Escritos varios (1927-1974). Edición crítico-histórica

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5. Vocación y misión de los laicos
Hasta ahora nos hemos movido “de arriba hacia abajo”, de la comprensión de la Iglesia como Ecclesia de Trinitate a la afirmación de la vocación del cristiano. Conviene tener presente que en la exposición de su mensaje el fundador del Opus Dei procedió existencialmente, “de abajo hacia arriba”. Queremos con esto decir que la luz fundacional recibida de Dios en 1928 no consistió en una percepción genérica de la Iglesia a partir de la Trinidad, sino, como es bien sabido, en la advertencia viva de la llamada universal a la santidad en la vida cotidiana y más particularmente en el trabajo. A partir de este dato primario, cuyo contenido, traducido eclesiológicamente, se sitúa en el centro de la vocación y misión de los laicos en la Iglesia, el fundador del Opus Dei redescubre con singular hondura el valor del sacerdocio común de los fieles, proveniente de la condición bautismal de todos los cristianos, y la secularidad, como componente proprio y peculiar de la condición de los laicos.
Estas perspectivas reclaman concebir la santidad y el apostolado unidos en contexto eclesial, como acabamos de ver en la anterior sección. A su vez, piden entender la Iglesia, contemporáneamente, como Pueblo de Dios y como Cuerpo de Cristo, con las importantes consecuencias ya mencionadas. A su vez, «la conciencia de la llamada universal a la santidad ayuda a contemplar con mayor profundidad a la Iglesia como convocación de los santos»[31] y comunión de los santos. La santidad, vivida en la Iglesia, es la propia de hijos de Dios Padre —hijos en el Hijo—, alcanzada por la infusión del Espíritu en nuestras almas, lo que nos conduce a la Ecclesia de Trinitate.
De esta manera, aunque por exigencias de la “arquitectura eclesiológica” abordemos en último lugar la vocación laical, no olvidemos que se trata del tema princeps de la visión de la Iglesia que nos transmite san Josemaría. Ha valido la pena proceder así, para exponer fielmente su pensamiento, pues algo muy característico suyo es no desvincular lo “laical” de lo “cristiano”; más aún, la condición laical es concebida como una modalidad de la “sustancia” cristiana. Habiendo jugado un papel decisivo en la comprensión del «carácter secular» como «propio y peculiar de los laicos», como dirá luego la Lumen gentium (n. 31, §2), en su predicación el acento cae más fuertemente en la condición bautismal de los laicos. En Conversaciones, publicado poco después de concluido el Vaticano II, leemos: «He pensado siempre que la característica fundamental del proceso de evolución del laicado es la toma de conciencia de la dignidad de la vocación cristiana. La llamada de Dios, el carácter bautismal y la gracia, hacen que cada cristiano pueda y deba encarnar plenamente la fe» (n. 58).
Siendo la condición bautismal un rasgo común tanto de los fieles como de los pastores, una de las consecuencias de este planteamiento es reforzar la unidad de la Iglesia. Como ya hemos comentado desde otra perspectiva, en san Josemaría el impulso imprimido a los laicos para asumir responsablemente su condición y su misión en la Iglesia no tiene nunca sabor de reivindicación frente a los pastores, en actitud polémica o de confrontación de poderes. La misión de los laicos no es necesariamente, ni habitualmente, una misión “eclesiástica”, pero es siempre misión eclesial. En el texto apenas citado se continúa diciendo: «Los laicos, gracias a los impulsos del Espíritu Santo, son cada vez más conscientes de ser Iglesia, de tener una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la jerarquía eclesiástica y según las enseñanzas del magisterio: sin unión con el cuerpo episcopal y con su cabeza, el Romano Pontífice, no puede haber, para un católico, unión con Cristo» (n. 59).
Aclarado este aspecto, es necesario ahora poner de relieve la importancia dada por el fundador a la condición secular para entender la vocación y la misión de los laicos en la Iglesia. Destacar en primer lugar su amor al mundo es paso obligado. Una de sus homilías más difundidas, la pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra en 1967, fue certeramente titulada Amar al mundo apasionadamente. En ella leemos, a este propósito, que «el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno. Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades» (Conv, n. 114). De este amor se sigue la positiva valoración de las realidades terrenas, como la sociedad, el trabajo, la familia, el arte, la cultura y el deporte, y de aquellas de corte más directamente antropológico, como la amistad, la creatividad, el servicio, juntamente con todas las virtudes humanas[32].
De entre todas estas actividades seculares, en la predicación de san Josemaría se destaca en un lugar central el trabajo y su “función teológica”. Volviendo a Conversaciones, leemos: «Cristo, muriendo en la Cruz, atrae a sí la creación entera, y, en su nombre, los cristianos, trabajando en medio del mundo, han de reconciliar todas las cosas con Dios, colocando a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas» (n. 59). En otro momento añade: «todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres), porque hecho así, el trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales —a manifestar su dimensión divina— y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo» (n. 10). Resumiendo, afirma finalmente: «el modo específico de contribuir los laicos a la santidad y al apostolado de la Iglesia es la acción libre y responsable en el seno de las estructuras temporales, llevando allí el fermento del mensaje cristiano» (n. 59).
En el ámbito eclesiológico en el que se mueven estas líneas, interesa subrayar que este modo de entender la vocación y misión eclesial de los laicos entra en sintonía con la catolicidad de la Iglesia. Esta propiedad, en efecto, no implica solo la proyección universal del Evangelio sobre todos los hombres sin discriminación alguna, sino que consiste también en la misión de reconducir la entera creación al creador: tanto en su aspecto más directamente cósmico (la “naturaleza”), cuanto en lo que en ella existe de entramado de valores a través de los cuales los seres humanos se relacionan con el mundo material. Recordemos que los escritos paulinos dicen que «la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 21), y en el Apocalipsis se habla no solo de las almas de los santos que triunfan en el cielo —«un inmenso gentío» (Ap 19, 1)—, sino también de «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21, 1). De todo esto se hace eco el Vaticano II en diversos documentos, como, entre otros, el decreto Apostolicam actuositatem, donde advierte que «la obra de la redención de Cristo, que de suyo tiende a salvar a los hombres, comprende también la restauración incluso de todo el orden temporal. Por tanto, la misión de la Iglesia no es solo anunciar el mensaje de Cristo y su gracia a los hombres, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico». Este aspecto de la misión de la Iglesia es el que corresponde a los laicos, como concluye este texto magisterial: «Por consiguiente, los laicos, siguiendo esta misión, ejercitan su apostolado tanto en el mundo como en la Iglesia, lo mismo en el orden espiritual que en el temporal» (AA, n. 5, §1). A la «restauración de todo el orden temporal», por decirlo con palabras del documento conciliar recién citado (en ese mismo párrafo), apunta la santificación del trabajo predicada por san Josemaría, que queda así firmemente engarzada en la catolicidad de la misión de la Iglesia[33].
Marco histórico-eclesial
El contexto eclesial de los años 1972-1973 estuvo profundamente marcado por el ambiente a la vez de renovación y de crisis que caracterizó el período posconciliar. Al inicio de la década Pablo VI se lamentaba públicamente de cómo «la verdad cristiana padece hoy temibles sacudidas y crisis. [...] Algunos buscan una fe fácil vaciando la fe íntegra y verdadera de aquellas verdades que no parecen aceptables a la mentalidad moderna, escogiendo en cambio, según la propia opinión, las que tienen por admisibles; otros buscan una nueva fe, especialmente sobre la Iglesia, intentando conformarla con las ideas de la sociología moderna y de la historia profana»[34]. Y, dirigiéndose al colegio cardenalicio y a la Curia romana, denunciaba «el movimiento de crítica corrosiva a la Iglesia institucional y tradicional, que difunde [...] una psicología disolvente de las certezas de la fe y disgregante del aspecto orgánico de la Iglesia»[35].
Recordemos que solo poco tiempo antes el Pontífice había ya sentido la necesidad de realizar una solemne profesión pública de fe. En la homilía de la concelebración eucarística de conclusión del Año de la Fe, en correspondencia con el centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, el 30 de junio de 1968, Pablo VI pronunció el Credo del Pueblo de Dios, y lo hizo, como él mismo dice en esa homilía, de una manera «lo bastante completa y explícita para satisfacer, de modo apto, a la necesidad de luz que oprime a tantos fieles y a todos aquellos que en el mundo —sea cual fuere el grupo espiritual a que pertenezcan— buscan la Verdad»[36]. Desarrollando el artículo eclesiológico, el Papa debió reafirmar: la naturaleza de la Iglesia entendida simultáneamente como Cuerpo Místico y Pueblo de Dios, como sociedad jerárquica visible y comunidad espiritual; la centralidad de los sacramentos; la santidad de la Iglesia, aun abarcando en su seno a los pecadores; la sucesión apostólica y petrina en el episcopado y primado; la validez del magisterio, sea solemne, sea ordinario y universal, y la posibilidad de ejercerlo de modo infalible; el carácter indefectible de la unidad de la Iglesia, conjuntamente con la necesidad de conseguir la plena comunión entre todos los cristianos; y la vigencia de la necesidad de la Iglesia para la salvación. Esta serie de temas eclesiológicos, explícitamente mencionados, nos da una primera pauta para entender el ambiente de esos años respecto a la doctrina sobre la Iglesia.
Se capta mejor, en este contexto, la motivación inmediata de las homilías del fundador del Opus Dei que estamos comentando, que fue, como ya ha sido dicho, la necesidad de reafirmar diversos aspectos de la realidad de la Iglesia, amenazados por la confusión general del momento. Un poco antes de que Pablo VI pronunciase el Credo del Pueblo de Dios, también san Josemaría había sentido la necesidad de reafirmar vigorosamente la fe —tanto respecto a la Iglesia como a otros temas—, y lo hizo escribiendo una larga carta a sus hijos espirituales, conocida por el incipit latino Fortes in fide, fechada el 19 de marzo de 1967, en la cual, en vista del Año de la Fe que comenzaría el 29 de junio sucesivo, exhortaba a mantenerse firmes en la fe en adherencia a las fuentes de la revelación y a las verdades fundamentales del dogma católico[37]. Este contexto, decíamos, es un dato clave para captar el mensaje de estas homilías, percibiendo sus peculiaridades históricamente condicionadas —no aspiran a exponer toda la doctrina de la Iglesia, sino a reafirmar los conceptos fundamentales que era entonces necesario poner en relieve—, y a la vez su valor perenne, porque las verdades subrayadas conservan hoy todo su peso e importancia, aun situadas en un período histórico distinto y en circunstancias diversas.
Sería un gran error atribuir al Concilio la crisis del posconcilio, según una relación causa-efecto; sucedió, sin embargo, que con el “golpe de timón” significado por la asamblea conciliar se creó un terreno en el cual germinaron reacciones que determinaron profundamente las dificultades sucesivas. En la historiografía eclesiástica es corriente afirmar que el Vaticano II estuvo seguido primero por la “fase del entusiasmo”, en la que prevalecía un optimismo ingenuo, luego por la “fase de la desilusión”, en la que la comunidad cristiana se veía zarandeada por movimientos “integristas” relativamente minoritarios, y fuerzas “progresistas”, más numerosas; y finalmente el período del pontificado de Juan Pablo II y sucesivos, en el que se busca realizar una síntesis superadora de las fases precedentes[38]. El período en el que se sitúan las homilías que nos ocupan corresponde a lo que hemos catalogado como “segunda fase”.
Quizá el aspecto más visible de ese estado de cosas fue la reforma litúrgica y sus diversas modalidades de aplicación, no exentas de abusos en una y otra dirección. Conviene sin embargo evocar también otros eventos eclesiales de esos años, para dar así una idea más completa de la atmósfera por la que se atravesaba, y explicar, al menos en parte, la necesidad de salir con decisión en defensa de la verdad revelada, sentida fuertemente por el fundador del Opus Dei. Sin pretender ser exhaustivos, y limitándonos al arco de tiempo correspondiente a la publicación de las homilías, podemos mencionar y dedicar un breve espacio a algunos de estos hechos: la publicación y difusión del Catecismo holandés, las reacciones sucesivas a la publicación de la encíclica Humanae vitae, la eclesiología mitteleuropea, y los inicios de la teología de la liberación. Otros hitos análogos serán mencionados más adelante, a propósito del sacerdocio.
El Nuevo Catecismo. Anuncio de la fe a los adultos, más conocido como Catecismo holandés, fue redactado en el Instituto Superior de Catequesis de la Universidad de Nimega por encargo de los obispos holandeses, y fue por ellos aprobado y publicado en 1966. La dirección general estuvo a cargo del jesuita Willem Bless, pero las mentes más influyentes en el proceso de redacción fueron los teólogos Piet Schoonenberg y Edward Schillebeeckx, ambos con posiciones doctrinales controvertidas y posteriormente censurados por la Congregación para la Doctrina de la Fe. El Catecismo resultó inmediatamente un bestseller, con millones de ejemplares vendidos en diferentes lenguas. Junto a un loable lenguaje bíblico y pastoral, el texto era bastante ambiguo en temas fundamentales tanto en el terreno de la dogmática como en el de la moral. Esto llevó a constituir una especial comisión cardenalicia, que se ocupó del tema y llegó a un elenco de cuestiones que se debían revisar. El Instituto Catequético de Nimega se negó a retocar el texto, y finalmente se adoptó una solución de compromiso: seguir publicando el Catecismo como estaba, pero añadiendo un apéndice o separata en la que se incluían las observaciones críticas de la comisión cardenalicia. Esto produjo, como efecto secundario, una mayor difusión[39]. El clima de confusión doctrinal que el Catecismo presuponía, y que incrementó, motivó la publicación de la declaración Mysterium Filii Dei, en defensa de los misterios de la Encarnación y de la Trinidad[40].
La carta encíclica Humanae vitae sobre la regulación de la natalidad, de Pablo VI, fechada el 25 de julio de 1968, fue una afirmación clara y decidida de la doctrina sobre el amor humano y sus corolarios respecto a la natalidad, en oposición a la mentalidad anticonceptiva, ya entonces intensamente difundida. No faltaron las reacciones negativas o ambiguas, incluyendo las de algunos episcopados[41]. En esa coyuntura tomó cuerpo el fenómeno del disenso teológico[42] y la puesta en duda de la competencia del magisterio en materia moral[43]. Todo lo cual generó un fuerte relativismo y gran desorientación entre los fieles.
De hecho, a partir de entonces, la doctrina sobre la infalibilidad del magisterio y de la Iglesia fue atacada no solo respecto a la moral en general, sino también respecto al ámbito dogmático. Contemporáneamente, la contraposición entre el aspecto carismático y el aspecto jerárquico de la Iglesia, llamado a veces, con terminología de la Mystici Corporis, “aspecto jurídico”, y algunas interpretaciones disolventes de la distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, llevaron en Centroeuropa a unos planteamientos teológicos agresivos respecto al dogma de la infalibilidad, como consecuencia sea de actitudes racionalistas, sea de un modo de entender el origen de la Iglesia desde perspectivas prevalentemente histórico-sociológicas, con escasa apertura hacia las realidades trascendentes[44]. Estas posiciones fueron denunciadas en la declaración Mysterium Ecclesiae, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en 1973.
Por otra parte, una visión puramente histórica e intramundana de la Iglesia penetró en profundidad en las áreas más radicalizadas de la teología de la liberación emergente en Latinoamérica hacia fines de los años sesenta[45]. Las palabras “teología de la liberación” remiten a una realidad polifacética imposible de describir en estas pocas líneas; en esta sede basta hacer referencia a aquellas versiones de esa teología que, partiendo de una legítima opción preferencial por los pobres, usaban el análisis marxista para describir los fenómenos sociales y colocaban la función primordial de la Iglesia en la promoción de la justicia y en la liberación de los oprimidos[46]. Más que una teología —aunque, sobre todo en algunos autores, tenía esa pretensión— se trataba de una praxis que, si bien era desarrollada en un contexto de legítima preocupación por los pobres y los abandonados, llevaba a reducir el horizonte sobrenatural de la misión de la Iglesia disolviéndola en lo social y en la lucha de clases.
Característico de aquellos años fue también un modo equivocado de plantear el ecumenismo, que degeneró en lo que sería luego llamado «ecumenismo salvaje»[47]. Los principios establecidos en el decreto Unitatis redintegratio, del Vaticano II, fueron frecuentemente olvidados, resbalando hacia la convicción de que las diferencias de fe entre las confesiones cristianas eran irrelevantes y se podrían (y se deberían) sobrevolar. “Ceder para unir” fue, para más de uno, un lema representativo de cómo enfocar el ecumenismo. Convergía aquí la idea según la cual la unidad de la Iglesia era realidad perdida: la primera propiedad proclamada en el Credo sería solo un objetivo a conseguir, recomponiendo los pedazos que ahora se encuentran dispersos aquí y allá. Sobre este tema intervino la autoridad eclesiástica con la declaración Mysterium Ecclesiae de 1973, recordando que es erróneo «afirmar que la Iglesia de Cristo hoy no subsiste ya verdaderamente en ninguna parte, de tal manera que se la debe considerar como una meta a la cual han de tender todas las Iglesias y comunidades» (n. 1).
Cuando no se reconoce la unidad como un don que Dios concede inderogablemente a su Iglesia, fácilmente se llega a concebir su santidad en términos semejantes, es decir, como un ideal históricamente inexistente. Evidentemente, no se puede ignorar el pecado como realidad presente también entre los hijos de la Iglesia, ni se puede pensar en sus aspectos humanos y mutables como si fuesen dotados de una perfección innata. Pero, por la fe, los católicos «creemos que [la Iglesia] es indefectiblemente santa»[48]. Esta afirmación, hecha por el Vaticano II en términos netos, corta de raíz toda tendencia a absolutizar las limitaciones que de hecho se dan y desautoriza el uso del “meaculpismo” como instrumento de captación de benevolencia, mientras que impulsa, en cambio, a la constante purificación, a través de la renovación y la penitencia[49].
El cuadro general determinado por estos y otros hechos y tendencias no presentaba, en la primera mitad de la década de los setentas, un panorama halagüeño, y fácilmente hubiese podido derrapar hacia actitudes pesimistas, meramente reactivas o poco evangélicas. No ocurrió así en san Josemaría, como pone de relieve su biografía y también el texto de las homilías objeto de este comentario. En ellas el fundador del Opus Dei sale en defensa de la fe usando un lenguaje fuerte y carente de eufemismos, pero a la vez inspirado por un profundo sentido de la providencia amorosa de Dios Padre, de la revelación que se nos ha manifestado en Cristo, y del impulso vivificante del Espíritu Santo sobre la Iglesia.
El contexto eclesial apenas descrito explica una característica común a estas dos homilías y a la siguiente sobre el sacerdocio. Me refiero a la tendencia de san Josemaría a citar tanto el magisterio del último Concilio como el magisterio precedente. Frente a posiciones que presentaban el Vaticano II en ruptura profunda con la tradición teológica y eclesial anterior, era necesario acentuar la continuidad y la armonía, dentro de un legítimo progreso en la comprensión y exposición de la doctrina revelada. Esta tendencia se nota muy claramente en el tratamiento de tres temas capitales: la naturaleza de la Iglesia (denunciando toda exagerada contraposición con la eclesiología anterior al Vaticano II, de corte belarminiano), la autoridad (excluyendo toda inclinación igualitarista y antijerárquica) y la verdad (marcando distancias frente al relativismo eclesiológico y religioso, para el que la doctrina católica sería simplemente una opción más). Esta voluntad de resaltar la continuidad magisterial se pone en sintonía con el mismo Vaticano II, el cual cita abundantemente, en la misma constitución Lumen gentium, textos de los concilios Tridentino y Vaticano I, de Pío IX, de León XIII, de san Pío X y de Pío XII, entre muchos otros.
Conviene finalmente señalar que la redacción de estas homilías tuvo lugar en el período de transición entre la liturgia anterior y la implementación de la reforma impulsada por el concilio, con las normas aplicativas derivadas de la constitución Sacrosanctum Concilium. Necesariamente hay que hablar aquí de “transición”, porque la liturgia no cambió toda ella de un solo golpe, sino paulatinamente. El nuevo ordinario de la liturgia eucarística entró en vigor en el Adviento de 1969[50], pero la editio typica del entero misal (con los propios de cada Misa) es de un año después[51], en coincidencia con el cuarto centenario de la publicación del Misal de San Pío V, y solo a partir de entonces se trabajó en las traducciones a lenguas vernáculas. Así, para el caso italiano, el nuevo misal y los nuevos leccionarios fueron publicados el 19 de marzo de 1973 y declarados obligatorios a partir del 10 de junio de ese año, o sea, en fecha posterior a la última de las homilías que comentamos. En lengua castellana hubo una primera edición provisional del misal editado en dos volúmenes, en 1971 y 1972, pero el texto definitivamente aprobado es del 1° de enero de 1978. Esto explica que los textos litúrgicos comentados por san Josemaría no siempre correspondan con lo que se encuentra en el misal actual[52].
Finalidad y contenido de la homilía El fin sobrenatural de la Iglesia
Siguiendo las huellas de la tradición patrística, se enmarca el misterio de la Iglesia en el misterio de la Trinidad, como se hace también en el Vaticano II. Queda así claro ya desde el comienzo que estamos ante un misterio de fe, que se encuentra en la base del carácter sobrenatural de la Iglesia. Mientras antiguamente la Iglesia fue perseguida desde afuera, el mayor peligro reside ahora en quienes desde dentro de ella oscurecen esa dimensión sobrenatural, difundiendo confusión y desconcierto entre los fieles. Sin embargo, es esta misma fe la que nos lleva al optimismo, aun en una situación difícil.
Se pasa después a hablar de la unidad de la Iglesia, fundada y modelada en la unidad del mismo Cristo. Como en Él, también en la Iglesia hay elementos divinos y elementos humanos, y no podemos quedarnos solo con estos últimos. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, cuya Cabeza está en el cielo pero sigue unida a su Cuerpo. Lo visible y lo invisible se conforman en unidad indisoluble: no podemos separar una Iglesia carismática, que sería la única Iglesia verdadera fundada por Cristo, de otra jurídica, inventada por los hombres. La única Iglesia querida por Cristo es simultáneamente visible e invisible.
Con esto se conecta el fin de la Iglesia, que es la salvación, respecto a la cual todo lo demás es secundario. El mandato apostólico sigue en vigor: la obligación de predicar las verdades de la fe y la urgencia de la vida sacramental. La conciencia de esta finalidad se robustece a la luz del adagio patrístico extra Ecclesiam nulla salus, que no puede reducirse a una mera fórmula genérica. Ciertamente, la salvación es también posible cuando falta el bautismo sacramental pero no su deseo, al menos implícito, y la generosidad de Dios es infinita. Esto no quita, sin embargo, que la conciencia pueda endurecerse por el pecado y resistir a la acción salvadora de Dios. De ahí la ardiente exhortación a que los pastores se empleen a fondo en su ministerio y en que todos los fieles colaboren en difundir el Evangelio.