendo fuerte la original componente cristológica, de tal manera que la Iglesia es, en realidad, el Pueblo de los hijos de Dios Padre. Profundizando en esta dirección, la consideración del Pueblo de Dios como “sujeto histórico” no le mueve tanto a medir las posibilidades de adecuación de las estructuras de la Iglesia a las circunstancias históricas concretas de la humanidad (una posibilidad legítima), cuanto más bien a impulsar el influjo de los hijos de Dios en la historia de los hombres y de la propia comunidad, de la misma manera que el Hijo de Dios, al encarnarse, ha redimido la historia desde dentro de ella misma. Pueblo de Dios y tensión misionera, apostólica, son conceptos muy unidos en la predicación de san Josemaría.
Confluye con esta perspectiva su consideración pneumatológica de la Iglesia, especialmente presente en la homilía El gran Desconocido, sobre el Espíritu Santo. La misión apostólica, a partir de Pentecostés y a lo largo de los siglos, es impulsada por el Espíritu que opera en el corazón de los hombres, tanto de los que anuncian el Evangelio como de los que lo escuchan y se convierten. Por este proceso crece el Cuerpo de Cristo, porque el Espíritu es siempre el «Espíritu de Cristo» (Rm 8,9), y «todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo» (1Cor 12,13). Salta así a la vista el error que denuncia san Josemaría, de contraponer a la Iglesia institucional, de raigambre cristológica y sacramental, una “Iglesia carismática”, que sería la verdadera, y en la que parecería que los dones del Espíritu excluyesen a la autoridad jerárquica[27].
4. Santidad y apostolado en perspectiva eclesial
Ya se ha mencionado la convergencia entre la llamada universal a la santidad y la Iglesia comunión de los santos. A esto hay que añadir ahora, siempre en el contexto del mensaje de san Josemaría, el aspecto dinámico de esta comunión, de por sí difusiva, porque es comunión de amor. La comunión con Dios, que llamamos santidad, pide que sea participada a los hombres (el apostolado): un proceso que, descrito en clave eclesial, lleva a entender cómo el Cuerpo de Cristo (sus miembros recibiendo el influjo vital de la Cabeza) se dilata extendiendo entre los hombres la conciencia de este influjo, que comporta el sentido de la filiación divina, engendrando así nuevos hijos de Dios para el único Pueblo del Padre. Esta dinámica intrínseca entre Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios, que en los escritos del fundador del Opus Dei se mueve mayormente desde el primero hacia el segundo, le lleva a hablar continuamente del nexo indisoluble entre santidad y apostolado, a entender el apostolado como un aspecto de la santidad, a reconducir este vínculo a la originaria unicidad entre amor a Dios y amor a los hombres.
El vínculo intrínseco entre santidad personal y apostolado encuentra su acabada comprensión eclesial en la referencia a la sacramentalidad: la Iglesia es contemporáneamente, en su fase peregrinante, misterio de comunión y sacramento de salvación, fructus salutis y medium salutis. Y lo que sucede en la Iglesia como Cuerpo, se traduce en la vida de cada uno de sus miembros; no se puede estar unido a Dios sin la preocupación de difundir esa unión entre los demás hombres. San Josemaría une el concepto de Iglesia como «sacramento universal de la presencia de Dios en el mundo» con el hecho de que «ser cristiano es haber sido regenerado por Dios y enviado a los hombres, para anunciarles la salvación»[28].
Este entramado relacional entre las imágenes señaladas se traduce en una gran insistencia en la corresponsabilidad de todos los cristianos en la única misión de la Iglesia, consecuencia de la llamada universal a la santidad, que es, a la vez, muy respetuosa de las funciones específicas de los distintos miembros de la Iglesia. Cuando la constitución Lumen gentium recuerda, en el n. 9, que «la condición de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo», está afirmando la igualdad radical y común dignidad de todos los cristianos por su filiación divina, que es el constitutivo ontológico de la santidad. Pertenecer al Pueblo de Dios es involucrarse en un proceso de santificación, al cual todo “ciudadano” está igualmente llamado. Con palabras del fundador del Opus Dei, «todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica solo una versión rebajada del Evangelio»[29]. De este común destino a la santidad brota también una común responsabilidad en la misión apostólica. El Vaticano II afirmó de modo rotundo que «la vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado» (AA, n. 2). Con expresión gráfica decía san Josemaría: «El apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual»[30].
La filiación del cristiano es participación en la de Cristo, obtenida por incorporación a su Cuerpo en calidad de miembro, y por eso, tanto la santificación como el apostolado se desenvuelven de modo orgánico, en una comunión, donde cada uno tiene su función específica y necesita del otro. Coexisten armónicamente, en definitiva, la igualdad radical del entero Pueblo de Dios, proveniente de la común condición del bautismo, y la diversidad funcional de los miembros del Cuerpo. Este es el delicado equilibrio que se trasluce en la “visión de la Iglesia” de san Josemaría.