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En otras ocasiones, si dejaban a los niños en sus chozas mientras se iban a trabajar, estos permanecían todo el día solos, sin comer y llorando. Entonces algunos españoles, molestos por el llanto ininterrumpido, «danles porque callen, y ansí los hallan sus madres perdidos y maltratados y por ver esto los matan» (Roulet, 1993: 256).
Y en Tucumán en 1588, el gobernador Ramírez de Velasco condenó a un tal García de Jara por «haber corrompido ocho muchachas [de una encomienda], doncellas, que causó la muerte de dos de ellas por ser de tierna edad […] haber mandado cortar los dedos pulgares a cinco indios […] cortar a dos indios las lenguas […] desjarretar dos indios» (Rodríguez Molas, 1985: 57-58). Vergüenza y desolación.
Y no solo eso. Como señala Francisco de Solano, «los remordimientos por los excesos de la guerra podían remediarse espiritualmente mediante el pago de unas bulas de composición ante el pontífice: en 1505 se lograba una para las Antillas, en 1528 para Nueva España» (Solano, 1988: 35). Bernal Díaz del Castillo así lo explica: envió Hernán Cortés a Juan de Herrada a Roma con un rico presente para tratar dicho negocio con el papa Clemente VII, el cual «entonces nos envió bulas para nos absolver á culpa y á pena de todos nuestros pecados, é otras indulgencias para los hospitales é iglesias, con grandes perdones; y dio por muy bueno todo lo que Cortés había hecho en la Nueva España»11. Y, como es lógico, solo puede haber remordimientos cuando se sabe que se ha cometido una mala acción. Aunque, para muchos era lícito despreciar a los indios por ser gentes «sin Dios, sin ley y sin rey». Con esos términos describía el dominico fray Reginaldo de Lizárraga la opinión que tenían los suyos sobre los chiriguanos, si bien era una idea bastante común (Lizárraga, 1987: 350). En efecto, tampoco debemos olvidar una observación de fray Pedro Aguado, cronista de la conquista de Nueva Granada, quien aseveró cómo «los (soldados) que hoy son vivos de aquel tiempo dicen que era tanta su ignorancia en esto de matar indios, que les parecía que [no] solo no se cometía pecado en ello, pero que eran dignos de galardón […]» (citado en Córdoba Ochoa, 2013: 268, n. 381).
Es más, otros miembros del clero, incluso enfrentados al padre Las Casas, como el franciscano Toribio de Benavente (Motolinía), también desarrollaron ideas propias respecto a la actuación hispana muy semejantes a las del dominico:
Más bastante fue la avaricia de nuestros Españoles para destruir y despoblar esta tierra, que todos los sacrificios y guerras y homicidios que en ella hubo en tiempo de su infidelidad, con todos los que por todas partes se sacrificaban, que eran muchos. Y porque algunos tuvieron fantasía y opinión diabólica que conquistando a fuego y a sangre servirían mejor los Indios, y que siempre estarían en aquella sujeción y temor, asolaban todos los pueblos adonde allegaban12.
Fuera del ámbito de los religiosos, entre los pocos autores críticos con la actuación hispana desde las filas de los propios conquistadores o sus allegados nos encontramos con Pedro Cieza de León, quien veía en la excesiva codicia de los españoles una de las causas fundamentales de la destrucción de las sociedades aborígenes, en este caso de Perú:
no es pequeño dolor contemplar que, siendo aquellos Incas gentiles e idólatras, tuviesen tan buen orden para saber gobernar y conservar tierras tan largas. Y nosotros, siendo cristianos, hayamos destruido tantos reinos; porque por donde quiera que han pasado cristianos conquistando y descubriendo, otra cosa no parece sino que con fuego todo se va gastando.
Continuando con su indagación, Cieza de León advertía que
las guerras pasadas consumieron con su crueldad […] todos estos pobres indios. Algunos españoles de crédito me dijeron que el mayor daño que a estos indios les vino para su destrucción fue por el debate que tuvieron los dos gobernadores Pizarro y Almagro sobre los límites y términos de sus gobernaciones, que tan caro costó (citas en Assadourian, 1994: 26 y ss.).
Aunque también Cieza tenía una opinión parecida para el conjunto de los territorios americanos: algunos de los gobernadores y capitanes se caracterizarían por su crueldad, «haciendo a los indios muchas vejaciones y males, y los indios por defenderse se ponían en armas, y mataron a muchos cristianos y algunos capitanes. Lo cual fue causa que estos indios padecieron crueles tormentos, quemándolos y dándoles otras recias muertes» (Cieza de León, 1984, I: 7).
Abundando en el ejemplo peruano, fray Vicente Valverde pudo escribirle a Carlos I la siguiente reflexión:
Como cada uno de los governadores [Pizarro y Almagro] tenía necesidad de contentar a la gente, no osavan castigar lo que mal se hazía contra los indios, porque no se fuese la gente y ansí cada uno se tomava licencia de hazer lo que quería, robando y haziendo otros agravios a los indios y como en estas turbaziones el un governador y el otro han quitado indios y dado a otros, los indios están atónitos y no saven a quien han de servir porque piensan que los han de tornar a quitar a los amos que tienen13.
Y fray Francisco Maldonado hizo lo propio con Felipe II en el sentido de que el (mal) ejemplo dado por los españoles solo conduciría a que «no crean [los indios] la verdad y que entiendan que no [h]ay otro dios ni otra vida sino oro y plata y vicios sucios, pues no [h]an visto otra cosa en nosotros» (citado en Barnadas, 1973: 337, n. 465).
Asimismo, el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, en su Historia General y Natural de las Indias, dijo: «Cosas han pasado en estas Indias en demanda de aqueste oro, que no puedo acordarme dellas sin espanto y mucha tristeza de mi corazón». O, también, con respecto a la disminución de la población aborigen:
Cansancio es, y no poco, escrebirlo yo y leerlo otros, y no bastaría papel ni tiempo a expresar enteramente lo que los capitanes hicieron para asolar los indios e robarlos e destruir la tierra, si todo se dijese tan puntualmente como se hizo; pero, pues dije de suso que en esta gobernación de Castilla del Oro había dos millones de indios, o eran incontables, es menester que se diga cómo se acabó tanta gente en tan poco tiempo (Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap. X).
Otro ejemplo es el licenciado Tomás López Medel, que supervisó la aplicación de las Leyes Nuevas de 1542 en Popayán y Chiapas: aseguraba que cinco o seis millones de indios habían «muerto y asolado con las guerras y conquistas que allá se trabaron y con otros malos tratamientos y muertes procuradas con grande crueldad», a causa, básicamente, de la «insaciable codicia de los hombres del mundo de acá ponía en aquellas miserables gentes de Indias» (Pereña, 1992b: 101). Bernardo de Vargas Machuca supo reconocer en su Milicia y descripción de las Indias que la codicia de los españoles había sido la causante principal de numerosos alzamientos de los indios, que habían costado la vida a muchos soldados, amén del despoblamiento de comarcas enteras y el alargamiento inútil de muchas guerras (Vargas Machuca, 2003: 72-73). Una idea que, en realidad, ya estaba presente en Vasco de Quiroga, quien en su Información en derecho alegó: «La cobdicia desenfrenada de nuestra nación», que llegaba al extremo de forzar los levantamientos de los indios para poder esclavizarlos: «[…] a los ya pacíficos y asentados los levantan, y siempre han de levantar que rabian, y los han de hacer levantadizos, aunque no quierean ni les pase por pensamiento, inventando que se quieren rebelar, o haciéndoles obras para ello» (Quiroga, 1992: 75-76). Fray Toribio de Benavente no dejó de advertir a los codiciosos y crueles con los indios que Dios terminaría por castigarlos:
Hase visto por experiencia en muchos y muchas veces, los españoles que con estos indios han sido crueles, morir malas muertes y arrebatadas, tanto que se trae ya por refrán: «el que con los indios es cruel, Dios lo será con él», y no quiero contar crueldades, aunque sé muchas […] (citado en Valcárcel Martínez, 1997: 163).
Como bien señala Bethany Aram, «sin la codicia, la conquista de América hubiera sido irrealizable» (Aram, 2008: 149). Pero no solo eran codiciosos los particulares, también la Corona.
En definitiva, y si bien no todos los conquistadores se comportaron de la misma manera, ni mucho menos, eran públicos y notorios los enormes abusos cometidos en todas partes sobre los indios. Pedro Cieza de León, el gran cronista sobre lo acontecido en tierras peruanas, lo resumió de manera magistral:
Yo sé, por la experiencia que tengo del tiempo largo que residí en las Indias, haberse en ellas hecho grandes crueldades e otros daños en los naturales, que no así ligeramente se podrían decir, pues todos saben cuán poblada fue la isla Española […] e ahora no queda otro testimonio de haber sido poblada, que las grandes sepulturas de los muertos y los asientos de los pueblos donde vivieron: en la Tierra Firme e Nicaragua ya tampoco ha quedado indio ninguno, pues desde Quito hasta Cartago pregúntenle a Belalcázar los que halló, y quieran saber de mí los que ahora hay, ya tampoco ha quedado indio ninguno […] Pues en el Nuevo Reino de Granada y en Popayán se han hecho cosas tan crueles, que yo mismo quiero pasar por ellas (Cieza de León, 1985, II: 277 y ss.).
Partiendo de la base de que las Indias fueron invadidas y conquistadas no por un ejército real, aunque también actuaran huestes reales, sino por bandas organizadas de honda raigambre medieval14, compuestas por voluntarios armados, reclutadas y financiadas por empresarios militares independientes en la mayor parte de los casos —unos empresarios que, como señala Silvio Zavala, «procuraban un enriquecimiento rápido y aun abusivo a fin de rescatar sus gastos y obtener utilidades; muchos censores aconsejaron a la Corona que no permitiera tales empresas», censores como Alonso de Zuazo o el propio padre Las Casas (Zavala, 1991: 87)—, aunque siempre actuasen en nombre de la Corona tras la firma de una capitulación, intentaré demostrar cómo el uso de la violencia extrema, la crueldad y el terror15, no solo estuvo más extendido de lo que de forma habitual, salvo honrosas excepciones16, se ha dicho y reconocido, sino que el hecho de enfrentarse a unas poblaciones racialmente distintas17, en algunos casos muy numerosas, en otros muy difíciles de domeñar, y no a ejércitos convencionales, en un ámbito geográfico tan diferente con respecto al Viejo Mundo, llevó a los grupos conquistadores, a la llamada hueste indiana o compañía, a la utilización de unas prácticas militares que sin ser desconocidas ni mucho menos en Europa, sí fueron una práctica común, sistemática, en las operaciones que condujeron a la invasión y ocupación de América.
Lo que trataré de demostrar en este libro es cómo la aplicación de la crueldad, del terror y de la violencia extrema fue directamente proporcional a la cantidad de personas que hubo que dominar en un territorio determinado debido a la expectativa de obtención de oro y otras riquezas —incluyendo los esclavos— tras el control militar —y político— de dicho territorio, o bien a las dificultades halladas en el proceso de conquista, el cual no fue, en ningún caso, un proceso fácil. Porque, como señala Steve J. Stern, «las conquistas fáciles crean místicas falsas» (Stern, 1986: 59). Es de sobra sabido que la legitimidad de todo el proceso vendría dada por la existencia de la famosa bula papal de donación, la bula Inter Caetera de Alejandro VI (1493), y por la firma, pero no de forma necesaria, de una capitulación de conquista con la Corona. El premio fue el control sobre enormes poblaciones aborígenes o bien la promesa de lograrlo en un futuro inmediato. Por ello, es obvio que los conquistadores no querían eliminar de manera total y absoluta a sus futuros súbditos nativos, puesto que ellos se veían a sí mismos como señores de vasallos, pero sí hubieron de emplearse a fondo para conseguirlo, causando las bajas necesarias y utilizando cualquier medio. Es decir, que el sistema colonial hispano se basase en la explotación de la población autóctona no es un argumento para demostrar que la conquista fue relativamente incruenta como se percibe en los escritos de tantos y tantos historiadores.
En definitiva, el objeto de análisis de este libro es, citando a Garavaglia y Marchena, «el problema de la violencia desatada por el blanco. Este aspecto, que también desde la época de Bartolomé de las Casas era uno de los que más había llamado la atención, fue posteriormente casi abandonado por los estudiosos» (Garavaglia/Marchena, 2005, I: 210). O, como señaló Thierry Saignes, «lo que exigiría una verdadera etnosiquiatría histórica es el furor invertido por los conquistadores europeos para matar, torturar y destruir al morador amerindio […]» (Saignes, 2000: 275). Al mismo tiempo, se tratará de demostrar cómo la Corona, cuando se puso al frente de la expansión territorial, por ejemplo, en el norte de México-Tenochtitlan, nunca dudó a la hora de aplicar prácticas atemorizadoras para conseguir sus propósitos.
Por otro lado, mi punto de vista también implica descartar otra posibilidad. Según Carmen Bernand y Serge Gruzinski: «La tensión perpetua que mantenía la inmersión en un medio ajeno, hostil e imprevisible» podría explicar «las explosiones de barbarie y las matanzas “preventivas” que van marcando el avance de las tropas». El caso es que, si ello fuera cierto, la matanza de parte de la nobleza mexica ordenada por Pedro de Alvarado el 23 de mayo de 1520 en México-Tenochtitlan sería únicamente producto del miedo, puesto que se hallaba con escasas fuerzas dentro de la ciudad custodiando la persona del huey tlatoani Moctezuma II (Motecuhzoma Xoyocotzin). Creo que razonar el porqué de una actuación basándose como explicación en el miedo o, a causa de este, de la tensión del momento, es incompatible con la alusión a una, y típica, además, reacción preventiva. Creo que hubo cálculo, producto de la experiencia previa, en las acciones militares «preventivas» que se desplegaron en las Indias. Se desarrolló una cultura de la agresión y, como se ha dicho, las formas de actuar se aprendieron y se aplicaron. Estoy convencido, como han sugerido algunos historiadores, que la acción de Pedro de Alvarado, independientemente de la tensión con la que seguramente vivió aquellos días, responde a la puesta en práctica de una experiencia previa: la masacre de parte de la población de la ciudad de Cholula meses atrás, poco antes de la entrada de Hernán Cortés en México-Tenochtitlan (8 de noviembre de 1519) y esta última, a su vez, a toda una tradición de comportamiento bélico en las Indias, pero que tenía unos precedentes en las conquistas de Granada y, sobre todo, Canarias —y en la guerra, en definitiva, contra un enemigo no cristiano—, además de en la violencia propia de las sociedades medievales18.
C. Bernand y S. Gruzinski, por otro lado, nos dan la clave para entender determinados comportamientos militares en las Indias y su utilización sistemática en los diversos territorios que se iban atacando: «La posición del conquistador no deja de parecer asombrosamente frágil: una sola derrota y los españoles estarían acabados» (Bernand & Gruzinski, 1996: 259-260, 271). De ahí, precisamente, el uso de la crueldad, de la violencia extrema, del terror…
Trataré, pues, de ofrecer en la medida de lo posible datos demostrativos acerca de lo ocurrido en las Antillas, Veragua y Darién, Nueva España, Guatemala, Yucatán, Florida, Nueva Granada, Venezuela, Río de la Plata, Perú y Chile desde los inicios de la presencia hispana en las Indias y hasta 1598, año de la muerte de Felipe II, y también de una gran ofensiva nativa (reche) en Chile, el llamado Flandes indiano. En cambio, no nos va a interesar analizar en esta obra los muchos enfrentamientos habidos entre españoles, tanto los más importantes —las guerras civiles de Perú—, como otros menores —la expedición de Pedro de Ursúa y la tiranía de Lope de Aguirre sería el ejemplo paradigmático—, o bien la lucha por expulsar a incipientes colonias de súbditos de potencias enemigas de la Monarquía Hispánica —la actuación, por ejemplo, de Pedro Menéndez de Avilés en Florida—, temáticas muy interesantes pero que se apartan del objeto central de estudio y análisis del presente ensayo.
El principal vehículo de información elegido ha sido el análisis profundo —una relectura— de toda una nómina de crónicas de Indias —pero no solo de ellas—19, teniendo muy presente, como dice Esther Sánchez Merino, que «la violencia ha de ser […] narrada, y esa narración se hará siempre bajo los principios del discurso dominante de la cultura del narrador, según el cual será interpretado el acto violento en sí mismo. La violencia no existe si no hay una cultura que la interpreta como tal» (Sánchez Merino, 2007: 96). Por lo tanto, y añado, si no hay una cultura que la ejerce —y sabe que la está ejerciendo— y otra que la padece. Como sugiere Brian Bosworth en un interesante trabajo donde establece algunos paralelismos entre las obras militares —¿las podemos llamar carnicerías?— de Alejandro Magno y Hernán Cortés, en las crónicas hispanas, y asimismo en los testimonios de la Antigüedad, apenas si aparecen referencias a las matanzas perpetradas, a las terribles heridas infligidas al derrotado enemigo, porque de lo contrario, «las batallas perderían su aura heroica, y los conquistadores parecerían más bien matarifes». En el caso del macedonio, son muy escasos, o inexistentes, los testimonios generados por los vencidos. De esa forma, asegura Bosworth, solo leyendo los relatos de los autores proclives a Alejandro, «uno se vuelve inmune a las cifras de víctimas. Los hombres de Alejandro pueden haber matado a miles de personas, pero uno tiene la impresión de que nadie resultó realmente herido» (Bosworth, 2000: 38). El cronista de la conquista y de las guerras civiles de Perú, Pedro Cieza de León, confesaba en sus escritos la omisión deliberada de muchas de las horribles hazañas de los españoles en las Indias, dado que explicar la crueldad hispana sería un «nunca acabar si por orden las hubiese de contar, porque no se ha tenido en más matar indios que si fuesen bestias inútiles […] Mas pues los lectores conocen lo que yo puedo decir, no quiero sobre ello hablar» (Cieza de León, 1985, iii: 218). El problema es la reiteración por parte de otros autores de argumentos semejantes, entre ellos Jerónimo de Mendieta: «Y trataban á los indios con tanta aspereza y crueldad, que no bastaría papel ni tiempo para contar las vejaciones que en particular les hacían» (Mendieta, 1980, III: cap. L). En Gonzalo Fernández de Oviedo: «Y tampoco hobo castigo ni reprensión en esto, sino tan larga disimulación, que fué principio para tantos males, que nunca se acabarían de escribir» (Fernández de Oviedo, 1959, III: lib. X, cap., IX). O en Pedro Aguado: «Y con esto no tengo más, o no quiero decir más de la conquista de [la ciudad de] los Remedios, pues, como he dicho, sería renovar extrañas crueldades» (Aguado, 1956-1957, I: lib. XIV, cap. IX). Todos ellos cronistas con sensibilidades e intereses distintos. No puede ser una coincidencia que quieran olvidarse, de prácticamente lo mismo.
Por otro lado, la violencia hispana en las Indias —como Alejandro en sus campañas asiáticas— perseguiría unos fines muy claros, quedando justificada por la necesidad de conseguir tales fines. «El beneficio social que los resultados de la actuación violenta producen sobre la comunidad evita la reflexión ética sobre dicha actuación», asegura Esther Sánchez Merino, si bien en el caso hispano en las Indias sí se produjo dicha reflexión ética, pero solo por parte de algunos20. Como señalaba Raymond Aron, durante milenios:
El volumen de riquezas de que los conquistadores eran capaces de apoderarse por las armas era enorme, comparado con el volumen de las que creaban por medio de su trabajo. Esclavos, metales preciosos, tributos o impuestos exigidos a las poblaciones alógenas, los beneficios de la victoria eran evidentes y soberbios.
Y el caso de la conquista hispana de las Indias puede ser un ejemplo paradigmático de ello (Aron, 1985: 317).
Es más, nuestra principal intención al tratar esta temática no busca la exculpación de nadie atendiendo a la comparación con lo que hubieran hecho, o lo que hicieron a la hora de la verdad, otras potencias europeas del momento durante su expansión ultramarina21. Es el caso de Philip W. Powell en su obra Árbol de odio (Madrid, 1972), quien se muestra partidario de pensar que los ingleses, en el siglo XVI, hubieran hecho lo mismo que los españoles en caso de haber podido. O de Irving A. Leonard en su conocido trabajo Los libros del Conquistador (México D. F., 1953), quien aseguraba que aquellos se comportaron igual, es decir, de modo cruel e inmisericorde, en sus campañas irlandesas o en sus colonias de América del Norte en el siglo XVII. Así, concretamente, cita el caso de Thomas Dale en Virginia, quien no dudó en mandar ahorcar, quemar, tostar, fusilar o dar tormento en la rueda, pero no a indios, sino a algunos de sus propios hombres, quienes habían pretendido fugarse a territorio aborigen para escapar del rigor del trabajo en la colonia (Leonard, 1953: 21 y ss.). La pregunta obvia es la siguiente: si así trataba a los suyos, ¿qué no haría a los indios?
Tengo la sensación de que demostrar una opinión matizada a favor de la conquista y la colonización hispanas de América en su comparación con las actuaciones de otras nacionalidades —Inglaterra, Francia, las Provincias Unidas, Portugal, los alemanes en la conquista de Venezuela, un ejemplo muy recurrente (Friede, 1961)— fue, durante algún tiempo, el signo de poseer un pensamiento dotado de una cierta modernidad, cuando no de gozar de una posición historiográfica avanzada o, simplemente, era una actitud de justicia; un deseo, en definitiva, de dejar atrás los excesos de la burda leyenda negra. Reconocidos historiadores aportaron argumentos a favor de una mayor comprensión a la hora de valorar las acciones hispánicas en las Indias. Pero se me antoja que dicha actitud tampoco ayudaba a entender mejor los comportamientos militares en las Indias. Georg Friederici escribió:
Hay que decir […] que estas brutales y anticristianas concepciones y este modo de proceder no eran, ni mucho menos, algo propio, específico y exclusivo de la conquista española de América durante los primeros siglos, un baldón de ignominia para esta nación, sino que, por el contrario, estaban dentro del modo de pensar y de conducirse, no sólo de España, sino también de toda Europa (Friederici, 1973: 300).
Lewis Hanke por su parte no dudó en señalar lo siguiente: «No se puede negar que hubo saqueo y crueldad [durante la conquista]. Pero también es verdad que España, en el mismo proceso de modelar su imperio, fue agitada durante décadas por su esfuerzo de gobernar con justicia» (Hanke, 1968: 334). Y W. A. Reynolds utilizó un manido argumento:
Además, muchas de las cosas que hoy se consideran como crueldades no lo eran en el siglo XVI, como la práctica de cortar las manos a los espías, fuesen espías europeos o mexicanos […] Verdaderamente, si hemos de juzgar a Cortés tocante a la crueldad, es justo que lo hagamos con los patrones morales del tiempo y la sociedad que lo engendró (Reynolds, 1978: 256).
Desde luego, no comulgaré nunca con el trasfondo conservador de opiniones como las de Francisco Morales Padrón:
América había de conquistarse tal como se hizo. Los hombres que allí fueron no eran una pandilla de asesinos desalmados; eran unos tipos humanos que actuaban al influjo del ambiente, determinados por su época, por las circunstancias, por el enemigo, por su propio horizonte histórico (Morales Padrón, 1974: 79).
Ninguna objeción. Si todo ello es cierto, cabría añadir que utilizaron la crueldad, el terror y la violencia extrema, típicos de su época, para imponerse en una guerra que, por supuesto, no tenían ganada en absoluto de antemano (Oliva de Coll, 1974). Que los indios podían ser crueles (según los parámetros europeos) y torturaban a sus enemigos, sin duda22. Que utilizaban el terror para imponerse, también23. Pero, por un lado, no es el objetivo de este libro analizar semejante tema para la época precolombina, y, por otro, cabe reconocer que las huestes indianas actuaron como una tropa invasora de los diferentes territorios americanos y, por lo tanto, las reacciones de los aborígenes, del tipo que fuesen, cabe contemplarlas como legítimas. Sin olvidar que, a menudo, fue el contacto con los europeos la causa principal de la introducción de prácticas crueles y del uso de la tortura entre los indios (Friederici, 1973: 250-251. Jacobs, 1973: 97 y ss.).






