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—Deja que yo lo lleve esta vez–pidió Azrabul ese día que Amsil no estuvo en condiciones de marchar.
Parecían incansables ambos, y capaces de desafiar al clima más adverso. Su vitalidad era admirable y desconcertante, y parecía que a su ritmo podrían llegar incluso antes del cuarto día; pero en cambio demoraron más, porque el plazo estimado por Xallax y Auria era para quien llevara provisiones, y en cambio Azrabul y Gurlok debieron procurarse las suyas y las de Amsil. Y se complicaba, porque habían recibido instrucciones de las dos Sacerdotisas para no tomar presas cuya caza estuviera prohibida o que implicaran un enorme desperdicio de carne, en vista de que ellos no tenían mochilas o alforjas para llevarse lo que sobrara. A veces abatían apenas un animal pequeño para que comiera Amsil y ellos se contentaban con pelar huesos, tanta era la prisa por llegar a Tipûmbue y alcanzar a hablar con el Bibliotecario en Jefe antes de que se esfumaran de sus mentes los últimos recuerdos auténticos.
Se sintieron aliviados cuando al alba del sexto día divisaron a cierta distancia lo que sin duda eran los muros de una urbe importante, que creyeron, acertadamente, que sería Tipûmbue; pero cuando casi a mediodía alcanzaron las puertas, había una fila interminable de carros y gente de a pie esperando entrar. Unos soldados examinaban la caja de cada carro, pedían documentos, interrogaban exhaustivamente a todo el mundo.
—Me parece que más o menos en un mes lograremos entrar–observó Gurlok, quien cargaba con Amsil.
—Ni hablar. Adelantémonos un poco–propuso Azrabul; y añadió, dirigiéndose a Amsil–. Me temo que tendrás que bajar de ahí hasta que logremos entrar. Esto podría complicarse un poco.
Pero no hubo complicación. Se abrieron paso entre la muchedumbre pidiendo cortésmente permiso o en su defecto a los empellones. Algunos hombres se volvieron hostilmente hacia ellos buscando camorra, pero al ver la talla de aquel par de energúmenos y la mirada siniestra de Azrabul se ponían a tartamudear disculpas.
Así estuvieron por fin ante un grupo de ceñudos soldados revestidos de cuero, malla metálica y el reglamentario poncho rojo y negro que, en tono inseguro, les pidieron documentos. Antes de que Azrabul pudiera responder, lo hizo Gurlok, diciendo que tenían prisa por ver a Ude, el Bibliotecario en Jefe. Creía que quizás, si el tal Ude era un personaje tan importante, ese dato podría facilitarles mucho las cosas. Puede que efectivamente los haya ayudado, pero en realidad una estatura imponente, una colección de abultados músculos, un semblante temible y una espada al cinto constituyen excelente documentación para cualquier trámite, y en este caso todo eso venía multiplicada por dos.
Los soldados intercambiaron miradas de desconfianza.
—Muy bien: adelante–dijo al fin uno de ellos.
Pero cuando el trío cruzó la puerta, el que había hablado dijo a uno de sus camaradas:
—Son ellos. Ve a dar parte a Orûf–y añadió para sí: –. Así que el mensajero no mentía. Increíble.
Azrabul y Gurlok, demasiado lejos para oírlo, estaban exultantes; y entre carcajadas triunfales, alzaron y abrazaron a Amsil, quien sonrió tímido, pero feliz. Creían que la parte más difícil ya estaba hecha y que sería pan comido hallar la Biblioteca y entrevistarse con el Bibliotecario en Jefe. Quizás no habrían sido tan optimistas si hubieran sabido que llegaban a Tipûmbue en pésimo momento, bajo el reinado de un monarca inepto y en el transcurso de una polémica celebración religiosa.
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