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Mi persistente y consistente análisis de la repetición de la transferencia de la relación interna con sus figuras rechazantes gradualmente hizo impacto y comprendimos que ella había pagado un precio muy alto por no ser idéntica a la madre. Diana recordó ciertos momentos en los que tendría cuatro, cinco años de edad, donde se negó a obedecer a la madre; recordó que de manera firme le gritaba que ella no tenía que vestirse como la madre quería, eran recuerdos que podríamos calificar de “autónomos”.
Como respuesta, la madre le escupió en la cara. En otra ocasión, en que ella tenía cinco años de edad, la madre la sacó al jardín para que durmiera con los perros; agregó que era frecuente que “la congelara”, es decir, no le dirigía la palabra durante semanas hasta que Diana tenía que disculparse, aunque no fuera culpable. El relato era una réplica exacta de mi sentir, solo que ahora ella era la madre y yo era Diana.
La relación con esta paciente me demandó estar permanentemente atenta a mi registro contratransferencial. En ocasiones, quería negar la frustración y el odio que me hacía sentir, estaba consciente que, si me privaba a mí misma de ese sentimiento, estaba privando a Diana del uso de la expresión de este. Winnicott (1947) nos recuerda que para el paciente es indispensable que el analista pueda odiar, ya que solo así él podrá tolerar su propio odio. A mi mente venía el siguiente párrafo de Winnicott:
Existe una inmensa diferencia entre los pacientes que han vivido experiencias satisfactorias en la primera infancia, experiencias que puedan descubrirse en la transferencia, y aquellos otros pacientes cuyas experiencias han sido tan deficientes o deformadas que el analista tiene que ser la primera persona en la vida del paciente que aporte ciertos puntos esenciales de tipo ambiental. (1947, p. 273)
En este tiempo de análisis, tres años después del inicio de las sesiones, empecé a diferenciar los ataques a la función vinculante de los ataques a los objetos. Diana recordaba que cuando era pequeña, no sabía cuál era el estado emocional que la madre iba a expresar porque sus emociones eran desproporcionadas e impredecibles. Entendí entonces que cuando el dolor psíquico se volvía inmanejable, Diana recurría a cortar las funciones del Yo como la percepción, la memoria (no se acordaba más que de lo negativo) y/o la atención como un intento de preservar el pequeño pedazo de Yo, que le ayudaba a organizarse.
Quedaban entonces dos preguntas: ¿El Yo de Diana tenía que defenderse de un sentimiento de destrucción interna que, desde Bion, podemos llamar ‘sentimiento de aniquilación’? o ¿debíamos de hablar de un Yo que odiaba desde una identificación? ¿Será que Diana se identificaba con esa “madre esquizofrénica” y se convertía en la madre que la devaluaba y yo en la pobre niña asustada, con miedo a sus ataques?
A través de la reversión de la perspectiva (Bion, 1957), ella intentaba colocarme en una posición de una niña arrinconada, incapaz de discutir ni de conversar.
Pensar la función vinculante del odio, y en tanto vinculante, también libidinal (H), me ayudó a transformar los embates que recibía cuando el ataque se condensó en el género. Era el primer análisis que tenía Diana con una mujer y en ocasiones me reclamaba que no sentía avances: “Tal vez por ser mujer, esto es más lento”, me decía; para Diana nada que viniera de una mujer podía ser bueno, así que yo tendría que pagar un precio muy alto. En este relato, apareció un recuerdo, me dijo: “Cuando supe que estaba embarazada, el doctor se equivocó y me dijo que iba a tener un hombre, pensé que la noticia era terrible porque los peores homicidas y genocidas de la historia han sido hombres” y continuó: “Mi madre perdió un hijo antes de mí, en realidad fue un segundo hijo porque cuando era joven, tuvo un aborto de un novio; ya casada con mi papá se embarazó y cuando estaba por nacer, descubrieron que el bebé era niño y estaba muerto, fue horrible, tuvo que hacer el trabajo de parto con un bebé que ya estaba muerto, después ya nacimos cinco mujeres y cuando el doctor me dijo que se había equivocado e iba a tener una niña, salí feliz y fui corriendo a comprar unos vestidos color rosa en una tienda que mi mamá me compraba la ropa cuando era niña”. Encontraba curioso que Diana se arreglara de manera muy femenina, pero odiaba a esas mujeres que en sus palabras “se visten todas de rosita, hablan como tontitas con voz suave y son todas dulces, pero en realidad son hipócritas”; idealizaba el desarrollo intelectual del padre y alternaba entre idealizar y devaluar a su esposo.
Observé que el núcleo de su ser dependía de atacar una relación libidinal. El vínculo en H (−H) siempre debía producirse a costa del odio. El nivel tan alto de resentimiento que la acompañaba me recordaba la descripción que hace Wiesel (citado por Kancyper, 2006) sobre el resentimiento interminable:
El resentimiento no conoce fronteras ni muros de contención y pasa sobre etnias, religiones, sistemas políticos y clases sociales. No obstante ser obra de los humanos, ni Dios mismo lo puede detener. Ciego y enceguecedor a la vez, el remordimiento es el sol negro que, bajo un cielo de plomo, voltea y mata a quienes se olvidan de la grandeza de lo humano y la promesa que encierra. Es preciso, por lo tanto, combatirlo oportunamente, despojándolo de su falsa gloria, que le confiere su escandalosa legitimidad.
Entendí también, que en ese vínculo tan particular que describía con la madre, el odio representaba el único y último vínculo posible con ese objeto primario, el abandono de este tipo de relación simbiótica y parasitaria significaría el derrumbe definitivo de la ilusión y la aceptación de que, efectivamente, se había perdido este objeto para siempre.
Mi tarea consistió en un esfuerzo continuo de autoanálisis que tenía como fin sobrevivir a los ataques, esto era una prueba de mi existencia como una figura externa, sólida, que tenía una existencia real fuera del control omnipotente de Diana; solamente de esta manera, nos dijo Winnicott en 1968, el analista se toma como un objeto que puede ser usado puesto que existe de forma autónoma.
En el artículo “El odio en la contratransferencia”, Winnicott escribió sobre la contratransferencia objetiva, y nos recordó que el amor y odio que siente el analista como reacción ante la personalidad y el comportamiento del paciente, trata de sentimientos que no provienen exclusivamente de la historia de su desarrollo emocional, sino de la observación objetiva del analista. Diana debía encontrar este odio justificado para ser capaz de encontrar un amor objetivo.
Reflexiones finales
La experiencia analítica con una mujer como Diana, ha planteado un reto casi constante a mi tolerancia a ser depositaria de contenidos de odio. Conservar en mi mente que se trataba de una mujer cuya experiencia de vida ha sido una sucesión continua de agresión, carencias y abandonos me fue de gran ayuda. La secuela y con frecuencia la defensa que ella empleaba fue el odio, odio que se dirigía hacia ella misma y se expresaba en el cuerpo (presentaba desde hacía muchos años una úlcera, migrañas y diarreas constantes), hacia el vínculo analítico y hacia todas sus relaciones objetales. Diana parecía estar condenada a no tener cercanía con una figura femenina en la que predominara lo benigno. Toda su existencia había estado aferrada a mantener una apariencia, una fachada que ocultara su identidad difusa, sus contradicciones y tristeza; la sustancia del odio que la llena, escondía un gran dolor, desamparo y desolación.
Las demandas insaciables y el rechazo de toda intervención de mi parte, resultaba difícil de tolerar, su devaluación casi constante de mi trabajo, su reclamo de estar igual a pesar de todos sus logros, su necesidad de depositar en mí todo lo negativo, por momentos me provocaba impaciencia e irritación, pero, simultáneo a estos sentimientos de rechazo y de odio, alojé sentimientos de cariño, fantasías de arrullo cargados de ternura, momentos de gran cercanía emocional. No tengo duda de que Diana es extraordinaria por la fuerza y determinación que la habilitó para salir adelante frente a las circunstancias tan adversas que rodearon su infancia y adolescencia y le agradezco que me ha permitido acompañarla en su descenso a los infiernos.
Freud nos legó un cuerpo de doctrina abierto hacia el futuro para seguir ampliando, desarrollando y extendiendo el pensamiento psicoanalítico, es éste uno de los grandes méritos del psicoanálisis: su apertura para la evolución de nuevas ideas. Es gracias a esta apertura que el psicoanálisis se ha visto enriquecido en los últimos tiempos por valiosos pensadores como Bion.
A lo largo de este trabajo, hemos confirmado que la investigación de Bion ha esclarecido dos formas de funcionamiento mental que muestra la enorme complejidad de la estructura psíquica y que se extiende como un continuo desde el polo neurótico hasta el polo psicótico. Estos conceptos tomaron cuerpo en el caso de Diana. Montado sobre el odio, en un inicio, encontré diversos devenires patológicos en ella, donde eclipsaba las dimensiones temporales del presente y del futuro para reconducirlos al pantano temporal de un ayer que la detenía en un pasado atizado de reproches y ofensas; se cegó con un afán vengativo y cosió los ojos con hilos de arrogancia. Esta experiencia requirió de un prolongado proceso de metabolización en la contratransferencia para movilizar la parálisis de la narrativa. Construimos una nueva costura con hilos de colores que incluyeran: una relación continente-contenido, una mayor capacidad de espera y tolerancia a la incertidumbre.
Gracias al trabajo que yo y Diana hemos realizado, confirmo una vez más la importancia de la matriz transferencia-contratransferencia para “rehistorizar lo traumático”. Es bajo este ángulo que nuestro trabajo analítico se enriquece y se convierte en un oficio apasionante. Lo relevante de la propuesta de Bion (1962) acerca del concepto de ataques al vínculo, es que ofrece vértices posibles de observación. Los tres tipos de vínculos que trabajamos: vínculo de conocimiento (K), de amor (L) y de odio (H) ofrecieron una nueva manera de modularse entre éstos, con la condición de que el movimiento y la tensión entre todos sean indisolubles y además se hallen, durante toda la existencia, intrincadamente activos y en proporciones diversas.
Diana inició un periodo de duelo, le fue posible establecer un contacto más cercano con sus tres hijas. Ha llorado y con mucha culpa ha “confesado” que las maltrataba “sin querer hacerlo”. El proceso de integración de sus partes violentas y sádicas implicó esfuerzos y dolor mental indescriptibles tanto para ella como para mí.
La transformación de los vínculos de amor, de odio y de conocimiento, han comenzado a ceder sitio a pensamientos que llevan a la reflexión. Gradualmente he sido testigo que cuando Diana dejó de ver a su madre con los ojos de una niña, descubrió a la mujer que le ayuda día a día a alumbrarse a sí misma.
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AGRESIÓN: ¿VIDA O MUERTE? UNA INVESTIGACIÓN SOBRE LAS RAÍCES DE LA AGRESIÓN
Gonzalo López Musa
Siguiendo a Winnicott en su artículo de 1939, “La agresión y sus raíces”, donde cuestiona de manera radical las raíces de la agresión propuestas por distintos autores en psicoanálisis, intentaré en este trabajo desarrollar la pregunta que lo nombra: ¿Vida o muerte?, pero involucrando de manera central la propuesta de Freud y sus consecuencias en su obra posterior al año 1920 para la clínica y el lugar del analista y la pulsión de muerte y su desarrollo teórico, desde un empuje a cero cantidad y una resistencia a la ligadura, hasta la idea posterior del sadismo y lo destructivo determinados por una fuerza originaria destructiva, la que luego fue tomada por Klein y su propuesta de la “envidia-pulsión de muerte”, y cuestionada posteriormente por Winnicott.
Iniciaré el camino de esta pregunta con una revisión crítica del desarrollo teórico de Freud sobre la pulsión de muerte, haciendo hincapié en las ideas relacionadas con el retorno a lo inorgánico, el apoyo en la biología y la herencia. Esto fue determinante en la postura kleiniana, y luego en los aportes de Winnicott en relación al ambiente y su lugar en la comprensión de la agresión, y su camino de logro hacia la construcción de la realidad y la subjetividad, o de fracaso y advenimiento del odio y la destructividad envidiosa.
Todo parte, en el largo recorrido hacia la pulsión de muerte, desde el postulado en el Proyecto de psicología de 1895 del principio tomado de la física, la inercia, la búsqueda de los sistemas del retorno a cero cantidad o excitación, de la manera más rápida y eficiente posible. Es un principio general del funcionamiento y equilibrio de los sistemas de intercambio de energías. Dada la naturaleza de la materia a tratar, establece Freud una modificación de este principio, que llama ‘principio de constancia’, que propone la búsqueda del sistema de una vuelta al estado de reposo a través de la descarga del exceso de la cantidad, por medio de la descarga motora. Ya no es una vuelta a cero, sino que, a un cero relativo, a un nivel “suficiente para la sobrevivencia”. Este postulado vuelve a ser puesto en juego 25 años después en su polémico texto Más allá del principio del placer (Freud, 1920), donde vuelve a necesitar del apoyo del funcionamiento de los sistemas y de la biología para plantear el concepto de la ‘pulsión de muerte’, la vuelta a lo inerte o lo inorgánico, que nuevamente nos pone en contacto con un cero, lo no manifiesto. Esta idea irá sufriendo transformaciones que mencionaremos más adelante y que llevan finalmente a la propuesta de Winnicott de revisar estas raíces conceptuales, en palabras de Green, “ir hasta el fondo” (2010, p. 175).
Siguiendo especialmente la idea de Freud de cero, pienso que la reflexión sobre esta cero cantidad, perturbada por exigencias externas, nos puede llevar a Winnicott con su propuesta de ‘no integración’ como la condición de inicio del bebé humano, lo que desarrollaré en el transcurso de este artículo.
Se atreve Freud, en su texto de 1920, a ser creativo, a especular, a avanzar con sus ideas buscando y encontrando novedades que han hecho pensar y crear a todos los distintos e importantes autores del psicoanálisis y, también, a todos los que nos interesamos por el tema, ya sea desde la clínica y/o desde la teoría.
La teoría de las pulsiones se planteó desde los inicios de la obra de Freud, hasta que en el texto de 1920 culmina en la dualidad pulsional con la idea de Eros y Tánatos. Una construcción metapsicológica propia del psicoanálisis que, como mencioné anteriormente, propone un sistema que busca la vuelta al estado de reposo o de no cantidad, planteado por Freud en el Proyecto de psicología (1950 [1895]); una vuelta al mínimo necesario para la sobrevivencia, un cero relativo posterior a la experiencia de gratificación. Sin embargo, en este primer momento, no conceptualizó una oposición o una resistencia de la cantidad, un empuje contrario y opuesto de la no actividad a la actividad, sino que una búsqueda eficiente y rápida de la vuelta a cero. En el texto de 1920, este cero registra dos novedades importantes que implicaron un cambio radical en la mirada del psiquismo, sobre todo en Freud y Klein, y por lo tanto, un cambio relevante en el lugar del analista y la mirada sobre el paciente y sus procesos de cura: primero, una oposición a la investidura y, segundo, una significación destructiva de esta oposición: la muerte se equiparó a cero, la destructividad se equiparó a la oposición a la investidura.
Freud se pregunta sobre este principio de la búsqueda de la vuelta al estado de reposo o de placer, lo propone como el funcionamiento primario de la pulsión, y ya al inicio del texto plantea que “ciertas otras fuerzas contrarían [al principio del placer]” (1920, p. 9), pero aquello que lo contraría proviene de la pulsión de conservación que empuja secundariamente al ‘principio de realidad’, que vela por la autopreservación del individuo. Desde este lugar, la represión (que para Winnicott es central en el fracaso de la destructividad como precursora de la comunicación) ocupa un lugar fundamental en el proceso del desarrollo del sujeto y la tensión en relación al principio del placer y las pulsiones sexuales. Como se observa, es primario el juego de las investiduras o la ligadura, pero esto se complica puesto que el paso de no-ligado a ligado se llena de significaciones hasta que se transforma en búsqueda de muerte en vez de vuelta al estado de reposo (que tiene esa cercanía con el estado de no integración de Winnicott).
El modelo de la resistencia en análisis adquirirá relevancia; aquello que ocurre en el yo y sus defensas va a ser extrapolado a una energía originaria que se comporta de la misma manera. Dado que en las propuestas del desarrollo de Winnicott no hay un yo temprano, de inicio, y que por lo tanto, la representación no tiene lugar en este primer momento, la resistencia, que va a ser derivada en muerte y destrucción primaria para Freud, no tiene lugar en Winnicott.
La compulsión a la repetición, que le da evidencias a Freud de esta energía primaria regresiva y resistente a la novedad —necesaria para el postulado de la pulsión de muerte—, es posible pensarla como lo que expresa lo traumatico, que repite lo que no se puede metabolizar y que nunca fue placentero para ninguno de los sistemas, tema del que se ocupan Ferenczi y Winnicott posteriormente. Pero Freud privilegia un sesgo demoniaco en su vivenciar y va a ir a buscar en la biología este sesgo; lo mismo que Winnicott ha criticado a Melanie Klein: ir a la biología, a la herencia, saltándose el ambiente y su influjo sobre el desarrollo humano.
Sin embargo, lo que le interesa a Freud de la repetición no tiene que ver con el contenido o el origen de lo repetido, sino con la manifestación de un principio de funcionamiento de las energías que expresa un más allá e independiente del placer, más originario, más pulsional y que lo destrona. Hay entonces un tiempo anterior al cumplimiento del deseo, un momento previo a la primera investidura, previo al principio del placer, es en este momento donde Freud especula y pone una marca duradera y determinante en su pensamiento, que va a ir derivando hasta sus escritos posteriores pasando por El yo y el ello (1923), El malestar en la cultura (1930 [1929]) y en Esquemas del psicoanálisis (1940 [1938]).
“Una pulsión sería entonces un esfuerzo, inherente a lo orgánico vivo, de reproducción de un estado anterior que lo vivo debió resignar bajo el influjo de fuerzas perturbadoras externas” (Freud, 1920, p. 36). Todavía es el resultado de la inercia de la vida orgánica, pensamiento que va a ir derivando hasta sus escritos posteriores llegando a ser la expresión de la destructividad primaria. En esta propuesta, la pulsión no es un empuje al desarrollo, sino que la expresión de su naturaleza “conservadora”. Volver a un estado de reposo evoluciona en su propuesta a volver a un estado más originario y luego a lo inanimado, la muerte, y que después deriva en matar a otro como defensa o deflexión de lo destructivo en uno mismo; matar para sobrevivir a la propia destructividad, como lo propone Klein.
Usar el funcionamiento de la célula para la pulsión, nos propone una energía que funciona de manera semejante en la biología y en el aparato mental, como si lo inorgánico, lo inerte, tuviera que ver con la destructividad, y la muerte fuera una consecuencia de ello. Continuando con este apoyo en la biología, especula Freud la idea de que no hay evidencias de una energía que empuje hacia lo nuevo, solo empuja a lo previo, a lo inorgánico. Morir por causas internas es una frase que, continuando con la evolución del texto de Freud, nos empuja a la destrucción, destruirse por causas internas, como una célula que busca su muerte, que se “suicida” en el planteamiento de Green (2010). Se identifica muerte con destructividad o con autodestructivo, que la célula muera no es lo mismo a que la célula se autodestruya. Muerte y destrucción no son idénticas, la muerte como el resultado del paso del tiempo que agota a la materia no es lo mismo que la materia que se autodestruye.
Pulsiones de muerte que derivarían del comienzo de la vida en la tierra. Esto nos hace notar que empieza a producirse en el texto este hecho extraño de hablar de pulsión en la célula, en los protozoos; pulsiones sexuales activas en cada célula y se pierde por tanto la definición de pulsión, ya que pareciera no ser necesaria la diferencia entre pulsión e instinto, energía vital y pulsión. “La mantención de la dualidad pulsional obliga a poner desde el lado de la pulsión de muerte lo destructivo como expresión de un empuje inicial, independiente de la experiencia o de la relación con el ambiente” (Freud, 1920, p. 46).
La neutralización de la pulsión de muerte de las células singulares se logra al desviarla hacia el mundo exterior, por la mediación de un órgano particular. Este órgano es la musculatura (en lo que concuerda Winnicott al plantearla como la vía de expresión de los aspectos destructivos no intencionados del inicio del desarrollo del bebé), medio por el cual se exterioriza y se manifiesta como pulsión de destrucción que no es más que la pulsión de muerte volcada al exterior.






