Cristo decide en mi vida

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Nuestro ruego a Cristo debe ser pedirle un corazón nuevo, un espíritu nuevo. Nunca dejo de pedírselo. Todos los días. Le pido mi conversión, que Él haga en mi vida el corazón nuevo que necesito.
Cuando uno se convierte de corazón, cuando Cristo va modelando en el corazón de carne, va dando la oportunidad de pasar de la moral del “tengo que”, a la mística del “con mucho gusto”. Es decir, paso del “tengo que cumplir”, hacer esto o lo otro –así pesa, cuesta, no gusta, pero hay que hacerlo– al “con mucho gusto” hago esto.
Sucede cuando vive dentro del cristiano el hombre nuevo, resucitado. Cuando actúa movido, no por obligaciones, sino por el espíritu de los hijos de Dios. Es cuando vivir, es vivir en Cristo; es darle rienda suelta al amor; es realizar todo con mucho gusto.
No es el esposo más fiel el que resiste mejor las tentaciones de infidelidad, sino aquel para el cual la infidelidad es cada vez menos atractiva. Ni se le pasa por la cabeza porque vive tan sumergido en el amor a su esposa, que no ve las ocasiones de infidelidad.
Lo mismo el cristiano. El que tiene que estar viviendo del “tengo que”, está constantemente relacionado con alguna tentación de “no tengo que” o “no quiero que” o “no puedo”. En cambio, el que “con mucho gusto” va viviendo todo, cada vez está más lejos de la tentación del egoísmo, del yo, del no al compromiso.
Cristo vino a cambiar el corazón. A un alto precio. Es que la operación del corazón tiene un alto precio y mucho riesgo. Se necesitan grandes cirujanos, especialistas, aparatos de tecnología de última generación.
El corazón de carne que Jesús quiere poner en nosotros a cambio del corazón de piedra, también tuvo un alto precio. El precio de la entrega en la cruz. Toda su vida, su ser, su sangre derramada por esa operación, para quitar el corazón de piedra y poner un corazón de carne, para que quede atrás el hombre viejo y comience a ser el hombre nuevo. Para que deje la moral del “tengo que” y pase a la mística del “con mucho gusto”. Jesús viene a decirnos que nuestros comportamientos fluyen de la conversión del corazón.
El mensaje cristiano siempre es buena noticia. El anuncio de la liberación del hombre y la misma liberación la produce el amor. Las cadenas de las que debemos ser desatados se encuentran siempre, sobre todo, en nuestro corazón. Por eso, permitamos a Jesús este accionar, día tras día, minuto tras minuto, momento tras momento. No interesa si aún está lejos la meta. Lo importante es que se vaya caminando hacia ella. Somos seres humanos con etapas de crecimiento.
Es mucho más importante, fructífero y real, estar pasando del escalón uno al dos, en una escala de cien, que estar sentado en el cincuenta. El que está sentado en el cincuenta es muy probable que mañana esté en el cuarenta y nueve. El que está pasando del uno al dos ha dejado su corazón de piedra en manos de Jesús y le está permitiendo que Él vaya, poco a poco, transformándole ese corazón en uno de carne. Una operación de corazón lleva muchas horas. Jesús también se toma su tiempo. Nos va acompañando en una pedagogía de la paciencia.
Los grandes santos llegaron a la necesidad de amar. No fue de un día para el otro. Fueron luchando, confesándose, pidiéndole a Jesús no volver a ese hombre viejo que tenían antes. Por eso fueron santos, porque lucharon, no bajaron nunca los brazos y permitieron que el amor viva plenamente en su corazón.
Pidámosle esa gracia a Jesús. A lo mejor nos la da como a algunos en un instante. Pero, normalmente la mayoría de las veces es un momento fuerte y desde allí, poco a poco, lentamente va modelando el corazón y lo va haciendo cada vez más perfecto.
La Madre Teresa de Calcuta, una religiosa mediocre, de la que nadie daba nada por ella, débil y enferma, un día descubre que Jesús era el que cambiaba el corazón. Se produce una gran conversión y ella da el gran salto. Aquel momento fue importante y después dejó todo el corazón a Jesús para que Él fuera modelándolo, haciéndolo cada vez más grande. Y aquella figura humana diminuta hace que su corazón sea muy grande. Pongo este ejemplo. Se pueden poner miles. Son legiones los que han sido santos.
¿Cuándo llegaremos a amar lo que es auténtico? Cuando lleguemos a amar lo que Cristo ama. Para esto es muy importante que recordemos nuestro Bautismo, donde surge el hombre nuevo. El Bautismo exige ser coherente. En las aguas del Bautismo sumergimos y ahogamos nuestro hombre viejo y brota y nace el hombre nuevo.
Los paganos cuando se bautizaban, se colocaban otro nombre. Ya no se llamaban del mismo modo, eran otra persona, hombres nuevos. Dejaban la ropa que tenían, tiraban todo, porque nada servía de las pertenencias del hombre viejo.
La realidad del pecado, del hombre viejo, debemos dejarla de lado, porque ya la enterramos en el Bautismo. Ha quedado sumergida. Cuando nos recuerdan el Bautismo se nos pide la coherencia.
El significado del agua nos da justamente más luz para entender el Bautismo. Al agua la usamos para dos cosas, para destruir y para dar vida. Cuando el piso está sucio, se lo lava con agua y elimina todas las manchas. Una camisa con una mancha, se la coloca en el agua y ésta limpia la mancha. Si se olvida la camisa se destruye también.
El agua tiene un poder destructor mucho más grande que el fuego. En un campo prenden fuego y al otro día lo aran. Un campo se inunda y tal vez no sirva nunca más. Lo lava de tal modo, que le destruye todas las riquezas. Una casa, se prende fuego y queda la estructura; si se inunda no queda nada, ni rastros. También, al agua se la utiliza para la vida. Donde no hay agua, no hay vida. No hay plantas, ni animales, ni hombres.
En el Bautismo, en esa agua destructora se introdujo el hombre viejo, el del pecado. Tratemos de que no vuelva a aparecer. De esa agua nació la vida nueva de los hijos de Dios, el hombre nuevo. Los primeros cristianos vieron en la piscina, el lugar donde se bautizaban, una sepultura y un seno. La sepultura, donde muere el hombre viejo, y el seno, donde surge la vida.
• Empezar una vida nueva (Rom 6, 3).
• Nacer de nuevo (Jn 3,3).
• Ser hombres nuevos (Ef 4, 22).
• Ser nueva creatura (2Cor 5, 17).
• Nuestro hombre viejo ha sido crucificado (Rom 6, 6).
• He sido concrucificado con Cristo (Gal 2,19)
Mi vivir es Cristo, decía Pablo (Fil 1,21). Que nuestro corazón sea de verdad el hombre nuevo. Mi vivir es Cristo. Cristo me hace nuevo.
La conversión es la cristificación del discípulo con el Señor. Es unirse, cristificarse con Cristo. Hacerse una sola cosa con Él. Dejarse llevar por Cristo. Dejarse conducir por su Espíritu. Dejarse convertir en otro Cristo. Identificarse con Él. Que cuando nos vean, vean a Cristo.
El Abat Pierre había ayudado generosamente a un padre de una familia numerosa en las afueras de París, a levantar una humilde casa. Este padre de familia era ateo. Frente al testimonio del sacerdote le dice: “No sé si existe ese Jesús que dicen los cristianos, pero si existe, debe ser como eres tú”.
¿Qué más quisiéramos que digan esto de cada uno de nosotros? Que un ateo venga a decirnos: «Si existe Jesús debe ser como tú».
3. Amar a Dios
Marcos 12,28-34
Ante la pregunta que un letrado de la Ley le hace a Jesús, éste responde con mucha claridad. Lo que no significa que siempre lo entendamos con claridad. “Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento más importante que éstos”.
El Señor afirma que amar a Dios y al hermano, vale mucho más que sacrificios y holocaustos ofrecidos para Él. No cabe la menor duda que un sacrificio, una promesa, algo que nos cuesta, al brindárselo a Dios vale... pero vale infinitamente menos que amarlo.
Se genera entonces la siguiente serie de preguntas: ¿qué significa amar a Dios? ¿Qué es amar a Dios? ¿Cuál es el alcance de esa expresión de Jesús: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”? Podemos decir: “yo lo quiero a Dios con todo mi corazón”. Al comparar con la expresión de los novios que se dicen mutuamente: “yo te quiero con todo mi ser, con todo lo que soy”; o cuando el hijo le dice al papá o a la mamá: “te quiero un montón, te quiero más allá del cielo”... Pareciera que estas expresiones significaran mucho. Pero... ¿será así? ¿será que estoy amando?
Todo esto es expresar solamente un sentimiento, y es bueno expresar un sentimiento tan grande: “yo amo a Dios infinitamente”. Es un hermoso sentimiento, muy noble, muy grande. ¿Lo llevamos a lo concreto? Porque nos podemos quedar solamente en las palabras lindas de una frase elaborada. ¿Qué significa todo ese sentimiento en lo concreto? ¿Cómo podemos llevar, proyectar esa expresión a nuestra vida real, a la vida de todos los días, de cada momento? De lo contrario, como se afirmó anteriormente, nos quedamos en palabras, en sentimientos superficiales. Pero Jesús dijo: “... con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser”.
Si unimos lo dicho por Jesús a otras muchas expresiones, que generalmente encontramos en San Pablo, cuando le habla a las primeras comunidades, descubriremos qué significa llegar a amar a Dios con un corazón que ama como ama Dios. Porque si no, no es compromiso decir: “yo te quiero mucho, Señor”. Tenemos que amar lo que ama Dios, lo que quiere Dios.
“Con toda tu mente”. Pienso en Dios todo el día... ¿Bastará sólo con eso? No. Que mi mente, mi capacidad de pensar, lo haga como piensa Dios.
Cuando vamos haciendo este proceso de maduración de nuestro corazón y de nuestra mente, también avanzamos en el logro de que el corazón ame lo que ama Dios y que la mente piense como piensa Dios; recién en ese momento, podremos decirle al Señor: “te amo infinitamente”.
Amar es la capacidad de darse plenamente uno al otro. A la vez, Dios nos dijo, a cada uno, que nos ama. Es darle lugar a que Él esté en uno.
¿Por qué existen los celos? (los naturales, no los enfermizos). Porque cuando uno ama, pone parte de su ser en otro.
Quien ha vivido amistades muy profundas, ha vivido la experiencia de llegar a ser entre los dos plena unidad, una sola sustancia, sabe que amar es poner parte de su ser en el otro. Más aún: los que se aman se van haciendo muy parecidos. Es el caso de los matrimonios, se los ve muy parecidos desde afuera, aunque aún existan diferencias. Ocurre que, si tomamos como parámetro un total de cien puntos, es probable que coincidan en noventa y siete y aquellos pocos puntos que faltan, son los que a ellos les parece que los están haciendo sentir alejados, porque miran el problema desde dentro. No obstante, en el caminar juntos, esos puntos de divergencia se irán reduciendo. Vemos, además, que tienen el mismo modo de pensar, que hacen las mismas opciones, que defienden los mismos valores. En una palabra, fueron amando lo mismo.
¿Cómo es entonces, decimos que amamos a Dios, y pensamos tan distinto a Él? ¿Cómo podemos decir que amamos a Dios, mientras nuestro corazón no ama lo que Él ama? ¡A veces hay tanta diferencia! Sólo se puede decir a Dios: “te amo sobre todas las cosas”, cuando se está amando lo que Él ama. La voluntad quiere lo que Él quiere, cuando se está pensando lo que Él piensa, cuando la inteligencia concibe las cosas como las concibe Él. En definitiva, es el trabajo de la fe. Como decía Boecio: “la fe es ver como con los ojos de Dios”.
Cuando la fe es trabajada en uno como capacidad de ver como Él ve, se está amando lo que ama Él y desechando lo que Él no ama. Pensando como Él piensa y no pensar lo que Él no piensa. Si es así, podemos decirle: «Señor, realmente te amo».
“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Lo plantea Jesús como segundo mandamiento, aunque muy cerca del primero, porque prácticamente, es igual al primero. Aparecen aquí dos amores; a uno de ellos Jesús lo está dando por supuesto: “como a ti mismo”. No es pecado amarse a uno mismo. En oportunidades pensamos: esta persona es egoísta porque se quiere a sí mismo. No, el egoísta no se quiere a sí mismo, porque hay algo que le molesta dentro de su propia vida que no termina de “digerir”, que no lo hace feliz.
Amarse a sí mismo es querer lo mejor, el bien, la felicidad para uno, porque para eso hemos sido creados. Es querer la salvación, porque hacia allá vamos, al encuentro definitivo con Dios. Amarse a sí mismo es querer todo eso para sí. Por eso, el Señor dice: “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Si uno quiere el bien para sí, la felicidad y la salvación para sí, hay que desear también para el otro: su bien, su felicidad y su salvación. Y quererlo significa ponerse a su servicio.
Entonces: nada más grande para brindarnos a Dios, que amarlo. Amarlo significa: con todo nuestro ser, corazón y mente. Esto implica que el corazón ama como Él ama: ama a todos.
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