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Para domeñar la resistencia de la provincia de Jaraguá, dominada por la reina Anacaona, Nicolás de Ovando destinó trescientos infantes y setenta efectivos de caballería y mediante un ardid tomó presos unos ochenta señores de la zona y los encerró en un bohío al que prendieron fuego —según la versión de Diego Méndez, un criado de Cristóbal Colón, fueron setenta los caciques quemados vivos—; mientras, el resto de la tropa se dedicó a matar a todos los indios que hallaban a su paso, a estocadas o alanceándolos. Anacaona fue ahorcada. La justificación para tamañas acciones fue, y ello ocurrió en otras muchas ocasiones, la sospecha de estar concertándose una alianza para destruir a los hispanos. Lo que no es tan fácil es encontrar un testimonio como el del padre Las Casas, quien asegura que, meses después de aquellos hechos, y temiendo la reacción que se pudiese producir en la Península, Nicolás de Ovando decidió abrirles un proceso por traición a todos los caciques ejecutados y a la propia reina Anacaona. En todo caso, la violencia engendró más violencia y tras el ahorcamiento de Anacaona, el cacique Guaorocaya, sobrino de la anterior, «se alzó en la sierra que dicen Baoruco, e el comendador mayor envió a buscarle e hacerle guerra ciento e treinta españoles que andovieron tras él hasta que lo prendieron e fué ahorcado» (Fernández de Oviedo, 1959, I: lib. III, cap. XII). Las Casas critica igualmente a Gonzalo Fernández de Oviedo, quien siempre condenaba a los indios y excusaba a los españoles, «porque, en este caso hablando, dice que se supo la verdad de la traición que tenían ordenada y cómo estaban alzados de secreto, por lo cual fueron sentenciados a muerte» (Las Casas, 1981, II: 239). Para Fernández de Oviedo, «el castigo, que se dijo de suso, de Anacaona e sus secuaces fué tan espantable cosa para los indios, que de ahí adelante asentaron el pie llano e no se rebelaron más». Años después, el cronista Antonio de Herrera recoge fielmente el rechazo que produjo en la Corte la quema de los caciques de Jaraguá y el ahorcamiento de Anacaona, pero mantiene en pie la teoría de la conspiración, la traición y la búsqueda de una alianza para destruir a los españoles (Herrera, 1601, I, VI: 192). Si todo ello era cierto, ¿por qué se enojaron con Ovando la reina Isabel I o don Álvaro de Portugal, presidente del consejo de Justicia?
Tras la masacre de Jaraguá no es de extrañar que las provincias vecinas de Guahaba y Hanyguayaba se alzaran en armas, donde los capitanes Diego Velázquez (1465-1524) y Rodrigo Mejía castigaron a sus gentes de la forma ya descrita. Velázquez, futuro conquistador de Cuba, se fue fogueando en tan particulares técnicas bélicas aplicadas en La Española. Mientras, los indios del Higüey volvieron a alzarse en armas, designando otra vez Ovando a Juan de Esquivel como capitán general de la expedición de castigo. Esta contó con unos trescientos o cuatrocientos hombres, que parece ser el número máximo de efectivos que Ovando podía permitir sacar de los diversos asentamientos para ir a combatir, solo que entonces, señala el padre Las Casas, incluso recibieron la ayuda de los aborígenes de la provincia de Ycayagua, indios de guerra, «los cuales en los de Higüey alzados no hicieron poco guerra ni poco daño». Las Casas siempre se muestra muy crítico con la desigualdad entre las armas hispanas y las de los aborígenes, no dando las primeras opción alguna de victoria a los segundos. Y eso que en aquellos años apenas si había espingardas, pero con los perros, los caballos, las espadas y las ballestas había suficiente. Así, los indios de Higüey se perdieron por los bosques para salvar la vida ante el empuje militar hispano, siendo perseguidos por cuadrillas de españoles, quienes se hacían guiar por algunos indios atrapados, a los que se torturaba para lograr su cooperación. Y como se ha dicho antes, cuando se hallaba un grupo de indios escondido en la maleza no se solía dar cuartel, para dar ejemplo, menudeando entre los que se salvaban el corte de sus manos. Una vez más, asegura Bartolomé de las Casas cómo a muchos de estos:
les hacían poner sobre un palo la una mano, y con el espada se la cortaban, y luego la otra, a cercén o que en algún pellejo quedaba colgando, y decíanles: «Andad, llevad a los demás esas cartas»[…], íbanse los desventurados, gimiendo y llorando, de los cuales pocos o ningunos, según iban, escapaban, desangrándose y no teniendo por los montes, ni sabiendo dónde ir a hallar alguno de los suyos, que les tomase la sangre ni curase; y así, desde a poca tierra que andaban, caían sin algún remedio ni amparo (Las Casas, 1981, II: 257-260).
Por cierto que, una vez iniciadas estas prácticas de amputación de manos, no tenían por qué ser de uso exclusivo de los castellanos: años más tarde, relata Gonzalo Fernández de Oviedo que un lugarteniente del cacique Enrique, rebelado en La Española, mandó cortar la mano derecha a un preso español (Fernández de Oviedo, 1959, I: lib. V, cap. V). En su guerra, el cacique Enrique solía despojar a los caídos hispanos de sus armas y algunos de sus hombres llevaban hasta dos espadas. También aprendió de las tácticas ajenas de combate (Mira, 1997: 322). Llegaría a disponer de una fuerza de seiscientos seguidores, de modo que la Real Audiencia se vio obligada a formar varias cuadrillas especializadas en el rastreo de los sublevados, asistidas por indios auxiliares motivados por recompensas si se lograban los objetivos. Tras varios años de sublevación, ya que se inició en 1519, en 1527 se consiguieron reunir noventa hispanos, además de los ayudantes aborígenes, para intentar capturarlo, pero fue en vano. El peligro, además, estuvo en que, con su ejemplo, nuevos sublevados se sumaban a la causa general rebelde, incluyendo antiguos esclavos africanos escapados a las montañas, es decir cimarrones. En 1533, tras la idea de movilizar un contingente de trescientos soldados en la propia Península para remitirlos a La Española al mando de Francisco de Barrionuevo, con quien el cacique Enrique pactó el abandono de su actividad rebelde a cambio de la libertad de su grupo. Ello llevaría a la ruptura con los grupos de resistentes cimarrones, quienes pasaron a ser perseguidos incluso por antiguos seguidores del cacique Enrique. Uno de los grupos mejor organizados de cimarrones, el de Sebastián Lembá, en la segunda mitad de la década de 1540, llegó a destruir un poblado de antiguos seguidores de Enrique y masacraron a su población. También en Cuba hubo grupos de insurrectos que, desde el inicio de la década de 1520, se mantuvieron largos años en rebeldía. En 1542, el cabildo de Santiago llegó a formar algunas cuadrillas de indios asalariados que se dedicaban en exclusiva a la caza de los aborígenes rebeldes (Cassá, 1992: 243-247, 252-253).
Y cuando no era el corte de las manos era el fuego o el ahorcamiento. El acoso al cacique Cotubanamá, quien acabó ajusticiado en Santo Domingo tras su captura en la isla de Saona, sirve al padre Las Casas para realizar una especie de resumen del horror, siempre con la idea final de «meter miedo por toda la tierra y viniesen a darse». Los dominicos de La Española, en un informe sombrío de 1519 al señor de Chièvres, consejero flamenco de Carlos I, corroboraron todos los crímenes y atrocidades cometidos en las personas de los aborígenes por los colonos —«comenzaron a romper e destruir la tierra por tales e tantas maneras, que no decimos pluma, pero lengua no basta a las contar»—, quienes, por un lado, creían que asesinar, torturar o violar a gentes sin fe no era ningún delito, y, en segundo lugar, se aprovecharon de «ser ellos gentes tan mansas e pacíficas e sin armas» (Bataillon/Saint-Lu, 1974: 73-74).
Testigo de vista de la conquista de Cuba a partir de 1511, su primer gobernador, Diego Velázquez, hubo de sortear un escollo inicial en la persona del cacique Hatuey, quien, huido de La Española e instalado en la isla vecina, más que ofrecer resistencia, si bien durante algunas semanas organizó cierto número de emboscadas, optó por escapar con su gente a los montes, siendo consciente de que la resistencia militar no tenía futuro; Hatuey pagó su osadía, y las molestias ocasionadas, muriendo en la hoguera. Antes de su captura, diversos aborígenes fueron torturados para que dijesen dónde se escondía. Como en otras ínsulas, la cacería de esclavos estuvo a la orden del día. La reacción de los indios, que fue muy similar en otros lugares, iba desde la huida hacia delante, nunca mejor dicho, a las provincias contiguas, donde daban cuenta de sus males a otros hasta la entrega voluntaria al invasor hispano, pasando por la resistencia a ultranza. Tras dominar la zona oriental de la isla, Diego Velázquez fundó la localidad de Bayamo (San Salvador), desde donde procedería un tiempo más tarde a controlar el centro de la isla. Pero todavía quedaron focos de resistencia rebelde en la zona oriental, tan duramente reprimidos por Francisco de Morales, quien ordenó una masacre en la región de Maniabón, hoy en día Holguín, que hasta el propio Velázquez se sintió obligado a enviar preso a Santo Domingo a Morales (Cassá, 1992: 233-234).
Uno de los capitanes de Velázquez, Pánfilo de Narváez (1470-1528), a quien más tarde nos encontraremos en Nueva España y en Florida, protagonizó una terrible masacre en la provincia de Camagüey en 1513. Alcanzando sus tropas la localidad de Caonao tras una marcha agotadora por la falta de agua, fueron atendidos por una multitud de unos dos mil indios, si bien en un gran bohío calcula el padre Las Casas que se hallaba otro medio centenar de ellos; la multitud quedó sorprendida al ver la hueste hispana, en especial los caballos, aunque solo eran cuatro. A la tropa hispana la acompañaban, como era habitual, indios de apoyo, en este caso unos mil. Sin mediar razón alguna, en principio, los españoles desenvainaron sus espadas —que, en presagio funesto, habían afilado aquel mismo día en unas piedras apropiadas dejadas al aire por la sequía del río que atravesaron; a la sequedad del río seguiría, claro, la mucha sangre derramada después, una imagen muy cara a Las Casas— y mataron a una gran cantidad de personas sin que su capitán, Pánfilo de Narváez, hiciese nada por impedirlo. Más adelante cundió la sospecha, o bien se buscó el atenuante justificador, de que algunos indios bien pudieran estar tramando una traición para matar al grupo hispano. El padre Las Casas, aunque es una opinión muy particular, típica de su pluma, aseguraba que el motivo no fue otro que el gusto por el derramamiento de sangre humana. Tzvetan Todorov se ha referido a este episodio como «si los españoles encontraran un placer intrínseco en la crueldad, en el hecho de ejercer su poder sobre el otro, en la demostración de la capacidad de dar la muerte» (Todorov, 2000: 155). En cualquier caso, y esa sí era una lección repetida en otras muchas ocasiones, el pavor se apoderó de los habitantes de la zona al conocer la masacre (Las Casas, 1981, II: 522-539). Antonio de Herrera reprodujo el pasaje siguiendo a Las Casas, consiguiendo, no obstante, que el lector perciba lo acontecido como si todo hubiese sido un pequeño incidente. Pero incluso leyendo a Herrera se descubre la contradicción, porque, si apenas pasó nada, ¿a santo de qué los indios abandonaron masivamente la zona en dirección al cercano archipiélago llamado Jardines de la Reina? (Herrera, 1601, I, X: 329). Como cabía esperar, Diego Velázquez justificaría la acción de su lugarteniente al alegar la traición de los aborígenes y su determinación de exterminar a los españoles cuando entrasen en su poblado, que llamó Yahayo. Además, redujo a un centenar el número de muertos entre los indios (Cassá, 1992: 235).
En Boriquén (Puerto Rico), los hombres de Juan Ponce de León (c. 1465-1521), que llegó a la isla en agosto de 1508 y fundó un fuerte en Caparra, fueron atacados en 1511 tras tres años de excesos merced a una sublevación general de los caciques de la zona. Murieron unos ochenta hispanos en la localidad de Aguada tras ser atacados por varios millares de taínos. La respuesta cristiana consistió en ir a buscar a los indios allá donde se hallasen congregados y destruirlos. Parece que Ponce de León no buscó una batalla campal, sino ir destruyendo la resistencia de la isla atacando las fuerzas de los caciques uno a uno. De hecho, Ponce de León utilizó las emboscadas para atacarlos, dado que apenas si contaba con un centenar de hombres tras las fuertes pérdidas iniciales del contingente hispano presente en la isla. Una vez recuperada la iniciativa, Ponce enviaba regularmente a sus capitanes como fuerza de choque contra los caciques, concurriendo él mismo con refuerzos más tarde si era necesario. Así, el capitán Diego de Salazar derrotó al cacique Mabodamacá, que contaba con seiscientos hombres, haciéndole ciento cincuenta muertos. Tras huir a la provincia de Yagueca, los indios, nada menos que once mil según Gonzalo Fernández de Oviedo, fueron contenidos por las tropas de Juan Ponce de León, apenas ochenta hombres, gracias al uso de la formación en escuadrón y las armas europeas, ventaja que les permitió escaramucear con ellos sin demasiado peligro mientras fortificaban su posición; aunque los indios lanzaron algunas acometidas, las tropas hispanas supieron mantenerse unidas, mientras que los indios se retiraban a distancia prudencial del alcance de los disparos de arcabuz. Tras morir de un disparo el cacique Agueybaná, la resistencia fue reduciéndose hasta desaparecer, salvo las ocasionales incursiones de los feroces caribes. Hasta aquí Antonio de Herrera; en su versión de los hechos, el cronista Fernández de Oviedo señala que Ponce de León, ante el tamaño del ejército aborigen,
como la misma noche fué bien escuro, se retiró para fuera el gobernador, e se salió con toda su gente, aunque contra voluntad e parescer de algunos, porque parescía que de temor rehusaban la batalla; pero en fin, a él le paresció que era tentar a Dios pelear con tanta moltitud e poner a tanto riesgo los pocos que eran, y que a guerra guerreada, harían mejor sus hechos que no metiendo todo el resto a una jornada (Fernández de Oviedo, 1959, I: lib. XVI, caps. IX-X. Oliva de Coll, 1974: 46-47. Herrera, 1601, I, VIII: 283-286).
A partir de 1507, pero sobre todo desde 1509, comenzó a organizarse el envío de indios de paz capturados en las Lucayas (Bahamas) en dirección a las llamadas Antillas Mayores: primero La Española y, poco más tarde, a Puerto Rico y Cuba. Con la excusa de la resistencia mostrada, cualquiera de los habitantes de las islas inútiles, denominadas tan despectivamente por no haberse encontrado oro en ellas, era susceptible de ser esclavizado. La Corona, en 1511, incentivó aquellas capturas alegando que los indios serían instruidos en la fe. Desde La Española, pues, se saquearon las Lucayas intensamente entre 1512 y 1516. Era un gran negocio. Todavía en la década de 1530 se organizaban expediciones esclavistas y la Corona, a pesar de su ocasionalmente cacareada política indigenista, cobraba puntualmente todos los impuestos estipulados (Mira, 2009: 298 y ss.). Y, con todo, la guerra desatada en el propio Puerto Rico había encontrado su manera de financiarse, dado que los prisioneros capturados eran vendidos como esclavos, no sin que antes se les marcara en los brazos y en la frente una F, por Fernando el Católico, claro está (Cassá, 1992: 26-227). En efecto, siguiendo a Jennifer Wolff, todavía en 1515 los españoles arrasaban conucos en la sierra, señal de que los alzados no habían sido suprimidos. La guerra sirvió de pretexto para la captura de esclavos, y el Gobierno de Juan Cerón (1511-1513) se caracterizó por ser «de cacería humana en la selva tropical». El propio rey Fernando había dejado claro el tono de aquella guerra ya a mediados de 1511: «[…] les haréis guerra a sangre y fuego, procurando matar los menos que se puedan y tomando los otros […] enviando luego a La Española cuarenta o cincuenta para que sirvan como esclavos». Y en los siguientes años, siempre que fuese necesario, la Corona repetiría la orden de esclavizar a los alzados. Según las estimaciones de la autora, entre 1510 y 1513 se vendieron en pública almoneda no menos de mil doscientos cuarenta y cuatro esclavos (Wolff, 2013-2014: 237, 239).
No obstante, el área de las Antillas Mayores no era un lugar del todo seguro. En verdad, tras su aventura de 1513, en la que descubrió Florida, Juan Ponce de León fue nombrado capitán general de Puerto Rico, pues ahora su cometido era proteger la isla de los ataques de los indios caribes, mientras se seguían organizando cabalgadas, como las ya señaladas que se efectuaban en el norte de África, en los territorios aledaños a Puerto Rico, y donde se capturaban para hacerlos esclavos tanto a caribes como a taínos (Cassá, 1992: 229-230). En 1528, una partida de caribes de la isla Dominica atacó Puerto Rico y se llevó preso a uno de sus vecinos, Cristóbal de Guzmán, así como a varios indios de su encomienda y esclavos. La familia de Guzmán y el cabildo de San Juan organizaron una expedición punitiva con doscientos hombres, al mando de Juan de Yucar, con el propósito de costearla con los esclavos que se hiciesen. Tras un viaje dificultoso, una primera incursión en tierra de Dominica les valió ochenta esclavos, mientras el capitán Yucar dio orden, una vez conocida la muerte de Cristóbal de Guzmán, de que «hiciesen la guerra a aquellos indios, y que al que no pudiesen haber vivo para esclavo y aprovecharse de él, le dieren la más cruel muerte que les pareciese, y todo lo que pudiesen destruir y arruinar lo destruyesen y arruinasen». Así se hizo, y mientras el capitán Vázquez con cuarenta hombres atacaba un poblado, donde «muchos mató a cuchillo, y muchos quemó vivos en los bohíos», el propio Juan de Yucar arremetió contra una pequeña flotilla de canoas, pasando también a cuchillo a los habitantes de un poblado cercano. Un día más tarde, Yucar probó un desembarco con ochenta de sus mejores hombres, llevando delante de sí a seis de ellos a distancia de un tiro de arcabuz para evitar emboscadas. Tras cuatro días de avance por el interior, en los que quemaron una treintena de asentamientos deshabitados, al quinto toparon con una posición firmemente defendida, y Juan de Yucar decidió retirarse hacia la costa colocándose él y sus veinte mejores hombres en la retaguardia. En todo momento fueron acometidos por los indios, pero estos no pudieron derrotarlos. No obstante, tras descansar la hueste algunos días en la costa, donde les esperaban dos bergantines y una carabela, los caribes les atacaron tomándolos desprevenidos: con diez piraguas los dos bergantines hispanos recibieron daños, sobre todo uno en el que murieron veinticinco de sus tripulantes flechados; Juan de Yucar apenas si pudo reaccionar, atacando las embarcaciones enemigas desde el segundo bergantín y la carabela. Al fin y a la postre, mientras los bergantines regresaron a Puerto Rico con sus esclavos, los hombres de la carabela permanecieron en la Dominica intentando hacer un botín a toda costa (Aguado, 1956-1957, I: lib. iv, caps. XXV-XXVII).
Juan de Esquivel recibiría órdenes directas de Diego Colón hijo, virrey de La Española desde 1509, para ocupar Jamaica a partir de idéntica fecha. Con un contingente de sesenta hombres, Esquivel, que no encontró oro, se dedicó a la caza y captura de los esquivos taínos, quienes se refugiaban en los bosques, mediante el uso de jaurías de perros (Cassá, 1992: 230-232).
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Mientras las conquistas de Puerto Rico (1508) y Jamaica (1509) siguieron el protocolo ya establecido en La Española, lo ocurrido con los gobernadores Alonso de Ojeda (1466-1516) y Diego de Nicuesa (1477-1511) —ambos con experiencia en la conquista de Santo Domingo— en Veragua (o Castilla del Oro) y Nueva Andalucía (Urabá) a partir de 1510 sirve, hasta cierto punto, como compensación a favor de los indios de los muchos males causados en otras partes. Aunque contradiciéndose, ya que siempre había asegurado la indefensión de los indios, como hemos visto, el padre Bartolomé de las Casas comenta cómo los indios flecheros envenenaban sus saetas en aquellas tierras, causando estragos no conocidos hasta entonces en las filas hispanas. Así, Alonso de Ojeda, tras comenzar la campaña con la derrota de los indios caramairí, a quienes esclavizó, y con la quema de algunos notables atrapados en sus bohíos, comenzó a perder hombres de manera dramática —setenta, incluyendo a Juan de la Cosa (1449-1510)26, en un encuentro en la localidad de Turbaco—, viéndose en la obligación de contactar con el grupo de Nicuesa. No fue un caso aislado. Rodrigo de Colmenares, un veterano de las primeras campañas italianas del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, quien salió en 1510 de La Española para socorrer a Nicuesa y los suyos, tuvo cuarenta y tres muertos —o bien cuarenta y siete— por flecha envenenada en un enfrentamiento con indios en la zona de Paria (Mártir de Anglería, 1989: 110-111. López de Gómara, 1991: cap. LIX). Ojeda y Nicuesa, con cuatrocientos hombres, quienes atacaron por tres lugares a la vez, destruyeron Turbaco a sangre y fuego como represalia, no perdonando a ningún habitante. El cronista Francisco López de Gómara señaló cómo los indios cayeron víctimas del fuego o del «cuchillo de los nuestros, que no perdonaron sino a seis muchachos». Según Gonzalo Fernández de Oviedo, Diego de Nicuesa, la noche anterior al asalto, dio órdenes rigurosas a sus hombres de no hacer prisioneros, prohibiéndoles también que perdiesen el tiempo intentando procurarse un botín: solo anhelaba ver el asentamiento arrasado. Poco después, siendo ya conocido por todos los indios cómo las gastaban los españoles, aquellos apenas se dejaban ver, jugando con sus flechas envenenadas contra estos, quienes irían muriendo lentamente de hambre, cansancio y enfermedades en el territorio más inhóspito que hasta entonces habían hollado sus pies. Según el padre Las Casas, de los setecientos ochenta y cinco hombres de la expedición de Diego de Nicuesa —quinientos ochenta para el teniente de Nicuesa, Rodrigo de Colmenares— apenas si cuarenta y tres restaron en el territorio en los años en activo de Vasco Núñez de Balboa (1475-1519). Mientras que de los trescientos comandados por Alonso de Ojeda —o bien doscientos veinte, según Colmenares—, solo treinta o cuarenta sobrevivieron, entre ellos Francisco Pizarro. Más tarde, con el refuerzo que llevó consigo Rodrigo de Colmenares, unos sesenta hombres, el número de españoles a disposición de Balboa subiría a ciento cincuenta27.
Sobre la conquista del Darién a partir de 1511 —Balboa sería designado gobernador interino del territorio por Fernando el Católico el 23 de diciembre de dicho año—, el padre Las Casas reseñó cómo
la costumbre de Vasco Núñez y compañía era dar tormentos a los indios que prendían, para que descubriesen los pueblos de los señores que más oro tenían y mayor abundancia de comida; iban de noche a dar sobre ellos a fuego y sangre, si no estaban proveídos de espías y sobre aviso.
Pero es asimismo interesante constatar cómo, en su caso, la falta de efectivos hispanos obligaba a endurecer la política de uso del terror indiscriminado por imperativo militar. Para la historiadora Bethany Aram, la política indígena de Núñez de Balboa fue «una mezcla de cooperación, intimidación y brutalidad», en la que este no dudó en torturar, ahorcar o echar a los perros a todos aquellos nativos que se negasen a proporcionar oro. Y de forma inteligente señala: «Tales acciones, aunque crueles, reforzaban la lealtad de sus aliados nativos y españoles. Es posible que incluso hubieran aumentado el interés por conservar su amistad» (Aram, 2008: 51-55). Lógico, era justamente eso lo que se pretendía. Asimismo, Carmen Mena reconoce cómo el método de actuación habitual de Núñez de Balboa consistía, una vez habían sido convenientemente aterrorizados los caciques invadidos «con un gran despliegue de fuerzas y con prácticas muy crueles», en ofrecerles su amistad y protección, que podía alcanzar hasta la cooperación militar para enfrentarse a otros caciques enemigos de los primeros (Mena, 2011: 155-157). Así, mientras Núñez de Balboa se veía obligado a operar con ciento treinta hombres contra Chima, el cacique de Careta —aunque Francisco Pizarro y seis de los suyos se enfrentaron a cuatrocientos indios, matando ciento cincuenta, según el padre Las Casas, circunstancia muy poco creíble—, y con ochenta para hacer lo propio contra el cacique de Ponca, lo cierto es que demandaría a Diego Colón hijo (c. 1482-1526), por entonces virrey y gobernador de las Indias, hasta mil efectivos para proseguir su conquista. Sin ningún rubor, Núñez de Balboa le señaló a este cómo había ahorcado ya a treinta caciques y habría de ejecutar de la misma manera «cuantos prendiese, alegando que porque eran pocos no tenían otro remedio hasta que les enviase mucho socorro de gente» (Las Casas, 1981, II: 576). En la provincia de Dabaibe, por ejemplo, tras llegar a oídos de Núñez de Balboa la existencia de un complot para acabar con todos ellos, consiguió adelantárseles y, dividiendo a sus hombres en dos grupos, tras hacer prisioneros a numerosos caciques, mandó colgarlos sin excepción





