- -
- 100%
- +
—¿Y él?–preguntó Auria, señalando a Amsil con un gesto de la cabeza.
En los ojos habitualmente duros y feroces de Azrabul floreció una chispa de inmensa ternura, pero fue Gurlok quien contestó:
—Amsil se supone que no debería gustarnos. A ambos nos atraen los hombres enormes, musculosos y toscos; pero Amsil se nos metió en el corazón de una forma que no logramos entender.
Amsil bajó la mirada, avergonzado, persuadido de que sencillamente se le tenía lástima, pero que Gurlok no quería admitirlo estando él enfrente.
—Sí, el amor es absurdo e imprevisible–dijo Auria–. Te pasas la vida especulando acerca del aspecto de quien te acompañará por el resto de tu vida, y luego resulta ser casi lo contrario de lo que imaginabas. De hecho, de niña creía que al llegar a grande me casaría con un hombre muy apuesto, y heme aquí: soltera y en una apasionada relación con mi compañera de sacerdocio.
—¿Sabe?, casi lamento que ustedes no sean hombres. Me caen muy bien–dijo Gurlok.
El comentario desató un sutil resplandor de celos en la mirada de Azrabul. Tan sutil, que Gurlok no lo notó; pero Xallax sí, y eso la tranquilizó, pues terminó de confirmar que aquellos dos extraños colosos no la molestarían a ella ni a su compañera en el plano sexual.
—No hace falta–bromeó, ya sin hielo en sus pupilas grises–. Le aseguro que ustedes dos solos ya hieden magníficamente por cuatro.
El chiste tomó completamente por sorpresa a Azrabul y a Gurlok, quienes le hicieron honores con brutales carcajadas como para estremecer el bosque entero. Xallax y Auria sólo sonrieron; pero a partir de aquella humorada, ambas depusieron su actitud defensiva y distante, y un vago, indefinible afecto fue creándose entre el cuarteto. Sólo Amsil era incapaz de integrarse, detalle que lo hacía sufrir aunque se dijera a sí mismo que no debía aspirar a ser parte activa de ningún grupo.
Después del almuerzo, Azrabul, Gurlok y Amsil continuaron trabajando sobre el cuerpo sin vida del oirig para aprovechar del mismo cuanto se pudiera, pero esta vez Xallax y Auria, cuchillos en mano, se pusieron a trabajar a la par de ellos, en vez de sólo limitarse a dirigir. Para entonces ya se tenían suficiente confianza para tutearse.
Trabajaron casi en completo silencio hasta la caída del sol, pero en una ocasión Auria, entonces muy cerca de Gurlok, dijo a éste en voz baja:
—El chico necesita ayuda. Llévenlo a un onironauta.
—Es que ni siquiera sé qué es eso–respondió Gurlok, también en susurros.
—Un navegante de sueños. Te droga para dormirte y libera parte de su espíritu para guiarte a través de tus anhelos y miedos. No soluciona tus problemas, pero ayuda a que te entiendas mejor; y creo que ese es el problema del chico, que ni él se entiende a sí mismo.
—Puede que tengas razón. Lo conocimos ayer y lo libramos de la tutela de un hombre que lo maltrataba, pero no pareció venir con nosotros a gusto, sino sólo porque no le preguntamos su opinión. Quiso fugarse en cuanto le dimos la espalda, y ahí fue cuando lo atacó el oirig; y en cuanto acudimos en su rescate lo insté a ponerse a salvo, pero prefirió permanecer junto a Azrabul, que en ese momento ni podía ponerse de pie tras salvarle el pellejo. Cuando más tarde me enojé con él y quise echarlo, se puso a llorar. Es un chico raro, es verdad, pero tengo mucha fe en él.
—Con mayor razón llévalo a consultar a un onironauta.
—De acuerdo.
Y allí terminó el único diálogo de la tarde.
Por la noche se reunieron todos alrededor de un fuego que encendió Xallax ante la mirada atenta y sorprendida de Azrabul y Gurlok, quienes quedaron confusos, seguros de haber presenciado esa escena o una parecida antes, y sin recordar dónde. Difícilmente Azrabul, que no era propenso a reflexiones profundas, le diera importancia; pero Gurlok dedujo amargado que ello era el prólogo a la aparición de otro falso recuerdo en el que se verían a sí mismos haciendo eso mismo una, varias o infinitas veces. Y cuando ello sucediera, por supuesto, desaparecería al mismo tiempo un recuerdo auténtico del mundo de los Gorzuks. De haber creído en dioses, les habría implorado a gritos que detuvieran aquello, que les permitieran preservar la memoria de aquel mundo perfecto, aunque les doliera recordarlo y saberlo perdido. Pero allí apenas si habían sido conscientes de sí mismos, ni hablar de conceptos metafísicos como el de la eventual existencia de dioses.
Xallax y Auria dialogaban acerca de la posible supervivencia de otros ejemplares de oirig y aunque Azrabul no podía participar activamente, las escuchaba con interés. Gurlok aprovechó para sentarse muy próximo a Amsil, quien quedó perplejo. Pero sólo brevemente: él había llorado infinitas veces en su corazón, sin derramar siquiera una lágrima, y comprendió que lo mismo le sucedía ahora a Gurlok, a quien interrogó con la mirada.
—Sabes, compañero–murmuró Gurlok, para que sólo él lo oyera–, esta sombra en que me he convertido ahora extraña ese cuerpo que, según Yuk, ha dejado entre los Gorzuks. Quisiera tener noticias de ese cuerpo… pero pronto ni su recuerdo quedará.
Y abrazó a Amsil, no muy fuerte, para no lastimarlo; y aun así, el cuerpo del chico crujió bajo la tremenda caricia, y tuvo luego unos cuantos moretones por dos o tres días. A Amsil no le importaba. Seguía hambriento de amor, y era feliz con aquellas brutales efusividades. Hundió su rostro en el pecho de Gurlok y de nuevo se puso a llorar, no quedando en claro si de tristeza o felicidad, e incluso si por la tristeza del gigante que lo abrazaba, por alguna suya o por una mezcla de todo lo antedicho. Azrabul, Xallax y Auria fingieron no advertir nada, y Gurlok se los agradeció mentalmente: no tenía ganas de dar explicaciones, y prefería que aquello, por ahora al menos, quedara como algo exclusivo entre Amsil y él. Y no obstante, poco más tarde Xallax y Auria orillaron vagamente ese secreto cuando preguntaron por ese extraño mundo del que Azrabul y Gurlok decían proceder, y los motivos de su venida a este. Como era más hábil para expresarse, fue Gurlok quien contestó, repitiendo todo tal cual se lo había contado antes a Amsil. Tras oírlo, Xallax y Auria se rindieron ante la evidencia y aceptaron que aquello tenía que ser cierto, porque los precisos y asombrosos detalles de la narración excedían la capacidad de inventiva de un par de bárbaros ignorantes como parecían serlo aquellos dos. Si de todos modos la narración era producto de la locura, no por ello era menos interesante. Xallax y Auria permanecieron largo rato meditando en el silencio que siguió, y por fin dijo la primera:
—A cuatro días de marcha a pie hay una ciudad relativamente grande por ser una urbe de provincia. Se llama Tipûmbue y tiene una biblioteca muy famosa. Ude, el Bibliotecario en Jefe, todavía no es tan famoso como la biblioteca, aunque ya la superará si sigue protagonizando escándalos. Parece que es hombre de inmensa sabiduría. Creo que les convendría consultarlo a él. Si esa Corona de Luz existe realmente, él sabrá dónde y cómo hallarla.
—Pero es hombre de horrible carácter y ninguna paciencia, según oímos decir–previno Auria–, aunque lo mismo dicen de nosotras.
—Bueno, y tienen razón, ¿no?: nuestro carácter es horrible y no tenemos paciencia–dijo Xallax, muy seria.
—No me parece que ustedes sean de trato tan difícil, así que del tal Ude deben estar exagerando también–opinó Azrabul.
—El problema es que también dicen de nosotras que somos dulces y mansas gatitas comparadas con él–aclaró Auria–, así que te conviene estar preparado para lo peor.
—Pues eso tiene sabor a desafío. Me gusta. Ya estoy impaciente por conocerlo–respondió Azrabul, sonriendo salvajemente.
No quedaban muchas provisiones, pero las compartieron igual que habían hecho a mediodía; luego establecieron los turnos de guardia, tocando a Auria el primero, y los demás fueron a acostarse. El único que sin embargo durmió todo el tiempo como un tronco fue Amsil; los demás tuvieron el sueño muy discontinuo, o directamente permanecieron insomnes. Hubo incluso un momento en que los cuatro estuvieron despiertos al mismo tiempo. Fue cuando Xallax tuvo que relevar a Auria. Azrabul despertó en ese momento e impulsivamente besó con ternura a Amsil, que se había dormido entre él y Gurlok como la noche previa y como todas las posteriores que compartirían juntos. Su pulgar derecho hacía de nuevo las veces de chupete. Gurlok le acarició el cabello sin que él se diera por enterado.
Auria se demoraba en irse a dormir; parecía que se había quedado sentada cerca de su compañera para charlar con ésta.
—Cómo duele pensar que algún día quizás debamos admitir que de veras ya no queda ningún oirig en el mundo–la oyeron decir.
Azrabul y Gurlok no intercambiaron palabra, pero instantáneamente se preguntaron cómo era posible que aquellas sacerdotisas conservaran esperanzas de hallar viva una criatura que, por enorme, tenía que ser imposible de pasar por alto en caso de existir todavía. Y de repente se llenaron de respeto y admiración por aquel par de valientes mujeres embarcadas en su propia búsqueda desesperanzada.
1 La X inicial de este nombre es bable y, por lo tanto, equivale a la pronunciación de la S en el vocablo albioní sure o del grupo consonántico SH de Shanghai.
4
La marcha hacia Tipûmbue
Cuatro días de marcha pueden indudablemente hacerse eternos si se tiene prisa; así que, en cuanto despuntó el alba, Azrabul y Gurlok decidieron partir sin demoras. Se despidieron de Xallax y Auria, de forma, hay que decirlo, entre torpe y cómica. Tratándose de hombres, espontáneamente les hubieran dado a cada una un abrazo como para partirles las costillas; pero en el caso de mujeres, no sabían cómo manejar la situación. Así que comenzaron ensayando sonrisitas ridículas y tartamudeando frases incoherentes, hasta que finalmente ambas Sacerdotisas tomaron la iniciativa e hicieron un ceremonioso saludo militar llevándose la palma de su diestra a la altura del hombro izquierdo, en lo que, según ellas, era un gesto reservado a la oficialidad y también a cualquier persona digna del mayor de los respetos, por ejemplo, por su valentía. Azrabul y Gurlok quisieron devolverles el mismo saludo, y creían haberlo hecho bastante bien; pero Xallax y Auria reprimieron la risa al observarlos.
—Nos veremos muy pronto, machotes–dijo Xallax.
—¿Por qué? ¿Irán ustedes también a Tipûmbue?–preguntó Gurlok.
—Para nada–respondió Xallax–. Sólo es a la vez presentimiento y deseo.
—Además, si no calculo mal, llegarán ustedes más o menos para el inicio de las Festividades de Skritvar, que decididamente no nos gustan, aunque sin duda ustedes las encontrarán interesantes– terció Auria.
Aquí Azrabul, intrigado, hizo algunas preguntas que le fueron rápidamente respondidas por Xallax. Mientras tanto, Auria se acercó a Gurlok y le dijo algo en murmullos. Esto desató una tormenta de celos en el corazón de Azrabul, a quien no gustó nada pescar por segunda vez a su compañero secreteando con la mujer; y de repente pareció que era cosa de vida o muerte llegar cuanto antes a Tipûmbue y que había que apurar aún más la despedida, de modo que agradeció a Xallax sus explicaciones, se excusó por no disponer de más tiempo para seguir oyéndolas y apremió a sus compañeros a partir.
—¡Saluden de parte nuestra a Mulsît, a Orûf y a Mofrêm!–les gritó Xallax, cuando ellos ya estaban a cierta distancia–. ¡Muy especialmente a Mofrêm!
—¿Que saludemos a quiénes?–preguntó a su vez Gurlok, también a gritos. Y Xallax, repitió los extraños nombres, pero ahora la coreaba Auria, de modo que entenderles se volvía un lío, y sólo el nombre del tal Mofrêm quedó medianamente claro para el trío de viajeros.
—Vamos, tenemos todavía un buen trecho por delante–gruñó Azrabul, hoscamente.
Sin embargo, y a pesar de sus celos, a Azrabul, lo mismo que a Gurlok, le caían bien aquellas dos Sacerdotisas de la Madre Tierra. Sin exagerar, conocerlas había sido una experiencia fundamental en sus vidas, ya que, antes, ambos sentían instintivo horror hacia las mujeres y lo femenino en general, relacionándolas con la debilidad, la cobardía, la hipocresía y cuanto concepto nefasto diera vueltas por el universo; y creían que debían evitarlas para no amariconarse. Pero en lo sucesivo, ambos serían menos radicales en su concepto sobre la feminidad y dejarían de tratar a las mujeres como a masa formada en un mismo molde y de opinar sobre ellas a la ligera
—¿Qué fue lo tan gracioso de nuestro saludo?–preguntó Gurlok, intrigado todavía; y se dirigía a sus dos compañeros, pero a quien interrogó con la mirada fue a Amsil, por ser quien mayores posibilidades tenía de conocer la respuesta.
Pero Amsil tampoco lo sabía, ni había visto antes a alguien haciendo aquel saludo militar o cualquier otro. Auria y sobre todo Xallax no habían sabido cómo tratar a aquel muchacho silencioso y retraído, y se habían despedido de él con un simple adiós y aquella formalidad de desearle buena suerte; y él había replicado con un silencioso e inexpresivo movimiento de cabeza. Tampoco él había sabido cómo tratarlas a ellas. En general tenía un pésimo concepto de las mujeres, porque las jóvenes de su pueblo gustaban de los audaces sin importar que éstos fueran héroes o villanos; y pensaba, claro, que todas debían ser iguales. Xallax y Auria evidentemente no lo eran; tenían un aire mucho más noble y digno. Pero la verdad, Amsil las hubiera preferido tan bobaliconas y superficiales como las otras, así Azrabul y Gurlok no les habrían dedicado tanta atención. El único día pasado en compañía de las Sacerdotisas de la Madre Tierra se le había hecho interminable y casi angustiante. Se había sentido hecho a un lado por sus dos protectores. Además, a Gurlok y a Auria los había visto de reojo murmurando juntos quién sabía qué cosa acerca de él, y mirándolo de soslayo antes de seguir conversando en voz baja. Amsil prefería seguir ignorando el rumbo de ese diálogo en susurros; sospechaba que nada bueno se había dicho de él.
En consecuencia, lo mismo Azrabul que Amsil sentían alivio de alejarse de las dos Amazonas, y luego de un buen trecho se recompusieron las relaciones habituales entre el trío. A Amsil lo obligaban a avanzar a marchas forzadas, y Gurlok lo regañaba duramente por la más leve demora; pero cuando el chico ya no daba más y caía al suelo, con las piernas temblorosas y completamente falto de aliento, los dos gigantes corrían hacia él, lo felicitaban por lo bien que lo había hecho y uno de los dos lo llevaba sobre sus hombros. Amsil no entendía aquella conducta que le parecía tan contradictoria.
Así iban marchando a través del espeso bosque que luego iría de nuevo cediendo paso al matorral. Vivieron un tétrico momento en cierto punto en que la foresta se hacía especialmente cerrada, oscura e inextricable, con profusión de grandes enredaderas. Fue cuando se levantó un viento bastante fuerte. El potente bramido de las ráfagas no consiguió ahogar del todo otro ruido proveniente de lo más alto los árboles, que lucían apenas un incipiente follaje primaveral, pero cuyas ramas estaban de todos modos tapizadas de musgo, líquenes y enredaderas. Ninguno de los tres pudo identificarlo más que en forma vaga, pero sonó en parte metálico y en parte a fuerte crujido. Todos, automáticamente, alzaron las cabezas a un tiempo, y quedaron intrigados y un poco temeroso en el caso de Amsil, que iba montado a espaldas de Gurlok.
—Debe haber sido una rama partiéndose–sugirió Gurlok, aunque ni él mismo estaba del todo satisfecho con aquella teoría, que explicaba muy bien el crujido, pero no el sonido metálico.
Habían ya reiniciado la marcha cuando escucharon un segundo ruido a sus espaldas, como de algo que da un brinco en la hierba. Desde las advertencias de Xallax y Auria, los dos colosos se mantenían en constante alerta por si hubiera algo o alguien acechándolos; por lo que prefirieron investigar. Mientras Gurlok ponía en tierra a Amsil para moverse con mayor desembarazo si hubiera lucha, Azrabul efectuó un rápido examen del terreno y no tardó en encontrar un deteriorado guante de cuero correspondiente a una mano derecha, que enseguida comparó con su propia diestra. Desde ya que el guante se veía muy pequeño junto a aquella tremenda manaza.
Casi enseguida se oyeron de nuevo el crujido y el golpeteo metálico por encima de sus cabezas. Gurlok alzó la vista hacia el ramaje.
—Allí–indicó, lacónico.
Azrabul miró en la dirección indicada y vio una rama a medio partir, crujiendo bajo el peso de un bulto semiescondido bajo enredadera, pero no lo suficientemente para que el sol no lo iluminara en parte, arrancándole algunos destellos. Había algo metálico allí; qué exactamente, los dos gigantes no pudieron averiguarlo, porque en ese momento Amsil lanzó un grito medio reprimido, y se volvieron hacia él.
—Hay… hay una mano en ese guante–tartamudeó el chico, señalando la prenda de cuero, que había dejado caer al suelo al realizar tan macabro descubrimiento.
Azrabul y Gurlok se agacharon a un tiempo a recoger el guante, entrechocando accidentalmente sus cabezas al hacerlo. Gurlok se incorporó rumiando maldiciones y tocándose su adolorido cráneo, mientras Azrabul, frotándose el suyo entre quejas gruñidas, recogía al fin la prenda. Los dedos enormes escarbaron torpemente en su interior y sacaron, en efecto, los restos a medio momificar de una mano humana. Amsil no quiso ni mirarla, pero los dos colosos la contemplaron asombrados, como tomando nota de que en aquel extraño mundo los árboles fructificaran manos cadavéricas. Luego Gurlok alzó nuevamente la mirada, como en busca de más de tan apetitosa fruta.
—¡CUIDADO!–gritó de repente. Y como otro brusco ruido sugería que algo se les venía encima desde lo alto de los árboles, Azrabul no se hizo repetir la advertencia y lo acompañó en la rauda huida, cargando con Amsil, quien era muy lento en reaccionar.
Tuvieron tiempo de sobra para escapar, porque las enredaderas frenaban la caída de cualquier cosa que fuera aquello. Cuando al fin oyeron un notable estrépito, se volvieron y notaron un bulto informe sobre la hojarasca. Había una gran rama a medio secarse y partida desde su nacimiento a partir del tronco. Más tarde explicarían Azrabul y Gurlok muchos detalles que ignoraban entonces, pero que notarían cuando sus recuerdos modificaran aquella realidad pasada; como por ejemplo, que era obvio que la rama a medio partir había seguido un tiempo adherida al árbol, y la savia había continuado fluyendo por esa unión que se minizaba más y más con el tiempo.
De cualquier modo, la rama no era lo único que se había precipitado a tierra. Integraba un bulto informe medio camuflado por musgo, liquen y restos de enredadera. Al acercarse más, vieron lo que parecía un grotesco monigote o espantapájaros y un raro artefacto metálico que empezaba a oxidarse.
—Una vimâna–murmuró Amsil, en respuesta a la pregunta no formulada con palabras, pero patente en los rostros de Azrabul y Gurlok–. Estos son los restos de una vimâna: una máquina voladora. Ese era el piloto–añadió, titubeante, mientras señalaba lo que habían tomado por un monigote.
—Pero, ¿qué hacía ahí arriba?–preguntó Gurlok.
—Debió estrellarse contra un árbol y morir–contestó Amsil, incómodo. No le gustaba teorizar, pues temía equivocarse. Todos le habían dicho siempre que mejor les dejara a otros la tarea de pensar, y él consideraba que tenían razón. Pero Azrabul y Gurlok todo el tiempo le pedían su opinión sobre algo y a él lo aterraba que confiaran tanto en sus valoraciones. Prefería ni imaginar su reacción al advertir que habían confiado en los criterios del más necio de todos los necios posibles.
—Parece que era un guerrero–comentó Azrabul; porque el cráneo aún estaba cubierto por un casco.
—No creo. El casco debe ser para no romperse la crisma si uno está volando en un cachivache de éstos, aunque a este pobre tipo no le sirvió de nada–opinó Gurlok, y consultó a Amsil con la mirada.
—Generalmente llevan también otras protecciones, no sólo casco–confirmó el chico.
Y de repente se puso a llorar en silencio por aquel pobre y anónimo piloto de vimânas muerto de forma tan solitaria. Siempre había venerado lo mismo a las vimânas que a sus pilotos, un poco porque le parecían símbolos de esa libertad que a él tan vedada le estaba, y otro poco por la envidiable aura de seguridad y audacia que se desprendía de ellos. Tampoco eran tan frecuentes en el pueblo adonde él había nacido y donde se había criado. De hecho, allí nadie tenía vimânas, y sólo ocasionalmente se veía alguna cuyo piloto estaba allí de paso.
Se veía que Azrabul también estaba conmovido por el fin del infortunado piloto. Amsil aprovechó para pedir que enterraran aquellos restos momificados y parcialmente devorados por animales diversos. A Gurlok no le gustó mucho la idea, pero se rindió ante la presión conjunta de sus dos compañeros de viaje. Por otra parte, no había quedado mucho para sepultar, así que demoraron muy poco. Y durante el resto del trayecto, de vez en cuando, fue frecuente que Amsil alzara un índice hacia el cielo y dijera:
—Vimânas.
Y veía a Azrabul y a Gurlok alzar sus toscos rostros hacia el cielo y seguir con la mirada aquellas curiosas máquinas voladoras, evidentemente seducidos por la idea de probarlas.
Por lo demás, de a poco los iba conociendo mejor y apegándose cada vez más a ellos porque, a pesar de las imprecaciones en rugidos para exigirle que avanzara más de prisa en tanto pudiera hacerlo, nunca había sido mejor tratado que ahora. Se preocupaban de que descansara y comiera bien. Desde su encuentro con Xallax y Auria, se turnaban los dos para montar guardia por las noches. Aquel a quien no le tocara el turno, dormía abrazado a Amsil; si lo oía tiritar de frío, acercaba su poderoso corpachón al de él para darle calor. A veces lo abrazaba más fuerte simplemente por espontáneo afecto. En esos momentos, Amsil se sentía inmensamente feliz, pero a la vez prefería disfrutar poco, seguro como estaba de que una dicha así no podía ser duradera. También era habitual que durante los descansos alguno de ellos, sobre todo Azrabul, lo observara extrañamente, como adorando a un ser superior. Amsil, al notarlo, alzaba la vista muy de soslayo; pero entonces brotaba del otro lado una sonrisa agridulce que lo cohibía y lo forzaba a bajar la mirada de nuevo.
Azrabul tenía en sus ojos, por lo general, una expresión cruel, diabólica casi, pese a lo cual se enternecía al dirigirse a Amsil. Su paciencia para con el chico parecía infinita. Era, de los dos gigantes, el que más cuidaba de no hacerle daño cuando lo abrazaba y el que, pese a ello, más se excedía en su efusividad. A Amsil no le importaba mucho cuánto le doliera el cuerpo luego, con tal de que lo abrazaran; pero de todos modos esa delicadeza de Azrabul, tan en disonancia con su aire feroz y sanguinario, le resultaba extraña. Azrabul era también el más fuerte, el más inclinado a la acción inmediata, el más impulsivo, el más obstinado, el que siempre iba a la vanguardia y habitualmente también el primero en advertir cuándo Amsil había alcanzado el límite de sus fuerzas, como también el primero en moverse para auxiliarlo; pero en esto lo común era que Gurlok le ganara de mano por hallarse más cerca. Difícil saber si era casualidad.
A diferencia de su compañero, Gurlok podía ser un tirano implacable, al menos durante la marcha. Su carácter se suavizaba durante las pausas y también cuando Amsil, agobiado, era incapaz de seguir por su cuenta.
Hacia el amanecer del cuarto día, el muchacho anunció, vencido:
—No puedo seguir adelante. No soy como ustedes. Me duelen los pies, me duelen las piernas; no doy más. Hagan lo que quieran–y bajó la cabeza, humillado.
El esperaba varios truenos por parte de Gurlok, los cuales habrían sido inútiles, pues ese día no podía dar un solo paso más, y eso era algo que ningún rugido, maldición, amenaza ni incluso paliza podía cambiar. Gurlok, sin embargo, se le acercó, le alborotó un poco el pelo juguetonamente y le dijo en tono suave:
—Todo tiene solución, no te preocupes. Ya sabes qué único servicio requerimos de ti hasta que lleguemos a Tipûmbue,
Porque no le exigían que los ayudara a cazar ni que montara guardia por las noches; pero durante los descansos se desfogaban sexualmente entre ellos, y entonces pretendían de él que estuviese alerta en prevención de cualquier posible peligro. También demandaban que su puesto de vigilancia estuviera muy cerca de donde ellos se entregaban a sus fogosos placeres, para poderlo auxiliar con prontitud si algo o alguien lo atacaba. A Amsil para empezar le asombraba que después de tanta marcha, que cuando el terreno lo permitía era, encima, al trote (y a menudo cargando uno de ellos con el peso adicional de Amsil, aunque siendo un muchacho tan escuálido no era problema para hombres tan fuertes), todavía les quedaran bríos para fornicar, para colmo de forma tan salvaje; porque más que un acto erótico, lo suyo parecía una lucha de osos. Esto al principio Amsil sólo lo imaginó en base a los ruidos que hacían, porque procuraba siempre darles la espalda, ya que tanto insistían en que se mantuviera cerca: un par de fieras hubieran sido mucho más silenciosas. Pero tanto gruñido y rugido a medias finalmente venció sus barreras morales, y varias veces espió por el rabillo de un ojo. Se espantaba menos por lo que veía que por lo que sentía al verlo.






